28 enero 2013

Sobre las huellas de Kafka


Para seguir las huellas de Franz Kafka lo mejor es recorrer Praga en invierno, cuando la ciudad está sumida en una atmósfera lúgubre que nos acerca al autor de El castillo. Praga en invierno es Kafka (en primavera podría ser Dvorak). Así como a literatura del autor checo está impregnada de la ciudad, Praga está impregnada de Kafka, pero hay que tener ojos para verlo y sobre todo para sentirlo en el empedrado de las calles, en los puentes que emergen de la bruma al amanecer, en las calles estrechas de Stare Mesto (ciudad vieja) o de Josefov, el barrio judío.

Desde que puse los pies en la ciudad vieja, bajo un frío que calaba los huesos, tuve la sensación de estar caminando sobre las huellas de Kafka. Los adoquines pequeños, cuya curvatura uno siente debajo de los zapatos, hacen brillar las calles por la noche, especialmente si ha llovido. No es difícil imaginar a Kafka enfundado en un abrigo negro, cruzando estas plazas y calles empedradas de historia.

Kafka, por Jaroslav Róna
Por supuesto, Praga ha cambiado mucho desde las primeras décadas del siglo XX, pero casi todos los lugares que acogieron a Kafka todavía están allí, algunos ostentan incluso una placa que lo recuerda y precisa. Paradojas de la historia: murió ignorado y marginado, pero ahora todos rescatan su memoria y se aferran a cualquier indicio que su vida haya dejado.

Lo nuevo de Kafka en Praga son aquellos espacios o esculturas a través de los cuales se rinde homenaje al escritor, por ejemplo la extraña escultura de Jaroslav Róna junto a la Sinagoga Española; el Museo Kafka que ahora se encuentra en un local muy amplio en Cihelná, la antigua fábrica de ladrillos en Mala Strana (ciudad menor); o la librería y sede de la Sociedad  Franz Kafka, en la calle Siroka N° 14 del barrio judío.

¿Por donde empezar? Si uno quisiera hacer el recorrido siguiendo una cronología histórica, tendría que empezar en la casa donde nació y terminar en el cementerio en el que está enterrado. Más o menos así lo hice, porque todo queda muy cerca, salvo el cementerio judío de Olsany, y el Castillo de Praga, en las alturas de Hradcany, que inspiró uno de sus libros más impresionantes. 

La casa de cuatro pisos donde nació Kafka está junto a la iglesia de San Nicolás, apenas a unos pasos de la plaza principal de la ciudad vieja, en la que destaca la torre de la antigua alcaldía, con el maravilloso reloj que desde 1490 hasta nuestros días marca el tiempo en todas sus dimensiones, un prodigio de ingeniería y arte. Dice el anecdotario que los concejales del municipio dejaron ciego al relojero Hanus, celosos de que pudiera reproducir tan extraordinaria obra en otro lado.

En la esquina de la planta baja de la casa de la familia Kafka, sobre la pequeña plaza peatonal que lleva su nombre y un busto de metal adosado a la pared, hay ahora un minúsculo museo, más bien una habitación sobre la calle con una muestra de fotografías sin otro propósito que vender tarjetas postales del escritor. Sobre el dintel de la puerta principal se anuncia el Café Kafka… El que puede, hace dinero con el nombre del escritor.

De la casa familiar a la Escuela para Niños Alemanes (Deutsche Knabenschule) donde estudió la primaria de 1889 a 1893, no hay más de cuatro cuadras. Lo que hoy es la calle Masná, entonces se conocía como el mercado de carne (Fleischmarkt). Puedo imaginar al niño Franz, con botines y pantalones cortos, caminando cada día de la mano de su nodriza hacia la escuela y quizás mirando, al pasar por la explanada de la plaza de la alcaldía, el Palacio Golz-Kinsky, donde estudiaría la secundaria entre 1893 y 1901, de los 10 a los 17 años. Sería un niño triste, digo yo, pues sus dos hermanos varones habían muerto antes de que él cumpliera siete años. Tristeza nada comparable a la que habría sufrido de conocer lo que el destino deparaba a sus tres hermanas.

