26 mayo 2012

Mónica Rina Mamani


Mónica Rina Mamani

En la constelación de artistas plásticos de Bolivia tenemos una nueva figura que se suma con calidad, humildad y compromiso. Mónica Rina Mamani es una pintora muy joven, muy talentosa y muy seria. Pinta desde 2005, guiada por su maestro Ricardo Pérez Alcalá, y sólo ahora que tiene en su haber una obra sólida y numerosa, la ha comenzado a mostrar.

Conozco a Mónica desde hace varios años, y la he encontrado muchas veces en el taller de Ricardo en Aranjuez, siempre atenta al ejemplo de nuestro gran acuarelista. No la he visto pintar, porque creo que eso lo hace en El Alto, donde vive. En la casa y taller de Ricardo, Mónica aprende, observa, se empapa de las enseñanzas del maestro, para luego plasmar sus propios trabajos.

En pocos meses el nombre y la obra de Mónica Rina Mamani se han hecho familiares. Tres datos, como ejemplo. Expuso en marzo pasado en la Galería Altamira junto a la obra de Julio César Téllez, fallecido en noviembre del 2009. En el número 101 del quincenario Nueva Crónica y Buen Gobierno, se incluyó una muestra de su obra (19 cuadros). Y durante todo el mes de mayo, 41 cuadros de ella se exhiben en dos salas del Museo Tambo Quirquincho de la ciudad de La Paz, bajo el título “Mi tiempo”. 

Mónica Rina Mamani y Ricardo Pérez Alcalá
Estuve la noche de la inauguración, acompañando a Mónica y a Ricardo, que ofreció palabras entusiastas sobre su alumna. Ricardo escribió un breve texto donde destaca que se trata de una artista “que en medio de la avalancha y el vértigo que llaman modernidad, logra una ruptura, por ser fiel a su técnica soberbia y su imaginación insondable.” Para Pérez Alcalá, la obra de la pintora alteña “es una reflexión acerca del desamparo, que la artista retrata paradójicamente, haciendo hincapié en los objetos que funcionan como símbolos de eternas esperas, solo descifrables en el realismo mágico”.   

De alguna manera, Ricardo habla de sí mismo cuando se refiere a la obra de Mónica en estos términos: “A nuestra artista le interesa la técnica que es parte de su lenguaje, el tiempo, las matemáticas, la geometría, la botánica. Le importa el mundo de los aromas, la cocina. En su formación futura está la arquitectura, sin embargo no se aparta del dibujo que es la columna vertebral de su trabajo.”

Alcachofas, de Mónica Rina Mamani
Cuando uno observa los cuadros de Mónica Rina Mamani no puede menos que constatar la influencia de su maestro. En la técnica alcanza la excelencia, tanto en acuarela como en óleo, al igual que Ricardo. La finura del detalle en cuadros como “Alcachofas” es impresionante. Mónica huye de todo facilismo, que en el fondo supondría arrogancia. 

Las mazorcas de maíz, los viejos baúles de cuero, las camas que parecen ceder con el peso de la memoria, los paisajes bucólicos, el brillo intenso de los frutos en una naturaleza viva aunque estática, guían el recorrido por la muestra.

Podría decirse que Mónica prolonga la obra plástica de Pérez Alcalá, pero yo creo que la identidad entre ambos artistas es aún mayor y sugiere una comunión filosófica, una visión común del mundo. Mónica no se inspira solamente en los cuadros de Ricardo, sino en su entorno y en sus ideas. La técnica no es sino el complemento de una afinidad ética y estética más amplia.

El gran pintor con más de 70 años de edad, y su alumna aplicada y brillante, que no termina aún de recorrer la segunda década de su vida, muestran un ejemplo hermoso de generosidad y complicidad en el arte. No dudo que al mismo tiempo que Mónica se empapa de la vida y obra de Ricardo, éste a su vez aprende algo de Mónica, aunque ella es extremadamente modesta y reservada.  

