26 septiembre 2011

Renato Prada Oropeza


En 1969 fue el primer escritor boliviano que obtuvo el prestigioso Premio Casa de las Américas, por su novela Los fundadores de alba.  El libro ganó ese mismo año el Premio Nacional de Novela Erich Guttentag en Bolivia, consagrando a Renato Prada Oropeza como uno de los principales narradores de su generación.

Alejo Carpentier, el gran escritor cubano, dijo en nombre del jurado del Premio Casa de las Américas: “El jurado de novela hubo de considerar, este año, numerosas obras enviadas al concurso. Pronto, la atención de los jurados se fijó en el texto de Los fundadores del alba. Era evidente que en Los fundadores del alba un tema nuevo irrumpía en el epos de la novela latinoamericana: el tema de las guerrillas revolucionarias -en este caso, de las guerrillas bolivianas, dramáticamente actualizadas ante la expectación mundial, aunque en fecha todavía reciente, por el extraordinario documento histórico que es el Diario del comandante Ernesto Che Guevara. El propósito era interesante en extremo, aunque bien sabíamos que en literatura no bastan buenos propósitos para hacer obra buena. La lectura y relectura del manuscrito entero no tardó en convencernos, sin embargo, que nos hallábamos ante una obra de muy alta calidad, enriquecida por grandes aciertos de factura”.

Lo interesante es que Renato empezó a escribir la novela antes de que se supiera que el Ché estaba en la guerrilla boliviana.

Otro miembro del jurado, Mario Vargas Llosa, escribió: “Era fácil caer en la demagogia estilística y en el maniqueísmo al abordar un tema como el de las guerrillas, pero el autor, pienso, ha sorteado bien esas tentaciones, esforzándose por mostrar las motivaciones y convicciones íntimas de todos los personajes, de una manera objetiva y equilibrada”.

Si Renato hubiera empezado a publicar unos pocos años antes, sin duda hubiese sido considerado parte del “boom” de la literatura latinoamericana junto a los dos grandes autores citados anteriormente, y a muchos otros de esa generación.

De esa época, siento especial preferencia o debilidad por Ya nadie espera al hombre, que obtuvo en 1968 el Premio Nacional de Cuento Edmundo Camargo. Los cuentos de ese libro impactaron a mi generación. 

Lovaina, 1972
Lo que vino después es una carrera literaria y de investigación muy sólida que llevó a Renato Prada de Cochabamba a Roma (donde completó un doctorado en filosofía en 1972), de Italia a Lovaina (donde hizo un doctorado en lingüística en 1976), y de Bélgica a Xalapa, México, donde fue durante 35 años investigador y profesor en la Universidad Veracruzana y en la Universidad Autónoma de Puebla.  

Un itinerario de más de 40 años a través de 30 obras publicadas: 5 novelas, 8 libros de cuentos, 2 poemarios, 15 estudios sobre teoría literaria, además de muchos ensayos breves, cuentos dispersos en revistas y antologías, traducciones, ponencias y conferencias magistrales en evento, y guiones de cine para su hijo Fabrizio. La lista de premios y distinciones recibidas es también amplia. Todo eso está en su página web, desde donde nos mira fijamente a los ojos.

Alfonso Gumucio y Renato Prada, 1972

Para volver a encontrar el inicio de mi amistad con Renato tengo que perderme en el pasado, y sumar sin pudor unas cuatro décadas. Conservo unas fotos en blanco y negro que nos tomamos en su casa en Heverlee, en las afueras de Lovaina, Bélgica, cuando lo visité en noviembre de 1972. Las dedicatorias que conservo en sus libros son testimonio de otros encuentros en otras latitudes.

En mi primer libro, Provocaciones (1977) incluí una conversación en la que Renato habló de su temprana vocación literaria: “Había leído más de diez veces Martín Fierro, y era el libro que me gustaba más. Impresionado por la novela fácil de Hugo Wast, por ejemplo Miriam la conspiradora, empecé a escribir una novela. Creo que llegué a las cien páginas, pero lamentablemente no se concretó; seguramente no tenía ningún valor literario, pero por lo menos un valor sentimental para mí. Esto pasó cuando tenía aproximadamente doce o trece años, lo recuerdo bien porque escribí durante toda una vacación de invierno y pensaba terminar la novela para la vacación final, pero se me olvidó como tantos otros proyectos.”

