El género de cine documental se confunde
con frecuencia con el de reportaje, pero la película más reciente de Paolo
Agazzi sirve para establecer las enormes diferencias existentes entre ambos.
Por una parte el reportaje: circunstancial,
rápido, puntual, generalmente armado en torno a un eje de tiempo y espacio
invariable, en un estilo informativo antes que de análisis. Por otro, el
documental, que es un relato construido con un propósito bien definido, con
etapas de desarrollo y niveles complejos de discurso cinematográfico y
profundización temática.
Paolo Agazzi ha realizado uno de los
documentales mejor pensados del cine boliviano. Y lo ha hecho no solamente como
un ejercicio plástico o narrativo, sino como la necesidad de expresar un tema
que coloca a la técnica en un plano subsidiario, para servir al relato y no al
revés. Cada elemento en este documental está finamente elaborado, de manera que
ninguno desmerece al otro. La música (Alejandro Rivas) y la fotografía (Gustavo
Soto) son impecables, esta última ligeramente sobreexpuesta para darle más luz
y más esperanza al relato, evitando la zona de penumbras.
El tema ha escogido al director y no a la
inversa. Y no es un tema cualquiera, sino un tema duro, difícil, pero tratado
con extrema delicadeza y pertinencia. Paolo lo introduce poco a poco, sin
torpeza ni apresuramiento. No trata de despertar a la fuerza la conciencia del
espectador sino de convertirlo gradualmente en cómplice de un viaje sereno de
descubrimiento de seres humanos que comparten la desdicha y también la dicha
que les ha tocado en el sorteo de la vida.
Así como en este comentario no he dicho
aún nada que permita descubrir el tema, así lo introduce Paolo en Corazón de dragón, de una manera pausada,
abordando primero a las personas que ofrecen su testimonio de unidad y
solidaridad, subrayando valores fundamentales y relaciones humanas antes de
describir las circunstancias en los que estos valores se afianzan y crecen.
Y ahora sí, podemos decirlo, este es un
documental sobre niños, niñas y familias bolivianas de diferentes condiciones
sociales, que padecen de extrañas y poco frecuentes formas de cáncer. Son los
niños y las niñas quienes están enfermos, pero son las familias las que padecen
la enfermedad en un país donde los hospitales públicos no brindan los servicios
adecuados porque el Estado prefiere gastar en la construcción de gigantescos
coliseos antes que en los tratamientos que requieren los pacientes cancerosos.
Agazzi describe nueve historias de vida,
cada cual más difícil de tratar, pero no se detiene en el tema médico sino en
las relaciones afectivas que se tejen dentro de cada familia y con el personal
de salud que contribuye a hacer de la vida de esos niños y de sus familias,
algo más llevadera. Agazzi evita a lo largo del film lo que él ha llamado en
alguna entrevista “la pornografía del dolor y la miseria”, es decir, la
exhibición cruda de esa maldita enfermedad.
Creo que uno de los aportes más
importantes del documental es precisamente la manera como destaca a la familia:
la madre, el padre, el hermano, la tía, la abuela o quienes fueren las personas
más cercanas a los niños con cáncer. El papel de la familia es clave, no para
sobrellevar la enfermedad con resignación sino para sobreponerse a ella con
optimismo y con una energía que solamente puede proceder de la acción común, de
la unidad, de la solidaridad y del amor.
El relato del documental fluye mejor gracias
a un dragón de origami hecho por Sebastián,
quien adolece de una rarísima forma de cáncer en el corazón. Sólo nueve niños
en todo el mundo sufren este tipo de cáncer que ataca el músculo estriado, que
no es solamente la bomba que impulsa la sangre a través del cuerpo humano, sino
el símbolo universal del sentimiento, del compromiso y del amor.
De ahí el título tan apropiado: Corazón de dragón, un corazón de fuego,
la idea de que un fuego invencible alimenta el espíritu de quienes luchan
contra el cáncer y además, luchan contra el abatimiento y la desesperanza que
puede producir el cáncer cuando ataca a niños que apenas están comenzando sus
vidas. Lo que importa es voluntad del ser humano de vencer una adversidad tan
ubicua y traicionera.

Con un presupuesto relativamente modesto
de 832 mil Bolivianos, Paolo Agazzi ha trabajado cerca de tres años en las
etapas de preproducción, producción y post producción, esta última quizás la
más compleja. No se podía hacer este film en menos tiempo, como quien sigue las
páginas de un guión cualquiera. La
producción tuvo que adaptarse aquí a la disponibilidad de los niños y de las
familias. Cuando uno llega al final aparece con los créditos la información de
que tres de los niños ya fallecieron en ese lapso de tiempo, y uno de los
médicos.
Desde hace mucho tiempo Paolo me hablaba
de este film que estaba produciendo poco a poco, sin prisas, y lo hacía con una
mezcla de ternura y esperanza que no tenía que ver tanto con su carrera de
director de cine —en la que ya ha
demostrado ampliamente su capacidad y creatividad— sino con un proyecto que toca fibras profundas de su ser.
Quien conoce a Paolo (lo conozco desde
que puso por primera vez los pies en La Paz, en la oficina de Antonio Eguino),
sabe que es un hombre distante y sarcástico, de esos que no tienen pelos en la lengua y que se mete en camisa de once varas cada vez que abre
la boca. En este caso, se ha encontrado con la horma de sus zapatos. Tres expresiones populares en hilo, para
decir que esta vez Paolo encontró su talón
de Aquiles y logró hacer de tripas,
corazón. Y ya van cinco.
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El tiempo se acorta,
pero cada día que reto a este cáncer y sobrevivo,
es una victoria para mí.
—Ingrid Bergman