Mónica empieza bien, pero aún empieza. Quiero decir con esto que su trayectoria está en los albores o primeros hervores.  Sobre la solidez que ha mostrado en su pintura hasta ahora, tendrá que ir construyendo paulatinamente una obra propia, como un gajo independiente que brotará en el terreno fértil que ha abonado Pérez Alcalá. Imagino que ambos son conscientes de que el tiempo los irá separando estilísticamente, hasta que Mónica vuele con alas propias y elija sus temas y su manera personal y única de mirar la realidad.   

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El arte es el placer de un espíritu que penetra en la naturaleza
y descubre que también ésta tiene alma.
—Auguste Rodin

22 mayo 2012

Haraganes


“Si el trabajo da salud, que trabajen los enfermos…” es el lema del club Los Haraganes, que cumplió hace poco nada menos que 50 años de existencia. Han pasado cinco décadas desde que en 1962, los de la generación “Borrachos” (la categoría “B” para que no suene de modo escandaloso), comenzaron a reunirse en la plaza principal del barrio de Obrajes, en La Paz, Bolivia, y crearon la leyenda.

A fines de abril nos volvimos a reunir en esa misma plaza. Fueron apareciendo uno a uno amigos que no se habían visto hace dos, tres o cuatro décadas. Todas las generaciones de Haraganes se fundieron en abrazos memoriosos. Ahí estuvieron además de los fundadores, las otras categorías con nombres igualmente provocadores.  Mi categoría, la segunda, los “Descartuchados” (DC), los “Cartuchos” (C), los “Cagaleches” (CL), y “Macucus” (M). De las últimas tres categorías, los viejos haraganes apenas nos acordamos. Están también las “Ulupicas” (U), las mujeres.

Fueron cuatro días de festejos, que empezaron una noche con la misa en la que recordamos con solemnidad a los fallecidos... y la verbena, inmediatamente después, en la que recordamos sin solemnidad, con alegría y mariachis, a esos mismos amigos. Al día siguiente, domingo 29 de abril, en la misma plaza, tuvimos la salteñada con banda y una “marcha bloqueo y paro” que detuvo por breves minutos el tráfico sobre la avenida principal. Celebramos en grande en la fiesta de gala en el Hotel Calacoto, el lunes 30, donde algunos nos vimos por primera vez encorbatados. Y los festejos culminaron el martes 1º de mayo cuando fue develada una nueva placa conmemorativa.

Los mayorcitos, los fundadores, la categoría "B" (Borrachos) 
Entre una y otra celebración, entre encuentros que a veces comenzaban “ya no me reconoces, soy el….”, y diálogos en el estilo “te acuerdas de…” fuimos desgranando esa mazorca de la memoria que nos vincula a través del tiempo. Y eso que por razones de exilio yo me perdí casi toda la década de 1970, y parte de la de 1980.  

Agitadores principales: "Huevo" Morató y "Tavo" Portocarrero
Las actividades que organizaban los Haraganes eran proverbiales: guitarreadas, serenatas, magníficos carnavales que duraban dos semanas, carreras de antorchas, campeonatos de fútbol, Olimpiadas Haraganas (los Juegos Deportivos, cinco veces) y otras actividades que hacían vibrar a todo el barrio de Obrajes. De los Haraganes salieron campeones nacionales del deporte, como Jaime Aponte, Rolando Pastor, Jorge Navajas, José Pastor, Edgar Aracena, Gerardo Sarmiento, Omar Eid, entre otros.

Pero además los Haraganes organizaban actividades comunales para cuidar los árboles de la avenida Hernando Siles y de las dos plazas, mejorar el alumbrado público y la condición de las escuelas Juan Herschel, Max paredes y el Hogar de Niños Villegas.

Los carnavales eran preparados con especial cuidado, desde el diseño de las invitaciones, que cada año eran más originales. Las fiestas con banda de música competían con otros clubs de la ciudad de La Paz, el Splendid o el Country, con los que se alimentaba una rivalidad que algunas veces llegó a los golpes.

