15 diciembre 2022

Cimientos de corrupción

(Publicado en Página Siete el sábado 1 de octubre de 2022)

 Lava más blanco… La burbuja inmobiliaria se ha convertido en la principal forma de blanqueo de dinero mal habido.

Fuera de norma 

 Los constructores de edificios de departamentos reciben pagos en maletas con cientos de miles de dólares o millones de bolivianos provenientes del narcotráfico y del contrabando, algo inédito en cualquier país del mundo que se respete. Constructores y compradores no pasan ni por asomo por entidades bancarias, ni siquiera frente a la puerta para no ser captados por las cámaras. Compran y pagan en efectivo materiales de construcción de contrabando, sin exigir factura. Pagan a sus obreros en efectivo y no respetan las normas de seguridad personal que son obligatorias. Tiran los escombros en el río, o en Achocalla, a medianoche. Construyen sus edificios sin dejar ni un centímetro libre y sin respetar las normas de retiro, número de pisos, estacionamientos suficientes, capacidad de los servicios (luz, agua y alcantarillado), etc. La ciudad colapsa, no hay áreas verdes sin cemento en los edificios, a veces una pequeña jardinera para disimular. La violación de normas, es la “norma”. La angurria del lucro los caracteriza. 

 La alcaldía, otro nido de corrupción, permite todo. Ha hecho concesiones innombrables a constructores cuyo capital es de dudosa procedencia, por decir lo menos. El alcalde baila en las fiestas de Las Loritas, sin mantener la distancia que por sus funciones está obligado. La “regularización” de edificios fuera de norma (más de 150 mil en la ciudad de La Paz, según la propia alcaldía) es una barbaridad que consiste en cobrar por regularizar arbitrariedades, y no para resolver los problemas creados. Peor aún, se está a punto de aprobar una disposición que permitirá construir sin límites ni regulaciones. El SIN, mientras tanto se hace de la vista gorda.

Loritas blancas 

 Por si acaso la alcaldía no lo sepa, les cuento que hay un sistema de demolición de edificios por implosión, que se usa en muchos países para desincentivar construcciones fuera de norma. Se hacen demoliciones en pocos segundos sin dañar los edificios aledaños. Aquí, en cambio, se alienta las construcciones ilegales porque corre mucho dinero por debajo. 

 Es un negocio redondo: en seis años hasta 2019 se abrieron 22.507 nuevas empresas de construcción (solo cerraron 2.293). Hay más de 8 mil departamentos en oferta en La Paz. Es fácil comprobarlo: levante la vista en la noche para ver edificios que ya se han inaugurado hace dos o tres años, y no hay luces. Nadie vive allí. Los compran quienes lavan su efectivo, y ni siquiera tienen interés en alquilarlos, no les importa, ya blanquearon el dinero malhabido.

 Cerca de donde vivo puedo señalar varios de esos edificios de vivienda. Hay un horrible edificio verde en la esquina de la calle 12 con la Av. Sánchez Bustamante, sin ocupación desde que se construyó cuatro años atrás. Otro, al frente, ya “regularizó” a pesar de haber construido 4 plantas de más. Estuvo parado por denuncia nuestra en la gestión de Revilla, pero ahora han retomado los trabajos, lo están terminando gracias a bribones del Concejo Municipal.

 No debe sorprendernos que sigan los avasallamientos autorizados en la zona sur por la corrupta alcaldía de Palca, y hasta octubre de 2019 se haya identificado en el centro 707 predios que infringen normas de construcción. Ahora habrá seguramente muchos más, ya que van a “regularizar” con plata. La alcaldía no hace inspecciones de oficio, solo cuando hay denuncias (o desastres).

 Si usted es un constructor que no recibe maletas de dinero, que usa cuentas bancarias para sus transacciones, que compra materiales con factura, que echa los desechos en áreas designadas, y cumple las normas de construcción, y no se identifica con la corrupción que acabo de describir, no se dé por aludido… usted es una excepción. Sin embargo, su silencio es cómplice.

