26 agosto 2011

Raúl Lara (1940-2011)


¿Por dónde empezar? Los sentimientos se atropellan y entremezclan. Es difícil escribir sobre los amigos cercanos, más sobre aquellos cuya obra uno admira, y más aún cuando los recuerdos de diferentes épocas se disputan el primer plano, resistiéndose al olvido.  

Es lo que me pasa con Raúl Lara, el gran pintor boliviano fallecido muy temprano el lunes 22 de agosto (y muy temprano en la vida), rodeado por su familia, Lidia su esposa, y sus hijos Fidel y Ernesto, cuyos nombres dicen de qué lado estuvo siempre el corazón de Raúl en el espectro ideológico.  

¿Por dónde empezar? ¿Por su obra que tengo ahora frente a mis ojos, por su historia personal, por las visitas que le hice en Cochabamba y en Oruro, por las fotos que le tomé y las veces que lo filmé? Esta no debería ser una nota triste, me digo, pero quizás lo sea. Triste en parte por esa sensación de deuda que me deja la partida de Raúl. Entonces empiezo por allí.

La desaparición de Raúl Lara deja un vacío porque nadie puede llenar el espacio de un artista de esa dimensión, nadie puede continuar una obra de esa naturaleza.  No es como un edificio o un puente, no es tampoco la catedral de Gaudí o el film póstumo de Kubrick o de Pasolini, que otros pueden concluir con las indicaciones dejadas por el autor.

Bolivia estará siempre en deuda con Raúl y con otros creadores de arte. Este es un país ingrato, con dirigentes políticos indolentes, incapaces de comprender la grandeza de los artistas y de apoyarlos. Todo lo que se hace en materia de arte y cultura en Bolivia es “a puro pulmón”, para usar una expresión trillada.  Y se hace a pesar del Estado, a pesar de quienes se llenan la boca de discursos, pero hacen poco o nada por aquellos que desarrollan una obra que trascenderá en el tiempo. No trascenderán los discursos del presidente de turno, pero sí los cuadros de Raúl Lara.

También yo quedé en deuda con Raúl, porque hace muchos años sigo su trayectoria con la intención de escribir sobre él, y no he podido hacerlo, aparte de pocas cosas y muy breves. Lo haré sin falta, me digo ahora, pero él ya no estará para verlo. He fotografiado y filmado a Raúl muchas veces, y quiero hacer un libro y un documental donde su propia voz lleve la narración. Lo haré, lo haré, si el tiempo me lo permite.  

Los Lara son una familia de artistas plásticos. Una decena de hermanos y hermanas, nacidos en diferentes campamentos mineros, a medida que su padre, Estanislao Lara, perforista en interior mina, era trasladado de una mina a otra: Augusto, Gustavo, Walter, Blanca, Roberto, Jaime, Judith, Raúl, Ramiro, Néstor, José Antonio… Gustavo, a su vez un gran pintor, fue el mentor de Raúl y de los otros hermanos artistas. El hijo de Gustavo, Fabricio, se ha sumado con la madurez de su obra al prestigio de Gustavo y Raúl, y de otros Lara cuyo trabajo –menos conocido- continua en Argentina. Conservo la foto de todos los hermanos, sin fecha, que me regalaron Raúl y Gustavo.    

En una anterior vida de pareja tuve varias obras de Raúl, ahora solamente tengo un gran cuadro, una litografía, y varios dibujos, entre los cuales los 6 que hizo para mi libro “Sentímetros”, que cuenta también con dibujos de Gustavo. Una de las últimas veces que lo visité en Cochabamba me alojé una noche en su casa en la calle Los Pinos No. 136, en Tiquipaya, y en la habitación había un dibujo que me miraba. Al día siguiente la generosidad de Raúl y de Lidia me permitieron llevármelo bajo el brazo.

