30 julio 2022

A la mesa con Rubén Darío

(Publicado en Letra Siete, suplemento de Página Siete, el domingo 27 de marzo de 2022)

Hay libros de grandes autores que a veces pasan desapercibidos. Ediciones especiales y obras que no alcanzan mucha resonancia pero que para el propio autor son el resultado de un empeño amoroso, un divertimento o la prolongación centrífuga de otra obra anterior.

 Es el caso del libro “A la mesa con Rubén Darío”, del nicaragüense Sergio Ramírez Mercado, una obra deliciosa en la que se mezcla el testimonio personal con la culinaria y por supuesto con la admiración por otro gran escritor de Nicaragua.

 No conocería este libro de colección si no me lo hubiera obsequiado el propio autor apenas unas semanas antes del estallido de la pandemia, durante una cena literaria en su honor, que tuvo lugar a fines de enero de 2019 en el patio de ese hermoso palacio tropical que es la Casa del Marqués de Valdehoyos, sede alterna de la cancillería de Colombia en la ciudad de Cartagena.

 El ambiente era tan propicio, que además de la presencia del libro y de su autor, el menú ofrecido durante la cena estaba estrechamente vinculado al texto. Fue una de esas ocasiones inolvidables, que me permitió saludar de nuevo a Sergio Ramírez después de varios años de haber coincidido en otro evento en Antigua, Guatemala, cuando presentó “Adiós muchachos”, su relato sobre el proceso sandinista de la década de 1980, transfigurado en dictadura por Daniel Ortega y su tenebrosa pareja.

 En “A la mesa con Rubén Darío” se juntan dos placeres: el de escribir y el de comer, y de esa manera el autor hace del oficio de escribir algo privilegiado, una alquimia de imágenes, sabores, colores y aromas que se desprenden de las páginas de una obra muy cuidada, con detalles sabrosos: más de 200 grabados antiguos, citas de autores (Walter Benjamin, Carl Sandburg, Michel Onfray, Michael Alten, George Sand, entre otros) recetas de cocina y profusión de anécdotas. La primera cita de autor, de Joseph Conrad, marca el tono de la obra:

 “De todos los libros creados desde tiempos remotos por el talento y la industria humanos, solo los que tratan de cocina escapan, desde un punto de vista moral, a toda sospecha. Podemos debatir, y hasta desconfiar, de la intención de todos los pasajes en prosa, pero el propósito de un libro de cocina es único e inconfundible. Es inconcebible que su objetivo sea otro que acrecentar la dicha de la humanidad”.

 La obra nos habla tanto de los gustos de Rubén Darío, un sibarita notorio, como del propio Sergio Ramírez, unidos por el cordón umbilical de la cocina de su país natal, pero también de aquella de otros países visitados por ambos. La edición de Trilce auspiciada por la Universidad Autónoma de Sinaloa y la Universidad Autónoma de Nuevo León (ambas mexicanas), se consume como un platillo especial de 360 páginas. En la contratapa destaca otro detalle de diseño en forma de una lata de conserva: “Darío puro preparado por Sergio Ramírez”.

 Rubén Darío (Félix Rubén García Sarmiento), el poeta modernista que sirvió como diplomático —sin plantearse dilemas éticos— a varios gobiernos autoritarios de Nicaragua, inclusive el de Anastasio Somoza, es el tema por segunda vez de una obra de su coterráneo Sergio Ramírez, ahora el escritor vivo más importante de su país. Si en la novela “Margarita está linda la mar” Ramírez abordaba la vida de Darío en su dimensión literaria y social, aquí adopta el tono coloquial de la crónica para sentarse a disfrutar las costumbres culinarias del vate modernista.

Rubén Darío 

 Hay un encanto especial en este tipo de libros que rescatan la historia desde el testimonio, para que el lector reviva episodios como si estuviera presente, sentado a la mesa de los dos escritores, entre aromas y sabores. Es tan ameno el libro, que la segunda parte, 120 páginas de recetas de cocina, se deja leer como una continuación de la crónica e invita a recrear los platillos de Darío comentados por Sergio Ramírez.  

 Aunque Rubén Darío es el eje de la obra, Ramírez acude a 63 fuentes bibliográficas que amplifican el horizonte de la crónica desde Fray Luis de León hasta Marvin Harris, pasando por Balzac, Cervantes y Neruda, entre otros. La conversación de sobremesa con Darío cubre la importancia literaria de la culinaria y del buen comer. Cocinar y comer: dos actos culturales.

 La cocina como arte se reivindica desde las primeras páginas donde rememora el juicio por homosexualidad a Oscar Wilde, cuando éste lo afirma frente a una audiencia victoriana que recibe con risas la aseveración. Han cambiado mucho las cosas con el tiempo.

 Al otro lado del canal de La Mancha, en Francia, la sociedad era más abierta y cocinar era una de las bellas ates mucho antes. El placer de comer exigía perfección y cultura. La “décima musa” ya había sido consagrada por Brillat-Savarin en 1826 como un arte de complicidad entre el gourmet que cocina y el que degusta. Y a veces puede convertirse en un vicio que lleva a la muerte como mostró magistralmente Marco Ferreri en su sorprendente largometraje “La grande bouffe”.

 Honoré de Balzac, admirador de Brillat-Savarin lo expresó con enorme calidad: “Todos los hombres comen; pero son pocos los que saben comer. Todos los hombres beben; pero menos aún son los que saben beber. Hay que distinguir los hombres que comen y beben para vivir, de los que viven para comer y beber. Hay infinidad de matices delicados, profundos, admirables entre esos dos extremos…”

 Ramírez no se ocupa de la vulgaridad de la obesidad sino de la noción artística del comer, no exenta de excesos, pero caracterizada por la elegancia. Escribir sobre culinaria en este mundo donde los pobres mueren obesos por ingerir comida chatarra podría parecer un acto de indiferencia hacia una sociedad en crisis civilizatoria, pero en realidad es un aporte a la cultura de vivir en armonía con la naturaleza, o por lo menos a la picaresca de saber vivir con placer y dignidad, en lugar de sobrevivir masticando mecánicamente alimentos ultraprocesados.

 Darío era gourmet, pero no gourmand, nos dice Sergio Ramírez. La comida tenía que ver mucho con su proximidad al poder. Durante su estadía en Chile comenzó su costumbre de vestir y comer como si fuera rico, que no era. Era un hombre de fortuna en el sentido de que sus amistades le conseguían trabajos en la prensa y en la diplomacia desde que tenía apenas 20 años y su experiencia se reducía a ser una persona culta que hacía gala de sus lecturas y con ello impresionaba a los demás.