El relevo de las nuevas generaciones no es fácil, porque los Haraganes tuvieron su momento de gloria en las décadas de 1960 y 1970, cuando Obrajes era todavía un barrio tranquilo donde todos nos conocíamos y tejíamos día a día ese entramado de relaciones que se ha mantenido a través del tiempo y de la distancia. Casa a casa, puerta a puerta, todavía recordamos con absoluta claridad dónde vivían los hermanos Morató (nada menos que siete), los Portocarrero, los Pastor, los Arispe, los Aponte, los Burgoa, los Bacigalupo, los Pucci, las Crispieri, la farmacia, el frial o la tienda de la Hilde. Todo eso ha cambiado mucho, hay edificios donde antes vivían los Vásquez o los Gumucio, y algunas casas se han convertido en oficinas.

Volver a ver a los amigos luego de tantísimos años reconforta porque renueva la sensación de que a pesar de que el mundo se desplaza a veces en una dirección que no nos gusta, arrasando a su paso valores y tradiciones, hay algo que queda porque sobrevive en la medida en que une a un grupo de seres humanos por el nexo de la amistad y la camaradería.

Cuatro Morató (en medio) y dos Gumucio (en los extremos)
Recuerdo el microcosmo de la cuadra, que ya no del barrio. Nosotros vivíamos en la calle 6 de Obrajes, No. 259, “hacia el río”, y en un radio de cien metros había cualquier cantidad de amigos, Haraganes o no. Junto a la que fue nuestra casa está todavía la de los Fiorillo y detrás de ambas estuvo la Fábrica de Aluminio FANAL, donde vivían los Arraya. En la esquina de la calle 6 sobre la Héctor Ormachea, estaba la casa de los hermanos Morató, y junto a ellos la de los Uzeda, el restaurante “del chileno” y la casa de los Perales. A media cuadra de allí la casa de los Arispe, muy cerca de la Embajada de Alemania y de la cárcel de mujeres que estaba justo al lado. Un poquito más lejos Vesty Pakos, y sobre la avenida los Otero, Oroza, etc. Todos nos conocíamos.

Borrachos, descartuchados o cartuchos, los nombres que los mayores daban a las nuevas generaciones que iban apareciendo, se mantienen hoy como palabras amables y cariñosas. En realidad, la puesta al día de la nostalgia nos muestra que todos han sido en sus vidas hombres y mujeres de bien, que la norma ha sido la honestidad y el trabajo, a pesar de nuestro provocador lema y de los gritos de “Muera el trabajo” que dimos en la plaza de Obrajes hace unos días, el 1º de Mayo.

Al cabo de tres o cuatro décadas, además de las anécdotas y la nostalgia por tiempos solidarios, lo que queda es, como siempre, la amistad invariable. 


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Mira si será malo el trabajo,
que deben pagarte para que lo hagas.

—Facundo Cabral 

15 mayo 2012

La última sorpresa de Fuentes


Apenas ha pasado un año desde que, en una firma de libros en la Librería Gandhi, en México, le extendí a Carlos Fuentes un ejemplar de Todas las familias felices (2006).  Me preguntó “¿para quién?”. “Para Bolivia” le dije. A su lado una representante de la Editorial Santillana comentó: “¿Para todo el país?” mientras Fuentes dibujaba un mapa de América del Sur para ubicar exactamente a Bolivia en el corazón del continente. “¿Le gusta mi mapa?”, me dijo al devolverme el libro.

Le pregunté si su amor por el cine, compartido con García Márquez, había influenciado su narrativa. “Me gusta mucho el cine, conozco bien la época de la década de 1930 a 1950, pero pienso que la literatura se basta a sí misma; la imagen literaria es más poderosa que la del cine, porque le permite al lector imaginar, en tanto que en el cine el espectador está condenado a ver lo que está en la pantalla”, respondió.

