22 abril 2015

Galeano: miente la muerte

La última vez que estuve con Eduardo Galeano fue en La Paz, el lunes 15 y martes 16 de julio de 2013, cuando llegó invitado por la Universidad Andina Simón Bolívar, que le otorgó en Sucre un reconocimiento. Me avisó que llegaba al Hotel Radisson al final de la tarde y le propuse cenar juntos en mi restaurante favorito de la zona sur, pero se retrasó dos horas porque la ciudad estaba enloquecida con los festejos del día siguiente, el aniversario de La Paz, y al final llegó como a las 10 de la noche, cansado de tanto viaje y bochinche, acompañado por José Luis Gutiérrez Sardán, rector de la UASB. 

Así que a esa hora cenamos ahí mismo, en el restaurante del hotel. Ambos pedimos un wok de pollo con verduras, que él acompañó con un whisky con hielo. Me hizo mucha gracia cuando le pregunté si había probado la carne de llama y respondió que él no podría comerse a un animalito que tenía la mirada de Gina Lolobrigida y el caminar de Sofía Loren.  Me habló de su nieta Lila, de seis años, a la que adoraba, y sacó una de esas libretitas minúsculas y maravillosas que siempre llevaba en el bolsillo donde anotaba todo con letra menuda, para leerme unas frases de la nieta. Cuando nació, el padre de Lila escribió un mensaje a la familia: “Llegó para enseñarnos todo de nuevo”.

Helena me había escrito en la mañana para recomendarme que lo cuidara, pues estaba frágil debido al tratamiento oncológico: “Te ruego que veas que no se canse, que haga todo despacito, comer poquito y beber nadita. ¿Tal vez que se compre sorojchi pills?”.  No fue necesario decirle nada a Eduardo, pues se sentía muy cansado y me dijo que se iba a acostar inmediatamente después de la cena. Le entregué mi libro Cruentos, que acababa de publicar, y lo acompañé a su cuarto, pero la llave no abría la puerta así que lo cambiaron de la habitación 831 a la 813, con vista al Illimani.

Galeano me dijo que su paso por La Paz era breve, dos noches y un día, y que solamente vería a dos amigos: a Evo Morales y a mí. Tenía cita con el presidente a las cuatro de la tarde del día siguiente en la casa presidencial.

En la mañana del 16 de julio se fue con Gutiérrez Sardán a comprar unas carteras de cuero que le había encargado Helena. Esa noche volvimos a cenar en el hotel y pidió nuevamente el wok de pollo con verduras. Apenas me vio me dijo muy serio: “Por tu culpa no he podido dormir”. Luego sonrió con picardía y comentó que el último cuento del libro, “Descenso” (escrito a cuatro manos con Carlos D. Mesa), que tiene por tema el fútbol, lo había mantenido en vilo hasta la última página porque no veía cómo los dos ejes narrativos se iban a juntar al final.

Me contó que durante dos horas y media había hablado con Evo de muchos temas, entre ellos de fútbol, una pasión que tenían en común. Recordó que cuando Evo lo visitó la primera vez en Montevideo estaban ambos sentados en unas sillas de jardín en casa de Galeano, hablando de fútbol tan entusiasmados que de pronto la silla de Evo colapsó y el presidente boliviano se fue al suelo.  No pasó nada grave, pero Eduardo me decía que podía haber dado lugar a titulares sensacionalistas si Evo hubiese salido lastimado: “Presidente boliviano herido en casa de Eduardo Galeano”.

Galeano en Potosí
Estábamos allí en el restaurante del hotel conversando a solas. Me contó que su gira por Estados Unidos, para la presentación de la edición en inglés de Los hijos de los días había salido muy bien. Katherina se unió a nosotros unos minutos pero tuvo que regresar al salón del primer piso donde cerca de mil personas asistían a una cena organizada por el Alcalde Luis Revilla por el aniversario de la ciudad. Me pareció una curiosa paradoja que todo ese mundo de la sociedad paceña (políticos, diplomáticos, intelectuales) que festejaba unos metros sobre nuestras cabezas, ignorara que en el restaurante casi desierto del hotel estaba el gran escritor uruguayo.