________________________________   
Si no peleas para acabar con la corrupción y la podredumbre,
acabarás formando parte de ella.
— Joan Báez 
 

11 diciembre 2022

Cine en Jujuy

(Publicado en Página Siete el domingo 16 de octubre de 2022)

 Uno de los lugares para sentirse culturalmente cerca de Bolivia en territorio argentino, es San Salvador de Jujuy, donde la población de origen boliviano es numerosa y las referencias al mundo quechua o aymara se distinguen en los letreros de la ciudad: Arte Nativo Apacheta, Café Ayllu, Hotel Munay, productos naturales Suma Qamaña, entre otros.

 Jujuy es una ciudad limpia y ordenada. La gente es amable y sabe recibir al viajero que está de paso. Con 270 mil habitantes, podría ser una ciudad caótica y sucia como varias ciudades bolivianas del mismo tamaño, pero no es el caso. El rio Xibi Xibi que la atraviesa, con muy poco caudal de agua, es un cauce limpio, con corredores de paseo en sus márgenes, y no la cloaca que es el río Choqueyapu en La Paz o el rio Rocha en Cochabamba, que hay que esconderlos para que no se vean y escapar del mal olor.

 Me invitaron como jurado de la 8ª Edición del Festival Internacional de Cine de las Alturas, que ha crecido continuamente gracias a su excelente organización, a la mirada que cubre la cinematografía de siete países andinos, y también por el apoyo brindado desde el gobierno provincial. Tanto el gobernador, Gerardo Rubén Morales, como el intendente, el arquitecto Raúl Eduardo Jorge, (ambos del Partido Radical) han hecho una apuesta decidida para fortalecer el cine en la provincia limítrofe con Bolivia y Chile. 

 El gobernador lo tiene claro: “Jujuy tiene un enorme futuro en materia de industrias culturales y creativas. Por eso hemos sancionado y puesto en funcionamiento la Ley Audiovisual de la Provincia de Jujuy, para potenciar el desarrollo de la actividad y posicionar a la provincia como un polo audiovisual de referencia”. En el marco de esa ley está la promoción de la provincia como lugar para filmar, y también el apoyo al festival internacional, sin escatimar medios.

 Una veintena de asociaciones de directores, autores, actores, fotógrafos, productores independientes, editores, directores de arte y cronistas cinematográficos de Argentina, participan y otorgan premios durante el evento, pero los premios más importantes los otorga el mismo festival: una estatuilla y 400 mil pesos argentinos (unos 2.800 US$ dólares) para la mejor película de ficción y otro tanto para el mejor documental, además de otros montos para las secciones de cortometrajes y de proyectos en desarrollo.

 Este año hubo 12 largometrajes de ficción y 12 largometrajes documentales en competencia, procedentes de los países andinos, aunque sin duda la representación argentina es la mayor. Bolivia estuvo representada en la competencia de largometrajes de ficción por “El gran movimiento” de Kiro Russo (que se llevó el premio a la mejor dirección de fotografía), y en la de documentales por “Achachilas” de Juan Gabriel Estellano. En total, se exhibieron de manera gratuita, en siete salas de la ciudad, más de 120 obras en diferentes categorías, 44 en competencia y muchas otras no menos interesantes, como las secciones de “Funciones de altura”, “Academia de las artes”, “Cine ambiental”, y “Cine de animación”, “Cine y cannabis”, “Género y diversidad”, entre otras.

“Manco Capac” de Henry Vallejo 

 La noche de premiación dejó a todos (o casi todos), satisfechos. En la principal categoría recibió el premio de Mejor Largometraje de Ficción “Manco Capac”, del peruano (puneño) Henry Vallejo, con quien me tocó hacer el viaje de ida a Jujuy, un largo periplo de 22 horas desde La Paz, pasando por Santa Cruz, el aeropuerto de Ezeiza y el de Aeroparque en Buenos Aires, luego hasta Salta y por tierra a Jujuy. (La vuelta fue más directa, ya que salimos de Jujuy, que tiene mejor aeropuerto que La Paz). La película de Henry Vallejo no era mi preferida en esa categoría donde yo habría elegido “Especial”, del boliviano-venezolano Ignacio Márquez, sin embargo, me alegré por Henry, cuya película se hizo con muy pocos recursos y mucho corazón, suyo y de su familia.