El año 2003, cuando Raúl estaba pintando su serie de homenaje a Vincent van Gogh, Katherina y yo lo visitamos en su casa y taller, y quedamos hechizados con uno de los cuadros, un hermoso desnudo. Van Gogh pintando un desnudo (pintó muy pocos entre sus 900 cuadros), y no cualquier desnudo: una sensual mujer de piel morena. Decidimos comprarlo inmediatamente, sin esperar la exposición. Por ello este cuadro no se mostró ni aparece en el catálogo de “Vincent van Gogh en Oruro”.  El otro desnudo de la serie de van Gogh se lo llevaron Carlos Mesa y Elvira Salinas.

La muestra sobre van Gogh constituye un punto culminante en la carrera pictórica de Raúl Lara. Los cuadros son magníficos como pintura, como lo es el concepto creativo: colocar a Van Gogh en el horizonte boliviano y hacerlo de manera que interactúa con el paisaje y con la gente. ¿No es maravilloso ver a van Gogh en medio del carnaval de Oruro, caminando solitario por el altiplano o pintando el desnudo de una sensual mestiza boliviana? Nada de esto ocurrió en la vida del gran pintor holandés, pero ya existe puesto que Raúl lo pintó.

Pero hay mucho más que la pintura y el catálogo; Raúl escribió textos para a Vincent, y compuso música que fue utilizada por sus hijos Fidel y Ernesto para realizar un hermoso video de 14 minutos. En suma, un festín completo que pone en relieve la riqueza de la personalidad artística de Raúl Lara.

Las cartas narran la visita sorpresiva que un excéntrico pintor holandés “con olor a mil caminos y a trementina” hace a la casa de Raúl Lara en Oruro, portador de una carta del su hermano Jaime. Van Gogh dice haber encontrado la luz del sol que le hacía falta, y Raúl encuentra a través de Vincent un conducto para comunicarse con Jaime y para explosionar su arte de color y sensualidad.

Las cartas de Jaime hablan de una época anterior, los 14 años que Raúl y sus hermanos vivieron en Jujuy, Argentina. Los colores eran más sombríos y no aparecía aún la pista del erotismo, las formas sensuales. No es para menos, era la época marcada por la dictadura militar. Raúl representa ese contexto de terror, de soledad, de aislamiento, de desconfianza, pintando a personajes cuyos rostros no se ven, muchas veces de espalda, enmarcados o atravesados por barras de metal cromado, que se convierten en un leitmotiv de esa serie. Son cuadros duros, que hablan de la muerte sin regodearse en ella, sin ser explícitos ni grotescos.

En una nota titulada “Los mitos populares en la pintura de los hermanos Lara”, que escribí para la DPA (Agencia Alemana de Prensa) a principios de los 1980, cuando no teníamos computadoras, Raúl me decía: “Era una etapa de catarsis, de una pintura adolorida, un poco tenebrista. Esto tuvo que ver en parte con la desaparición de nuestro hermano a los pocos meses de llegar al poder el gobierno militar. Cierta noche se llevaron a Jaime Rafael y nunca más supimos de él.  Ello influyó notablemente en nuestra expresión plástica. Yo quería entonces expresar al hombre víctima de la máquina, transmitir una sensación de opresión”.


Confieso mi absoluta debilidad por los desnudos y las representaciones de mujeres sensuales en la obra de Raúl Lara. Mujeres voluptuosas, de hermosas piernas y nalgas, que alternan con cholos toscos, gruesos matarifes que bailan en la morenada, mestizos que esconden los ojos detrás de gafas oscuras. La representación que hace Raúl Lara de los personajes de Oruro es fabulosa, en el sentido de fábula y de mito, porque a través de su pintura sobre las fiestas orureñas ha creado una mitología de seres tan cotidianos como fantásticos, inspirados en la realidad. El enorme tríptico “El carnaval de Oruro” es un ejemplo extraordinario donde todo lo anterior convive, y en el centro está van Gogh, perfectamente integrado.

Raúl Lara y Graciela Rodo Boulanger fueron los únicos pintores bolivianos invitados a colaborar con una iniciativa continental de gran ambición, “PerioLibros”, que en su momento dirigió Germán Carnero Roqué, desde la oficina de la Unesco en México.