 En Chile, se hizo amigo cercano de la familia del presidente Balmaceda y comió en su mesa muchas veces. En su época, para viajar de Centroamérica a Chile o Argentina la vía más rápida era por Europa, en barco. Darío logró que el gobierno de Colombia (y no el suyo) lo nombrara cónsul en Buenos Aires, algo impensable hoy. Más tarde se hizo nombrar cónsul de Nicaragua en París y embajador del presidente Santos Zelaya en Madrid. De ese modo estuvo décadas frecuentando a personajes en posiciones de poder. Y comiendo muy bien, que era una de sus aficiones.

Sergio Ramírez 

 Sergio Ramírez salpica el guiso literario con sabrosas anécdotas como la de los patos numerados de la Tour d’Argent, el restaurante más famoso y caro de París, hasta el día de hoy. Darío, en compañía del pianista y compositor chileno René López Mascayano y del poeta argentino Eugenio Díaz Romero, “oficiaron” ante el pato No. 32388. Sergio Ramírez apunta: “No se sabe quién de los tres pagó la cuenta”.

 Ramírez no se erige en crítico de la frivolidad evidente de Rubén Darío, pero entrelíneas cualquier lector avezado llega a la conclusión de que Darío era un oportunista y vividor que dejaba deudas por todas partes escudándose detrás de los laureles que su extraordinaria poesía le proporcionó.

 París era el objetivo de vida de Darío, pero una vez allí comenzó a detestar la ciudad luz, marcada por la excepcional Exposición Universal. Era el lugar del mundo donde había que estar en 1900. Como testimonio quedan hasta ahora monumentos que trascendieron al tiempo como la Torre Eiffel o el Grand Palais, entre otros emblemáticos de la capital francesa. Darío escribió para La Nación crónicas sobre aquellos monumentos históricos recién creados.

 No se puede culpar tanto a Rubén Darío por exaltar la frivolidad de la ciudad que en ese momento se prestaba como nunca al goce de todos los sentidos. El mundo occidental parecía vivir uno de sus mejores momentos de paz y de progreso, aunque la pobreza de los desposeídos existía —casi invisible para los privilegiados— y sería el caldo de cultivo de la guerra que estallaría apenas unos años más tarde, en 1914. Mientras el cronista habla de morcillas, faisanes y langostas, en el mismo párrafo menciona “en las calles asaltos y asesinatos con más furia y habilidad que nunca”.

 La biografía gastronómica de Ramírez sobre Darío no avanza en procesión cronológica sino con saltos de tiempo hilados por la temática, siempre en torno a la idea de que el gourmet come con talento, mientras el gourmand lo hace por glotonería, una idea que desarrolla Michel Onfray en “El vientre de los filósofos”.

 Los apuntes de Ramírez y Darío se confunden en esta crónica cómplice. Los gordos “no dan entrada a la mal aconsejadora melancolía. Casi siempre están de buen ánimo y saben el precio de la vida. Ríen de verdad, con la risa franca y sabrosa (…) Raro, rarísimo, será el gordo suicida”.

 Hay apuntes estupendos sobre las cocinas de los conventos, “laboratorios de la mejor de las alquimias, que es la comida”. Cuando enviudaban, las señoras ricas se retiraban a los claustros acompañadas por las cocineras de familia, que producían maravillas. No se quedaban atrás los monjes, hábiles sobre todo para producir vinos y licores, como Dom Pérignon, Bénédictine o amaretto Disaronno.

 Darío bebía mucho, era alcohólico. Durante ciertos periodos de su vida se recluía en propiedades de amigos ascetas para tratar de curarse, pero nunca lo logró. Aunque rechazaba la etiqueta de “bohemio” elogió en su juventud a los grandes poetas consumidores de ajenjo, el “demonio verde” que producía alucinaciones y podía enloquecer a algunos. A Verlaine lo conoció en 1893 en el café D’Harcourt, tan ebrio que no pudo sostener una conversación con él. Darío no fue ajeno al ajenjo, como sugiere Valle Inclán en una escena de “Luces de bohemia” donde el nicaragüense aparece como personaje en el café Colón de Madrid.

 Ramírez regala abundantes disquisiciones propias, relacionadas o no con Darío, pero sí con mitos y costumbres culinarias que recoge en múltiples lecturas. Es el caso del carnero, su carne y sus cuernos en las representaciones a través del tiempo, algunas vinculadas al diablo y a la religión, a la mesa o a la cama. 

 En sus crónicas de bon vivant, de las que bien vivía en París, Darío no podía ignorar los quesos de Francia, uno para cada día del año, como enorgullece a los franceses. Lo interesante es que los compara con nostalgia con los quesos de su tierra, y menciona al pasar la pobreza campestre en la que creció, elogiando la leche de “exquisito sabor” porque las vacas se alimentaban de coyol, “fruto mucilaginoso y pegajoso que da una palmera de la cual se saca aceite…”

 Ramírez contribuye con su propia memoria. De los pocos quesos de Nicaragua había en esa época menciona uno “queso duro y seco, de partir con serrucho, salado a más no poder para que pudiera durar, y cubierto por el propio estiércol de la vaca que, al secarse, formaba una coraza…”

 La lectura de un especialista contemporáneo de la alimentación, Marvin Harris, ayuda a Ramírez a echar una mirada actual sobre las costumbres culinarias de Rubén Darío y de su época, y opone a Darío la gran cultura y experiencia refinada del mexicano Alfonso Reyes. Darío era un diletante algo irresponsable, ya que por una compensación monetaria aceptada encargos que otros escritores hubieran rechazado. Publicó por entregas una novela que nunca terminó, titulada “El oro de Mallorca”, basada en su corta vivencia en la isla, con diálogos y personajes que allá conoció, incorporándose incluso como personaje cuando le faltaba un narrador que pudiera decir cosas inconvenientes. Entre 1913 y 1914 entregó capítulos que no daban para construir una historia con argumento.

 Sergio Ramírez extiende las páginas de su crónica mencionando los viajes y peripecias literarias de Darío, aunque no se vinculen directamente a sus prácticas gastronómicas. El propio Darío solía llenar páginas con largos párrafos descriptivos de un lienzo, por ejemplo, haciendo literatura de la pintura y desplegando su enriquecido vocabulario modernista. Los higos abiertos le sugerían el sexo femenino, analogía bien escogida por el tamaño, el color y la textura.

 Como todo en la vida acaba, y sobre todo la vida misma, el regreso triunfal de Darío a Nicaragua en 1908 lo hace descubrir quesos, frutos, animales, platillos y bebidas que lo devuelven a su infancia y que antes no había apreciado en justa medida o no tenía los instrumentos literarios necesarios para describir. El maíz es parte de ese “inventario sentimental” de Darío, pero también de Sergio Ramírez. A ratos ambas voces se confunden.

 Viajes y honores por donde iba, Sergio Ramírez describe bien al poeta laureado hasta en su manera pomposa de vestir, su atuendo con ribetes dorados: “La literatura comenzaba a ser un espectáculo…”

 Más de 120 páginas de “recetas darianas” poco convencionales, sazonadas con comentarios literarios, cierran este libro fascinante. No hay que buscar en ellas la unidad de un recetario de cocina, aunque estén divididas en categorías. Es más bien un recetario intercultural que muestra que el mundo de la gastronomía es ancho y ajeno.

