27 mayo 2017

Catalano y la cueva iluminada

El 8 de mayo se cumplieron 30 años del fallecimiento de Jorge Catalano y por supuesto, como suele ser en este país desmemoriado, pocos lo recuerdan. Una vez al mes yo suelo detenerme unos minutos frente a su nicho en el Cementerio General de La Paz, después de dejarle flores a mi padre, que descansa a escasos metros.

Aquí quiero recordar a Jorge Catalano con cariño, como amigo y colega, como editor de libros valiosos de nuestra literatura, como autor de cuentos, poemas y biógrafo, como librero que amaba su oficio, como melómano y como director de la revista Difusión.

Empiezo con una necesaria introducción para quienes no lo conocen. Jorge nació de padre italiano y madre boliviana en el suburbio parisino de Antony, a 14 kilómetros al sur de la capital francesa, el 25 de noviembre de 1928 y falleció en La Paz el 8 de mayo de 1987. El año 1938, cuando tenía apenas 10 años de edad viajó en barco a América del Sur a través del Canal de Panamá e ingresó a Bolivia acompañado del reverendo José María Sempere.

Terminó sus estudios de primaria en Sucre, en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, y luego siguió la secundaria en Tupiza y Potosí, culminando esa etapa en La Paz, donde en 1955 siguió estudios universitarios en la carrera de Filosofía y Letras de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA). Contrajo matrimonio con Consuelo Ríos Gastelú y tuvieron tres hijos:  Ana María, María Beatriz y Fernando David.

Le pedí a su cuñado Mario Ríos Gastelú, periodista cultural, que escribiera unas líneas para este homenaje:

“Por muchos años llegaron hasta mis oídos sus palabras esperanzadas y  pronunciadas a media voz, pues nuestro diálogo siempre tuvo el fondo musical de los románticos del pentagrama. En sus años de juventud, soñaba tocar un piano. Esperaba escribir un libro sobre el compositor de su preferencia. Esbozaba versos inspirados en sus días de niñez. En su espíritu romántico y cargado de ensueños, latían inquietudes que  tomaron forma y sentido, hasta concretarse en obras literarias de profundo sentimiento, porque en las páginas de cada una, se transmite el amor a los niños, la pasión por la música y la ternura entregada a un hogar que levantó con pasión. A treinta años de su partida, su presencia se manifiesta en la evocación de sus palabras, siempre llevadas a ensalzar el arte.”

Tuve la fortuna de frecuentar a Catalano, de estar cerca de su labor como editor y de visitarlo muchas veces en su casa o en la librería que tenía en la Avenida Mariscal Santa Cruz, N° 1224. En la trastienda de la Librería Difusión nos reuníamos para elaborar la revista del mismo nombre.

Ahora todo es tan fácil. Una computadora, una impresora laser o una imprenta casera. Fabricar una revista no representa mayor problema técnico. El reto es que los colaboradores no fallen. Antes era lo contrario, nuestra necesidad de publicar era enorme, todos estaban dispuestos a escribir sin compensación alguna, pero las dificultades técnicas nos llevaban a producir de la manera más artesanal.

Por ello cuando Jorge Catalano nos ofreció hacer una revista, saltamos sobre esa oportunidad. Se llamaría Difusión, como su sello editorial, en el que publicaba pocos títulos pero tan importantes como la primera edición de Felipe Delgado de Jaime Sáenz, o la primera de El estudiante enfermo de Porfirio Díaz Machicao, con esa foto sensual y entonces provocadora de Freddy Alborta en la tapa que fue un escándalo para la época. Cuando lo entrevisté, don Porfirio tenía la foto enmarcada en su escritorio, muy orgulloso del éxito que había tenido la novela, éxito del cual la tapa había sido un factor no despreciable.

Cada libro era una proeza. Luis H. Antezana cuenta en uno de sus libros que Jaime Sáenz y Jorge Catalano tuvieron malentendidos durante el proceso de publicación de Felipe Delgado.  Lo que yo recuerdo es que para Difusión era un riesgo comercial grande, dadas las 712 páginas de la novela y el hecho de que Jaime era conocido como poeta pero no como novelista. Además, Sáenz no era entonces el mito dionisíaco en el que lo han convertido después de su muerte. Era un poeta de carne y hueso, bastante excéntrico en su vida cotidiana, pero accesible y buen conversador.