“Erase una vez en Venezuela” de Anabel Rodríguez Ríos 

 En la categoría documental, donde estuve de jurado junto a Sabrina Farji y Alfredo Lichter, no hubo mayor discusión: otorgamos el premio a “Erase una vez en Venezuela” de Anabel Rodríguez Ríos, extraordinaria composición, filmada a lo largo de varios años, que muestra desde un pequeño pueblo en orillas de lago Maracaibo, el proceso de descomposición de la sociedad venezolana, y lo hace con impecable fotografía y edición. Luego de un poco de discusión, acordamos dar dos menciones especiales, una a “Toro” de las colombianas Adriana Bernal-Mor y Ginna Ortega Jiménez, y a “Esquirlas” de Natalia Garayalde.  Diré más sobre los documentales en otro artículo.

Celeste Cid en el festival de Jujuy

 Fue un placer trabajar en el jurado con Sabrina y con Alfredo. Más allá de la reunión en la que decidimos los premios, no perdimos oportunidad de almorzar y cenar juntos varias veces, así como emprender la ruta hacia Humahuaca para degustar vinos en Huacalera y pasear luego por Purmamarka. Tuve oportunidad de ver “Eva y Lola” que Sabrina dirigió en 2010, y la disfruté de principio a fin. El personaje encarnado por Celeste Cid despide una frescura que me recordó a Giulietta Masina en “La strada” de Fellini. Se lo dije a Celeste durante la cena y se alegró por la comparación, aunque ahora, doce años más tarde, es una de las actrices más cotizadas del cine argentino.

 Además de las proyecciones hubo en el festival conferencias magistrales, charlas, presentaciones de libros y homenajes a Agustín Burgos y a Julio Lencina, recientemente fallecidos. Julio Lencina nació en Santa Fe, pero pasó la mayor parte de su vida en San Salvador de Jujuy, y falleció el 13 de junio de 2022. Tuvo mucho que ver con el cine boliviano, ya que trabajó en Bolivia como camarógrafo de Antonio Eguino durante la filmación de “Chuquiago”, en “Fuera de aquí” de Jorge Sanjinés,  y participó en varias otras producciones bolivianas durante las décadas de 1970 y 1980.  En su homenaje se presentó el cortometraje “Julio Lencina, el viaje del fotógrafo” (2016) de Nahuel Almada.

 Estuve conversando con Nahuel y me contó que su proyecto era un ejercicio documental en el marco de sus estudios de cine, pero que tiene la intención de realizar una obra más completa sobre Lencina, que se merece ese reconocimiento. En Bolivia, pocos lo recuerdan.

 En suma, disfruté el Festival, impecablemente organizado bajo la batuta de Facundo Morales y de Jimena Muñoz, que respaldan lo que Daniel Desaloms y Diana Frey consiguieron desarrollar.

_______________________   
Un buen vino es como una buena película: dura un instante y te deja en la boca un sabor a gloria; es nuevo en cada sorbo y, como ocurre con las películas, nace y renace en cada saboreador.
—Federico Fellini
 

07 diciembre 2022

La interlegalidad negociada

(Publicado en el suplemento Ideas de Página Siete, el domingo 18 de septiembre de 2022)

 “En busca de la justicia. Historia del pluralismo jurídico e interlegalidades en Bolivia” (2021, 230 páginas) de Ramiro Molina Rivero, es una obra de investigación histórica y sociológica que revela mucho sobre la justicia indígena en Bolivia desde sus orígenes. Ha sido publicada por la Fundación Konrad Adenauer, que ha demostrado desde hace años su compromiso con la democracia y el pensamiento independiente en Bolivia.