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La boca es el lugar de la historia,
Y la historia no es más que un perpetuo recomenzar…
—Michel Onfray 

 

24 julio 2022

Agnès por Agnès

(Publicado en Página Siete el domingo 20 de mayo de 2022)

 El 29 de marzo de 2019, al inicio de la pandemia, falleció a los 90 años de edad la cineasta Agnès Varda, que hasta el final de sus días mantuvo esa cara de niña y esa sonrisa de picardía. Tuvo el mérito singular de ser la única mujer en la primera fila de realizadores de la Nouvelle vague francesa, aunque a lo largo de su extensa carrera en el cine no realizó más de diez películas de distribución comercial entre las 61 obras que dirigió o que se filmaron con ella como personaje.

 En su filmografía, sobresalen las películas más conocidas, como “Cléo de 5 a 7” que catapultó su fama en 1962, seguida de “La felicidad” en 1965, “Las criaturas” en 1966, “Daguerrotipos” en 1975, “Mur murs” en 1981, “Sin techo ni ley” en 1985, “Les glaneurs et la glaneuse” en 1990, “Las playas de Agnès” en 2008 y su última película, “Caras y lugares” en 2017.

 En medio de esas obras mayores hay otras que hay que ver, decenas de cortometrajes que ponen en evidencia su espíritu inquieto y su compulsión por la imagen. Ya sea sobre temas trascendentes o sobre hechos cotidianos, su cine se caracteriza por la refrescante mirada con que describe situaciones y personajes.

 Toda la obra documental de Agnes Varda es en primera persona, pero no siempre autobiográfica. La realizadora aparece en la imagen y en la narración, y con ello reafirma que no improvisa. Hasta la obra más breve y aparentemente menos elaborada, está planificada. Hay documentales que se resuelven en la etapa de edición, como Chris Marker que solía encerrarse años para editar como ebanista que va limando las asperezas de una pieza hasta conseguir su mejor expresión. En Varda, una obra parece estar completa desde el inicio, por muy sencilla que sea la idea y que parezca la película terminada. Hay algo de Godard, pero sin la pretensión intelectual.

 Es el caso de un breve trabajo de cinco minutos, casi desconocido, “La petite histoire de Gwen la bretonne”, donde narra su encuentro casual con una francesa que había conocido años antes. Gwen Deglise se fue a Los Ángeles para comenzar una nueva vida, y perdió todo al principio, menos una bicicleta en la que circula por las calles de la ciudad. Su vida se encamina en parte gracias a los filmes de Agnès y de Jacques Demy, que exhibe primero en un pequeño cineclub y librería de barrio, antes de adquirir responsabilidades de programación en la Cinemateca Americana, instalada en el emblemático Teatro Egipcio. Mientras cuenta la historia de Gwen, cuenta la propia durante el tiempo que estuvo en Los Ángeles. A pedacitos, con otros breves documentales que hizo sin aparato de producción sofisticado, reconstruye en una parte de su propia vida, una memoria en el estilo de un diario de las personas que encuentra en su camino, a las que enriquece y las que la enriquecen o al menos despiertan su curiosidad.

 Como la pintura de Frida Kahlo, el cine de Varda es autorreferencial, aunque no descarnadamente revelador de la intimidad, como las obras de la artista mexicana. La diferencia es que Varda disfruta de una vida sin grandes conflictos personales, y mira todo con un espíritu positivo, alegre, como una niña que se maravilla ante todo lo que se le cruza por el camino.  No es casual la frecuencia de los espejos en sus obras, en parte para reflejarse a sí misma y en parte para indicar que el cine es solamente un reflejo de la realidad, filtrado por los sentidos y la interpretación.

 Varda fue pionera de la nueva ola del cine francés, con cortos que precedieron al movimiento renovador de las décadas de 1950 y 1960. Por su experiencia en la fotografía, su cine se regodea en bellos encuadres y selección de colores, de manera que visualmente es siempre un placer. Como García Márquez o Cortázar, cualquier tema es bueno para crear belleza.

 El documental “Agnès par Agnès” es una síntesis excepcional de su cine y de su filosofía de la vida. Es un placer ver esta obra de más de dos horas de duración que repasa las etapas de su actividad creativa, con una propuesta de mostrar las cosas con el ojo que caracteriza a sus trabajos: inspiración, creación y compartir son las palabras que resumen su visión del cine. El documental incluye representaciones de su familia, de sus amigos, una intimidad sin embargo precavida, donde lo más recóndito parece ser su relación y la muerte de Jacques Demy, su esposo, también cineasta.

Cleo de 5 a 7 

 Varda cuenta que “Cléo de 5 a 7” nació de su percepción del miedo colectivo por el cáncer, y la manera como fluye la historia con el personaje principal fue también un resultado de la necesidad de filmar en un día, por razones presupuestarias. El resultado es mágico, fresco, auténtico. Meticulosa, la directora no deja nada al azar. En sus obras más “documentales” todo está calculado. Esta es otra prueba de la borrosa frontera que existe entre la ficción y el documental, al extremo de que debería abolirse esa distinción impuesta por los distribuidores comerciales.

 En “Daguerrotipos” filma a la gente de la calle donde vive, como si fuera un pequeño pueblo incrustado en la ciudad, donde todos se conocen. Los personajes son reales: la panadera, el carnicero, los comerciantes, la gente que hace filas, esa “mayoría silenciosa” que atrae el ojo de la cineasta. Su proximidad afectiva logra algo que no es fácil: filmar a la gente mientras continua con sus labores cotidianas, sin que la cámara (y el equipo detrás de la cámara), modifique los comportamientos. Varda habla de “la empatía del amor por la gente que uno filma”.

Lions love 

 En la diversidad de su obra se alternan las películas realizadas en Francia y en estados Unidos. Su documental sobre los Black Panther, el grupo radical marxista-leninista de afroamericanos que lucharon contra el “establishment” en la década de 1960, es un retrato de la “minoría enfurecida” de los negros pero también de las mujeres. Varda se declara feminista y mantiene hasta el final de su vida esa visión de la igualdad y la justicia. Lo aborda en “Mi cuerpo es mío”, la vida de dos jóvenes mujeres, filmadas con diez años de distancia, donde hace el relato de una resistencia que no ha terminado, y para ello usa todo tipo de recursos: teatro, música, o muñecos. Todo tiene una referencia cultural sin estridencia, con buen humor y alegría.

 Adolescente todavía, la actriz Sandrine Bonnaire tuvo su primer rol protagonista en “Sin techo ni ley” (1985) de Agnès Varda, donde interpreta a Mona, una joven de 17 años enojada con el mundo, un “road movie” que incluye 13 travellings de un minuto o más, una experiencia creativa complicada en esos años en que no existía la tecnología actual.