La primera edición tuvo problemas, según recuerda Cachín Antezana, porque se retrasó al punto que la tipografía de la primera parte (en ese tiempo se imprimía con caracteres de plomo) fue fundida, de manera que tuvo que optarse por una tipografía parecida, pero no igual, para terminar el libro. No dudo que eso le cayó mal a Jaime, que era tan cuidadoso con sus ediciones.  Él mismo diseñaba hasta las tapas de sus poemarios, de los que conservo varios que me obsequió.

Al final, salió una primera edición maltrecha, una rareza bibliográfica, porque se considera la “verdadera” primera edición la que apareció poco más tarde, en 1979, con texto de solapa escrito por Cachín Antezana, foto de portada de Javier Molina, e impresa en los Talleres Gráficos del Comité Ejecutivo de la Universidad Boliviana (CEUB).

Otros títulos seminales cuya primera edición publicó Jorge Catalano en esos años: Los deshabitados de Marcelo Quiroga Santa Cruz, Sombra de exilio de Arturo von Vacano, Ya nadie espera al hombre de Renato Prada Oropeza, Los réprobos de Fernando Vaca Toledo, y Poemas para un pueblo de Pedro Shimose.

La revista Difusión era un esfuerzo paralelo importante, pues había muy pocas revistas literarias en Bolivia. Aunque Jorge Catalano figuraba como director, el artífice era Pedro Shimose, aunque no figuraba sino como ilustrador en alguno de los números. Otros colaboradores cuyo nombres no aparecían en los créditos eran Jaime Nisttahuz, Carlos Coello, Oscar Rivera Rodas y Manuel Vargas, con quienes nos reuníamos en la trastienda de la librería mientras Jorge ponía música clásica a todo volumen.

Jaime Nisttahuz, a quien también le pedí unas líneas para esta ocasión, escribió:

“Me presentó al editor, librero y escritor Jorge Catalano, el amigo poeta Pedro Shimose. Lo asesoraba literariamente. Ilustró e hizo  hermosas tapas de los libros que editó Jorge.  Nos distanciamos una vez por nuestro temperamento ríspido. Fue uno de los testigos de mi matrimonio civil. Con la franqueza que lo caracterizaba, me dijo: No te doy un regalo. Te doy este dinero. Es lo que más vas a necesitar. No era uno más de los comerciantes de libros, como la mayoría, que lo mismo podrían vender salchichas o ladrillos.  El leía y sabía de libros y autores. Varias de mis lecturas se las debo. Fumaba como un condenado. No era mujeriego. Ganas no le faltaban y merodeadoras tampoco. Dicen que una de ellas le cambió el vicio de fumar. Más emprendedor que Jorge, no conozco todavía. “  

Pedro Shimose entrevista a Mario Monteforte Toledo
A partir del número 5-6 aparecíamos varios “corresponsales”: Primo Castrillo en Estados Unidos, Renato Prada en Bélgica, Silvia Mercedes Ávila en Chile, yo en España, y Pedro Shimose como autor de las ilustraciones. Dibujó varios retratos de Jorge Amado, Helder Cámara, y Joao Guimaraes Rosa para un texto de Fernando Vaca Toledo sobre Jorge Amado.

Don Ernesto Burillo, a quien tuve el privilegio de frecuentar en su imprenta muchas veces, se hacía cargo de imprimir Difusión y aparecía de manera prominente en los créditos de la revista como “Cooperativa E. Burillo Ltda”. Los dos primeros números tenían 12 páginas (36 x 27 cms), los dos siguientes 16 páginas, el número doble 5-6 tuvo 24 páginas y el último volvió a 16.