Se refirió también a la presencia permanente de la muerte en su narrativa: “Es un denominador común en casi toda mi obra porque pienso que la muerte es una constante del hombre. Si hablo en este instante es porque defiendo una actitud de cara a la muerte. En cuanto a las otras preocupaciones, son las que nos distraen de la idea de la muerte, que es la esencial. No quiero decir que debamos andar vestidos de negro pensando en que la vida ya no tiene solución, sino que lo importante es jugar el juego de la vida con sus limitaciones, luchando por el ordenamiento de la sociedad, la justicia social radical, etc. Una forma de luchar contra esta amenaza individual que es la muerte es unirse en sociedad.”

Renato Prada en Xalapa, Veracruz, en 1982
Cuando le pregunté cómo quería que su obra fuera valorada expresó: “Yo quisiera que mi aporte, al lado del de otros escritores, fuera fundar una narrativa boliviana con caracteres universales, a partir de una temática nacional, pero con un lenguaje que sea comprensible a cualquier hombre.”

Diez años después de aquellas fotos borrosas de Lovaina, en 1982, fotografié de nuevo a Renato en Xalapa, México, y una de esas fotos mexicanas fue la que escogí para incluirlo en la serie de 50 retratos de escritores, artistas y políticos que exhibí en La Paz y Cochabamba el año 1990, con el título “Retrato Hablado”.

Renato Prada Oropeza en la UNAM, México, en 2009
Tantas idas y venidas, como dice la cueca, y volvimos a coincidir en México en 2009. En ocasión de una conferencia que dio en la Universidad Nacional Autónoma de México, lo fotografié esta vez con el telón de fondo del edificio de la biblioteca de la UNAM, completamente cubierta por un mural en mosaico de Juan O’Gorman.

El 30 de junio vino a casa y su visita quedó plasmada en una foto delante de un cuadro de Raúl Lara, (quien falleció hace pocas semanas). Ese día nos dejó una nota hermosa, unos versos: “Los dedos de la lluvia / –inocentes y tiernos- / tamborilean en los cristales / en la amplia y acogedora sala / desde el marco de un cuadro / nos escruta el rostro severo de Van Gogh / la ternura de Katy / la siempre fiel amistad de Moro / todo me cobija con el nido de la amistad / Esa escena con cuatro actores / quedará en mi memoria / como un tiempo que vence / al tiempo”. 

Renato hizo la mayor parte de su vida literaria y académica fuera de Bolivia, como les ha tocado a otros escritores bolivianos que han encontrado fuera del país las oportunidades de investigar, escribir y publicar que nunca tuvieron en Bolivia. Nuestro país no es generoso con la cultura y el arte, y no es agradecido con sus grandes artistas e intelectuales. Tantos son los que de haber tomado la decisión de dejar el país, se hubieran salvado del olvido. 

Todo Lo anterior importa porque Renato Prada Oropeza, amante de la literatura y del cine, amigo entrañable, nos ha dejado. Murió en Puebla, México, el viernes 10 de septiembre, rodeado por Elda, su esposa durante 45 años, y sus hijos Ingmar el científico, Fabrizio el cineasta e Ixchel la artista creativa, quien llegó urgentemente desde Londres. Apenas sintió su mano, Renato supo que estaba completo, dejó rodar una lágrima y se fue en paz.



18 septiembre 2011

Petite planète y Simone Lacouture


A principios de 1981, treinta años atrás, fue publicado en Francia mi libro Bolivie cuyas pruebas de página había corregido en septiembre de 1980 en condiciones estimulantes en algún sentido y deprimentes en otro, ya que me encontraba como asilado político en la residencia de la Embajada de México, en la calle 5 de Obrajes, en La Paz, luego de haber pasado un par de semanas en la clandestinidad a raíz del golpe militar del General de Caballería Luis García Meza. Pero no es el episodio político que quiero recordar ahora, sino la pequeña historia del pequeño libro publicado en la colección “Petite Planète » (Pequeño Planeta) de la editorial francesa Le Seuil. 