Siguió su camino a Sucre a la mañana siguiente. Durante esos días intercambié con Helena once mensajes para mantenerla al corriente y tranquilizarla. Eduardo prefería mantener desconectado el teléfono celular que Helena le había dado. Detestaba los celulares y no quería sentirse controlado, ni siquiera por el cariño de Helena.

Como todo lector de mi generación, los libros de Eduardo Galeano son esenciales en mi biblioteca. Lo he leído con admiración por la calidad de su prosa, por su humor, por su ingenio y por supuesto por esa sensibilidad social a flor de piel. Eduardo, el sentipensante, es un cronista-poeta que con su estilo sabe trascender lo descriptivo, para encantar al lector con imágenes inolvidables.

En un encuentro anterior, en Montevideo, el 2010, me regaló su libro Espejos, una historia casi universal, con una ocurrente dedicatoria: “A ver si te ves, Alfonso”. Sus dedicatorias venían siempre acompañadas de algún dibujo simpático. Esta vez, era la cabeza de un chanchito con una flor en la boca.

Conocí a Galeano bastante tarde en su vida y en la mía. Fue en septiembre de 1989 en Panamá, durante el Encuentro Latinoamericano de Cultura y Educación Popular organizado por Raúl Leis, presidente del Consejo de Educación de Adultos de América Latina (CEAAL). Estuvimos toda la semana allí con colegas de varios países latinoamericanos. Tres meses después se produjo la invasión de Panamá por Estados Unidos y los bombardeos de los aviones gringos destruyeron el barrio El Chorrillo donde se encontraba el lugar donde nos habíamos reunido y alojado.

La impresión que tuve de Eduardo durante esa semana es la de un hombre sencillo, que no hacía gala de sus conocimientos ni de su estatura de intelectual mundialmente reconocida desde la publicación de Las venas abiertas de América Latina en 1971. Desbordaba simpatía con sus frases y sensualidad con sus camisas moradas o violetas, abiertas hasta el segundo botón para mostrar el vello del pecho. Era sin duda un hombre seductor físicamente y por su manera de ser. 

Así lo vi también en otros encuentros, en La Habana, en Montevideo y en otras ciudades donde coincidimos. Y cuando él no me encontraba me dejaba alguna nota, siempre con un simpático dibujo.

En estos días me escribió sin palabras nuestra amiga común Alejandra Adoum, quien conocía a Eduardo desde hace mucho tiempo. Quiero cerrar esta nota con el título de su mensaje: “Miente la muerte”, algo que Galeano dijo a la muerte de Juan Gelman.
_______________________________________ 
Yo me duermo a la orilla de una mujer:
yo me duermo a la orilla de un abismo.
—Eduardo Galeano


18 abril 2015

Herzog, poeta de desafíos

Werner Herzog
Es uno de los grandes cineastas del mundo pero solamente ve tres o cuatro películas al año (lo mismo me comentó una vez Luis Buñuel). Sugiere a los aspirantes a cineastas: “leer, leer, leer, leer, leer y leer…” y declara que su inspiración procede más de los libros que de las películas. Werner Herzog duda que nadie pueda llegar a ser un gran cineasta si no lee libros. Cita a Virgilio, Hölderlin, Joseph Conrad y Hemingway como algunos de sus autores favoritos.

A los jóvenes que se consideran genios en potencia pero se quejan de que carecen de recursos y de apoyo estatal para hacer cine, les dice que basta de quejarse, que ahora es mucho más fácil hacer cine que hace dos o tres décadas, y que se puede hacer una película “con mil dólares” porque la tecnología lo permite. “La cultura de quejas en el cine nunca me ha gustado”, dijo, pero a pesar de decirlo el tema volvió varias veces en las preguntas de los aspirantes a cineastas con proyectos geniales pero sin dinero.  A los que insistieron en ese tema les dijo lo mismo: “hagan cine, no se quejen”. Y narró que cuando él comenzó, trabajaba en las noches como soldador en una fábrica, para poder hacer cine durante el día.

Diego Mondaca y Werner Herzog
Con esas y otras sugerencias el cineasta bávaro orientó su conversatorio (en el Cine-Teatro 6 de Agosto, el viernes 10 de abril), bien moderado por el cineasta boliviano Diego Mondaca. En un  castellano impecable, bien estructurado aunque sin perder su acento alemán, respondió a las preguntas de jóvenes que se dedican al cine en Perú, Chile, Colombia, Ecuador, Argentina, Brasil y por supuesto Bolivia. Algunos llegaron hasta allí para declararle efusivamente admiración y amor por su obra cinematográfica, otros para pedirle consejo.