Lara y Rodo Boulanger colaboraron junto a maestros de la talla de Francisco Toledo, Oswaldo Guayasamín, José Luis Cuevas, Rufino Tamayo, Fernando Botero, Antoni Tapiés, Vicente Rojo y Roberto Matta, entre otros. Los 62 artistas escogidos ilustraron relatos de grandes escritores como Rulfo, Cortázar, Carpentier, García Márquez, Borges, Icaza, Darío, Roa Bastos, Sábato, Vargas Llosa, Neruda, Pessoa, Fuentes, Sabines, Alberti, Onetti, Saramago, Bioy Casares, y el boliviano Oscar Cerruto, entre otros.

Era un “festín de la mirada”, como lo describió Fernando Savater en la introducción del libro que recogió la obra pictórica y acompañó la exposición itinerante que durante tres años fue acogida en 24 museos de America Latina, España, Francia y Estados Unidos. Un cuadro de Raúl Lara y varios dibujos suyos ilustraron las páginas de “Naturaleza muerta con cachimba”, de José Donoso, el narrador chileno. Cachimba quizás ya premonitora de la que usaba Vincent van Gogh.  

Casualidades o paradojas de la vida y de la muerte, acabo de encontrar una agenda de 1999 que me regaló Raúl, “Iberoamérica Pinta”, publicada por la Unesco y el Fondo de Cultura Económica de México como acompañamiento a la exposición itinerante del gran proyecto cultural “PerioLibros”. Busco semana tras semana en la agenda el cuadro de Raúl y lo encuentro, premonitoriamente en la misma página en la que figura el 22 de agosto, la fecha en que murió.  

Tenemos en casa el retrato que le hice en Oruro, el 30 de enero de 1990, y ahora que lo miro de nuevo, encuentro una mirada triste o nostálgica, pero no es él, es mi propia mirada la que entristece su foto.


22 agosto 2011

Fulvio y el águila real

No hay símbolo nacional más poderoso en México, que el águila real, icono del poder político desde tiempos de los caballeros aztecas. El águila real está representada en la cerámica y la piedra labrada prehispánica, como lo está también en el centro mismo de la bandera mexicana. 

Aparece en piezas prehispánicas como las figuras de caballeros águila, y también durante el periodo novohispano y republicano en alegorías, monedas, cajas de cigarros, logos y sellos en documentos oficiales, esculturas, pistoleras, espadas, medallas conmemorativas, escudos, medallones, punzones, cómics, tatuajes e indumentaria.

Está labrada en el carruaje de gala del Emperador Maximiliano de Habsburgo, fusilado en 1867 y en un sillón presidencial de 1868, que más que sillón es un ostentoso trono; está impresa en la vajilla de los presidentes, se transparenta en los vitrales del Castillo de Chapultepec, aparece bordada en un pendón fechado entre 1857 y 1861, esculpida en la fachada del Palacio Nacional o pintada en murales de Diego Rivera y de José Clemente Orozco. El águila real está por todas partes en México, a veces encaramada sobre un nopal y a veces con una serpiente en el pico y las garras. 

El águila no solamente ha sido el símbolo de México  a través de sus culturas y periodos políticos, sino también de otras grandes civilizaciones de la humanidad, los griegos, los romanos, el imperio austro-húngaro, entre otros.

Lamentablemente en México sobreviven muy pocos ejemplares, quedan unas 70 parejas del águila real. Cierto, nunca hubo tantas como en Estados Unidos y Canadá; los pocos nidos que se han identificado en México están en el norte del país y con la expansión de la ganadería han sido víctimas de campañas de exterminio. 
Ahora, la fotografía de mi amigo Fulvio Eccardi va al rescate de este símbolo vivo. Cuarenta fotografías de gran formato muestran el hábitat y la naturaleza propia a esta ave majestuosa e imponente. Fulvio trabajó durante tres años en el sur de Zacatecas y en el norte de Jalisco, para lograr las imágenes que son parte de la exposición y del libro sobre el águila real.
La muestra está dividida en siete temas: “Descubrir al águila real”, “Nace un mito”, “Lecturas de una historia”, “Entorno y patrimonio”, “Maestra del vuelo”, “Presencia en la cultura popular” y “Rescate del símbolo vivo”. Además de las fotografías se incluyen múltiples objetos de valor histórico con representaciones del águila real, y pinturas de Carmen Parra. 
La exposición estuvo durante cinco meses en el Alcázar de Chapultepec, en Ciudad de México, y fue vista por 268 mil personas. Luego se trasladó a Oaxaca, donde se exhibe con un arreglo museográfico formidable, en el espacio del Centro Cultural Santo Domingo, uno de los museos más hermosos de México, cuyos jardines de cactus han sido diseñados por Francisco Toledo, el gran pintor oaxaqueño. 