 El título podría ser de una novela o serie policial de televisión, y en verdad, esta indagación es tan apasionante como una pesquisa de Sherlock Holmes o de NCIS. El libro está dividido en cuatro partes, correspondientes a periodos históricos bien diferenciados: el incario, la Colonia, la república temprana y la república del siglo XX. Luego de concluir su lectura uno siente que ha aprendido sobre el hilo conductor que existe entre esos periodos, y entiende que nunca hubo quiebres tajantes, como una historia sesgada o los discursos políticos podrían sugerir.

 Lo fascinante es descubrir que en los cuatro periodos hay una negociación permanente entre la justicia indígena y la occidental, sea esta última de la Corona española o de la república. Es más, también existió una negociación entre la justicia vertical y absolutista que implantaron los incas, y la justicia de las comunidades rurales (ayllus) que precedieron al establecimiento del imperio.

 Para neófitos como yo el libro abre los ojos y el espíritu y hace pensar en lo poco que conocen los gobernantes actuales sobre el tema con el que se llenan la boca demagógicamente. La ignorancia que los caracteriza da lástima.

 “La historia del pluralismo jurídico en Bolivia se escribe por primera vez y ese solo hecho es un mérito enorme. A partir de este aporte podrán hacerse otros, que lo amplíen, modifiquen refuten o contradigan; pero, es el primer paso, el primer ladrillo de una apasionante temática”, escribe Carlos Derpic en un prefacio conciso que introduce a la obra y al autor, quien reúne la condición de un académico serio, con experiencia probada de convivencia con las comunidades sobre las que escribe. Su investigación no es solo el resultado de una revisión de archivos.

 También nos informa Derpic que Molina “fue actor principal y coordinador en una investigación realizada en 1998 por el ministerio de Justicia, que concluyó con la publicación de diez tomos de ‘Justicia Comunitaria’; pionero en el intento de sistematización del pluralismo jurídico en Bolivia”.

 En cada uno de los periodos analizados, el autor analiza la coexistencia de dos sistemas jurídicos, con desventaja para el sistema indígena ancestral, del que no quedan documentos ni testimonios suficientes. “La historia se desarrolla en torno a una pluralidad jurídica, pero principalmente nos centramos en las relaciones de interlegalidad en la medida en que (...) evidenciamos la coexistencia de dos sistemas jurídicos muy distintos en un mismo espacio geopolítico”, escribe en el prólogo.

 Señala el desafío de reconciliar sistemas de valores diferentes, “ya que dependen del poder imperante de uno sobre el otro a lo largo de la historia”. Las relaciones asimétricas entre la justicia indígena y la justicia estatal ordinaria, son una suerte de leit motiv a lo largo de los cuatro capítulos del libro.

 La “interlegalidad” es un concepto lúcido y dominante en el análisis: los indígenas desarrollaron su propio sistema de justicia, pero nunca dejaron de negociar sus reivindicaciones usando los instrumentos de la justicia del Estado.

 El incario

 La abundante bibliografía y las referencias a autores de reconocida trayectoria académica, como Condarco Morales y John Murra, permiten en la primera parte, “El pluralismo jurídico en el incario”, desbaratar el mito del imperio incaico como un Estado socialista, bondadoso y de bienestar para todos. Aunque ese mito ha sido desmontado científicamente por varios autores, sigue siendo utilizado con fines ideológicos como argumento central del discurso del “buen vivir”, sin contenido real, en campañas demagógicas que se asientan en un poder tan vertical como el de los incas.

 Me pregunto si en aquella época los incas también usaban ese discurso para prolongarse en el poder indefinidamente.

 Retomando a Murra, Molina afirma que los sistemas de reciprocidad y de redistribución se desarrollaron en los ayllus precisamente contra el sistema “perverso” de los incas que pretendían consolidar el linaje imperial: “Los sistemas de reciprocidad y redistribución van más allá de una economía de bienestar o de una economía socialista, recayendo más bien en una estrategia de uso racional de los excedentes en almacenamientos para ser utilizados allí donde la autoridad creyera más conveniente” (Murra, 1975).