 Se acaba el espacio, quedan muchos filmes de la pequeña Agnès Varda en mis notas. Hay que ver su cine, no tiene desperdicio. Este apretado texto es una invitación.

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J'ai peu d'argent, mais le luxe, c'est de tourner à mon rythme, en alternant tournage et montage, en repartant tourner après avoir monté, en évoluant dans l'aléatoire, mais toujours avec des options de cinéma.
—Agnès Varda 

 

18 julio 2022

Los libros nos hacen libres

(Publicado en el Letra Siete, Página Siete, el domingo 15 de mayo de 2022)

Una página con cinco citas abre este extraordinario libro. Una de ellas, de Emilio Lledó, habla de los libros y la libertad: “El libro es, sobre todo, un recipiente donde reposa el tiempo. Una prodigiosa trampa con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron esa condición efímera, fluyente, que llevaba la experiencia de vivir hacia la nada del olvido”.

 Otra, poética, de la autora mozambiqueña Mia Couto, expresa la magia: “Parecen dibujos, pero dentro de las letras están las voces. Cada página es una caja infinita de voces”.

 Adentrarse en El infinito en un junco de la joven escritora zaragozana es un viaje no solamente por la historia de los libros, sino del lenguaje que hace a la inteligencia humana. Este es un ensayo de esos que se leen como una novela, apasionante de principio a fin, deliciosamente escrito. El placer de la lectura pasa por delante de la abundancia de información, sin menoscabo de esta.

 Como toda investigación, este ensayo partió de algunas preguntas: ¿Cuál es la historia secreta de los libros? Al comenzar la investigación hay cierta angustia por lo que ha podido perderse a lo largo de miles de años: “¿Qué se perdió por el camino, y qué se ha salvado? ¿Por qué algunos de ellos se han convertido en clásicos? ¿Cuántas bajas han causado los dientes del tiempo, las uñas del fuego, el veneno del agua? ¿Qué libros han sido quemados con ira, y qué libros se han copiado de forma más apasionada? ¿Los mismos?

 Con mucho acierto Vallejo señala una paradoja: “Lo curioso es que aún podemos leer un manuscrito pacientemente copiado hace más de diez siglos, pero ya no podemos ver una cinta de video o un disquete de hace apenas unos años, a menos que conservemos todos nuestros sucesivos ordenadores y aparatos reproductores, como un museo de la caducidad, en los trasteros de nuestras casas”.

 La memoria es frágil, y los soportes que conservan la memoria del mundo con mayor eficacia son paradójicamente los más antiguos: los papiros con cinco mil años de antigüedad, los pergaminos y finalmente el papel, mientras que todo lo que es electrónico o en “la nube” es tan frágil que todavía no sabemos si puede durar una década o menos.

 Desde la primera página de la primera parte (Grecia), Vallejo le pone el tono a su relato: una propuesta tentadora de adulterio, narrada con jovialidad, en la ciudad luminosa de Alejandría, por entonces más importante que Roma.

 Entre historias de sábanas y reinados, la narración nos lleva de la mano, pero no a ciegas, donde la autora quiere: al gozo de la historia de los libros. Para sellar su romance con Cleopatra, Marco Antonio llevó de regalo a Alejandría 200 mil libros para la gran biblioteca que hoy es parte de nuestros sueños más remotos. La biblioteca de Alejandría recibió su nombre de Alejandro Magno, uno e los personajes más increíbles de la historia antigua, capaz de crear un imperio sin límites cuando tenía 25 años de edad. Obsesivo, imparable, era llevado por la fuerza del pothos, es decir, la búsqueda insaciable de lo inalcanzable, que es lo que suele motivar a todos los grandes hombres y mujeres que ha dado la humanidad.

Irene Vallejo ©Silvia P. Cabeza 

 Este es un libro de historia con gran H, pero también un libro muy personal, que mezcla las anécdotas de la historia con las de la propia autora, en un tejido seductor. Es un homenaje a la literatura de todos los tiempos, pero también a la creatividad humana, al cine, al teatro, al humor. Alejandro quería ser mito y leyenda para las generaciones futuras, y sabía que solo podía serlo en la memoria de los libros que se escribieran sobre él, por eso aparece en la Biblia y en el Corán, para no citar sino dos textos considerados sagrados.

 Hay expresiones magníficas que cautivan, porque el lenguaje de investigación se teje con formas de expresión llenas de poesía: las palabras “son apenas un soplo de aire”. Solamente aire hasta que no se escriben sobre una tabla de barro, sobre la corteza de un árbol (como los corazones de los enamorados), o sobre madera, piel o papel.

 Esta historia se desenvuelve como un pergamino de más de mil metros de largo. Aunque hemos tenido noticias por diferentes fuentes históricas, Vallejo nos hace vivir casi como si fuéramos testigos el esplendor de Alejandría, el ombligo del mundo occidental antiguo, gracias al museo y a la biblioteca que hizo construir Ptolomeo para honrar la memoria de Alejandro. La importancia otorgada entonces a la cultura no tiene punto de comparación con nada que hayamos visto en el mundo contemporáneo. Cuando la cultura es el centro de una civilización, se nota demasiado.

 Egipto exportaba papiro para escribir 3 mil años antes de Cristo. No es poca cosa. Rollos de más de tres metros de longitud, entre 13 y 30 centímetros de alto, viajaban por todo el mundo como uno de los bienes más preciados. El más largo que se conserva mide 42 metros y se encuentra en el Museo Británico. Es uno de los muchos testimonios de aquella maravillosa “médula de una planta acuática” que dio cobijo para siempre a las palabras. En alguna parte leí (aunque Irene Vallejo no lo menciona), que la Biblioteca Británica imprime sobre papiro sus documentos más preciados, porque sabe que pueden conservarse durante miles de años, más que el papel o que cualquier otro soporte. Para los que se encandilan con las nuevas tecnologías, eso puede ser una sorpresa.

 La biblioteca de Alejandría no era solamente una biblioteca a la que acudían desde todos los rincones de occidente, sino un centro de investigación y de creación de conocimiento, a donde fueron llevadas las mentes más brillantes de la Antigüedad, para vivir y trabajar allí en condiciones envidiables, como no ha vuelto a suceder después en la historia. Alejandría era como la reproducción de Atenas, pero concentrada y potenciada, un laboratorio de los saberes del mundo conocido. La propia palabra “faro” que tanto significado tiene en el lenguaje contemporáneo, procede de Alejandría, de la isla donde se construyó esa maravilla arquitectónica que guiaba a los navegantes. Era la luz del mundo y se dice que el lente que tenía en su cúspide permitía ver a lo lejos a Constantinopla.