Me ha dado mucho gusto regresar a Oaxaca con motivo de la muestra de Fulvio, y recorrer esa ciudad atractiva, renovada con sus calles peatonales y sus edificios emblemáticos recientemente restaurados.  A pesar de los agudos conflictos sociales que ha vivido en los últimos años, Oaxaca es un espacio de color y música, más aún en los días cercanos a la gran fiesta de la Guelaguetza. 


El águila real tiene características únicas, dice Fulvio Eccardi, quien además de fotógrafo es biólogo: “el águila real tiene la mejor vista del planeta, es como si nosotros pudiéramos leer un periódico a cien metros; puede enfocar con sus ojos dos lugares al mismo tiempo; los seres humanos tenemos en la retina unas 200 mil células visivas por milímetro cuadrado, las águilas más de un millón; el águila real se puede elevar en 45 segundos a 1.500 metros, y se deja caer sobre sus presas a una velocidad de 200 kilómetros por hora…”

Fulvio es de origen italiano y ha vivido en México toda una vida, y conoce la naturaleza del país mejor que la gran mayoría de los mexicanos, pues lo ha recorrido de punta a canto para fotografiarlo. Su archivo consta de aproximadamente 500 mil imágenes; es el primero que logró fotografiar en los años 1980 al huidizo quetzal, y para lograrlo tuvo que permanecer durante varias semanas en una carpa bajo la lluvia persistente que caía en El Triunfo, el bosque tropical húmedo en Chiapas.

Los magníficos libros de fotografía de Fulvio se van sumando desde hace más de dos décadas.  Cada uno es un proyecto extenso, complejo, al que Fulvio le dedica todo su energía. El libro Águila Real: símbolo vivo de México no es sino el más reciente.  Antes publicó Tierra del quetzal y del jaguar (1988); Las aves de México (1989); Il caffé, territori e diversitá (en 2002 la edición en inglés, 2003 portugués, 2005 japonés, 2006 hebreo, 2007 ruso, y 2011 chino); Animales de México en peligro de extinción (2003); México naturaleza viva (2003); México, valor de origen (2006); Tierra mexicana (2007); Biodiversidad y consumo responsable (2008); El Triunfo, la tierra de una leyenda viviente (2008), Ciudad de México (2009).

Sus exposiciones en México y en otros países se multiplican. He visto algunas, por ejemplo el año 2003 “México naturaleza viva”, 150 fotografías de gran formato sobre la diversidad de fauna y flora en México, colocadas en las rejas de Chapultepec, la galería abierta más extensa de Ciudad de México.  

Por todo lo anterior, volver a verme con Fulvio Eccardi y visitar su más reciente muestra fotográfica sobre el ave emblema de México, es un placer por doble partida. Conozco a Fulvio desde hace 30 años.  Ambos participábamos entonces en el circuito internacional de redes y festivales de cine Super 8, cuando el video era todavía un kleenex para echar a la basura, mientras que el cine, el celuloide, era lo que contaba. El cine Super 8 otorgaba un sello de nobleza a quienes no podían acceder a los costos de hacer cine en 16 mm o en 35 mm. Todo eso ha cambiado desde entonces.


Cuando llegué como refugiado a México a raíz del golpe militar de García Meza, Fulvio me prestó su nido en la calle Secreto número 4, en el antiguo pueblito empedrado de Chimalistac, uno de los barrios más íntimos de la gigantesca capital mexicana. Era un ambiente muy pequeño, con un segundo nivel abierto, tipo balcón, donde solamente había la cama. Ese estrecho lugar fue un espacio de solaz y de aventura para mí durante el tiempo que lo disfruté.  