 La investigación teje las relaciones de la economía, la religión y el poder, con la justicia, que no emerge de principios sino de necesidades. Es fascinante análisis del “dualismo jurídico” como el punto de encuentro entre las prácticas del ayllu y la imposición del Estado inca. La ley estaba subordinada a quienes gobernaban por un supuesto derecho divino y no por representar a la ciudadanía, anota Molina siguiendo a Pease (1965). De hecho, un factor de unificación del imperio fue el mito del origen de la dinastía inca, que se enseña sin cuestionamiento en las escuelas y sirve por igual para los discursos populistas.

 Es difícil olvidar la imagen de Evo Morales disfrazado de rey sol para su entronización en Tiwanaku. Parece que estuviéramos leyendo las noticias de hoy. Eso es fascinante en el libro, es inevitable establecer la relación con el presente.

 Muy diferente era la estructura social del ayllu ancestral. “La palabra ayllu, de origen quechua y aymara, significa, entre otras cosas: comunidad, linaje, genealogía, casta, género y parentesco. Puede definirse como el conjunto de descendientes de un antepasado común, real o supuesto, que trabaja la tierra en forma colectiva y con un espíritu solidario”, nos dice Molina para explicar la estructura estamental del imperio, que supo aprovechar esa forma de organización social comunitaria, alrededor de la cual se desarrolló un sistema de justicia para regular el pago de tributos de quienes trabajaban la tierra, extraían minerales o fabricaban vestimenta.

 Los delitos contra el inca eran delitos contra dios. Aunque no había leyes escritas, la justicia de los incas reconocía delitos civiles y delitos penales. Los primeros eran pasibles de sanciones que podían resolverse con reparación, pero los segundos incluían castigos corporales y la pena máxima. Hablar “mal” del inca o mirar directamente su rostro se castigaba con la pena de muerte. En los procedimientos judiciales no existía apelación: las sentencias se ejecutaban sumariamente.

 El fin último de las leyes era el pago de tributos, de los que vivía el Estado y la clase dominante. Algunos castigos por incumplimiento podían derivar en la confiscación de bienes o el exilio, a veces de comunidades enteras.

 En el incario prevalecían dos sistemas complementarios: la justicia del inca centralizada y teocrática, y la comunitaria, tolerada como parte de las costumbres anteriores al establecimiento del imperio.

 El sistema colonial

 Fueron sagaces los españoles para obrar de manera similar a la de los incas: negociar un sistema de justicia tomando ventaja del que ya existía, puesto que era la base para el cobro de tributos.

 En el capítulo “El sistema jurídico plural colonial, siglos XV-XVIII”, Molina muestra cómo el sistema colonial español (de Castilla y Aragón), se sobrepuso sobre el incaico sin destruirlo, para garantizar la continuidad de la mano de obra en la explotación de recursos, el ordenamiento social estamental y el pago de tributos. El primer acto “judicial” de los conquistadores fue la lectura del “requerimiento” de sometimiento a la iglesia católica que hizo el cura Vicente Valverde en el histórico encuentro (o desencuentro) de Cajamarca en 1532 entre Francisco Pizarro y Atahuallpa. Al igual que los incas, los españoles se decían escogidos por un dios superior. A partir de allí, hay una historia de casi tres siglos de atropellos en los que la iglesia y el poderío militar de España fueron de la mano contra los nativos de América del Sur.

 Con su enorme influencia el virrey Toledo separó jurídicamente la república española del sistema comunitario de los indígenas, destinados a permanecer en áreas rurales. Hábilmente, el poder colonial se alió a la nobleza indígena que siguió gozando de privilegios, como la exención de impuestos. Los jatunruna, la mayoría de indígenas, siguieron sometidos al vasallaje que ya conocían de los incas “socialistas”.

