24 noviembre 2018

Un cementerio lleno de vida

 La muerte es algo que todos vamos a encarar algún día.  Lo mágico de ella es que no sabemos cuándo. No tenemos ningún control ni posibilidad de evitarla. Como Woody Allen podríamos decir: “No le tengo miedo a la muerte, simplemente no quisiera estar allí cuando me suceda”, pero sabemos que vendrá, y que ahí se acabó todo, aunque no, según algunos. 

La ciudad sagrada de Varanasi 
Los cristianos y musulmanes creen en una vida más allá de la muerte, ya sea en el cielo, el infierno o el purgatorio, que es como una estación donde uno espera el tren sin saber cuándo va a llegar. Creo que los evangélicos o los mormones piensan que para el anunciado “juicio final” todos revivirán para encontrarse con los seres queridos (aunque no dicen en qué estado físico). Los hinduistas, a quienes he visto en Benarés quemar los cuerpos con madera de sándalo y echar las ceniza al caudaloso Ganges, creen en la reencarnación, que sería como un proceso de perfeccionamiento a lo largo de varias vidas para llegar al Nirvana. 

La idea de quemar el cuerpo y esparcir las cenizas es la más atractiva. El poeta mexicano Alejandro Aura, con quien mantuve contacto por correspondencia alguna vez, hizo cremar sus restos y sus cenizas fueron colocadas detrás de una placa conmemorativa en el café que solía frecuentar en el Parque Centenario de Coyoacán. Algo así me gustaría, pero aquí no hay un café tradicional que dure varias vidas. 

Panteón de Dolores (México) 
El culto a los muertos es importante en muchas sociedades. Los cementerios tienen un encanto particular, sobre todo aquellos que gozan de cualidades artísticas. Otros destacan por su opulencia desmedida: los cementerios de narcos en el norte de México sobresalen por su lujo exacerbado. En el panteón de Humaya, Sinaloa, hay tumbas como las de Beltrán Leyva, Amado Carrillo o el “Güero” Palma, que son mansiones de tres pisos, con música perimetral, internet, aire acondicionado, colecciones de arte y armas, y guardias armados las 24 horas, por si acaso. 

Me hace gracia la propaganda de los cementerios tipo jardín que ofrecen “tranquilidad” o “vista al mar” como si eso importara a quienes están enterrados. Me atraen otro tipo de cementerios y he tenido la oportunidad de visitar y fotografiar algunos emblemáticos y hermosos como el de Mompox (Colombia), el Cementerio Colon de La Habana (Cuba), el más antiguo de Boston (Estados Unidos), el Panteón de Dolores en Ciudad de México, el antiguo cementerio judío de Praga (República Checa), y por supuesto el de Pere Lachaise y el de Montparnasse en París, donde descansan Cortázar y César Vallejo, entre otros. 

Todo lo anterior para hablar de nuestro Cementerio General, en La Paz, donde descansa mi padre a quien suelo visitar con la idea de conversar con él durante unos minutos.  A la salida siempre dejo un clavel a Luis Espinal, mi amigo y mentor. 

El Cementerio General de La Paz fue fundado en 1831 por instrucciones del presidente Andrés de Santa Cruz después de las guerras de independencia que llenaron hasta el tope los pequeños cementerios que había en las iglesias de la ciudad. Este nuevo cementerio, que entonces estaba fuera del reducido casco urbano, ha quedado ahora atrapado en medio de uno de los barrios con mayor movimiento comercial y contrabando. 

Si al principio hubo mucha resistencia de la burguesía local para enterrar allí a sus difuntos, después surgió una competencia por hacerlo en mausoleos familiares en estilo gótico ornados de esculturas y relieves. No fue sino después de muchos años que se construyeron los cuarteles “multifamiliares” donde descansan los que no pertenecían a familias acaudaladas, y otros medianamente exclusivos como el que alberga el nicho de mi padre. Las placas más antiguas del cementerio son obras de arte y ahora se exponen debajo de vidrios de protección (lamentablemente cagados por palomas y que hay que limpiar constantemente). 

Gracias a la gestión municipal que encabeza el ingeniero Ariel Conitzer el Cementerio General está estupendamente mantenido y en años recientes embellecido por setenta pinturas murales en las paredes laterales de los cuarteles. 