Recuerdo que escribí textos para algunos reportajes fotográficos sobre los monasterios en Bucovina y Moldavia (Rumania), que Fulvio publicó en la revista Geografía Universal. Nos veíamos poco, nuestra amistad es una historia de curiosos desencuentros, pues cuando yo estaba en Ciudad de México él andaba escondido en la selva húmeda de El Triunfo o solitario en medio de 300 mil pájaros en una isla de Baja California. Nuestro contacto ocasional se producía gracias a la casilla de correo que compartíamos en San Ángel. Después de regresar a Bolivia en 1986 coincidimos alguna vez en New York, gracias a Tony Suárez que aún vivía allí, pero luego dejamos de vernos durante un par de décadas: gracias al águila real podemos seguir construyendo esta larga amistad.

16 agosto 2011

Profundidad de la memoria


Los libros viajan con extraordinaria lentitud, al menos aquellos que uno espera con impaciencia. En esta época de mensajes que circulan a la velocidad de la luz, los libros impresos son el equivalente de los veleros o los barcos de vapor, que toman su tiempo para llegar a buen puerto.

Es el caso de Profundidad de la memoria, antología de cuentos bolivianos contemporáneos compilada y prologada por Gaby Vallejo Canedo, que publicó la editorial Monte Ávila el año 2009, en Venezuela, pero que ha llegado a mis manos recién hace unas semanas, y no por cortesía de los editores, sino de mi colega Morelis Gonzalo, de la Universidad de Zulia.

La edición del libro es parte del “Plan Revolucionario de Lectura”, un proyecto ambicioso del Gobierno Bolivariano de Venezuela, que tiene el objetivo de ofrecer a la población millones de ejemplares de libros a un costo muy bajo. El plan cuenta con una gigantesca imprenta, “la más grande de América Latina después de la de Cuba”, según las noticias, capaz de producir anualmente 25 millones de ejemplares de libros, folletos y textos de estudio. No sabemos cuanto de esto es cierto y sostenible, pero sí sabemos que este libro en particular adolece de numerosas fallas de edición. 

Gaby Vallejo Canedo, a quien conozco hace muchos años, es narradora con una veintena de obras en su prontuario, entre ellas las novelas Los vulnerables (1974), Hijo de opa (1977), La sierpe empieza en cola (1991), Encuentra tu ángel y tu demonio (1998), Ruta obligada (2008), y varios libros de cuentos para niños. Es una escritora muy activa en redes bolivianas e internacionales, y ha sido presidenta de la filial boliviana de PEN Internacional.

En la antología se han dado cita 24 narradores convocados por la compiladora, nueve son mujeres. Figuran lado a lado escritores de tres generaciones, todos ellos reconocidos dentro de Bolivia y algunos internacionalmente. Adolfo Cáceres Romero, Renato Parada Oropeza, Raúl Teixidó, Giancarla de Quiroga, Néstor Taboada Terán y la propia Gaby Vallejo Canedo, alternan con la generación que los sigue, la de Homero Carvalho, Marcela Gutiérrez, Gonzalo Lema, Edmundo Paz Soldán, Ramón Rocha Monroy, Manuel Vargas y César Verdúguez, y estos con otros más jóvenes. Como en cualquier antología, no están todos los que son, pero esa decisión es un privilegio de cada compilador.

Gaby escogió para su antología mi cuento Interior mina, que ha tenido una larga trayectoria desde que nació. El cuento, que narra un episodio de la represión en las minas durante la dictadura del General René Barrientos, obtuvo una mención en el Concurso Internacional ‘La palabra y el hombre’, de la Universidad Veracruzana (México), en 1977, y se publicó por primera vez en “La palabra y el hombre”, revista emblemática de esa universidad.

Raquel Montenegro lo incluyó en Cuentos bolivianos. Antología para gente joven, que publicó Alfaguara en 1996. Luego el texto fue seleccionado por Sandra Reyes en su antología  Oblivion and Stone: A Selection of Contemporary Bolivian Poetry and Fiction”, que la Universidad de Arkansas publicó en 1998, en una traducción de John Du Val y Gastón Fernandez-Torriente.  También lo escogió Víctor Montoya para su antología El niño en el cuento boliviano, que salió en Suecia un año después, en 1999. 