Palacio Golz-Kinsky, donde Franz estudió y su padre tuvo una tienda
Hay menos de cien metros entre la puerta de la casa de los Kafka y el Palacio Golz-Kinsky. El empedrado de la plaza quizás no es el mismo, pero sí el palacio rococó que es ahora uno de los espacios del Museo Nacional de Arte. Al ver la lujosa fachada que coronan las estatuas esculpidas por Ignaz Platzer (autor también de los dos impresionantes conjuntos escultóricos que flanquean la entrada principal al Castillo de Praga), cuesta creer que alguna vez el palacio fue una escuela secundaria, o que las escuelas de entonces fueran palacios.

Franz ya no estudiaba allí cuando su padre, Hermann, instaló una mercería y tienda de ropa de mujer cuyo logo comercial era una grajilla (kavka, en checo) pájaro de la familia de los cuervos. La plaza de la ciudad vieja seguiría siendo un lugar de preferencia de Franz, pues incluso cuando trabajaba en la Assicurazioni Generali, a unas ocho cuadras, solía frecuentar el Unicornio Dorado, el café donde se reunía con otros escritores checos que escribían en alemán, y con sus amigos más cercanos, Max Brod y Felix Weltsch, con quienes formaba el “círculo cerrado de Praga” (Brod dixit). En el edificio del Unicornio Dorado no queda rastro del paso de Kafka, pues todo el frente sur de la plaza de la ciudad vieja se ha llenado de restaurantes que ocupan buena parte del espacio público, y en especial los hermosos pasajes abovedados. Me costó acercarme al arco de la puerta, esquivando el ajetreo de los meseros y sus bandejas.

Edificio de Assicurazioni Generali
No bien terminó sus estudios de bachillerato, Franz ingresó en 1901 a la universidad Ferdinand-Karls (Carolinum) para estudiar leyes, de donde se graduó en 1906, en parte para complacer a su padre, figura dominante y déspota que siempre lo quiso alejar de la literatura. Todavía está el antiguo edificio de la universidad, que ha cambiado de nombre varias veces.

El frío penetra en los pulmones mientras recorro la Plaza Wencelao, flaqueada de palacios. Al exhalar el vapor nubla mis lentes por unos instantes. En Nove Mesto, la parte “nueva” de la ciudad (por supuesto lo era entonces, pero ya no lo es), el edificio de la Assicurazioni Generali, pintado de color salmón, todavía ostenta en letras doradas el nombre de una compañía italiana de seguros. 

No aguantó mucho Franz Kafka en ese trabajo que no le dejaba tiempo libre para escribir. Estuvo allí de noviembre de 1907 a fines del año siguiente, antes de optar por un trabajo más interesante en el Instituto del Seguro de Accidentes de Trabajo de Praga, donde estuvo varios años, hasta que en 1922 su enfermedad le impidió seguir.

La casa No. 22 en el Callejón Dorado
Desde el barrio judío me encamino por el Puente Manes hacia Mala Strana. Luego de subir la pendiente que lleva desde río Moldava a la entrada posterior del Castillo de Praga, ingreso al Callejón Dorado (Zlatá Ulicka), una hilera de viviendas diminutas como casas de muñecas, donde vivían artesanos orfebres y militares que desempeñaban servicios en Prazsky Hrad; un pequeño barrio adosado por dentro a la muralla del castillo. Entre 1916 y 1917, Franz compartió con su hermana Ottla  la casita en el número 22 del callejón, hoy pintada de azul claro, con dos habitaciones pequeñas donde prácticamente uno puede tocar las paredes si extiende los brazos. Dicen los biógrafos que esa estadía de pocos meses fue fundamental para escribir El castillo.

El año 1917 marcó también un cambio definitivo para Franz porque le diagnosticaron una tuberculosis laríngea que convertía el acto de deglutir en una tortura cotidiana. A partir de allí tendría solamente siete años de vida por delante, que invirtió para escribir intensamente y desarrollar sus principales relaciones amorosas, como la berlinesa Felice Bauer que conoció en casa de Max Brod, con la que mantuvo correspondencia durante cinco años y estuvo a punto de casarse dos veces.