Herzog está en Bolivia para filmar Sal y fuego, un nuevo proyecto de largometraje cuyo escenario principal es el salar de Uyuni. No quiere dar muchos detalles sobre el film porque aún está escribiendo el guión, y según su estilo de trabajo, este evoluciona constantemente. Sin embargo adelantó que el personaje protagonista de la historia será una mujer.

Autodidacta, recuerda que “no sabía lo que era el cine hasta los 11 años de edad”. A los 14, cuando su madre se trasladó a Munich, conoció a un joven actor desaforado que aterrorizaba al barrio y que lo fascinó: Klaus Kinski. “Era como un huracán humano, vivo”, recuerda Herzog. Veinte años más tarde lo llamó para protagonizar Aguirre, la cólera de dios y Fitzcarraldo.

Klaus Kinski
Sobre esta última contó varias anécdotas que yo había escuchado antes en boca de mi amigo Jorge Vignati, que fue su camarógrafo. El personaje de Fitzcarraldo no le había interesado cuando se lo contaron, hasta que le dieron el dato de que el barón de la explotación de caucho había desarmado un barco para llevarlo a través de un istmo a otro río y armarlo nuevamente allí. Eso motivó a Herzog a mostrar en su película el esfuerzo titánico de llevar un barco entero, de un río a otro. Quizás esa anécdota simboliza mejor que ninguna otra la actitud de Herzog en el cine: buscar el camino más difícil, no el más fácil, y hacer películas como él las quiere, aunque nadie la valore o las entienda.

Solo un loco como Kinski podía representar a un loco como Fitzcarraldo.  La película entera se organizó en torno al actor que, irascible, amenazaba con abandonar la filmación, destruía escenarios y se enfrentaba una y otra vez al director, al extremo de que ambos especulaban sobre la posibilidad de asesinarse el uno al otro, al mismo tiempo. Tan fuerte era la presencia de Kinski en el film, que Herzog no dudó en eliminar completamente todo lo que había filmado con Mick Jagger (The Rolling Stones) antes de la incorporación de Kinski.

Kinski en Fitzcarraldo
Herzog es un poeta del cine que busca cada vez desafíos de expresión que otros cineastas generalmente evitan para no salir de su zona de confort. Tanto en sus largometrajes de ficción como en los documentales, Herzog filma en las condiciones más difíciles, y busca esa dificultad como una manera de penetrar en la realidad y plantear las preguntas que quiere hacer. Para él son más importantes las preguntas que las respuestas: “si tuviéramos todas las respuestas no existiría el cine ni la poesía”. Por ello se desmarca del cine de denuncia y de documentales que muestran hechos, porque lo que quiere es ir detrás de lo aparente en busca de la verdad. “En el cine actual hay que luchar por la realidad, porque todo tiende a ser artificial ahora”.

Son los poetas los que hacen las preguntas: “sólo los poetas pueden unir a la gente”, y Herzog es uno de ellos. Un poeta caminante que no “hace camino al andar”, la frase tan manoseada de Machado, sino que busca los derroteros que presentan mayor esfuerzo, para que el resultado valga la pena. El camino es un desafío, no solamente un trayecto. Lo importante es la búsqueda y lo que lo anima es “una visión del horizonte, sigo una estrella que es claramente para mi pero no para los demás”. Pero reconoce que el camino está lleno de dificultades: “Yo soy el resultado de mis derrotas”. Y agrega: “Hasta cierto punto mi trabajo ha sido la conquista de lo inútil”.

Lotte Eisner y Werner Herzog
El caminar por la vida es tan importante para Herzog, que preferiría perder uno de sus dos ojos, pero no una pierna: “Si perdiera una pierna dejaría de hacer cine”. En 1974 cuando su mentora Lotte Eisner estaba muy enferma y aparentemente a punto de morir, Herzog decidió caminar desde Alemania hasta París para despedirse de ella con un homenaje personal. Por suerte para ambos, Lotte vivió 8 años más, falleció a los 88 años de edad, 8 días después de que Herzog, viéndola muy enferma y débil, le dijera: “Lotte, ya puedes morirte”. Cuando se refiere a su propia muerte, Herzog se imagina recibiéndola en una montaña o en una selva: “Parte de mi alma pertenece a la selva”.