Decíamos antes que el esfuerzo de realizar esta antología de 380 páginas se vio empañado por los problemas de gestión en la editorial Monte Avila, que ahora es empresa estatal. El libro tiene numerosas fallas y problemas de diseño, y la distribución es sumamente precaria a pesar de los 4.000 ejemplares con que cuenta la primera edición. Uno de los errores garrafales es la exclusión del cuento de Raúl Rivadeneira, aunque es mencionado en el prólogo. En cambio, aparece un cuento de José Antonio Valdivia, que no es mencionado en las páginas introductorias de la antología.

La circulación del libro parece limitarse a una parte del territorio venezolano. La compiladora de la antología recibió apenas unos cuantos ejemplares, y los autores incluidos en el libro tuvieron que hacer malabarismos para conseguir ejemplares en Venezuela, puesto que Monte Ávila ya no tiene una circulación latinoamericana que tuvo en sus buenos tiempos. 

10 agosto 2011

Cantinflas, 100 años


Da gusto ver cómo los mexicanos reconocen en vida, y también después, a sus figuras notables. Con motivo de cumplirse este 12 de agosto los 100 años del nacimiento de Fortino Mario Alfonso Moreno Reyes, mejor conocido como Cantinflas, México ha organizado numerosos homenajes al gran cómico latinoamericano.

Cantinflas ya había sido inmortalizado en vida por Diego Rivera en el mural, en mosaico de vidrio veneciano, que hizo para el Teatro Insurgentes, donde representó al actor en el mero centro; y la Real Academia de la Lengua reconoce en su diccionario el verbo “cantinflear”: qué mejor manera de pasar a la inmortalidad que ser parte del lenguaje cotidiano.  

Este año, el Gobierno Federal emitió dos estampillas para celebrar el centenario del comediante, y la lista de eventos del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA) despliega sus alas durante todo el mes: sus películas se exhiben en la Cineteca Nacional y en el Canal 22, cápsulas de sonido con su voz se escuchan en Radio Educación y en los vagones del metro. Además, mesas redondas, publicaciones especiales, conciertos…

En la Avenida Reforma, a lo largo de la galería abierta de las rejas del Bosque de Chapultepec, un sitio privilegiado para exposiciones fotográficas, se han instalado 126 enormes reproducciones de fotografías de Cantinflas en diferentes etapas de su vida privada y de su cine. Los carteles de sus películas más famosas –hizo más de medio centenar desde 1936- alternan con algunas imágenes poco conocidas de su vida.

Todo esto viene a cuento porque conservo unas fotos de él y con él, tomadas en 1984 cuando tuve la oportunidad de conocerlo y entrevistarlo. Incluí una de esas fotos en mi exposición “Retrato hablado”, el año 1990, con un breve texto recordando las circunstancias de aquel encuentro. 

Que quede claro: entrevisté a Mario Moreno, no a Cantinflas. Lo visité en la Avenida Insurgentes, en las oficinas de la fundación a través de la cual realizaba obra social a favor de los niños, algo que él se tomaba muy a pecho, por lo que pude constatar. Al entrar a su fundación dejaba el humor en la puerta. En alguna parte leí que Chaplin era así. Nos recibió un hombre serio, respondía con el mínimo de palabras a las preguntas, sin humor y sin ironía; entendí que en la pantalla y en la vida se trataba de dos personajes distintos. Apenas esbozó una tenue sonrisa para la foto .

Mi amigo Juan Carlos Gato Salazar, estaba conmigo y tomó una foto con Mario Moreno. Yo le quedé debiendo la que le tomé a él, que nunca pude encontrar entre mis archivos de diapositivas cuando regresé a Bolivia después del exilio. Otras cosas más le debo a Gato Salazar, quien estaba entonces a cargo de un nuevo Servicio de Reportajes Ilustrados de la DPA (Agencia Alemana de Prensa) del que fui uno de los primeros colaboradores, según recuerda él en el libro “De buena fuente” que coordinó con motivo del cincuentenario del Servicio Internacional en Español de la agencia.   