Pero fueron otras amantes las que influyeron en su vida y en sus ideas. En 1920 su relación fue intensa (otra vez en el plano epistolar) con la periodista y escritora Milena Jesenská (la de Cartas a Milena), y posteriormente en Berlín, un año antes de su muerte, con la profesora de kinder Dora Diamant, de 25 años de edad (Kafka acababa de cumplir 41 años). Menos conocida es su relación con Julie Wohryzek, camarera en un hotel, con la que convivió brevemente en 1920, y su amorío fugaz con Margarethe Bloch quien según algunos biógrafos tuvo un hijo de él en 1915, fallecido antes de llegar a la mayoría de edad.

En la vida de Franz hubo además muchas mujeres sin nombre, prostitutas. El escritor tenía una vida sexual activa, frecuentaba burdeles y se interesaba en la pornografía. Su amigo Max Brod recuerda a Franz “torturado por el deseo sexual”. Los biógrafos James Hawes y Reiner Stach, establecieron en sus investigaciones que la imagen de Kafka tímido y retraído sobre sí mismo no es tan cierta.
  
La vida de Kafka está profusamente documentada y muy bien narrada en el Museo Kafka, relativamente nuevo, en Cihelná, al otro lado del Moldava, cerca del Puente Carlos. Este sí es un museo con una museografía profesional y esmerada. El visitante recorre en orden cronológico la vida de Kafka, empezado por sus ancestros inmediatos para terminar en el mundo literario que legó el escritor.

Las sucesivas salas, todas ellas en la penumbra, iluminadas de manera efectista, nos llevan a través de fotografías, textos y objetos por la vida y obra del escritor bohemio, incluyendo sus dibujos, sus cartas, sus certificados de trabajo, su aviso necrológico, copias de las primeras ediciones de sus libros, aquellos publicados antes y después de su muerte. La sección dedicada a las mujeres de Kafka incluye a sus hermanas, a su madre y a Felice, Milena y Dora, con abundantes detalles sobre todas ellas.

Con Franz, en su Praga
La descripción de Praga en tiempos de Kafka es estupenda para situar al personaje en el contexto de la época; incluye proyecciones de imágenes documentales de los años 1920 y 1930. El gobierno español contribuyó para montar esta muestra, con base a una exposición que había tenido lugar originalmente en Barcelona en 1999.

A sus principales obras, las novelas, el museo les dedica espacios especialmente concebidos con criterio artístico, para representar el espíritu de los textos: una sala de espejos, una cámara de tortura, paredes forradas de archivadores de metal, son espacios que recrean de manera poética el sentir de los personajes y del autor de El castillo, El proceso, América… Fuera del museo, una gran K de metal, escultura que no requiere mayor explicación.

Las tres novelas que escribió hacia el final de su vida se publicaron de manera póstuma gracias a Max Brod. En vida de Kafka, el editor Kurt Wolff había publicado sus relatos, que no le brindaron a Kafka la popularidad que íntimamente anhelaba para desembarazarse de las presiones de su padre.

Dejé para el último día en Praga la visita al cementerio judío de Olsany, en Zizkov, donde los restos de Franz yacen debajo de un obelisco de dos metros de altura junto a los de su padre (Hermann) y su madre (Julie), que fallecieron en 1931 y 1934 respectivamente. Sus tres hermanas fueron exterminadas en campos de concentración nazis, no hay tumba para ellas. Franz murió en el Sanatorio de Kierling, cerca de Viena, el 3 de junio de 1924, exactamente un mes después de cumplir 41 años. Nada más pudo hacer por él el Dr. Hoffmann. El daño en la laringe le impedía comer, murió de inanición. En su lecho de muerte corregía febrilmente su obra Un artista del hambre, ninguna casualidad.  

Como el cementerio Olsany está apartado del centro de Praga y del circuito turístico tradicional, pude quedarme junto al mausoleo de Kafka sin que nadie llegara a perturbar el silencio. Un largo muro me separó por unos minutos del resto de la ciudad. 

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Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?
Un libro tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro.
—Franz Kafka

21 enero 2013

Almendrones


Por mucho que se haya estado veinte o más veces en Cuba, no deja de maravillar en las calles de La Habana y otras ciudades la presencia masiva de vehículos de los años 1940 y 1950, y algunos incluso de fabricación anterior, los llamados “almendrones”. No sé quien les puso ese nombre, que probablemente procede de su forma ovalada, pero los más antiguos lo llevan con mucha elegancia.