“Los cineastas no mueren bien, son muy frágiles”, dice, y recuerda a Orson Welles o a Griffith, que no pudieron concluir algunos de sus proyectos. “La historia del cine está llena de catástrofes. 

Fascinados por el personaje que es Herzog, los cineastas jóvenes le preguntan cómo se busca una buena historia, y él responde: “Las historias me encuentran a mi, yo no las busco.  Llegan como ladrones a las tres de la madrugada, lucho cuerpo a cuerpo con ellos, y uno me gana. Esa es la historia.” Pero sobre todo quiere que los jóvenes busquen un camino propio y no de imitación: “No quisiera ver películas hollywoodenses llegando desde Bolivia, sino películas sobre esta cultura”.

Pocos realizadores de cine tan versátiles como Werner Herzog, y pocos tan arriesgados y temerarios. Más allá de la fantasía de sus films, sus proezas como director de cine empecinado e intrépido nutren una leyenda que se prolonga a través del tiempo y de cada uno de las 66 películas que ha realizado desde 1962. Y ahora filmará en Bolivia, tierra de cineastas frustrados. 
______________________________________________
El cine no es un arte de cultos, sino de iletrados.
La cultura fílmica no es análisis sino agitación de la mente.
—Werner Herzog

14 abril 2015

Teixidó, viajero del atardecer

Raúl Teixidó en Barcelona
He escrito varias veces sobre los libros de Raúl Teixidó, a quien conozco hace 45 años, y a quien me une una amistad singular. Es de esas amistadas que se daban en siglos pasados, forjadas a través de la correspondencia, en los intercambios intelectuales y afectivos sobre las cosas que nos son comunes: para empezar el país que ambos vivimos de manera poco convencional, para seguir la literatura que ambos cultivamos como solitarios lobos esteparios, y para terminar el cine, al que ambos nos entregamos como niños en un parque de diversiones.

El cine se ha convertido a lo largo de los años en una pasión que podemos convertir en palabras, él a través de sus notas de blog y yo en mis comentarios críticos.

Las distancias geográficas fueron dibujando mapas de interlocución en nuestra amistad que nos han permitido reunirnos de tres maneras. Una manera tradicional, la de la correspondencia escrita a máquina o a mano, que ocupó por lo menos dos décadas de intercambios entre París (donde yo vivía) y Sucre (donde Raúl vivía), o entre Igualada, cerca de Barcelona (donde Raúl se estableció desde 1975) y las diferentes ciudades por las que me tocó peregrinar.

La segunda manera de reuniros fueron los encuentros personales, lo que mi amigo John Perry Barlow llama encuentros en el meatspace (el espacio carne) en oposición a los espacios virtuales. Los primeros y más lejanos se dieron, creo recordar en Sucre y en La Paz, y los recuerdo en blanco y negro, contactos formales para seguir escribiéndonos. Pero años después nos empezamos a ver con más frecuencia en Barcelona, y luego en México donde pasó un par de semanas, y todo ello lo recuerdo “en colores” como una etapa renovada de nuestra amistad, cruzada por la amistad compartida con Renato Prada Oropeza y también con las circunstancias de su muerte en 2012.

Alfonso Gumucio, Renato Prada Oropeza y Raúl Teixidó
Finalmente no podríamos ignorar las ofertas de la tecnología, de modo que en una de mis visitas a Barcelona abrimos una cuenta de correo electrónico a su nombre para que pudiera comunicarse con sus amigos, y en otra una cuenta de blog para que pudiera publicar cuando quisiera aquellos relatos que tenía guardados, o textos nuevos sobre películas y sobre autores. Una tercera innovación fue Skype, lo que nos permite hablar y vernos alguna ve que coincidimos él en un locutorio de Igualada y yo en cualquier lugar donde la hora y la coincidencia nos permita hablar.

Todo lo anterior es para reafirmar que Raúl Teixidó es mi amigo y que por ello cada vez que escribo sobre alguno de sus libros me veo ante la situación de leerlo como amigo y de escribir sobre él como crítico literario o comentarista improvisado que he sido durante muchos años. Hay cierto grado de dificultad para mantener la distancia crítica cuando la generosidad de Raúl hace que yo conozca algunos de sus libros antes de que pasen por las prensas y las guillotinas de las imprentas.