En 2014 el artista Sergio Torrez fue el pionero con la primera intervención mural y un año más tarde se añadieron cuatro nuevos murales del artista Marco Soria. En 2016 con el apoyo del colectivo mARTadero se hizo en el Cementerio General el “Encuentro de arte urbano y muralismo Ñatinta” y se pintaron 21 murales nuevos. 

En 2017 una alianza entre mARTadero y el colectivo de arte "Perrosueltos" de Cochabamba permitió que se enriqueciera el espacio público con 19 murales, además de restaurar algunos de los anteriores. Se invitó al evento artístico muralistas nacionales e internacionales. Entre los nacionales: Die 77, Oveja 213, Khespy Pacha, Puriskiri, Knorke Leaf, Sak Crew y Nona. Y entre los extranjeros: Lluc (España), Medianeras (Argentina), Coche (Argentina), Leiga (Brasil) y Ledorian, Bufon y Memo (Chile). 

Cada quien hizo lo que quiso, mostrando una gran diversidad de expresiones alrededor del día de los difuntos. La libertad creativa es evidente en la diversidad de estilos y expresiones. 

En 2018 el desafío ha sido aún mayor. Con el lema “Arte urbano donde menos te lo esperas” 37 artistas cubrieron de murales 30 paredes laterales de los cuarteles en una semana, haciendo uso de imaginación y humor (algo que falta en estos casos par romper el exceso de solemnidad). 

Entre los participantes extranjeros Alme, Nebs y Samir de Chile, Decoma y Kolejo de España, Kiki y Malegría de Colombia, Tekaz y Agus Rúcula de Argentina. Entre los bolivianos, HXC Crew, Osek, Willka, Smooth, Andino, Rat, Tuer, Huayllas, La Wasa, Nando Pantoja, Gabriela Zeballos y otros. Como Banksy, algunos son reacios a ser fotografiados, a pesar de estar en un lugar público y creando obra pública. Me pasó con una joven que pintaba junto a la puerta trasera del Cementerio General: a veces la timidez se junta con la arrogancia. 

Pasear por el cementerio es algo mucho más interesante que trepar el pasto de los cementerios privados de la ciudad, que carecen de atractivos artísticos porque no existe una política de reinvertir las ganancias en ello. En el cementerio General saltan los colores.  Incluso las escaleras que permiten acceder a los nichos más altos están pintadas de colores vivos que hacen juego visual con los murales. 

El Cementerio General de La Paz es muy lindo, y está cada vez mejor. Dan ganas de quedarse…  


(Publicado en Página Siete el domingo 11 de noviembre 2018)
_____________________________________ 
El hombre es mortal por sus temores e inmortal por sus deseos.
—Pitágoras


17 noviembre 2018

Aguas turbias

 El río nunca es igual aunque se lo mire desde el mismo lugar. Las aguas pasan y nunca retornan, aunque podríamos imaginar también lo contrario: el río no se mueve y lo que se mueve es la tierra que gira, es nuestro tiempo de vida el que cambia. No pasan las aguas, pasamos nosotros, los que miramos. No envejece el río, sino la mirada. 


La fascinación que ejerce un río tan respetable como el Mamoré, cuyas aguas se vierten sobre el Madeira y luego en el caudaloso Amazonas, y que constituye la frontera natural del norte de Bolivia con un extenso territorio de Brasil, ha inspirado el escenario natural de “El río”, largometraje de Juan Pablo Richter. Con ese fondo de agua y de tiempo que transcurre implacablemente Richter arma una historia de pasiones con asomos de crítica social a la depredación de la naturaleza y a la violencia de género (machismo). 

Soy de los que se aproxima a una nueva producción de cine boliviano con la esperanza de ser sorprendido positivamente. En otras palabras, tengo una predisposición generosa porque reconozco el esfuerzo creativo y las limitaciones económicas para hacer cine en Bolivia.  Otros dirán: “eso no importa, lo que importa es el resultado”… Y es cierto en buena parte desde que la técnica y el financiamiento ya no constituyen los principales obstáculos, sino la manera de contar una historia, es decir, la capacidad narrativa del cineasta. 