De primera cuenta, los almendrones existen porque responden a una necesidad: transportarse. Pero lo que durante décadas fue un resultado de la carestía y de la sobrevivencia, se ha convertido en una forma de arte público.

Cuando triunfó la Revolución Cubana en enero de 1959, hace 54 años, muchos de esos vehículos eran de último modelo, recién importados a la isla. En 1951 circulaban por Cuba 143.000 vehículos, en 2013, la mitad todavía lo hacen. Con la imposición del embargo económico y la imposibilidad de importar vehículos nuevos o piezas de repuesto, el parque automotriz de Cuba se mantuvo sin cambios a lo largo de casi seis décadas, durante las cuales cada propietario de automóvil se las tuvo que ingeniar para mantener en buen estado los motores y las carrocerías.

Dicen que ya en la décadas de 1920 Cuba era el primer importador de autos de América Latina. El legendario Ford T tenía como lema en su campaña de promoción: “Foot it and go”, frase que fue cubanizada en el sustantivo fotingo, que aún hoy hace referencia en el hablar popular a los autos antiguos.

La isla es el mayor reservorio de autos antiguos del planeta, al menos en cantidad. Probablemente uno puede encontrar mayor variedad en los museos de automóviles, como el Louwman en La Haya, que visité en noviembre pasado, pero no hay otra ciudad como La Habana o país como Cuba donde vehículos tan antiguos sean todavía los que más circulan.

El ingreso de vehículos de los países socialistas no alteró en lo esencial el paisaje de las calles habaneras. Por una parte los nuevos vehículos utilitarios, ya sea los autos Lada o los jeeps tipo Niva (con patente de la Fiat italiana), estaban reservados para instituciones y funcionarios de gobierno; y por otra, su aspecto tosco y poco grácil no pudo competir con las formas y colores de los vehículos fabricados medio siglo antes.

La necesidad de mantener los vehículos en funcionamiento hizo que la creatividad  el ingenio de los cubanos se explayara. Aunque al principio se canibalizó hasta la última tuerca de los vehículos que definitivamente no iban a funcionar más, e incluso piezas de refrigeradores o lavadoras, hábiles artesanos se especializaron en fabricar piezas que ya no se podían conseguir. Poco a poco se dieron modos de remplazar los motores adaptando incluso algunos completamente ajenos a la marca y modelo.

Aunque muchos motores ya no son los originales, es impresionante el cuidado que cada quien ha puesto en la carrocería, para mantenerla impecablemente pintada y cromada, brillante como si se tratara de vehículos recién salidos de la fábrica. Cerca de 75 mil autos de aquellas décadas todavía exhiben con orgullo sus carrocerías de níquel y cromo. Son autos voluminosos y extraños como naves del pasado, salidas de un sueño, que siguen ganando sus batalla contra el tiempo. Me cuenta mi amigo Carlos Carrasco que su hijo Charles, todavía pequeño cuando visitó Cuba, había comentado: "Cómo dicen que Cuba es un país pobre si aquí todos tienen autos de colección". 

No es lo único que no ha cambiado en Cuba durante varias décadas.  La Habana vieja, la parte más antigua de la ciudad, permanece como hace 100 años o más, y poco a poco recupera sus colores gracias al empeño y a la iniciativa de la Oficina del Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal.

Es una delicia caminar por el malecón y sobre todo por la calle 23, para ver pasar uno tras otro los modelos de Chevrolet, Chrysler, Ford, Mercury, Cadillac, Oldsmobile, Buick, Packard, y todas las marcas que eran importantes en las décadas de los 1940 y 1950 en Estados Unidos, de donde los vehículos eran importados. 

Muchos de los almendrones cumplen ahora funciones de taxis, y están igualmente mantenidos con cuidado, con cariño. Algunos han alargado el chasis y ampliado los asientos de manera que ahora caben ocho o diez pasajeros. Desde que en 2010 el gobierno amplió a 181 la lista de oficios “por cuenta propia” permitidos en la isla, los almendrones se incorporaron en masa al parque de taxis, más baratos que los de las empresas turísticas.