Irene Vallejo ©Silvia P. Cabeza

 Irene Vallejo nos hace soñar página tras página con un mundo donde el pensamiento y los valores eran importantes. Nos habla del ritual de “leer”, que no era un acto mecánico y utilitario como puede serlo ahora para muchos. La lectura de los rollos de papiro requería de una destreza especial porque mientras se desenrollaba el papiro con la mano derecha para descubrir nuevas columnas verticales de símbolos, se lo iba enrollando con la izquierda. Posteriormente había que regresarlo a su posición original para que otros pudieran repetir ese acto casi mágico.

 Los apuntes autobiográficos de la autora hacen que el ensayo sea aún más agradable de leer. Todas las fuentes bibliográficas y las citas están al final, de manera que nada distrae de ese recorrido suave como el viaje en un velero. Leer a Vallejo me recordó el placer de leer a Octavio Paz o Juan Villoro, o en inglés los ensayos de Mark Kurlansky o de Jared Diamond.

 Entre esos apuntes autobiográficos está la descripción de su experiencia estudiosa en Oxford, donde la biblioteca secreta y subterránea se extiende debajo de una inmensa extensión, preservando así la memoria del mundo. Cada día esa biblioteca incorpora mil nuevos títulos que hay que clasificar inmediatamente para recibir los del día siguiente. Es sin duda el equivalente de la biblioteca de Alejandría de nuestra era.

 Al describir esa su aventura de descubrimiento, la autora nos regala piezas de hermosa literatura: “En la bruma de cada mañana, cuando me aventuraba a las calles borrosas, sentía que la ciudad entera gravitaba sobre un mar de libros, igual que una alfombra mágica en pleno vuelo”.

 En estos tiempos en que talibanes de allá y de aquí tratan de destruir el pasado para que su mediocridad se disimule mejor por falta de puntos de comparación, Vallejo nos recuerda: “que todos podamos amar el pasado es un hecho profundamente revolucionario”.

 Del papiro al pergamino (de Pergamon, que he tenido la fortuna de visitar en Turquía), fue un salto tecnológico como de la máquina de escribir a la computadora. El objeto-libro se hizo más manejable, acrecentando el fetichismo “librario”, que no es lo mismo que el fetichismo literario. Nos puede gustar la lectura, pero también nos gusta sostener en la mano un buen libro, un objeto precioso que tiene forma, textura y olor. Más allá del texto, este fetichismo hace que nos cueste mucho a los de mi generación reemplazar un libro por un lector digital.

 Entre que describe a libros y autores, Irene Vallejo nos presenta a extraordinarios personajes de la Antigüedad, como el erudito Dídimo, que escribió más de 3 mil libros a lo largo de su vida, aunque a veces olvidaba lo que había escrito en ellos (me pasa lo mismo, sin haber escrito tantos).

Homero

 Por supuesto, uno de los personajes más seductores es Homero (“el que no ve”), el gran poeta sin biografía, del que hasta hoy no se sabe si era una persona o un personaje colectivo, creado por su propia obra, en tiempos en que la poesía estaba socializada, porque se construía día a día a través de su transmisión oral y su enriquecimiento progresivo. No fue sino cuando a alguien se le ocurrió plasmar en caracteres las obras de Homero, que estas dejaron de enriquecerse y de evolucionar, pero antes habían pasado durante muchos años de una boca a otra, a veces en el conciliábulo de los “simposios” que no eran sino reuniones en las que se bebía e inventaba literatura colectivamente.

 El libro nos ilustra no solamente sobre la invención de los libros sino del acto de leer y de comunicar lo leído. Al no existir copias de los textos, estos se transmitían de memoria hasta aterrizar en un nuevo pergamino o rollo de papiro. Homero es anterior a la escritura, del tiempo de “las palabras aladas” que recorrían enormes distancias. Por eso hasta hoy existe la duda si realmente existió una persona con el nombre de Homero que fue el autor de “La Ilíada” y de “La Odisea”.

 Solo a partir del alfabeto podemos tener algunas certezas. Para los recalcitrantes, el aterrizaje de la palabra alada en la letra muerta era un retroceso, pero no había otra manera de trascender en el futuro. Lo que pasó con los 15 mil versos de “La Ilíada” y los 12 mil versos de “La Odisea” fue una manera de que fijarlos para que no se siguieran moviendo indefinidamente.

 Contrariamente a lo que podría creerse, no fue la poesía lo que inició la escritura, sino el comercio, las listas de bienes, las cuentas: “Empezamos escribiendo inventarios y después invenciones (primero las cuentas; a continuación los cuentos)”, dice Vallejo. Más allá de contar historias, la escritura pronosticó el nacimiento del espíritu crítico, cruzado por un doble filo: perder el ejercicio de la memoria y de la oralidad. 

 La historia del alfabeto es tan fascinante como la del soporte material de los libros. Hebreo, árabe, indio, arameo, griego o latino, todos estos alfabetos son hijos de la misma raíz fenicia, mil años antes de Cristo. Es el origen de la unidad cultural occidental.

 Mucho se ha perdido, no sabemos cuanto sino gracias a los primeros catálogos bibliográficos. El primer bibliotecario de la historia, Calímaco de Cirene, dejó listas meticulosas que nos permiten saber hoy lo que se ha perdido, papiros y pergaminos comidos por el tiempo. La búsqueda de esas huellas, sugiere Vallejo, es tan fascinante como el dolor por lo que se ha desvanecido.

 Vallejo rescata referencias de los primeros escritores y nos quita el velo de la ignorancia cuando afirma que la primera escritora fue mujer, Enheduanna, que ejerció la poesía con su nombre, 1500 años antes de “La Ilíada”, en un mundo dominado por filósofos y literatos varones, que por supuesto no la mencionan para nada en sus obras. La renombrada democracia ateniense era “cosa de hombres”, excluía por igual a esclavos, extranjeros y mujeres.

 No todo era mieles y progreso intelectual en la Antigüedad. El propio Platón (“espalda ancha”) pretendía crear una “policía poética” para controlar lo que se escribía, una suerte de censura previa.

 Cuando parece que ya se va agotando Grecia, la segunda parte del libro está dedicada a Roma, que es otro descubrimiento para el lector. Los romanos no eran tan creativos, pero eran políticos sagaces. Pasaban la mayor parte de su tiempo librando guerras imperiales, pero tomaron lo mejor de los griegos en lugar de destruirlo, como harían hoy los talibanes de toda suerte. Capturaban esclavos, pero si eran griegos e ilustrados, les daban privilegios, los trataban como presos de lujo. Roma significó el fin del monopolio aristocrático sobre las bibliotecas y la aparición de lectores anónimos, gracias a la reproducción acelerada de los libros. Legiones de esclavos con buena caligrafía se encargaban de esa tarea. Era además una buena costumbre de los millonarios romanos legar su patrimonio a escritores y filósofos (ojalá hicieran algo similar los acaudalados de ahora).