De cómo llegué a publicar en esa colección tiene su propia historia detrás de bastidores, porque yo no era más que un estudiante de cine en el IDHEC (Instituto de Altos Estudios de Cinematografía), por entonces la principal escuela de cine de Europa, y como escritor solamente había publicado en Bolivia dos libros de poemas (Antología del asco y Razones técnicas), uno de conversaciones con escritores (Provocaciones), unos cuentos en un libro colectivo (Seis nuevos narradores bolivianos) y un ensayo sobre cine latinoamericano (Cine, censura y exilio en America Latina) resultado de un breve periodo de clases que impartí en la Universidad Mayor de San Andrés. 

Los libros mencionados salieron antes que Bolivie en Francia, es decir, antes de 1981, pero cuando yo logré el contrato con Le Seuil en 1977, tenía 26 años y no había publicado ninguno. Era nada más un aprendiz de brujo, con más entusiasmo que otra cosa. 

Me gustó tanto la colección “Petite Planète” cuando la vi en librerías, que me propuse escribir el libro sobre Bolivia. Cada uno de esos volúmenes de menos de 200 páginas era una deliciosa introducción al país del que se ocupaba. El texto era conciso, fácil de leer, y llevaba ilustraciones en casi todas las páginas.  Hoy es común encontrar ese diálogo visual entre texto e imágenes a todo color en colecciones tan bellas como las que publica “La Découverte” en Francia, pero en esa época “Petite Planète” estaba en la vanguardia. 

La directora de la colección era Simone Lacouture, autora, además, del libro sobre Egipto, país que conocía muy bien. Simone no era tan conocida entonces –ni ahora- como su marido, Jean Lacouture, biógrafo de personalidades como De Gaulle, Nasser, Blum, Mauriac, Montesquieu, Stendhal y Malraux, entre otros, que se suman a medio centenar de libros fundamentales sobre los países árabes y sobre la política francesa. 

Para conseguir una primera cita con Simone, acudí a mi buen amigo Pierre Kalfon, que había escrito el tomo sobre Argentina, donde fue corresponsal de “Le Monde” durante varios años. Pierre escribió un libro lleno de humor y a la vez agudo, capaz de capturar la esencia de Argentina y de los argentinos. Él le pidió a Simone que me recibiera, y lo primero que ella me dijo es que el libro de Pierre sobre Argentina era un modelo para ella: “Es el mejor de toda la colección”, afirmó. 

Pero inmediatamente después me bajó los ánimos cuando me dijo: “Pero usted no puede ser autor de esta colección, por dos razones: la principal es que usted es boliviano, y hemos evitado que los autores escriban sobre sus propios países, preferimos una mirada desde afuera, menos subjetiva. Y segundo, la lengua francesa no es su lengua materna, de modo que no podría usted escribir el libro en francés”. 

En los dos puntos tenía razón. Mi francés era aún precario cuando conversamos por primera vez a mediados de 1975, y con mi nacionalidad no había mucho que hacer, estaba en mis genes. Pero entonces mi determinación me llevó a hacerle una propuesta. Le dije que iba a escribir 2 o 3 capítulos del libro, sin compromiso editorial alguno, y que se los iba a presentar en francés en un par meses, después del verano. Aceptó la idea insistiendo en que no comprometía para nada a la editorial "Le Seuil", una de las más importantes en ese momento. 

Un tiempo después le presenté los capítulos.  Me había entusiasmado escribirlos, y lo hice de un tirón, seleccionando al mismo tiempo las ilustraciones (por ejemplo, dibujos que le pedí especialmente a mi amigo Luis Zilveti). Aunque escribí algunas partes directamente en francés, especialmente los títulos de los capítulos y algunas expresiones, me ayudó en la traducción definitiva mi amiga Monique Roumette, profesora de castellano que maneja ambos idiomas sin la menor dificultad. 

Luego de leerlos, Simone Lacouture puso el contrato frente a mi.  Le había gustado el texto sobre todo porque se podía leer como si fuera una narración cinematográfica. Estaba muy contenta con el resultado. De ese modo me convertí en el único autor -de toda la colección de más de un centenar de libros- que escribió sobre su propio país. Y el libro se publicó con el número 63 en la colección, en un primer tiraje de 30 mil ejemplares, que para la época era mucho. Como tapa utilizaron una foto de Alain Mesili, otro amigo. Resta decir que es el único libro con el que he ganado algo de dinero. Todo lo demás ha sido amor al arte. 