Recuerdo que Montevideo, hace tres o cuatro décadas, era otra ciudad en la que se veían muchos autos antiguos circulando en las calles.  Hoy han desaparecido casi todos porque los compraron las compañías productoras de cine para llevárselos a Hollywood. No dudo que algo similar ocurrirá con los almendrones cubanos cuando se normalicen las relaciones comerciales entre Estados Unidos y Cuba. Todavía están a tiempo los cubanos para crear un magnífico museo de automóviles antiguos.

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Tenía el automóvil, que era lo importante.

Para trasladar algo hacen falta cuatro ruedas

y lo demás es secundario.

—Lisandro Otero  



14 enero 2013

Cine comunitario, el libro


De julio del 2011 a mayo del 2012 coordiné para la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL) que preside Gabriel García Márquez, una investigación sobre el cine y el audiovisual comunitario en América Latina y el Caribe. Fue un desafío muy grande en el que me metí de cabeza instigado por Octavio Getino, quien me convenció que aceptara la invitación que me hacía Alquimia Peña, directora de la Fundación. Con habilidad, Octavio me hizo creer que en unos pocos meses podíamos despachar el tema, tampoco había financiamiento para más. 

Sin embargo, ya metido en camisa de once varas y sin posibilidad de zafarme como el gran Houdini, conté con un grupo de investigadores que tomaron el desafío como propio y trabajaron con ahínco para llevar la investigación a buen término. Tuve todo el apoyo de los colegas de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y de Octavio, coordinador del Observatorio de Cine y el Audiovisual Latinoamericano (OCAL). Conscientes de que la Fundación disponía de muy pocos recursos, cada uno de los investigadores mostró un gran compromiso para trabajar tres veces más tiempo que el previsto inicialmente y para investigar dos o tres países en lugar de uno solo. 

Cecilia Quiroga abarcó Bolivia, Chile y Perú; Horacio Campodónico hizo lo propio con Argentina, Uruguay y Paraguay; y Pocho Álvarez con Ecuador, Colombia y Venezuela. Irma Ávila Pietrasanta tomó a su cargo México y también la región centroamericana, mientras Jesús Guanche e Idania Licea se ocuparon de Cuba y la región caribeña insular. Finalmente Brasil, por sus dimensiones y la intensa actividad en el audiovisual comunitario, estuvo bajo la responsabilidad de Vincent Carelli y de Janaina Rocha.
Investigadores: Jesús Guanche (Cuba), Horacio Campodónico (Argentina), Irma Avila Pietrasanta (México),
Pocho Álvarez (Ecuador), Cecilia Quiroga (Bolivia), Vincent Carelli (Brasil), Idania Licea (Cuba)
Todo ese proceso de investigación, de informes por cada país, y edición del texto definitivo culminó hace poco con la publicación en Venezuela del libro Cine comunitario en América Latina y el Caribe, una edición que estuvo al cuidado de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, y que se imprimió en Caracas con el apoyo del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC). El libro que no estuvo a listo a tiempo para ser presentado en el Festival de Cine de Margaritas, finalmente fue bautizado en La Habana en el marco del 34 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano

Fernando Brugman (UNESCO), Alfonso Gumucio Dagron,
Alquimia Peña (FNCL) y Juan Carlos Lossada (CNAC)
Se trata del primer y único estudio que aborda la situación regional del cine y el audiovisual comunitario. A través de sus 542 páginas se hace un recorrido por 55 experiencias y 14 países, y en cada caso se trata de desentrañar el pasado y el presente del cine comunitario desde sus raíces históricas más profundas hasta sus proyecciones actuales, incluyendo testimonios de los actores en esos procesos de capacitación, producción y difusión.

En La Habana presentamos el libro en el Salón Vedado del Hotel Nacional, sede del Festival, en una mesa sobre cine comunitario en la que participaron además Alquimia Peña, Juan Carlos Lossada del CNAC, y Fernando Brugman de la Oficina Regional de Cultura de la Unesco.   