Durante la filmación de "El río" 
Sin embargo, en un país donde los espectadores suelen ser diez veces más exigentes con una producción nacional que con una película importada, el desafío de llenar las salas con público es mayor. En años recientes los cineastas de las nuevas generaciones han optado por estrenar primero sus películas en festivales internacionales (hay más de 300 festivales por año), de manera que regresen a Bolivia precedidas por oropeles que podrían despertar la curiosidad del público. Pero ni aún así, colocando en los afiches los laureles de los premios obtenidos, el público boliviano se deja convencer. 

Es un público que tiene otros valores que los de aquel espectador que llenaba las salas para ver “Chuquiago” hace 40 años. Había más interés por la producción nacional cuando las fronteras culturales eran menos difusas. Hoy los favores de los espectadores se encaminan por lo que dicta la publicidad que precede a un film producido en Hollywood: el resto del cine mundial no existe. El bajo nivel de exigencia del espectador boliviano hace que sea benigno con cualquier film producido en Estados Unidos. El día del estreno de “Avengers” o “Rápido y furioso” las filas pueden ser de varias cuadras, aunque nadie sepa a ciencia cierta si se trata de buenas películas. Esa predisposición al cine de acción ha adormecido el sentido crítico de toda una generación. 


Pero volvamos al río antes de que pase demasiada agua. Como espectador y como crítico considero que uno está en el deber de ver la producción de cine boliviano y en el derecho de emitir juicios críticos, aunque tengo serias dudas de que lo que escribimos sirva para algo más que para reflexionar desde el rincón de alguna página de diarios que cada vez se leen menos. 

Las películas nacionales no duran mucho en pantalla, salvo en la Cinemateca Boliviana donde existe una política comprometida para favorecer a nuestro cine. En los multicines comerciales, que imponen los gustos de la cartelera, cuando ya no hay espectadores llega como guillotina el miércoles fatídico en que se acaba el plazo de exhibición. Los realizadores (que suelen ser a su vez productores de sus films) se sienten satisfechos si llegan a 25 mil o 30 mil espectadores (“Chuquiago” de Antonio Eguino, tuvo medio millón en Bolivia). 

Vi “El río” un día antes de que saliera de cartelera. Había seis personas en la sala, espectadores de mediana o ninguna cultura cinematográfica, de esos que se ríen en momentos dramáticos y hacen comentarios necios cuando no entienden lo que está pasando. Aún con ese molesto ruido de fondo, hice lo posible para extraer lo mejor de la película. 


Juan Pablo Richter, director 
La historia tarda en pronunciarse, transcurre más lentamente que el caudal del Mamoré: Sebastián, un joven paceño de 16 años, viaja al encuentro del padre que lo abandonó de niño. Su padre (interpretado por Fernando Arze) es un ganadero y maderero que tiene su finca en el Beni y vive con una mujer mucho más joven que él (Julieta, interpretada por Valentina Villalpando). Más de la mitad del tiempo de la película se queda en eso, no avanza. 

Entendemos que Sebastián y su madre terminaron muy mal su relación, aunque nunca sabemos las razones. Y vemos en el film que la relación entre Sebastián y su padre tampoco va a ser mejor. El taciturno hijo no deja transparentar ni sus sentimientos ni sus pensamientos: es un personaje hermético que solo se abre un poquito con las mujeres por la que siente atracción física. 

La sexualidad que se expresa en el film parece una parábola de la depredación de la naturaleza. Las escenas sexuales explícitas no expresan deseo y placer sino hastío y violencia, esa misma violencia que se ejerce contra la naturaleza cuando el bosque milenario es violado por las motosierras. En entrevistas, el director ha tratado de poner la carga del “mensaje” sobre la crítica a la deforestación y la crítica al machismo, pero las alusiones no hacen suficiente énfasis en esa temática. A  mi juicio el verdadero tema del film son las relaciones entre los personajes, sin embargo esa perspectiva es la que no logra ser bien desarrollada. 


Fernando Arze y Santiago Rozo 
Si lo que se pretendía era hacer del río Mamoré un personaje de la película, ese propósito queda frustrado. Hay secuencias muy bellas de la naturaleza, pero no basta que los diálogos describan al río y sus leyendas. Como espectador me hubiera gustado sentir en las imágenes la fuerza del río, su turbulencia, su majestuosidad, su enigma: un río “subjetivo” que sea inseparable de la historia. Sin embargo, incluso en la escena más dramática, cuando el padre cae al agua, se pierde una oportunidad de traducir en imágenes aquello que en palabras se había dicho antes sobre ese cauce caudaloso donde los hombres desaparecen para siempre. 