Fuentes acaba de morir a los 83 años, luego de toda una vida como escritor. Desde 1954, cuando tenía 26 años, publicó 25 novelas, 15 ensayos, 11 libros de cuentos, 5 obras de teatro y 2 guiones. En otras palabras, un promedio de un libro por año. No cesó nunca de escribir y de sorprendernos con un plan de obras que fueron componiendo el rompecabezas de la sociedad mexicana, y también latinoamericana.

Debo confesar que cuando le dieron el Premio Nóbel de Literatura a Mario Vargas Llosa, tuve sentimientos encontrados. Me alegré, porque el premio reconoció a uno de los grandes escritores latinoamericanos, y me entristecí porque pensé que Carlos Fuentes –mayor que Vargas Llosa- tendría que esperar unos 8 o 10 años a que el premio completara otro circuito por el planeta, antes de caer nuevamente en nuestra región.

Ha sucedido tal cual. Ahora no podremos sumar el nombre de Carlos Fuentes al Nóbel de literatura, aunque se lo tenía más que merecido. Su nombre honraría al premio sueco, que algunas veces ha mostrado miopía y un precario sentido de las prioridades.

Se equivocan quienes dicen que Fuentes tuvo un “periodo revolucionario” y que luego se hizo conservador. En realidad mantuvo en su posición política una gran coherencia a lo largo de su vida, coherencia basada en su profundo respeto por la democracia, por las libertades individuales y colectivas y marcada por un sentido profundo de la ética. No se dejó encandilar por dirigentes que ofrecían más de lo que podían dar, y no dudó en criticar a quienes, a su parecer, actuaban de manera demagógica o irresponsable.

Cuando lo vi en la firma de libros, hace un año, estaba en forma, con toda su energía y lucidez. Fuentes siguió trabajando todos los días hasta el final. En una entrevista reciente con Francisco Peregil, de El País, realizada durante la Feria del Libro de Buenos Aires, anunció que había entregado a su editor su novela más reciente Federico en su balcón, donde el personaje es Nietzsche resucitado, y que se aprestaba a continuar con El baile del centenario, otra vez sobre la historia de México de principios del siglo XX, de la que ya tenía “muchos capítulos, notas y personajes”.    

En la librería Gandhi le pregunté algo que hoy tiene una resonancia dramática: “Hay escritores que escriben libros y los publican, y otros escritores que escriben con un plan para desarrollar una obra completa. Usted es de estos últimos. ¿Cuándo concluye ese plan?”

No dudó un segundo: “En la muerte. Espero escribir hasta el final, no tengo otra cosa que hacer. Una obra no se completa nunca. Balzac no completó la suya, por qué la voy a completar yo. Siempre se quedan cosas en el tintero”.

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La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es.          —Carlos Fuentes

06 mayo 2012

Uniminuto


Para quienes no son colombianos, la abreviatura Uniminuto suena rara, más aún si no se conoce la historia de la Universidad Minuto de Dios, a la que la sigla se refiere. Una universidad con nombre católico no es nada que sorprenda, abundan en América Latina entre las más prestigiosas, pero lo del “minuto de dios” no deja de llamar la atención, a menos que conozcamos su historia.

El origen de la universidad se remonta a “El minuto de Dios”, programas de radio y posteriormente de televisión, que el padre Rafael García Herreros, sacerdote eudista, comenzó a producir en 1946 y mantuvo a lo largo de su vida, durante 46 años. Sus programas duraban un minuto, en los que él condensaba mensajes de lo que podríamos llamar “evangelización aplicada”. A tiempo de hablar de dios, este cura progresista hablaba de la realidad social colombiana, y sobre la necesidad de terminar con la violencia y alcanzar una paz definitiva. Para ello no dudó en llamar al diálogo a personajes como el narcotraficante Pablo Escobar y al entonces jefe de la guerrilla del ELN, el cura Manuel Pérez.

Su programa tuvo un éxito enorme a nivel nacional y derivó en programas de desarrollo social que favorecían a los más necesitados, como la construcción de barrios para familias de bajos recursos, en Cali y en Bogotá. La iniciativa creció hasta convertirse en una enorme corporación que conservó el nombre del programa original como emblema, pero que se extendió para abarcar programas sociales muy ambiciosos, uno de ellos la universidad.