 Tampoco eran épocas de armonía para todos. Marcial, Ovidio y otros escritores rebeldes que satirizaban la opulencia padecieron el exilio, y la mala costumbre de destruir y quemar libros se ha mantenido desde los papiros hasta los mensajes en TikTok. La persecución de las ideas no es otra cosa que una expresión de la ignorancia y el miedo a la inteligencia, como podemos ver en los gobernantes actuales en todo el mundo autoritario. La censura es el lenguaje de los mediocres y la autocensura es el silencio de los cobardes.

 Soy un lector lento porque a veces patino en las páginas y mi pensamiento salta por el borde al vacío. Me gusta releer algunas frases y a veces marco aquellas que me seducen. Los libros que pasan por mis manos están marcados para siempre, y siento cierta frustración cuando no puedo hacer lo propio con libros prestados, ya que soy de los tontos que devuelven. Con “El infinito en un junco” he tenido una nueva historia de amor por los libros, no solamente por la literatura, sino también por el alfabeto, por el papel, por la tinta, por las bibliotecas y sus celosos guardianes.

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De niña creía que los libros habían sido escritos para mí,
que el único ejemplar del mundo estaba en mi casa.
—Irene Vallejo
 

12 julio 2022

La desdeñosa y el buen ladrón

(Publicado en Página Siete el domingo 12 de junio de 2022)

Hugo Roncal (foto: archivo familiar) 

 Cuando hablábamos en su departamento cerca de la plaza Abaroa, Hugo Roncal mencionaba entre sus proyectos un largometraje titulado Un hombre cualquiera, pero nunca me ofreció detalles. Iba a ser una obra con la que demostraría su condición de cineasta de ficción, ya que por circunstancias de la vida se había visto obligado a dirigir documentales de encargo, postergando sus propios proyectos. Como Jorge Ruiz, Hugo pudo concretar pocas obras personales. En cambio, hizo muchas películas “alimentarias”, a veces sobre temas que probablemente chocaban con sus principios.

 Entre los documentales de encargo, lo más rescatable es El mundo ignorado, serie financiada por Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos entre 1976 y 1978, que incluye Sucre, la ciudad blanca, La Virgen de Urcupiña, Iglesias de Bolivia, Lo que guarda la tierra (sobre las exploraciones de petróleo), Chapé Fiesta (filmada en San Ignacio de Mojos), y Los Ayoreos, quizás el mejor documental que realizó. Salvo aquel sobre la exploración petrolífera, los otros filmes fueron realizados con entera libertad y no responden a la necesidad de propaganda de la empresa auspiciadora, sino al ánimo de promover la cultura de Bolivia. 

 Hugo Roncal fue actor en películas argumentales, alguna vez en un papel protagónico, pero solo abordó la ficción como realizador en un cortometraje ingenioso: El mundo que soñamos, la historia de un papel periódico llevado por el viento sobre la ciudad de La Paz mientras narra en primera persona sus impresiones “al vuelo”.  En una feria de títeres, la hoja de papel periódico se aferra a las piernas del titiritero para rogarle que haga de él un precioso muñeco. En este filme producido en el marco de su trabajo en el Centro Audiovisual de USAID, Roncal tuvo suficiente libertad de expresión como para hacer algo creativo y personal.

 Estos antecedentes están ampliados en mi Historia del cine boliviano (1982) con base en las conversaciones que sostuve con Hugo Roncal, y me alientan ahora a celebrar la recuperación de Cómo duele ser pueblo (2021), un trabajo de reconstrucción realizado por Fernando Vargas por iniciativa de la familia de Roncal.

 Cuando una película boliviana que parecía irremediablemente perdida o postergada sale a la luz muchos años después, siento que hemos recobrado la memoria. Es como si se descubriera la cura contra el Alzheimer o una píldora contra la desidia y el olvido. Emerge una obra que permanecía inédita porque no estaba terminada, y yo siento que todos hemos ganado una batalla, aunque el mérito corresponda a unos pocos.

 El exilio hizo que mi contacto con Hugo se hiciera esporádico. Habíamos conversado a fondo sobre su cine en 1975, pero en 1980 se produjo el golpe militar del general García Meza, y los que estábamos en el Taller de Cine de la Universidad Mayor de San Andrés (fundado por Paolo Agazzi), fuimos perseguidos, nos refugiamos en la clandestinidad y/o salimos al exilio. Del grupo original donde estaba Luis Espinal, Paolo Agazzi, Antonio Eguino y yo, entre otros, no quedó nadie. A Lucho lo asesinaron en marzo de 1980, cuatro meses antes del golpe.

 En ausencia de los profesores que habían participado inicialmente en el Taller de Cine de la UMSA, Hugo Roncal continuó con la labor entre 1981 y 1983, y en ese marco surgió la iniciativa de realizar una película. El título de rodaje era Dolor del pueblo, pero nunca pudo concretarse en una obra terminada durante la vida del realizador, aunque Roncal dejó atrás material filmado (9 rollos en 16mm, color) de dos historias que han sido editadas como parte de un mismo largometraje.

 La primera está basada en el cuento “El tiempo y los sueños” de Gastón Suarez, que narra la desventura de un funcionario de la empresa de ferrocarriles en Oruro, desdeñado por su novia, que decide renunciar a su trabajo para dedicarse a la minería, con la esperanza de regresar algún día millonario y reivindicarse ante su antiguo amor. Su pequeña mina, que bautiza como “La desdeñosa”, le da más pesares que alegrías. Entretanto tiene un hijo con una indígena lugareña, con la que se comunica apenas pues ninguno de los dos es bilingüe.

 La segunda historia, “Milagro de Nochebuena”, una idea original de Hugo Roncal, muestra a un joven padre de familia que cobra su magro aguinaldo para comprar regalos para sus hijos, pero por una confusión en la tienda acaba en la cárcel el 24 de diciembre sin que nadie quiera escuchar su versión de los hechos, salvo un ladrón con corazón (Hugo Pozo, excelente), que ofrenda su vida para hacer el milagro. La historia tiene agujeros e inconsistencias que no viene al caso enumerar aquí, pero transmite una dosis innegable de ternura, al igual que la primera.

 Roncal falleció en 2005 a los 82 años, sin terminar estos proyectos ya filmados. Tengo la impresión de que los abandonó (nos ha pasado a varios) ya sea porque no encontró el apoyo necesario (en esa época era mucho más difícil que ahora) o porque consideraba que no ameritaba proseguir. Cuatro décadas después del rodaje, el material que estaba en depósito en la Cinemateca Boliviana fue digitalizado y supuestamente restaurado, aunque no es tan evidente en la copia que ha sido exhibida, que conserva varios defectos de origen. El trabajo más meritorio, sin duda, es el de Fernando Vargas, que ha logrado editar un material con base en notas e indicaciones que había dejado Hugo Roncal. Las composiciones de Javier Parrado pueden ser buenas piezas de música por separado, pero saturan la banda sonora al disputar el primer plano.