 El mestizaje hizo cambiar algunas cosas progresivamente, ya que los mestizos (al igual que los mulatos) tenían derecho de vivir en las ciudades en lugar de quedar confinados en las “reducciones” para ser evangelizados. “Desde el punto de vista jurídico, la República de los indígenas mantuvo su gobierno local, permitiendo la subsistencia y reproducción de sus tradiciones legales en un contexto de derecho autónomo”, nos dice Molina, quien ve el pluralismo legal como un “pluralismo instrumental”. Curacas y caciques fueron la correa de transmisión entre el poder colonial y los indígenas del común.

 La negación actual del mestizaje con fines de cooptación política resulta absurda ya que desde el siglo XVII existía una política deliberada de contraer matrimonio entre españoles y mujeres de la nobleza inca, pues a ambos beneficiaba ese tipo de alianza para ocupar puestos estratégicos en la administración criolla.

 El “derecho indiano” en las leyes de Burgos (1512) es clave incluso antes de la llegada de los conquistadores a la región andina. Dichas leyes que se originaron por las denuncias del obispo Bartolomé de las Casas al emperador Carlos V, pretendían proteger a los indígenas del maltrato y acelerar el proceso de evangelización. Reconocían las leyes y costumbres mientras no entrasen en contradicción con los intereses de la Corona.

 La república temprana

 Vemos el mismo pragmatismo de los indígenas en el tercer capítulo que aborda la negociación entre la naciente república y la estructura jurídica mantenida durante siglos por las comunidades. De hecho, sublevaciones como la de Tomás Katari en el norte de Potosí, no eran contra la Corona sino contra los abusos y la corrupción de corregidores locales.

 Paradójicamente, a pesar de los antecedentes libertarios de la Revolución Francesa y de las primeras independencias americanas, la naciente república quiso torpemente erradicar el derecho indiano, pero la justicia indígena se dio formas para sobrevivir. Al no reconocer el pluralismo jurídico, el estado republicano fue más absolutista que la propia Corona española.

 Las independencias americanas se vieron favorecidas por el resquebrajamiento del poder de los borbones y la invasión napoleónica de España. La lucha entre realistas y patriotas independentistas en los Andes tenía una característica que hoy muchos prefieren olvidar por oportunismo político: el grueso de las tropas, tanto realistas como independentistas, estaba conformado por indígenas que no se plegaron en bloque a los vientos de liberación como quien hacernos creer. Los indígenas perseguían sus propios fines, desmarcándose de criollos y mestizos.

 El liberalismo europeo suponía que el ser humano individual y la propiedad privada estaban por encima de la colectividad. La “democracia representativa” no era tal, puesto que excluía a las grandes mayorías analfabetas y a las mujeres. Frente a leyes que no los representaban, los indígenas se replegaron al ámbito comunal donde las asambleas o los consejos de ancianos tomaban las decisiones.

 El capítulo final, “Interlegalidades y pluralismo jurídico en el siglo XX” tiene mayor densidad teórica porque es al mismo tiempo una revisión acumulativa de los capítulos anteriores. Aborda la construcción del sujeto jurídico desde el “reconocimiento” (Hegel) o la “interpelación” (Althusser) del sujeto social e histórico.

 Las medidas legales de “protección” del indio no dejaban de ser discriminatorias desde la perspectiva de la identidad, ya que colocaban a los indios “rústicos” y “miserables” como menores de edad, desvalidos y marginales. La solución de conflictos siguió viabilizada en el espacio movible de la interlegalidad. La “ciudadanía” era para el poder hegemónico, un espejismo conveniente.

 En un país donde la justicia ha retrocedido varias décadas en pocos años del gobierno del MAS, este libro llega en el momento preciso para ayudarnos a reflexionar sobre la justicia que queremos para todos los bolivianos, o quizás la justicia mínima a la que podemos aspirar cuando todo el sistema parece haberse desmoronado por el oportunismo y la corrupción.