Todo esto viene a cuento porque a fines de abril tuve oportunidad, una vez más, de participar en las actividades de la Universidad Minuto de Dios, en su campus central de Bogotá y en la sede de Villavicencio, en el departamento del Meta. A invitación de la Facultad de Comunicación, cuya decana es mi colega y amiga Amparo Cadavid, participé durante tres apretados días en varias actividades académicas.

Como miembro que soy del comité técnico curricular de la Maestría de Comunicación en Desarrollo y el Cambio Social participé en la sesión que revisó el documento de justificación de la maestría, que será aprobado según los mecanismos previstos, primero en la propia universidad y luego por el Ministerio de Educación de Colombia. El procedimiento es exigente pero no burocrático: se trata de que las maestrías que se aprueban en Colombia pasen una serie de filtros académicos que garantizan la excelencia y calidad de los estudios de posgrado. En Colombia esto es una garantía porque una vez que el Estado certifica una maestría, es porque esta tiene todas las condiciones para consolidarse.

Lo anterior es alentador porque Colombia está ahora en la vanguardia de los estudios de posgrado con énfasis en comunicación para el desarrollo y el cambio social. Uniminuto no es la única universidad que ofrece a los estudiantes de Colombia y de América Latina la posibilidad de especializarse en este campo tan importante como necesario, también hay otras maestrías de similar contenido en la Universidad del Norte (en Barranquilla) y en la Universidad Santo Tomás (Bogotá).

Y el interés es creciente, como pude comprobar cuando me invitaron a pasar el día en la sede de Uniminuto en Villavicencio (“Villavo”, para los amigos), donde tuve un conversatorio frente a 200 estudiantes interesados en el tema.

Fue una oportunidad, además, para conocer el departamento del Meta, que faltaba en mi mapa personal de Colombia. Esta es una región muy rica en petróleo, agricultura y ganadería, situada en las estribaciones de la montaña como una puerta hacia los extensos llanos que se prolongan hasta la frontera venezolana. La carretera que baja a Villavo serpentea entre montañas de vegetación y humedad abundante, atravesando cinco túneles, uno de los cuales mide casi siete kilómetros de largo. A pesar de que Villavicencio está a solamente 86 kilómetros de Bogotá, el viaje se hace largo y pesado por la cantidad de camiones cisterna que avanzan lentamente por la carretera con su cargamento de gasolina y otros derivados de petróleo.

Poco a poco el clima tropical del llano y los colores de la naturaleza dejan atrás la sobriedad lluviosa de Bogotá, que a veces parece una fotografía en blanco y negro, solamente surcada por las líneas rojas del Transmilenio, el excelente sistema de transporte urbano que ahora han adoptado tantas otras ciudades de la región. Ya en Villavicencio al calor del ambiente se sumó la cordialidad de los anfitriones, más aún cuando la ciudad estaba en plenas celebraciones de su 172 aniversario.

A los estudiantes y profesores de Uniminuto en Villavicencio les dije lo mismo que he dicho a estudiantes y profesores en otras oportunidades: que hagan la distinción entre información y comunicación, entre periodistas y comunicadores, entre mensajes y procesos… Les dije que el mundo de la comunicación es mucho más amplio y desafiante que el mundo del periodismo, y que sin desmerecer el oficio de periodista, del que soy parte desde que tenía 16 años de edad, deben considerar la posibilidad de hacerse comunicadores para comprometerse en el desarrollo y los cambios sociales tan necesarios en la región y en el mundo.

En Bolivia, con tantas necesidades de desarrollo, no parece que los estudiantes de comunicación tengan mucho interés en el tema. Es más, ni siquiera conocen el país. Hace poco pregunté a un grupo de estudiantes de la cátedra de comunicación para el desarrollo de la Universidad Católica Boliviana, cuantos habían estado en algún centro minero: ninguno.

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 Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo 
de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
—Jorge Luis Borges