Si el río, como personaje, carece de “espesor”, también los otros personajes adolecen de la misma debilidad con excepción de Valentina Villalpando, extraordinaria actriz capaz de transmitir sus sentimientos con una mirada o un mínimo movimiento de la boca. 


Valentina Villalpando y Santiago Rozo 
Unas palabras sobre el estilo narrativo: desde el plano inicial uno nota el uso y el abuso de encuadras posteriores, de los personajes de espaldas, a veces bien logrados cuando se juega con el enfoque y la profundidad de campo, pero otras veces malogrados cuando solo el paisaje aparece con nitidez y los personajes quedan desenfocados. El uso de teleobjetivo incluso en escenas interiores, con el propósito de desenfocar el primer plano o el último plano del encuadre, se verá probablemente mejor en la pantalla de televisión que en la de una sala de cine. 

De Juan Pablo Richter yo había visto antes “Casting” que realizó junto a Denisse Arancibia, promocionado como el primer largometraje de terror realizado en Bolivia. Una buena parte de la crítica vapuleó al film, pero a mi me pareció un ensayo interesante, coherente y verosímil con el género, pero además innovador en su forma narrativa que superpone varias texturas. Entre “El río” y “Casting”, esta última me parece más convincente. 

(Publicado en Página Siete el domingo 19 de agosto de 2018)
_______________________________________________ 
En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado.
—Ramón Gómez de la Serna


12 noviembre 2018

Una empresa rentable

 La propia información del gobierno analizada por expertos indica que la mayoría de las empresas que administra el Estado (existentes, nacionalizadas o creadas por Evo Morales), han fracasado por corrupción y mala gestión. Hay casos más visibles que otros, pero no son los más importantes.


El humilde Evo se inmortaliza
Por ejemplo, Bolivia es el único país del mundo que no tiene un servicio de correos porque quebró por exceso de personal y falta de una estrategia inteligente, aunque le echen la culpa a las nuevas tecnologías. Hay países pequeños en el mundo (Tonga, Hungría, Islandia, Namibia, entre otros), que desde hace muchos años, antes de internet, mantienen servicios de correo especializándose en estampillas para coleccionistas: series sobre la naturaleza (aves, peces, mamíferos, flores) o sobre tecnología (historia de la aviación), entre otros temas. (La foto de Evo no es muy atractiva en una colección de estampillas). 


Quipus: ni los masistas las usan
Empresas administradas por el Estado han quebrado o están subvencionadas y funcionan a pérdida, como Enatex, Papelbol, Ecobol, Quipus, el Teleférico y otras. El gobierno ni siquiera es bueno para supervisar, como es el caso de la Administradora Boliviana de Carreteras (ABC). La industria del gas (YPFB) funciona –a pesar de la corrupción- porque está en manos de multinacionales (¿cuál nacionalización?). Boliviana de Aviación (BOA) se mantiene a pesar de varios percances técnicos porque las compañías de seguros obligan a respetar estándar mínimos de seguridad. 


Percances de BOA, la aerolínea del Estado
Hay una empresa sumamente exitosa que no entra en la contabilidad del Estado pero sostiene la economía y ofrece a primera vista una impresión de bonanza. Vemos con hipócrita admiración cómo se elevan centenares de nuevos edificios en Santa Cruz o en La Paz, y aparecen grandes centros comerciales con tiendas donde se puede encontrar las marcas más “chic” y caras del mundo. Las avenidas principales de las ciudades están repletas de importadoras de vehículos, desde los más lujosos hasta los más baratos. 

Todo ello es el espejismo de una economía boyante, pero el Estado tiene poco que ver. En cambio el gobierno tiene mucho que ver, porque el 67% de la economía del país es informal, fuera del control del Estado, pero permitida y alentada por el gobierno porque precisamente produce ese espejismo de bienestar del que una buena parte de la sociedad es cómplice. 


El narcoamauta de Evo: ¿está preso?
La señora del mercado de Achumani que va dos veces al año a Nicaragua para traer ron Flor de Caña o el importador legal de Johnny Walker saben que son parte del engranaje paralelo de la economía boliviana que se nutre del contrabando y del narcotráfico, con mucho circulante verde en efectivo. 