 Me viene a la mente esta pregunta: ¿Cuánto aprendería el vicepresidente Choquehuanca si supiera leer?

_________________________________________  
Ningún vencido tiene justicia si lo ha de juzgar su vencedor.
—Francisco de Quevedo 


03 diciembre 2022

Mirada de cristal

(Publicado en Página Siete el domingo 26 de junio de 2022)

Natalia López Gallardo 

 El jueves 9 de junio, en la première de su película “Manto de gemas”, que obtuvo el premio Oso de Plata en el Festival de Berlín (uno de los tres festivales más importantes del mundo, junto a Cannes y Venecia), la realizadora Natalia López Gallardo dijo en la Cinemateca Boliviana algo central para abordar su propuesta creativa: “Construí una vasija que se va a llenar con la subjetividad de los espectadores”.

 Lo anterior significa que la obra no solamente admite, sino que promueve interpretaciones diversas para hacer pensar a cada quien con su propia cabeza. Al final, podríamos decir que no interesa lo que la propia directora diga de su obra, puesto que ella misma celebra la posibilidad de que cada espectador desarrolle su propia explicación. Cada quien con su cristal, su lectura y su dolor.

Nailea Norvind interpreta a Isabel

 Boliviana de nacimiento y mexicana por adopción desde hace 23 años, Natalia López subraya que no quiere narrar una historia, sino transmitir sensaciones y explorar la sicología colectiva del miedo: “Muy rápidamente me di cuenta de que no quería hacer una película sobre narcotráfico, ni sobre la violencia como la hemos visto de muchas maneras. Tampoco quería hacer un manifiesto político y social sobre lo que está sucediendo en México. No es mi campo de proyección. Desde el inicio sabía que quería acercarme a lo que está pasando en la sociedad, en los grupos de personas. ¿Por qué no hay un proyecto en común? ¿Por qué la gente tiene miedo y desconfianza? Esa era mi búsqueda, pero quise acercarme a quienes están más afectados por la violencia y la inseguridad. Rápidamente me di cuenta de que no quería retratar algo sobre lo que ya hay grandes documentales y análisis políticos y sociales. Quería acercarme a una dimensión más psicológica. ¿Qué tenemos en nuestras cabezas después de haber visto por años y años estas imágenes y las caras de las personas que ya no están? ¿Qué es lo que guardamos los mexicanos? ¿Cómo es nuestra herida? ¿Hay una herida? ¿Cómo se va a manifestar esto en las próximas generaciones? ¿Por qué un pueblo así de pronto le corta la cabeza al prójimo? Quería hablar de esa herida que tenemos todos.”

 Y añade en la misma entrevista: “… siento que el cine es una experiencia más que una herramienta para describir una historia y dar información sobre algo. El cine puede ir muchísimo mas allá y transmitir una experiencia que está más ligada al cuerpo. El cuerpo es el que vive en el presente”.

 A pesar de esa mirada de autora, es inevitable que el espectador y los medios que han comentado la obra, reconozcan en ella la cruda violencia que atraviesa a México frente a la incapacidad de sucesivos gobiernos de lidiar con los problemas. El miedo colectivo existe, pero no hay sicología colectiva que pueda remediarlo. Aunque en palabras de la directora la película pretende dejar un horizonte de esperanza, veo ese horizonte cerrado, tanto por la ambigüedad de la política mexicana, como por la resignación de los personajes, jodidos para siempre. Lo que queda son las lecciones que cada uno puede sacar de lo que ve en la pantalla: la mayoría hará una lectura de los hechos que se muestran, otra parte de los espectadores se adentrará en la trama sicológica, y una minoría apreciará la propuesta creativa no convencional. Pero la atmósfera que enmarca los hechos violentos será siempre, en todas las interpretaciones, un referente imposible de soslayar. Eso es México y cada vez más, es el resto de América Latina y del mundo. El narcotráfico, la trata de personas, los secuestros y tráficos de toda suerte, tienden a “normalizarse” en el imaginario colectivo, con apoyo del propio mundo del audiovisual: música popular, series de TV, películas, etc.