 Me atrevo a decir que Fernando Vargas es coautor del film con todo derecho, porque cualquier cineasta sabe que la etapa de filmación no define el resultado de un trabajo si no es acompañado por el director en la etapa de postproducción. Vargas ha realizado una proeza editando las dos historias y creando entre ellas un vínculo en los minutos finales, para que entre una y la otra exista una continuidad o por lo menos un puente que permite presentarlas como una unidad cinematográfica, aunque las historias no se relacionan, las filmaciones pertenecen a etapas diferentes, los actores son distintos y también el tratamiento de la fotografía.

 Creo que Roncal se embarcó inicialmente en dos proyectos autónomos, con equipos distintos, en momentos diferentes. La cámara de la primera parte parece haber sido manejada por sus estudiantes (zooms innecesarios, encuadres pobres), no así en la segunda historia, técnicamente más madura. Por ello, veo una enorme habilidad de Fernando Vargas para reunir ambas narraciones a través del personaje que interpreta Pozo. Con todo, si se considera la fecha de filmación, el filme no destaca por su calidad porque ya había antecedentes clave en el cine boliviano como La vertiente de Jorge Ruiz, o las obras de Jorge Sanjinés, Antonio Eguino y Paolo Agazzi anteriores a 1980.

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A movie is never finished, only abandoned.
—George Lucas 


08 julio 2022

Mestizos, aunque no les convenga

(Publicado en Página Siete el sábado 30 de abril de 2022)

 Hay que reconocer que el dedazo de nombrar a Arce Catacora en la candidatura presidencial fue un acierto, porque si Choquehuanca hubiera sido candidato, el MAS no habría obtenido tantos votos, ya que el “larama” solo representa a una minoría aimara de la población boliviana.

 En 2009 el MAS impuso en un cuartel militar de Sucre una Constitución Política del Estado que no refleja la realidad del país, pues simboliza de manera sesgada un Estado predominantemente indígena, mera suposición que no corresponde a la verdad. Aquello que fue cierto hace más de medio siglo, no lo es ahora.  

 El Censo de 2012 reveló taxativamente que solo 1.191.352 bolivianos se consideran aimaras, es decir, apenas el 17%. Las cifras son contundentes: sobre la población censada de 6.916.732 habitantes mayores de 15 años, 4.032.014 NO se consideran indígenas, es decir 58% del total.

La invención del “rey Sol"

 Esos resultados explican porqué el gobierno de Evo Morales no quiso difundirlos con el mismo bombo y platillo que habitualmente utilizaba para estrenar canchas de césped sintético o transmitir en vivo discursos tan vociferantes como intrascendentes. ¿De qué país indígena-originario nos han estado hablando?

 Dejémonos de cuentos: Bolivia es un país mayoritariamente pluricultural y mestizo, o si se quiere una “formación social abigarrada” como escribió Zavaleta en 1967, y ahora con mayor razón. El relato que quiso imponer Evo Morales con sus teatrales apariciones y sus disfraces de rey sol en Tiwanaku sirvieron para exportar una fábula que no corresponde a la realidad. La invención tardía de la wiphala como bandera aimara y su elevación a símbolo nacional fue un agravio para las otras etnias reconocidas en la Constitución Política del Estado. El Estado Plurinacional con el que trocó el nombre de la República de Bolivia fue otra estratagema sin correlato con la realidad de este siglo.

 Las aberraciones simbólicas construyen una imagen falsa de Bolivia, fragmentada en parcelas-naciones como minifundios, y exacerban la polarización racial como no había sucedido desde antes de la Guerra del Chaco. En el discurso del MAS el país se divide entre “indios y blancos”, pero en la realdad cotidiana los mestizos como el propio Morales (que ni siquiera habla el idioma de sus padres), han ejercido el poder durante la era del MAS.

 Como puso en evidencia el censo de 2012, Bolivia es mestiza, aunque la categoría no aparecía en la boleta diseñada con la intención de favorecer la autoidentificación étnica con un criterio de “pureza de la raza” antes que de integración cultural. Quizás hubieran tenido más suerte si preguntaban por el idioma materno o primer idioma hablado.

 Las generaciones que accedieron a la mayoría de edad desde 2012, se consideran menos indígenas que sus progenitores. Las mujeres jóvenes han abandonado definitivamente la pollera que todavía usan sus madres y optan por usar pantalones. Al igual que los varones, prefieren darle la espalda al Estado y convertirse en comerciantes informales gracias a la profusión del contrabando favorecido por la permeabilidad de las fronteras, y por el cambio del dólar subvencionado con la deuda creciente del Banco Central.

 Por eso la reaparición de Choquehuanca hace un año con su nueva careta de conciliador indígena no convenció más que a un puñado de incautos. La realidad es que el más longevo ministro de los gobiernos de Evo Morales, se rodeaba de “k’aras” en su despacho, aunque vistieran chaquetas con listones de fino diseño autóctono. El aimara que quisiera posar como chamán de las nuevas generaciones del MAS no representa hoy el rostro diverso de los bolivianos, aunque sus discípulos quieran alterar narices a combazos.

 Si el nuevo censo persiste en diseñar una boleta donde la categoría de mestizos no existe, tendrá peor resultado político que en 2012. La estrategia de la autoidentificación étnica ya mostró sus límites: los jóvenes bolivianos son parte de una sociedad que ha evolucionado, para bien o para mal, y se reconocen culturalmente en el crisol de mezclas antes que en la supuesta pureza de una raza. El empecinamiento racista del régimen del MAS es un búmeran que regresará para cortar la cabeza de unos cuantos impostores.

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La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre.
¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?
—Gabriel García Márquez 


03 julio 2022

Secretos de papel

Una digresión por los alrededores de “Bajo el oscuro sol”, 50 años después.

 (Publicado en Letra Siete, suplemento de Página Siete, el domingo 29 de mayo de 2022)

 Rara vez vuelvo a leer un libro. Hay demasiados libros buenos como para releer, no alcanza la vida. Pero por varias razones he vuelto a leer “Bajo el oscuro sol” de Yolanda Bedregal, que acaba de aparecer en una edición que conmemora medio siglo de la primera. He preferido leer la edición original de 1971 porque la leí hace 50 años cuando se publicó, porque no recordaba nada de la trama y porque esta lectura ha sido una manera de recordar a Yolanda Bedregal.

 Estuvimos varias veces en su casa de la calle Goitia o en la mía de la calle 6 de Obrajes. En la época en que yo preparaba retratos para mi exposición “Retrato hablado”, le dije que había imaginado una fotografía de ella, sentada como una niña con los pies colgando, en una silla desproporcionadamente grande. Nunca hice el retrato porque encontré alguna resistencia suya: no quería fotos a su edad. “Ya estoy vieja”, decía, aunque conservaba el mismo aire de niña.