En esa economía informal la cocaína es la que genera más recursos convenientemente “lavados y planchados” a través de construcciones, ventas de autos y otros negocios aparentemente legales, pero que no han sido objeto de auditorías porque no le conviene al gobierno hacerlas, ni a los dueños de esos negocios. En el fondo todos están felices de que las cosas sigan como están. En privado hablan pestes del gobierno, pero en los hechos son cómplices. 


Antes, se necesitaban 300 kilos de hoja de coca para producir un kilo de cocaína, pero ahora con las modernas lavadoras y secadoras ya no es necesario que unos pobres campesinos se quemen los pies pisando coca y químicos. Las “nuevas tecnologías” permiten sacar el mismo kilo de droga con apenas 100 kilos de hoja. 

La producción de 350 a 400 toneladas de cocaína por año indica que las capturas tan publicitadas no representan sino un mínimo porcentaje. Estados Unidos ya no es el principal mercado, sino Brasil, con una gran frontera permeable y buen poder adquisitivo (el Real sigue fuerte). 


Evo Morales y la coca como excusa
Callan vergonzosamente los organismos internacionales. El primer informe de la Unión Europea ratificaba que 6 mil hectáreas en Yungas eran suficientes para el consumo tradicional. Al gobierno de Evo Morales no le gustó ese informe, obligó a la Unión Europea a cambiar y duplicar el número de hectáreas.  Ahora estamos “oficialmente” en cuatro veces más, sin contar todas las hectáreas escondidas y todas aquellas que producen coca fuera de Yungas y del Chapare. 

El presidente Morales dijo que “anhelaba” que el mundo entero se pusiera a pijchar… Semejante estupidez pone su declaración a la altura (o bajura) de las de Trump.  ¿Acaso el mundo entero va a pijchar coca del Chapare? Ni a los indígenas bolivianos les gusta. 

(Publicado en Página Siete el sábado 20 de octubre de 2018)
_____________________________________________ 
Cuando los que mandan pierden la vergüenza,
los que obedecen pierden el respeto.
—George C. Lichtenberg

07 noviembre 2018

Mayo 68, apuntes complementarios

 Quiero referirme a lo que escribí de manera testimonial en el Nº 40 de la revista académica Ciencia y Cultura (Vol 22, junio 2018) que publica la Universidad Católica Boliviana San Pablo, pero sin repetir lo que está en el artículo “Soñadores indocumentados”, pues no tendría sentido abundar en él y perder la esperanza de que lo lean, como se dice, “con sus propios ojos”. 

A medio siglo de mayo de 1968 creemos que ya lo sabemos todo sobre ese movimiento estudiantil revolucionario e ingenuo que derivó en la consolidación del orden hegemónico en Francia, al menos por un tiempo. 

Lacan lo llamó “movimiento histérico” según nos recuerda Juan Pablo Nery Pereyra en otro texto de la revista. Sin embargo, Sartre, Simone de Beauvoir, Jean Louis Barrault y muchos otros artistas e intelectuales se plegaron fervientemente al movimiento estudiantil, no con la intención de recuperarlo sino con el deseo de salir de sus cubículos y de los cafés de Montparnasse o de St. Germain, para sentirse útiles en la calle. 


“Quand la France s’ennuie”, escribió el 15 de marzo de 1968 Pierre Viansson-Ponté, respetado editorialista de Le Monde para describir una Francia aburrida y estancada en la mediocridad.  Entonces llegaron los estudiantes y crearon un nuevo horizonte. 

Plus ça change… dice una expresión francesa para indicar que nada cambió. ¿Nada cambió? No estemos tan seguros de ello. Contrariamente a lo que afirman cuatro o cinco décadas más tarde algunos intelectuales que no lo vivieron (qué fácil es opinar sin haberlo vivido), claro que cambió Francia, cambió la vida cotidiana y cambió la cultura de la gente. 

De no haber cambiado, no habría ahora tantos intelectuales que salpican sus textos de palabras muy inteligentes como “posmodernismo”, “post colonialismo” y otros post, con referencias jugosas a Bourdieu, su teoría del campo, o a la sociedad líquida de Baumann ,y tantas otras teorías que solo se pueden construir cuando hay experiencias reales, fuertes, como Mayo 1968. 