Durante mi presentación mencioné la importancia del cine comunitario como una manifestación del derecho a la comunicación, y no solamente como partícipe del séptimo arte. Expresé que el cine comunitario es todavía un subcontinente escondido, del que se conoce muy poco, y al que a veces se trata de juzgar en base a criterios que corresponden al cine comercial, cuando en realidad se trata de otra cosa.

En la larga introducción que escribí para este libro, desarrollo en detalle esas ideas: “El cine y audiovisual comunitario es expresión de comunicación, expresión artística y expresión política. Nace en la mayoría de los casos de la necesidad de comunicar sin intermediarios, de hacerlo en un lenguaje propio que no ha sido predeterminado por otros ya existentes, y pretende cumplir en la sociedad la función de representar políticamente a colectividades marginadas, poco representadas o ignoradas. Este es un cine que tiene como eje el derecho a la comunicación. Su referente principal no es el cine y la industria cinematográficas, sino la comunicación como reivindicación de los excluidos y silenciados.”

En el prólogo del libro, Alquimia Peña destaca la importancia del cine comunitario como expresión de la interculturalidad:

“Todas las iniciativas comunitarias que se han estudiado en esta investigación son testimonio de la importancia de respetar y promover las culturas locales, y de convivir en espacio de diálogo intercultural. La existencia de una Convención internacional que reconoce la interculturalidad y el respeto por la diversidad, constituye para estos grupos comunitarios un marco de referencia fundamental. Aún a pesar de esas constataciones que hablan a favor de una mayor atención por la diversidad cultural en los procesos de producción de las expresiones audiovisuales comunitarias, los resultados de esta investigación acusan también la carencia de políticas públicas específicas.”

Roberto Smith, Tarik Souki, Lisver Santiesteban, Alquimia Peña, Alfonso Gumucio, Nora de Izcue, Edmundo Aray
En una entrevista que me hizo Mabel Olalde Azpiri para el Diario del Festival, expresé parafraseando a Jesús Martín Barbero, que a veces es preferible “perder la película para ganar el cine”:

«Tenemos que cambiar nuestra manera de ver al séptimo arte para aprovechar todo lo valioso que hay en él. Sería beneficioso dejar de pensarlo solamente como un producto, y prestar atención a los procesos que tienen lugar en torno al cine comunitario —así comprende el fenómeno Alfonso Gumucio Dagron, coordinador general de la investigación Cine comunitario en América Latina y el Caribe».

Los primeros partos son siempre los más difíciles. Investigar por primera vez un tema es un desafío que no es fácil, pero que deja la agradable experiencia de abrir una senda nueva.  Lo mismo me pasó con la Historia del cine boliviano que publiqué en 1982, cuando poco o nada se conocía sobre nuestro cine, o con Les cinemas d’Amérique Latine, libro que coordiné junto con mi amigo, ya fallecido, Guy Hennebelle.  Nos tomó seis años publicar en 1981 ese grueso tomo que por primera vez abordó país por país la historia y el desarrollo del cine en los países de nuestra región.

Esos proyectos pioneros suelen generar otras iniciativas que profundizan y amplían la información que con grandes dificultades se obtuvo en primera instancia, como ha sucedido con los libros que acabo de citar.  Tenemos la esperanza de que suceda lo mismo con Cine comunitario en América Latina y el Caribe. Ya que el primer camino ha sido dibujado, que otros investigadores se interesen en el tema del cine comunitario y ofrezcan nuevos aportes. El primer paso ya está dado.

En un plano más personal, cerré el año 2012 con la satisfacción de haber publicado dos libros. Hay años de buena cosecha y otros no tanto. Suelo trabajar varios proyectos al mismo tiempo, y algunos cristalizan antes que otros. Tengo algunos estancados desde hace más de tres décadas. Esta vez, la necesidad de cumplir con un calendario me obligó a cerrar en tiempo la investigación sobre el audiovisual comunitario y culminó con la certeza de verla publicada. Casi al mismo tiempo, unas semanas antes, salió del horno mi libro Cruentos, al que ya me referí oportunamente, de modo que en 2012 pude ver cristalizados dos proyectos.  

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Es imposible hacer una buena película sin una cámara
que sea como un ojo en el corazón de un poeta. —Orson Welles

09 enero 2013

Fiesta de cine en La Habana


A principios de diciembre estuve en el 34º Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano en La Habana, Cuba, luego de más de dos décadas de ausencia.