Aida Roa interpreta a Roberta 

 En una zona rural devastada por el narcotráfico, los desaparecidos y la muerte, tres mujeres se vinculan por dramas personales que son producto de la violencia endémica. Isabel (Nailea Norvind), de clase media acomodada, se instala con sus hijos en una casona familiar en el campo. Quisiera ayudar a María (Antonia Olivares), su empleada doméstica, a buscar a una hermana desaparecida, probablemente en un afán de encontrarse a sí misma antes que buscar a la mujer secuestrada. La tercera mujer que destaca es Roberta (Aída Roa), comandante de la policía local, cuyo hijo Adán (Juan Daniel García Treviño) es miembro de una banda criminal de secuestradores donde, paradojas de la vida, también “trabaja” María vigilando a personas secuestradas.

 En un momento de clímax dramático Isabel es también secuestrada y liberada después, desnuda. Su desnudez no es solamente física: la experiencia la ha despojado de la coraza defensiva que creía tener por su condición social. Su paternalismo (o maternalismo) no le ha permitido entender nada, mientras que María, víctima y cómplice al mismo tiempo, es más fuerte que ella. Todo esto sucede en esa tierra vacía y desolada donde no existe Estado ni ley, donde los desaparecidos se multiplican por centenares sin que haya esperanza de encontrarlos, ni siquiera sus huesos.

Juan Daniel García Treviño interpreta a Adán

 Durante la presentación de su obra y en entrevistas Natalia López ha mencionado que le preocupa el cine contemporáneo por su uniformidad conceptual y expresiva: “Una misma película o serie le gusta a un niño o a un adulto mayor, eso es sospechoso”. No estoy seguro de que sea un parámetro para separar el cine “bueno” del “malo” (habría que definir ambos términos), porque caeríamos en un prejuicio similar de quienes afirman que hay obras de cine que solo se hacen para complacer a los jurados de festivales europeos. Creo que el debate es más profundo que eso.

 El diario Milenio de México, bajo el título “'Manto de gemas' cubre de gloria a México en Berlinale”, reporta una charla que Natalia López Gallardo sostuvo con el presidente del jurado, M. Night Shyamalan: “él me decía, después de la premiación, que pusieron lineamientos claros para la selección de las películas”. “Tenía que ver con qué tanto había cumplido el cineasta con el lenguaje que planteaba, qué tanto el tono de una película es consistente, creo que lo que vieron fue una consistencia en todos los elementos que conforman el todo. Hablaron mucho de la forma de narrar y que era arriesgada y lograda, entonces creo que eso fue lo que vieron”. No cabe duda que el exigente jurado del festival valoró ante todo la estética y la manera de contar.

Antonia Olivares interpreta a María 

 Hay, ciertamente, una expresión no convencional sobre todo en la fotografía y en la edición. Imágenes deconstruídas a propósito, planos desenfocados o fragmentados donde no se ven las cabezas de quienes hablan, diálogos superpuestos, etc. La obra es un modelo para armar, como una novela de Cortázar. El estilo visual expresionista no es nuevo en el cine ni en la literatura, pero es el que la realizadora ha elegido para que el espectador se concentre más en las percepciones y sentimientos de los personajes, y menos en la temática del filme.

 Los bolivianos somos campeones en apropiarnos del éxito de los que triunfan en el exterior. “Manto de gemas” es una película mexicana, con algo de coproducción argentina, y no tiene de boliviana más que el lugar de nacimiento de Natalia López Gallardo, a quien probablemente no le hubiera ido tan bien en Bolivia. La película es una prueba de ello. Los créditos del final muestran que si bien en términos mexicanos la producción puede considerarse una inversión modesta, en términos bolivianos sería una superproducción por el tiempo y los recursos invertidos. 

_______________________________  
Lo fascinante del cine es colocar al espectador
en posiciones morales en las que nunca estuvo. 
—Alex de la Iglesia