La página 2 de la revista estaba invariablemente dedicada a breves notas sobre la actividad cultural, bajo el título de “La cueva iluminada”, que escribía Pedro Shimose. La idea de Pedro era demostrar que a pesar de que nuestro país estaba “encuevado” entre montañas, sucedían cosas en el campo de la cultura que iluminaban la cueva. Las notas eran siempre atemporales, no tenían fecha, pero daban cuenta de presentaciones de libros, exposiciones, películas, etc.

En la sección “De la nuez | del ruido” (dos páginas), que apareció a partir del cuarto número, ofrecíamos breves comentarios bibliográficos sobre libros en su mayoría bolivianos. Sin ningún celo, en Difusión hablábamos de las ediciones de Camarlinghi, de Isla, de la UMSA, Los amigos del libro, Juventud, Burillo, etc.

Jorge Catalano publicó un par de artículos, sobre Stravinsky y sobre Albinoni, aunque su músico favorito, que escuchaba en su librería todo el día y todos los días, era Chopin. Su biografía del músico polaco, Chopin: el esplendor del romanticismo (1985) es una obra monumental en tres tomos (1.627 páginas). Jorge fue el fundador de la Sociedad Federico Chopin, cuya actividad no prosiguió después de su muerte.

Colaboré con entusiasmo en las tareas de producción de la revista, hice comentarios bibliográficos y publiqué un par de cuentos y la entrevista con Porfirio Díaz Machicao, publicada en el cuarto número, donde lo más importante fue el poeta Evtuchenko. Mi cuento “El asalto” salió en el segundo número y en el siguiente otro cuento: “Uno, dos y tres”.

En mis notas correspondientes al domingo 13 de junio de 1971 escribí: “… estuve en casa de Jorge Catalano con Pedro y con Julio de la Vega, y J. Nisttahuz. Terminamos de diagramar el No. 4 de Difusión. El 3 ya está listo y quedó muy bonito.”

La poesía estaba siempre presente y cada vez con poemas inéditos de Jaime Nisttahuz, Oscar Cerruto, Silvia Mercedes Ávila, Héctor Borda Leaño, Matilde Casazola, Primo Castrillo, Julio de la Vega, Blanca Garnica y el famoso poema de Evtuchenko sobre el Ché. Mención aparte merece el poema “Las vísperas” de Néstor Paz Zamora, donde aparecen estos versos: “Morir por los amigos / llenar las manos / no secar las lágrimas / cesar el llanto / letanía de darse”.

Cada número de Difusión incluía algún espacio publicitario de la editorial de Catalano, algunos de estos anuncios “hechos en casa” muy simpáticos, como aquel del número doble 5-6 donde aparecen los dos niños varones, aún pequeños, de Pedro Shimose leyendo sentados en la trastienda de la librería Difusión en la Avenida Mariscal Santa Cruz 1224 (donde ahora se yergue el Palacio de telecomunicaciones).

Cosas de esos tiempos, ninguno de los números de Difusión otorga el crédito correspondiente a los autores de las fotografías, ni siquiera aquellas tomadas en el curso de las entrevistas o notas especiales con Evtuchenko, Mario Monteforte Toledo, Manuel Alvar, Juan José Coy, Porfirio Díaz Machicao o Mátyás Horanyi, pero según recuerdo casi todas las tomó Freddy Alborta, que figuraba como responsable de las fotos desde el primer número hasta el último (del 1 al 4 junto a Gerardo Garrón).  

La revista Difusión murió en el número 7 con el golpe de Bánzer. Ese número salió cuando Pedro Shimose y yo estábamos ya en el exilio en Madrid, compartiendo durante unos meses un departamento prestado por Inocencio Arias en el barrio del Pilar. El último número lo dejó preparado Pedro antes de salir al exilio, y Catalano lo hizo publicar.

En las notas de la sección “La cueva iluminada” de ese último número se habla de los eventos culturales sin fechas, como si fuera atemporales. Ninguna mención al golpe militar o a la represión. Quizás la intención era mantener en vida la revista a través de su neutralidad, pero en un momento crítico como ese no hay neutralidad posible, era mejor la muerte digna de la publicación.