En la década de 1980 fui asiduo del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano que tiene lugar cada año en La Habana. Recuerdo con nostalgia una de las mejores ediciones del festival, la de 1985, cuando el evento estaba quizás en su momento más alto, la cúspide. El Gran Premio Coral se lo llevaron ese año ex aequo dos grandes obras: Frida del mexicano Paul Leduc y Tangos, el exilio de Gardel del argentino Fernando “Pino” Solanas. El Segundo Premio Coral fue para La historia oficial, del también argentino Luis Puenzo, y el Tercer Premo Coral para el peruano Francisco Lombardi por La ciudad y los perros. Esos títulos dan una medida de la excelencia de las películas que concursaron ese año. No se podía pedir más.    

En el 7º Festival no solamente hubo hermosas películas representativas de la cinematografía de la región. Fue el año que se creó, el 4 de diciembre, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, presidida por Gabriel García Márquez, cinéfilo mayor que declaró entonces: “Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine  latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”
Hubo mucho más. Fidel anunció la creación de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) en San Antonio en Los Baños, que se inauguró un año más tarde, el 15 de diciembre de 1986, con Fernando Birri como director. En el Teatro Carlos Marx escuchamos fascinados durante cinco horas, de pie, el discurso de Fidel en el que anunciaba tantas cosas buenas para el cine latinoamericano. Habló de su amor por el cine y lo hizo con tanto conocimiento del tema, que no nos aburrimos ni un minuto. Los discursos de Fidel eran entonces de antología, por su elocuencia y la calidad de la información que manejaba. El cine ha sido siempre favorecido por el proceso revolucionario cubano y en especial por Fidel. No olvidemos que uno de los primeros decretos del gobierno de la Revolución fue la creación del ICAIC.

Durante los años siguientes estuve en el festival gracias a la generosidad de las instituciones cubanas que me invitaban. En 1988, en el 10º Festival participé como miembro del jurado de cine documental, y en otras ocasiones en mesas de discusión. Me invitaba el ICAIC, el ICRT que dirigía Manelo (hoy encargado del ALBA Cultural), o la Escuela de Cine.

Cada festival era un regalo pues allí nos juntábamos todos los cineastas de América Latina, no hay cineasta latinoamericano que no haya pasado por el Festival de La Habana, el lugar anual de encuentro. Veíamos toda la producción de cine de la región, La Habana se convertía en una fiesta del cine, filas interminables frente al Cine Yara, al Cine 23 y 12, al Cine Chaplin, al Cine La Rampa, al Cine Riviera, y otros donde se exhibían y se exhiben cada año todas las películas del festival. La población de la capital cubana saca a relucir su cinefilia, todos son parte del festival, todos hablan con propiedad sobre cine.

Durante los diez días del festival se daban cita directores de las revistas de cine, historiadores y críticos cinematográficos, técnicos, directores de cinematecas, guionistas, productores y distribuidores. La salida de un nuevo número de la revista Cine Cubano, en papel periódico, era un acontecimiento, así como los afiches de las nuevas películas, estallidos de color y de ingenio, diseñados por Bachs, Coll, Julio Eloy, Niko, Reboiro o Coni, entre otros artistas. Conservo varios de ellos impresos en serigrafía; hoy son artículos de colección, con esa nobleza de la tinta espesa que los hace únicos.

No faltaban en esa fiesta del cine actores de América Latina y del resto del mundo. Me tocó escuchar en varias ocasiones los comentarios llenos de admiración de Jack Lemmon, de Robert de Niro, Christopher Walken, de Gian María Volonté o de Harry Belafonte luego de las largas sesiones nocturnas a las que los convocaba Fidel para hablar de cine luego de ver en privado las películas del festival, de modo que estaba al tanto de las nuevas producciones. Por entonces era corriente escuchar que Fidel no dormía, le bastaban dos o tres horas de sueño y pasaba el resto de la noche mirando películas y conversando con los invitados.

García Márquez, Fidel Castro, Fernando Birri
Los invitados al festival esperábamos cada año la cena que ofrecía Fidel. De pie en la entrada del palacio, el líder cubano estrechaba la mano de todos, uno a uno, mientras el fotógrafo oficial registraba la escena. Me hubiera gustado tener copia de esas fotos.  