Lo anterior viene a cuento no solamente porque se han cumplido ahora 30 años de la publicación del libro, hoy agotado y jamás publicado en castellano, sino porque estuve en París hace dos semanas, visité a mi amigo Pierre Kalfon, y durante la conversación salió el nombre de Simone Lacouture. “Acaba de morir hace unas semanas, en julio”, me dijo Pierre, y otra vez sentí, como tantas otras veces este año, que una parte de mi propia historia se había muerto. 

“Murió tranquila –añadió Pierre- puso música de Mozart y se fue a su cama a dormir. Y ya no despertó más”. 


06 septiembre 2011

Los 100 de Mario Monteforte


Fui muy cercano a Mario Monteforte Toledo durante los años finales de su vida, y este 15 de septiembre en que celebraría su cumpleaños número 100, quiero recordarlo.

Mario fue uno de los grandes de la literatura de Guatemala, junto a Miguel Ángel Asturias (el del Premio Nóbel), a Tito Monterroso (el del dinosaurio) y a Luis Cardoza y Aragón (el de "la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre"). Ellos eran los cuatro mosqueteros de una generación fundamental de las letras de Guatemala. Los cuatro vivieron una parte importante de sus vidas fuera de su país; Asturias entre Francia, Argentina y otros destinos diplomáticos, mientras Monterroso, Cardoza y Aragón y Monteforte desarrollaron gran parte de su obra en México. Solo Mario regresó a Guatemala luego de los años de exilio, y allí murió el 4 de septiembre del 2003, pocos días antes de cumplir 92 años.
Monteforte estuvo de paso por La Paz, Bolivia, el año 1971, para pedir al gobierno del General Juan José Torres la liberación de Regis Debray. Por entonces yo era un incipiente periodista que escribía en “El Nacional”, el diario del gobierno. Lo entrevisté en el Hotel Sucre, en la Avenida 16 de Julio (el Prado); nos sentamos a conversar sobre su obra que yo no conocía porque era imposible conseguir sus libros en Bolivia. Para entonces ya había publicado novelas tan importantes como Anaité (1948), Entre la piedra y la cruz (1948), Donde acaban los caminos (1952), Una manera de morir (1958), y Llegaron del mar (1966).  
Quién iba a pensar, cuando lo entrevisté en La Paz, que seríamos amigos 30 años después. Por esas vueltas que da la vida, me tocó aterrizar en Guatemala a fines de 1997 y tropezarme con él en una recepción de esas que celebraban el retorno del país a la vida democrática, en las que participaban lado a lado autoridades del gobierno y exguerrilleros como Rolando Morán (Ricardo Ramírez de León) a quien conocí en esa misma ocasión. Allí reanudé la relación con Mario y se inició una amistad que solamente quedó interrumpida con su muerte.

Sobre todo durante los dos años últimos de su vida, vi a Mario con frecuencia. Lo visitaba en su casa o él venía a la nuestra (alguna vez con Maco Quiroa, otras con Efraín Recinos, Alan Mills, y otros), o salíamos al cine o a pasear. Caminaba sobre sus queridos zapatos Clarks, ingleses, envejecidos pero cómodos, no los cambiaba por otros. En el cine protestábamos al unísono por el comportamiento poco civilizado de la audiencia, incapaz de mantener silencio para ver una película.  Mario decía que la burguesía guatemalteca de antes, en los años cuarenta, era por lo menos culta, leía mucho, sabía de música, de teatro: “La de hoy es de una ignorancia lamentable, mucho dinero y muy poco en la cabeza”.

El cine le encantaba, y no solamente verlo. Pocas veces lo vi tan entusiasmado como cuando se hizo la película basada en su novela y guión Donde acaban los caminos. Lo acompañé varias veces a Antigua para asistir a la filmación, que dirigía el mexicano Carlos García Agraz. No quería perderse nada, se involucró tanto, que en los créditos aparece como Productor Ejecutivo.  

Solía acompañar a Mario a montar caballo, una de sus pasiones. Esperado era el nombre que le había puesto a su caballo andaluz de pelaje blanco. ¿Qué habrá pasado con Esperado? Mario lo acariciaba, le llevaba zanahorias y dulces para consentirlo. En mis viajes yo sabía lo que debía traer de regalo para Mario: dulces típicos de los países que visitaba.  Cuando traje de Camboya unos pedazos de chancaca (piloncillo o panela), los recibió alborozado: “Está muy rico, no sé si va a quedar algo para Esperado”, me dijo.