La foto de la  tapa de ese número es emblemática: un aparapita carga tres fardos de botellas vacías de cerveza mientras mira de reojo al fotógrafo.

Como autor, Jorge Catalano no fue muy prolífico. Publicó un breve poemario con el título Linila (1976), luego el libro de cuentos Niños (1978) y finalmente su obra magna, resultado de una investigación de varias décadas, la biografía sobre Chopin mencionada anteriormente. Uno de los siete relatos de Niños, “La locomotora de Manuel”, está dedicado a Jaime Sáenz.
________________________________________
¿Y cómo me doblo yo, y me encojo bien,
y me voy dentro de esta carta, a darte un abrazo?
—Edmundo Aray


 (Publicado en el suplemento Ideas de Página Siete el domingo 7 de mayo 2017)

15 mayo 2017

Yevtushenko en busca del Ché

Al igual que Julio Cortázar, Yevgueni Alexandrovitch Yevtushenko tuvo cara de adolescente toda su vida.  Y al igual que Julio, era alto y desgarbado y tenía manos grandes y finas. Ambos eran magníficos escritores y grandes poetas, aunque la poesía de Cortázar se conozca poco.

Lo que me impresionó al conocer a Yevtushenko fueron sus camisas. Abrió su maleta en la habitación del Hotel Copacabana, en el Prado, y empezó a sacar camisas con enormes flores estampadas en vivos colores. Parecían confeccionadas con telas de cortina. Quizás no era la idea que me hacía de un ruso venido del frío.  Sus camisas eran como para caminar por una playa del Caribe. Le encantaban, mientras más chillonas mejor, y así las vistió toda su vida de manera extravagante y provocadora.

Era el martes 8 de junio de 1971. A las 2 de la tarde acabábamos de recoger a Yevtushenko en el aeropuerto de El Alto con Pedro Shimose, entonces Director de Extensión Universitaria en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), cargo que había ocupado antes Jaime Paz Zamora. El Hotel Copacabana quedaba a una cuadra de la universidad donde el viernes siguiente Yevtushenko iba a a ofrecer en el paraninfo un recital de poesía.

Recuerdo a Yevtushenko como un hombre sonriente, sencillo y campechano, que no adoptaba ninguna pose intelectual a pesar de ser ya considerado entonces como el más grande poeta ruso en vida.

El día anterior a su llegada devoré dos libros suyos, Entre la ciudad sí y la ciudad no, y  su Autobiografía precoz, un relato de su vida hasta entonces, publicado cuando apenas tenía 30 años de edad. Ya no encuentro en mi biblioteca el ejemplar autografiado, como me sucede con tantos libros que sufrieron las consecuencias de la persecución y el exilio.

La invitación de la universidad era una oportunidad para venir a Bolivia en un periodo previo al golpe militar del coronel Hugo Bánzer Suarez. El poeta siberiano quería visitar La Higuera, el lugar donde murió asesinado el Ché Guevara. Pedro Shimose me ofreció acompañarlos en ese peregrinaje y yo, estúpido (no hay otra palabra), le dije que no podía porque tenía bajo mi responsabilidad la página cultural de El Nacional, el diario del gobierno de Juan José Torres.

Me arrepentí poco después cuando mi padre me dijo que no haber aprovechado la oportunidad de visitar La Higuera con el gran poeta ruso me pesaría toda la vida. Así ha sido. No supe en ese momento ordenar mis prioridades.

Yevtushenko y Pedro Shimose partieron a Santa Cruz temprano al día siguiente, miércoles 9 de junio, en un vuelo del LAB vía Cochabamba, luego en jeep a Vallegrande y Pucará, hasta donde alcanzó el camino de tierra, para luego realizar el último tramo a La Higuera sobre el lomo de una mula y dos caballos, uno blanco y uno bayo, guiados por Beto, como cuenta Pedro en su bello artículo “Con Evtushenko en La Higuera”.  