El festival era una fiesta que duraba 24 horas cada día. Casi no dormíamos.  En las mañanas había conferencias de prensa, encuentros con cineastas o actores, deliberaciones de los jurados, muestras de carteles, presentaciones de libros y otras actividades en simultáneo, de modo que era imposible asistir a todas.

En las tardes, hasta la media noche, se proyectaban las películas del festival, largometrajes de ficción o documental, cortometrajes de toda clase, animaciones y videos, prácticamente todo lo producido en nuestra América Latina durante el año, pero también películas de otras regiones. Y a partir de la media noche, las fiestas extraordinarias de las que conservo una memoria dulce. Junto al Teatro Carlos Marx, en el club Cristino Naranjo, uno podía recorrer seis o siete espacios animados por las mejores bandas de música. Allí escuché al formidable trompetista Arturo Sandoval, a los Van Van, entre otros músicos notables. Los mojitos nocturnos aparecían sobre las bandejas que circulaban los mozos, y desaparecían en un santiamén. El entusiasmo de cubanas y cubanos era contagioso, hasta yo me atrevía a bailar hasta que a las 3 o 4 de la madrugada salían las últimas guaguas hacia los hoteles.

En 1990 me fui a trabajar al África, de modo que no he regresado al festival hasta ahora, en 2012, aunque he estado en Cuba en otros eventos. El festival ya no tiene la dimensión que tuvo en sus mejores momentos, porque ya no se dispone de los recursos de antes. 


En esta ocasión participé en la mesa de diálogo “El espacio audiovisual latinoamericano: realidades y desafíos”, en el marco del Sector Industria del 34 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. La actividad auspiciada y coordinada por el Observatorio del Cine y el Audiovisual Latinoamericano, OCAL/FNCL, programa de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, estuvo dedicada a la memoria de Octavio Getino, asesor de la Fundación  y Coordinador  de su  Observatorio. La mesa fue integrada por Susana Velleggia, Orlando Senna, Rosa Sofía Rodríguez, Alfonso Gumucio Dagron, Fernando Brugman de la Oficina Regional de la UNESCO en La Habana, y Katherine Grigsby, directora de la Oficina de la Unesco en México.  

El propósito era “reflexionar en torno a las realidades del audiovisual en tanto expresión cultural y artística donde coinciden ciencia, tecnología, inversiones, mercados en ese espacio de identidad y diversidad cultural  de nuestros pueblos y naciones”, para entender la necesidad de construir el espacio audiovisual latinoamericano y caribeño.


Annette Bening
Como siempre, el Hotel Nacional es el lugar de encuentro con colegas que uno no ha visto en muchos años.  Volví a encontrar al nicaragüense Ramiro Lacayo, luego de tres décadas, al chileno Miguel Littin a quien no veía desde Brasilia, hace siete años, a algunos otros de Venezuela, Guatemala, Brasil y por supuesto a los amigos cubanos: Manelo, Lola Calviño, Julio García Espinosa, Alquimia Peña y otros colegas de la Fundación. Muchos menos cineastas de la región que en aquellas épocas donde nadie faltaba a la cita en La Habana. Entre los invitados no latinoamericanos, destacaba la presencia del presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos, Hawk Koch, quien asumió en agosto de 2012 ese cargo, y la de la actriz Annette Bening en representación de la junta directiva de la Academia de Hollywood.

Esta vez pude ver pocas películas pues mi presencia en el festival estaba enmarcada en las actividades de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), a las que me referiré en otra nota. Entre los pocos largometrajes que vi, me gustó mucho La película de Ana de Daniel Díaz Torres, y no fui el único en apreciar sus cualidades, ya que al finalizar el festival, el filme obtuvo varios premios: el Premio Coral de Guión, el Premio Coral de Actuación Femenina, y el Premio de Distribución de Amazonia Films. Sentí el mismo placer que tuve hace años cuando en el Festival de Huelva descubrí Suite Habana (2003) de Fernando Pérez.

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Nunca voy a ver películas donde el pecho del héroe
es mayor que el de la heroína. —Groucho Marx