Eso sucede con Viajeros del atardecer (2014) una de las novedades de la Editorial Plural en la Feria Internacional del Libro en La Paz. No solamente he leído el manuscrito más de un año atrás sino que he sido parte del proyecto editorial. Raúl escogió para la portada una foto que tomé en Praga, la ciudad de su admirado Franz Kafka, en un amanecer brumoso y mágico. Luego escribí el breve comentario que aparece en la contraportada del libro y que resume lo que pienso de su prosa.

Viajeros del atardecer comienza con ese título melancólico que evoca al menos dos leit motiv en la obra de Raúl Teixidó: por una parte la inefabilidad de los itinerarios que juntan o separan, a la manera de los personajes de las películas de Angelopoulos, director griego que a ambos nos encanta, y por otra la inevitabilidad de los días que acaban, que terminan precipitándose en la noche, es decir, el tiempo finito de los seres humanos.

Como otros libros anteriores este es parte de ese mundo tejido laboriosamente por Teixidó (teixidor es, en catalán, “tejedor”). El escritor teje sus relatos como un artesano con fiebre de perfección porque le dedica el tiempo necesario a cada palabra, a la manera como las palabras dialogan entre sí, se ordenan y se apoyan para darle sentido a una idea y belleza a una expresión.

De los tres relatos largos que componen este libro, en el primero, “Malos presagios”, el eje es el tiempo: “Existe un tiempo real y un tiempo mental, pero, a la postre, el primero es el único que cuenta”.  Dos personajes, un profesor y un ex comisario de policía convertido a la política conversan con extrema formalidad sobre sus familias y personas que conocen, pero también sobre literatura, filosofía y política local. Por a poco es este último tema el que anuncia un desenlace revelador de las artimañas políticas que convierten en víctimas a los inocentes.

En el segundo, “London, UK 1985” un profesor de inglés ha logrado establecer con la vida real “un pacto de mínimos” para preservar su indispensable espacio de privacidad “sosegada, autocomplaciente”. Para combatir la “fatiga ambiental” que lo consume y deprime, aprovecha la oportunidad de viajar con un beca a Londres durante unos meses y deambular allí por un itinerario jalonado por referencias literarias. El encuentro con Vicky, bailarina de cabaret, trastorna su vida de lobo estepario durante ese periodo.  

El tercer relato transcurre en la localidad amazónica de Moxenes, “35º a la sombra”, a donde llega de la capital un joven abogado de oficio para cumplir su “año de provincia” y defender a acusados carentes de recursos, algunos de ellos rufianes conocidos. El abogado asume su “destino” con resignación, como todos los personajes de Teixidó, pero un juicio penal altera la vida apacible que lleva en el pueblo.

Entre el relato y el cuento se establecen dos maneras de narrar y dos concepciones de la literatura. Teixidó ha elegido el relato porque le permite extenderse y dar a conocer en detalle a sus personajes a través de la vida cotidiana, en lugar de ejercer la contundencia del cuento, breve y tajante, destinado a cautivar por su intensidad y por su final generalmente sorprendente.

En sus relatos el autor despliega una fina capacidad para construir diálogos y descripciones que permiten al lector adoptar una atmósfera e imaginar su propia película: sentir el calor o la humedad, vislumbrar un rostro de mujer o dibujar un árbol en una esquina. Son relatos pensados como secuencias de films. Además el relato le permite a Teixidó volver a sus orígenes, hacer disquisiciones filosóficas y literarias que no tienen otro objetivo que revelar su posición ontológica e invitar al diálogo.

Los protagonistas de Teixidó son una suerte de alter ego del autor. En todos reconocemos, como en Kafka, rasgos comunes: el amor por la literatura y el pensamiento, la idealización de una mujer joven, la incertidumbre frente a las decisiones que el destino parece tomar por uno, y la idea de que las cosas cambian para seguir igual, plus ca change...  


___________________________

Un mar infinitamente azul y una blanca vela en lontananza: a lo largo de mi vida he soñado muchas veces con ese mar y esa vela a lo lejos. ¿Se trató de un sueño, solamente, o de una señal del destino que no supe interpretar? —Raúl Teixidó