Yevtushenko no había montado antes en su vida, pero no dudó en subirse al caballo bayo, mientras Pedro lo hizo sobre el caballo blanco. Con la cadencia del paso de los caballos montados por los dos poetas, fue surgiendo en la cabeza del ruso un poema sobre el Ché que tuvo la genial osadía de escribir directamente en castellano durante el vuelo de retorno. Pedro lo ayudó con pequeñas correcciones de estilo y gramaticales, pero Yevtushenko hablaba perfectamente castellano y escribió de un tirón “La llave del comandante”, 75 versos quebrados. El poema fue modificado después, pero la primera versión es la que se publicó, fresquita, en Difusión.

El título se inspiró en el hecho de que ya llegados a La Higuera, nadie parecía tener la llave de la escuelita, convertida en posta sanitaria. Al final alguien consiguió la llave, pudieron entrar al lugar, usar su imaginación, y retornar ese mismo día a Santa Cruz.

De regreso a La Paz nos reunimos en el pequeño departamento de Pedro Shimose en la calle Rosendo Gutiérrez casi esquina Ecuador, al lado de donde ahora se construye el edificio de la Fundación Patiño. Yevtushenko se recostó cuan largo era sobre la estrecha cama de Pedro mientras revisaba su poema sobre el Ché.

No recuerdo quién tomó las fotografías (probablemente Freddy Alborta) que luego publicamos con el poema y el artículo de Pedro el 30 de junio de 1971 en el número 4 de Difusión (de un total de siete), que hacíamos con el apoyo de Jorge Catalano, bajo la dirección de Pedro Shimose, una extraordinaria revista que, como tantas otras iniciativas, quedó en el olvido. El propio Jorge Catalano ha sido olvidado a pesar de su enorme contribución como editor, escritor de cuentos para niños y biógrafo de Chopin.  

Por mi lado, publiqué en El Nacional dos artículos en los días siguientes: el primero relatando la llegada de Yevtushenko y su encuentro con Rolando Costa Arduz, rector interino de la UMSA y otras autoridades universitarias. El segundo, un comentario sobre su Autobiografía precoz (1962) cuya primera edición en castellano se publicó en 1967.

El viernes 11, su recital en el paraninfo de la universidad fue memorable. Nunca olvidaré la belleza en la cadencia de su poema “Granizo”, recitado en ruso y probablemente difícil de traducir por su ritmo y música. Fue tan extraordinario que nos hizo sentir que granizaba en ese momento.  Esa misma tarde se fue a Chile. Nunca regresó a Bolivia. He encontrado luego de una ardua búsqueda en YouTube en ruso, ese poema que tanto me impresionó.  

Pocas veces he visto que el apellido de alguien se escriba de maneras tan diferentes, lo cual hace multiplicar al personaje, desdoblarse en varios. Los apellidos no se traducen, pero indudablemente de la escritura cirílica del ruso la única manera de obtener una versión en inglés, castellano o francés, es por una transcripción basada en la fonética.  De ahí que tengamos en castellano Yevtuchenko, Evtuchenko o Evtushenko, y en inglés Yevtushenko o en francés Evtouchenko. La paradoja es que heredó ese apellido de su madre y no de su padre, que apellidaba Gangnus y que era un geólogo que escribía poesía en su tiempo libre.   

Todo lo anterior, apretado por razones de espacio, para rendir postrero homenaje al gran poeta ruso fallecido el sábado 1 de abril en Tulsa (Oklahoma, Estados Unidos) a los 84 años de edad. Nacido el 18 de julio de 1932, fue numerosas veces candidato al Premio Nobel de Literatura, que al igual de Julio Cortázar se merecía con creces, pero que nunca obtuvo, como otros grandes escritores invisibles para la Academia Sueca. Su última voluntad, expresada una semana antes de morir, fue que lo enterraran no lejos de Moscú en Peredelkino, para estar cerca de la tumba de Boris Pasternak.
_________________________________________________  
Deja que la infamia me persiga,
el amor no es para los débiles.
El olor del amor es un perfume
pero no el de las manzanas compradas sino
el de las manzanas robadas.
—Yevgueni Yevtushenko


(Artículo publicado inicialmente en "Ideas" de Página Siete, el domingo 16 de abril 2017)