La política es de todos
París fue el lugar de eclosión de un malestar mundial: la Guerra de Vietnam, los Black Panther, la primavera de Praga, los movimientos ecologistas de nuevo cuño, la Guerrilla del Che Guevara, los movimientos de liberación sexual (Wilhelm Reich) , la diversidad sexual, la causa palestina, el aborto libre y gratuito, etc. Sobre la ola del aparente fracaso estratégico de los estudiantes aparecieron los “nuevos filósofos” para derechizar el pensamiento y estigmatizar a los revolucionarios de corazón y de acción. No todos: Daniel Cohn-Bendit siguió en una línea coherente y es diputado verde en el Parlamento Europeo.  Más valor tienen los textos críticos del momento, tanto desde la derecha (Malraux) como desde la izquierda (Pasolini). 

Los obreros que se plegaron al movimiento a pesar de sus partidos políticos, consiguieron en años siguientes ventajas salariales, menos horas de trabajo, mayor seguridad social, y pusieron en crisis al dogmatismo comunista y socialista, que no es poca cosa. 


En educación y en salud, Francia y otros países europeos ofrecen ahora la mejor calidad sin costo.  Por eso emigran de Estados Unidos a vivir allí, según vemos en “Sicko”, el documental de Michael Moore. O sea, no todo fue una llamarada de petate. Mayo 68 fue más revolución que otras porque si bien no cambió estructuras políticas y del Estado, cambio profundamente a las personas. Todo lo que avanzamos en 50 años sobre la tolerancia y la aceptación del otro, parte de allí. 

Para el gobierno de De Gaulle fue un momento de incertidumbre y desafío. No fue un paseo. No es que Mayo del 68 no le hizo ni cosquillas. A pesar de todo el respeto ganado después de la Segunda Guerra Mundial y la liberación de Francia ocupada por el nazismo, De Gaulle se vio afectado.  Ganó terreno en lo inmediato, pero perdió un par de años más tarde. 


Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir 
Foucault fue más lúcido que Lacan en esos momentos, porque reconoció que podía existir “otros saberes subversivos”, cosa que no gustaba a algunos intelectuales que ya habían establecido su reinado en cafeterías de St Germain de Pres o de Montparnasse. 

Lo importante es que los estudiantes que salieron a las calles en Mayo de 1968 no pensaban en el “análisis del discurso”, sino en cómo cambiar su vida cotidiana.  Y al hacerlo les dieron material a los intelectuales que se ocupan de hacer sesudos análisis del discurso. 

Los que transgredieron las normas fueron los estudiantes que querían cambiar la sociedad y no los académicos que gestaban pensamiento en sus cubículos, haciendo lecturas de lecturas de otras lecturas de sus colegas, con cierta incapacidad de articularse a la realidad social. 


Talleres Populares de Bellas Artes
Hay cierto oportunismo en eso de prolongarse como académicos usando los resquicios y matices que dejan otros en su accionar sobre la realidad social. Se ha calificado a Mayo 1968 como “sentido común” de lo “rústico” e “improvisado”, y culpable de la ola neoliberal… Si 10 años más tarde de 1968 se produce el giro hacia el neoliberalismo, no es culpa de los estudiantes sino del fracaso del comunismo que los propios estudiantes criticaron. Recordemos que Georges Marchais, futuro Secretario General del Partido Comunista, fue uno de los que se opuso y atacó al “anarquista alemán” Daniel Cohn-Bendit. 

Los partidos comunistas y socialistas se quedaron fuera y tuvieron que sumarse a la fuerza. No pudieron prevenirlo y menos dirigir el movimiento estudiantil. Eso mismo les pasó a los intelectuales, muchos quedaron descolocados porque habían perdido contacto con la realidad de Francia y del mundo. 


Daniel Cohn-Bendit 
Para desgañitarse contra esos estudiantes espontáneos llegaron al extremo, muchos años después (Zizek, 2011), de decir que Mayo d 1968 contribuyó a “renovar el capitalismo”… Sería como decir que el movimiento zapatista fortaleció al PRI y al PAN. Otra frase bastante maliciosa dice ahora que los estudiantes de Mayo 1968 “clamaban por un nuevo amo”… 

Cierto, como escribí en mi texto, el movimiento estudiantil fue una explosión fallida de vitalidad contenida, sin control vertical ni horizontal, pero se formaron redes horizontales, núcleos independientes en cada facultad, taller de arte, comunidad o barrio. 