Gracias a la DPA que los distribuía a un centenar de diarios, revistas, agencias, redes de radio y televisión de América Latina y España, hice a mediados de los 1980 varios reportajes sobre personalidades de la cultura de México. Así conocí al extraordinario Emilio “Indio” Fernández, al jefe de fotografía Gabriel Figueroa, al escritor José Agustín, y otros más. Recuerdo con placer esa época.

Juan Carlos Salazar es uno de los periodistas más importantes que ha dado Bolivia, cubrió durante siete meses la Guerrilla del Ché y salió al exilio con el golpe de Bánzer. Gato trabajó siempre con la DPA, y sigue con la agencia como consultor externo ahora que está jubilado. Ha pasado cuatro décadas con la agencia, de modo que algunos consideran que ya es parte del inventario.

Pero regresemos a Cantinflas, para concluir. Los homenajes por el centenario de Mario Moreno están manchados por la disputa, que ya dura 18 años, desde la muerte del actor, entre el sobrino y el hijo adoptivo, al cual más aprovechador y codicioso. Ambos pretenden quedarse con la herencia del actor, y pelean encarnizadamente por ella mientras, a la mala, hacen negocio con la imagen de Cantinflas, sin haber hecho mérito alguno en sus vidas para merecer ese dinero que les llueve del cielo.

El hijo adoptivo no oculta su codicia cuando resume la lista de “productos” que tiene pensado lanzar al mercado: “juguetes, vajillas, camisetas, chocolates, cuadernos, juegos de sábanas, juegos de baño, ropa infantil, la línea de cocina, salsas y chile en polvo…” además de “una botella de agua que te quita las ansias de fumar”.

Pero, paradojas de esta historia, al final un pirata más grande, Columbia Pictures, se quedó con los derechos de distribución de 34 películas de Cantinflas, mientras sobrino e hijo adoptivo continúan disputándose las migajas. 

02 agosto 2011

Víctor Paz Estenssoro y mi padre

Alfonso Gumucio Reyes y Victor Paz Estenssoro en 1973
Este 3 de agosto mi padre habría cumplido 97 años de edad. Murió en La Paz el 17 de octubre de 1981, cuando yo no podía regresar por la gracia de una dictadura grotesca. Quiero recordar en este aniversario la amistad que tuvo con mi padre Víctor Paz Estenssoro, relación que iba más allá de la política, estaba por encima de ella. El momento más difícil por la que atravesó fue sin duda en 1971, cuando Paz Estenssoro regresó del exilio montado en la cresta de un golpe militar fraguado por el Coronel Hugo Bánzer Suárez.

Fue entonces que mi padre decidió apartarse del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y de la militancia política. Al propio Paz Estenssoro no le fue bien en su alianza con la dictadura banzerista, aunque logró su objetivo de devolver al MNR al escenario político.

Luego de haberlo visitado en el exilio, en una casa en Callao, cerca de Lima, mi padre había dejado de ver a Paz Estenssoro durante algún tiempo, hasta que se reunieron de nuevo en La Paz en 1973. Estuve con ellos y los fotografié mientras conversaban.

En mayo de 1985, Eduardo Ascarrunz tuvo una conversación con Víctor Paz Estenssoro, en la que ambos recordaron a mi padre, casi cinco años después de su muerte.  Cito textualmente unos párrafos de su libro Palabra de Paz, que comenté hace algún tiempo en el No. 69 de “Nueva Crónica y Buen Gobierno”.

“¿De sus amigos de aquellos años, a cual de ellos quisiera tener a su lado?”

“A Alfonso Gumucio Reyes” –repuso sin dudar un instante. “Un hombre íntegro, puro, de una calidad humana increíble. Cómo no quisiera tenerlo al Flaco Gumucio aquí” –miró la silla vacía contigua a la mía; conmovido evocaba al amigo perdido como si ahora estuviera ahí mismo. Dejé que el desahogo se haga solo en sus recuerdos-: “En abril del 52, en Buenos Aires, seguíamos los acontecimientos conjeturando, haciendo cálculos entre el triunfo y la derrota. Alfonso nos miraba incrédulo. Su mente estaba en otra cosa. ‘Pobre gente, cómo nos estamos matando, pobre país el nuestro’, decía con la patria doliéndole en el alma. Luego, en pleno festejo, nos hacía aterrizar: ‘Ya deberíamos tener un plan para los primeros meses, dejemos de embriagarnos con la victoria’, decía. A mi lado, en el avión que nos trajo, no dejaba de anotar ideas para el discurso”.