En su departamento sosteníamos largas conversaciones en las que a mi me interesaba más escuchar que hablar. Sacaba una botella de tequila Don Julio (que acabó regalándome) o un té especial que guardaba celosamente. Me mostraba su colección de dagas o los cuadros que empezó a pintar en la última etapa, o mencionaba los tiempos en que fue campeón de esgrima. Yo escuchaba, lo grababa y filmaba cuando me lo permitía. Y cuando no lo grababa, al regresar a casa escribía una síntesis de lo que me había contado. La vida de Mario era fascinante, porque la literatura no era sino una de sus facetas.

Sociólogo y abogado de profesión, tuvo una intensa vida política desde 1944. Como militante destacado del Partido Unificado de la Revolución, fue elegido diputado en 1944 tras el derrocamiento del dictador Jorge Ubico. En 1946 fue nombrado embajador de Guatemala en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y, dos años después, accedió a la vicepresidencia de la República, durante el gobierno de Juan José Arévalo. También desempeñó la presidencia del Congreso Nacional. 

El escritor Gore Vidal visitó Guatemala en esa época y Mario lo acogió.  Años después Vidal escribiría que Monteforte Toledo era en esa época” la persona más interesante dentro y fuera de Guatemala”. 

En 1956, poco antes de la llegada al poder del General Castillo Armas gracias a un golpe militar fraguado por la CIA, Monteforte se fue a México. No estaba de acuerdo con la manera como Jacobo Arbenz había llegado a la presidencia, rodeado por un grupo “de pícaros”.  

Durante una larga estancia en Ecuador construyó una amistad entrañable con Guayasamín (quien pintó su retrato) y con los Adoum (Jorgenrique, Nicole, Alejandra). A la muerte de Mario, Jorgenrique escribió: “No sé a quien darle el pésame, como no fuera a mi mismo”. 

Estuvo 35 años exiliado. Dio clases en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), publicó numerosos libros y escribió regularmente durante 16 años en la revista “Siempre”. 

Al regresar a Guatemala, no dudó en dar el salto de la máquina de escribir a la computadora, lo cual a su edad era un gesto de audacia. Decía: “Odio y amo la computadora, pero me sirve”.  Me llamaba por teléfono con voz de urgencia: “Se me ha borrado todo el artículo que estaba escribiendo para El Periódico, ¿qué hago ahora?”. Le explicaba que si no apretó la tecla “delete”, no había perdido nada.  Bastaba que mantuviera la computadora encendida hasta que yo llegara a su casa para resolver el problema.

Entre las muchas virtudes y habilidades de Mario, me maravillaba su dicción en inglés, perfecta, con un acento británico impecable. Era una delicia escucharlo repetir de memoria el soliloquio de Hamlet: “To be or not to be”, tanto que alguna vez le pedí que lo dijera frente a mi cámara de video.  

Su conocimiento profundo de las lenguas le permitía traducir tanto a Pessoa como a Joyce. Como recuerda Jorgenrique Adoum: “Una muestra insólita de su talento literario fue el artículo ‘Finnegans Wake: Presentación y algunas páginas’, publicado en La cultura en México, suplemento de Siempre: se trata de nueve cuartillas de su traducción de la obra de Joyce. Leerla es una hazaña casi igual a la de escribirla: publicada en 1939, Finnegans Wake es una «estela funeraria bajo la cual se han abandonado a la putrefacción los restos de toda la literatura anterior». Pero Mario, ‘con optimismo de boy-scout’, creía, como Poe, que todo lo que ha sido creado por la mente del hombre puede ser comprendido por la mente del hombre”.  




















Como toda memoria, la mía sobre Mario Monteforte está hecha de muchos fragmentos de conversaciones, textos, anécdotas e imágenes. De todas las fotos que atestiguan los momentos que pasamos en compañía de Mario, hay una por la que tengo especial predilección. En ella aparece también Efraín Recinos, el gran artista guatemalteco, uno de sus amigos más queridos. Esa foto me gusta porque Mario y Efraín, a pesar de la diferencia de edad, fueron los mejores amigos que tuve en Guatemala. Ambos estaban más allá del bien y del mal, por encima de las pequeñeces cotidianas típicas de un pueblo chico que no ve más allá de sus fronteras. Un hábil artesano de Antigua hizo a partir de la foto una escultura en cerámica, que conservo como uno de mis bienes más preciados.