Podríamos decir que los estudiantes de 1968 se parecen en mucho a los de ahora: los indignados, el movimiento mexicano Yo soy 132, los okupa, y otros de corta existencia.  Pero la diferencia es que Mayo de 1968 cambió la vida cotidiana de la sociedad, mientras que los otros movimientos citados no cambiaron ni a sus propios actores. 

Por eso, leer un hecho histórico desde la vivencia personal es muy diferentes a hacerlo desde lecturas críticas de otras lecturas de otros autores que a su vez elaboran a partir de sus lecturas… De ahí que el testimonio sigue siendo lo más genuino y auténtico cuando uno se refiere a episodios históricos. 

(Texto leído en la presentación de la revista Ciencia & Cultura, el miércoles 26 de septiembre de 2018)
_________________________________________
Dans une petite France presque réduite à l'Hexagone, qui n'est pas vraiment malheureuse ni vraiment prospère, en paix avec tout le monde, sans grande prise sur les événements mondiaux, l'ardeur et l'imagination sont aussi nécessaires que le bien-être et l'expansion.
—Pierre Viansson-Ponté

02 noviembre 2018

Eugenia, una mujer en construcción

 Detesto el masaje publicitario previo al estreno de una película. Es probablemente útil para las ganancias, pero triste porque no le deja al espectador el resquicio de pensar por sí mismo. 


Estos son tiempos en que los jóvenes hacen filas de tres cuadras para ver una película de estreno de la que ya saben casi todo: la trama, el desenlace, los actores y sobre todo, saben que es “un éxito”.  Entonces, ya que viene precedida de la rimbombante etiqueta del “éxito” comercial, se precipitan a verla como borregos bien disciplinados: hay que ver todas la películas que la publicidad nos dice que son taquilleras. En fin, es parte de la cultura urbana alienada. 

Mi reacción es siempre adversa: mientras más taquillera, menos posibilidades de que yo me tome la molestia de verla, y menos aún en una sala repleta de roedores de palomitas de maíz con olor a mantequilla rancia, celulares que suenan o proyectan las luces de sus pequeñas pantallas. Huyo de esos espectáculos frenéticos donde masas de jóvenes se rinden obnubilados frente los efectos especiales de alguna superproducción que suele repetirse cada dos años: “Rápido y furioso 9” o “La guerra de las galaxias 8” o “Terminator 6”… 

Las más taquilleras las veo por curiosidad meses después de su estreno, como fue el caso de “Titanic”. Nunca terminé de mirar pedazos de “Avatar” en la televisión, pero he visto en los aviones varios títulos de “Misión imposible” y de James Bond que siempre me atraen por la nostalgia de las primeras con Sean Connery. Hasta ahora no conozco “Avengers”, pero quizás la vea adormilado si la pasan durante un próximo vuelo. No se me ocurre pagar para verlas en una sala de cine. 


Todo el prolegómeno anterior, para hablar de una película muy diferente a esas que atraen multitudes: “Eugenia” del boliviano Martin Boulocq, que desde su título es una negación de lo espectacular, porque no dice “Eugenia la guerrillera”,  “La vida desesperada de Eugenia”, “El destino de Eugenia” y otras grandilocuencias de ese tipo.  Simplemente dice: “Eugenia”, algo que uno agradece cuando termina de ver el film. 

Lo bueno de no haber leído antes sobre una película, es que uno puede sorprenderse. No hay sensación más gratificante que la del descubrimiento, la posibilidad de estar frente a algo que uno no se esperaba. Yo no espera nada de “Eugenia”, es decir, no sabía qué es lo que iba a encontrar, aunque ya había visto antes dos películas de Boulocq que me habían interesado. 

Para comenzar, me sorprendió ver un film en blanco & negro porque requiere de agallas en estos tiempos de saturación colorinche, amarillo patito y verde limón que hacen chirriar los dientes. Y el blanco y negro no es solamente una elección caprichosa del director, sino que tiene un sentido de búsqueda plástica y a la vez de concentración en la historia narrada a través de los ojos del personaje principal, que en esa etapa de su vida ve el mundo en blanco y negro. Es también la estética del ejercicio de la memoria: aunque Eugenia (Andrea Camponovo) vive su presente, los espectadores lo vemos como un regreso al pasado, como una reconstrucción de su propia construcción como mujer, mientras que para el director es una construcción pausada de su film, andamio por andamio y sin prisas, dándose la oportunidad de observar al personaje sin zarandearlo, con cariño. 