Paz Estenssoro y Gumucio Reyes
Sobrecogido, don Víctor describía a un visionario que desde la presidencia de la Corporación Boliviana de Fomento (CBF) levantó el puente más formidable que jamás haya levantado la ingeniería del espíritu humano; el puente entre el olvido (centenario) y la utopía (posible): el que liga al oriente al resto de un país diverso y único. Soñando/haciendo Alfonso Gumucio Reyes terminó con la exclusión del más vasto territorio y la más desperdigada comunidad boliviana mediante una vía troncal nacional conectada a una red caminera interna. Hijo de una estirpe de “magos” hizo del pajonal de Guabirá un ingenio azucarero, y de unas tierras magras, plantaciones de arroz para autoabastecer al país, gracias a 600 familias japonesas diestras en el cultivo, venidas de Okinawa después del horror de la II Guerra Mundial.

“Todo lo que es Santa Cruz se lo debe a él” –decía el Dr. Paz. “Mientras asignábamos dos o tres millones de dólares para potenciar YPFB, imagínese, el Flaco exigía 40 millones para concluir la carretera Cochabamba-Santa Cruz e iniciar la vertebración caminera y el desarrollo cruceño. Era un autodidacta, pero hablaba de igual a igual con los ingenieros, les observaba hasta los cálculos para soportar un puente. Era un peligro, un loco: proponía, hacía proyectos, conseguía el financiamiento externo y ejecutaba el plan. No se podía hablar de un proyecto grande o chico delante de él; a las semanas ya estaba con el estudio final”.

Paz Estenssoro, Gumucio Reyes y Ramiro Villarroel Claure en 1963
En 1953 Alfonso Gumucio Reyes dejó pasmado al país con otro pase mágico de locura: 150 vaquillas y 10 toros de ganado cebú (importados del Brasil) cruzaban su sangre noble con 600 vacas y 10 toros criollos arreados de Santa Cruz a Reyes, dando origen al despegue de la ganadería beniana y cruceña. Don Víctor ilustró la hazaña citando de memoria una crónica de época: “Cuando el plan se conoció, toda Santa Cruz rió a mandíbula batiente: ‘Qué zonzo el colla Gumucio’, decían, ‘¿qué sabe de los peligros que le esperan? De acá a Reyes hay 1.200 kilómetros de pampa tórrida, selva virgen y tierra despoblada. A Reyes va a llegar apenas el 10 por ciento del ganado. Para correr el riesgo del cruce con ganado cebú de difícil manejo, a un costo de decenas de millones de cruzeiros, el colla tiene que haber perdido la cabeza'. Pero de las 610 reses que salieron de Puerto Pailas, 605 llegaron a destino, flacas pero en buenas condiciones, junto a 82 ternero sanos nacidos en el trayecto”.

-Así era el Flaco, genial, noble y honesto, sobre todo. ¿Y sabe usted cómo murió?: solo y enfermo.  Con sus hijos lejos en su último tiempo. ¡Pobre! en una casita alquilada, el hombre que más plata manejó en este país en función de gobierno. Usted no sabe cómo fueron sus últimos días, Eduardo. (...)

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Visité por última vez al Dr. Paz Estenssoro en su casa en San Luis, Tarija, pocos meses antes de su muerte.  No me permitió grabarlo ni filmarlo, pero tomé algunas notas de lo que dijo sobre mi padre: “Bolivia le debe al flaco Gumucio más que a nadie”; “tu padre fue el autor del desarrollo del Norte de Santa Cruz, de Alto Beni, el oriente del país; es difícil decir cual fue su mayor obra, pues lo que destaca es su concepción integral del desarrollo”.