Rubén Bareiro Saguier, Yolanda Bedregal,
Manuel Vargas, Edith von Borries, Augusto Céspedes,
Alfonso Gumucio, Carlos Villagra,
Mariano Baptista Gumucio (1990)

 En la casa de la calle Goitia hablamos de José María Velasco Maidana, quien había aglutinado en torno a la filmación de “Warawara” a lo más granado del mundo cultural paceño. Ella confirmó algunos datos que me habían proporcionado Marina Núñez del Prado y Donato Olmos Peñaranda, entre otros. En otra ocasión, estuvo en mi casa con motivo de la visita de dos amigos escritores paraguayos: Rubén Bareiro Saguier y Carlos Villagra. En esa oportunidad también invité a Augusto Céspedes, Mariano Baptista Gumucio, Manuel Vargas, Edith von Borries, y el director del Centro Cultural Patiño, cuyo nombre no recuerdo.

 Yolanda y yo nos leíamos con respeto y cariño, como el que expresó al leer mi poemario “Sentímetros”: “Querido Alfonso: Ya en cama hasta las dos de la mañana, milímetro a milímetro he leído tus Sentímetros. Los he gustado con la lengua y sus implicaciones cerebrales y cordiales. Todo un alambique que al final destila poesía. Te has valido de una cuidadosa y misteriosa alquimia también. Le has arrancado, aunque no creas, frutos a tu papiel, cristales de extraña pulcritud elaborados. Frutos, y también ese silencio de que uno se va llenando para seguir gritando como quien se calla. Muchas cosas podría decirte de lo que esconde el mecanismo enloquecido y seco de tus poemas y como te digo, los leí emocionada y admirando su calidad literaria, además. Si te pongo estas líneas a vuela-punta es porque no puedo ir personalmente estos próximos días, como quería. Yolanda”.

 Atesoro las Obras Completas de Yolanda Bedregal en los cinco tomos (7 kilos, 3 150 páginas) publicados por Plural Editores en 2009 (a diez años de su fallecimiento), en una edición promovida por Rosángela Conitzer Bedregal y José Antonio Quiroga, cuidada por Leonardo García Pabón, con el concurso especializado de Mónica Velásquez Guzmán, Ana Rebeca Prada y Virginia Ayllón. Es una edición hermosa. He preferido, sin embargo, releer la novela en la edición original de Los Amigos del Libro, impresa en 1971 (aunque en el lomo y en la portadilla dice 1970) en los talleres gráficos de don Ernesto Burillo (gran persona) en la Avenida Simón Bolívar, con la portada diseñada por Carlos Rimassa y un retrato de solapa que no lleva crédito de autor. Ese primer tiraje fue de 2 mil ejemplares, que aún entonces era importante. Sus 262 páginas están impresas en un papel grueso, hoy más amarillento por el tiempo transcurrido.

 He reconocido las esquinas que doblé alguna vez, mis subrayados y marcas con lápiz, y he añadido otras para hilar las ideas de este comentario que no pretende ser un análisis especializado, apenas apuntes de reconocimiento de un territorio que había olvidado. He leído algunos comentarios en la prensa, y no reconozco en ninguno mis propias impresiones. Parece que hubiéramos leído una novela diferente, lo cual no es necesariamente malo, pero sí me sorprende el peso que algunos le dan a la descripción de la ciudad o del ambiente político, cuando eso ocupa poco espacio en la primera parte de la novela y sobre todo, no es su esencia.

 En una lectura de primer nivel, esta historia gira en torno a un personaje, Verónica Loreto, que al principio de la novela muere en su habitación por una bala perdida. La joven, cuya vida es desconocida para todos, despierta la curiosidad de un siquiatra que se empeña en descubrir quién era Loreto (sin embargo, la había tratado antes de una pulmonía), y en el proceso se “enamora” de ella. En las últimas cuatro páginas, un incesto narrado al remate de un cuaderno íntimo, deshace los nudos narrativos, como si hubiera prisa para acabar con la pesquisa.

 En una lectura de segundo nivel, este es un juego provocador, un texto sobre el oficio de escribir y sobre el desafío de innovar. Es cierto que las técnicas utilizadas no eran nuevas ni en el mundo ni en Bolivia. Los fragmentos de cartas, los sellos de cartas como pistas, la intervención del autor como personaje, las voces de tres narradores en primera persona, la construcción en forma de colcha de retazos, la línea continua de la muerte como leit-motiv, pueden encontrase en otras obras, pero sería ocioso mencionar a otros autores para demostrar que uno los ha leído.

 Recordé el importante salto de Yolanda a la novela, que en aquella época sus jóvenes lectores y amigos vimos como un acto de desafío consigo misma, en la cúspide de una trayectoria tan emblemática en la poesía. La historia de la novela podría ser otra, porque es una excusa para abordar las relaciones humanas o la ausencia de ellas. El enigma de la vida de Loreto intriga a Gabriño, al extremo de que lo desequilibra emocionalmente. No por nada se sugiere en el texto  que los siquiatras se forman para enfrentar sus propios fantasmas.

 Hay otra lectura en esa lectura, que abarca la diversidad de voces y estilos, algunos con mejor fortuna que otros. Me impresionó el destilado poético de las primeras páginas, en particular el breve texto sin título que describe la quema de un piano de cola. Son seis párrafos magistrales, de la mejor narrativa (difiere en ediciones posteriores), que parece anunciar más páginas con ese mismo vigor poético, pero no sucede. Quizás no sucede porque Yolanda quería construir algo diferente, donde se trenza la poesía con los diálogos, con las reflexiones en primera persona de los tres narradores: Loreto, Gabriño y el narrador-autor exterior, que tampoco es neutro.

 El autor-pescador aguarda que la historia se desenvuelva como un río, mientras “sus sentidos se prolongan al anzuelo” y provoca directamente al lector para que intervenga en su ayuda: “sin usted faltaría un elemento esencial, imprescindible”. Convertido en personaje el autor (que nunca se identifica como “autora”) ingresa físicamente en el espacio de la ficción, como desdoblamiento de Gabriño, en dos de los mejores capítulos de la novela (“Retorno” y “En la resaca”). Esa atmósfera me recordó “El círculo”, de Oscar Cerruto.

 Las cosas más sorprendentes pueden suceder en la novela de un párrafo al siguiente, sin antesala ni anestesia, desde el disparo fortuito que mata a Verónica, el suicidio de Félix Camargo, el supuesto plagio o la revelación del incesto. La trama de pesquisa policial y literaria se sobreponen como capas de una cebolla transparente con ventanas reflexivas que a ratos abordan el feminismo, la muerte, lo sobrenatural, la justicia criolla, el oficio de escribir, la soledad del amor… Hay escenas inverosímiles o tal vez surrealistas (la valija de papeles tirada al río y luego recuperada). A ratos parece que la autora hubiera escrito “Bajo el oscuro sol” en etapas diferentes de su vida.

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Todo se encadena para alguna finalidad.
Lo aparentemente inconexo es paso obligado hacia un destino.
—Yolanda Bedregal