No me parece que el tema central del film sea un alegato feminista (como he leído después), por el contrario, no hay nada heroico en esta joven mujer que con la mayor sencillez y autenticidad está buscando su camino en la vida, luego de haber sufrido la desilusión del matrimonio. Es alguien que se hace preguntas, muchas, y usa su intuición para no equivocarse de nuevo (vende su traje de novia). 

Las relaciones humanas son complejas. Eugenia ha vivido una ruptura en su vida de pareja como la que sus padres sufrieron años antes. No es el fin del mundo, es simplemente una nueva realidad que debe enfrentar con la decisión de fortalecerse. Su madre y su padre siguieron sus vidas, y ella decide hacer lo mismo aunque no sabe exactamente por donde ir. 

En el cartel de promoción de la película figura debajo del título la frase “Es hora de rebelarte”… En realidad, tanto para el personaje de Eugenia como para el director Boulocq, parece ser la hora de “revelarse” antes que rebelarse. Eugenia se revela porque su proceso es de búsqueda y descubrimiento antes que de rebeldía. 


No es casual que acepte interpretar en una película de amateur el papel de Tania, la guerrillera, porque ese segundo personaje de sí misma le permite imaginarse en una dimensión de rebeldía que ella no tiene. Eugenia, a diferencia de Tania, no provoca acontecimientos importantes en su vida, más bien se deja llevar por las oportunidades que se presentan, y las toma como quien abre ventanas para mirar desde diferentes ángulos los horizontes posibles. 

Eugenia no es feminista, no representa tampoco un símbolo de denuncia del machismo. Claro que todas esas interpretaciones son posibles (y abundan en los comentarios que leí después de ver el film), pero me parece que desvalorizan a un personaje que es que suficientemente rico por sí mismo sin necesidad de levantar otra bandera que el amor propio y su identidad de mujer: “Perdida, sin un punto fijo de mirada”. 

Lo que sí destaca y de manera muy bien llevada es la reflexión sobre las sexualidades, el personaje del amigo homosexual, la relación de su padre con una mujer más joven que no le es fiel, y la relación –de una gran ternura sexual, que Eugenia descubre con su amiga brasileña. 


Martin Boulocq 
Decía que no suelo leer comentarios sobre las películas antes de verlas, porque me gusta llegar fresco y abierto a las sorpresas.  Y me doy la razón cuando leo lo que se escribió sobre “Eugenia”, que parece una competencia de los críticos y del propio Boulocq por encontrar referencias culturalistas, desde Simone de Beauvoir hasta John Cassavetes, pasando por todo tipo de supuestos referentes del estilo y sobre todo del personaje. 

A mi juicio “Eugenia” no necesita de ningún referente, es en sí misma una obra sólida, con un personaje rico y creíble.  Es una obra honesta y sin dramatismos ni excesos y mucho menos concesiones. Es una historia que se narra en profundidad con mucho cariño y delicadeza. Todos los personajes tienen espesor y todas las actuaciones hacen honor a esos personajes, lo cual dice también de la capacidad de dirigir actores que tiene Boulocq: no hay uno solo que cojee. La película fluye dejando que la complejidad interior del personaje central atrape al espectador y lo haga cómplice. 


Martin Boulocq 
El guion y la realización son impecables. La fotografía voluntariamente “quemada” refuerza la sensación de observar un documento de reflexión testimonial antes que la vida de una heroína. Los encuadres y los movimientos de cámara, austeros y coherentes, le dan solidez a la narrativa. Solo me parecieron sobrar las imágenes filmadas en Italia, que interpreté como un “flash forward” del personaje, un “deja vu” del futuro que aún no ha sucedido. 

La atención se centra de tal manera en Eugenia y en las relaciones humanas, que lo demás parece desvanecerse o queda como guiños para los que quieran captarlos: la fiesta de Urkupiña, las comadres, el tradicional batán para moler maíz, y otras secuencias que sitúan el film en Bolivia sin forzar en lo más mínimo una lectura folclórica. 

(Publicado en Página Siete el 30 de septiembre de 2018)
___________________________________
Si dejas salir tus miedos,
tendrás más espacio para vivir tus sueños.
—Marilyn Monroe