17 febrero 2015

Diálogo entre imágenes

A medios de enero me invitó Hugo José Suárez a presentar su nuevo libro. Y esto es lo que dije entonces.

No sé si es una debilidad, un vicio suyo o un mecanismo de sobrevivencia, pero Hugo José Suarez es un devoto de la imagen. La palabra “devoto” puede remitirnos a sus investigaciones sobre la religión y quizás tenga que ver también con esa trayectoria de trabajar con iconografía y con palabras que sentencian, que crean a su vez imágenes.

En Tomas y letras (2015) lo hace de dos maneras: con imágenes fotográficas que él mismo ha producido a lo largo de los años y de los viajes por la vida, y con imágenes escritas con palabras, que cosecha de otros autores o de su coleto, como diría Jaime Sáenz.

No se trata de instantáneas, aunque capturen un instante preciso como lo hace siempre la fotografía. La palabra instantánea está demasiado ligada a su acepción en inglés, snap shot, es decir una foto tomada casualmente, sin mayor reflexión. En el caso de Hugo José Suárez hay un antes y un después de cada fotografía, hay un espesor racional, artístico y emocional que precede el clic fotográfico, y otro espesor conceptual y analítico que complementa más tarde el proceso de lectura.

Utilizo la palabra proceso con la intención de significar el trabajo de construcción de una imagen, algo que no es simplemente producto de una casualidad. El proceso empieza en la experiencia del fotógrafo y se prolonga en la vida misma de quien mira la fotografía. Sucede lo mismo con un escritor o un pintor: su obra se prolonga en quien lee y observa.

Hugo José Suárez frente al espejo
La imagen tiene fuerza de atracción, puede como un espejo mágico, engullir al fotógrafo o como un espejo de circo, engañarlo cuando se mira en ella. Por ello no es casual que la imagen y el texto que abren el libro nos hablen de ese mirarse en el espejo de la realidad, que para empezar significa mirarse al revés, y también mirarse a través de un desdoblamiento. Ni siquiera la foto de uno mismo es un autorretrato, y quizás uno puede retratarse mejor en la mirada de los otros, como sugiere e texto inicial.

La fotografía de Hugo José Suárez es contemplativa como la de Henri Cartier-Bresson. Antes que usar la cámara de manera proactiva, como una punta de lanza, Hugo José Suárez deja que la realidad lo sorprenda, que lo cotidiano llene su mirada y lo invite a registrar el detalle de un muro o de un rostro, que puede ser lo mismo según se tenga la capacidad de interpretarlo.

Las 43 fotos fueron tomadas entre 1991 y 2004, es decir 13 años de tiempo y espacio para reflexionar, para crecer, para seleccionar entre muchas otras imágenes aquellas que tienen un significado y aunque no se relacionen entre sí desde el punto de vista temático, están unidas por el trabajo del artista que las interviene y les otorga una personalidad única, que corresponde a ese ir y venir del autor entre su mirada de artista y su razón de sociólogo.

Los temas son una excusa para el fotógrafo que añade un soplo de diferencia. No importa que las fotos hayan sido tomadas en Puebla, el Lago Titicaca, Potosí, Santiago de Chile, Bruselas, Osaka, La Paz, Londres, Praga, El Vaticano o Buenos Aires. Como dice en uno de los textos Leonardo Boff: “Todo punto de vista es la vista de un punto”. Es decir, el cristal con que se mira.  Y yo añadiría: y la luz con que se construye la mirada, porque después del acto de fotografiar hay un nuevo acto de ver, de observar lo fotografiado, y es allí donde surgen las decisiones de intervenir la imagen en diálogo con palabras, con frases que pueden también descomponerse, velarse o transformarse.

La mirada fotográfica no es cualquier mirada, es una mirada desde un principio contaminada por la cultura, por el momento, por la emoción, por el azar, y tantas variables que intervienen al mismo tiempo y hacen que ninguna fotografía sea inocente y neutra. Por el contrario, cada fotografía está cargada por una parte de aquello que representa a simple vista, y por otra cargada del mundo que transpira el ojo del fotógrafo. Detrás de cada imagen hay una historia, pero también delante de ella.

Cada imagen se construye, y no es solo un proceso mecánico ni tampoco mágico, aunque podríamos decir que es también ambas cosas porque a la creatividad del fotógrafo se une la necesidad de detener una imagen como evidencia, y ahí es donde interviene la mecánica, la tecnología y cada vez más, la manipulación digital, que en este caso es innecesaria.

La composición es el punto de partida y de llegada. Mucho más que el tema que es una coartada, la composición revela, sintetiza, alegoriza, sacraliza, rescata de la banalidad el acto del fotógrafo que oprime el obturador para traducir lo que su ojo ha captado.

Se hace sociología con la fotografía. Lo hizo por ejemplo Bourdieu con esa serie de fotos de Argelia, Imágenes del desarraigo, que el propio Hugo José prologó y publicó en México en 2008. Lo hicieron también otros sociólogos y por supuesto antropólogos para quienes los procesos de construcción de la imagen son materia de apasionantes estudios.

No es la primera vez que nuestro sociólogo mexicano-boliviano nacido en el exilio se interesa en la fotografía como discurso, en 1977 publicó Destellos del norte, imagen y palabra del sur, luego Imágenes para no olvidar (2001), Fotografía como fuente de sentido (2008), y Ver y creer. Ensayo de sociología visual en la colonia El Ajusco (2012).

En los libros de texto y fotografía es muy difícil mantener el equilibro entre un elemento creativo y el otro. Tenemos libros de fotografía comentados, o por el contrario libros de texto ilustrados. En ambos casos es legítimo que así sea, pues puede darse que imágenes con mucha fuerza no requieran de palabras para abundar sobre ellas. Y también sucede lo contrario, que el texto de un autor puede ser tan rico, que la ilustración sale sobrando. 

En el caso de Tomas y letras, el autor se ha fijado como desafío el equilibrio, porque ha intentado poner a dialogar las fotografías con los textos, de manera que ni las unas ni los otros sean subsidiarios o sirvientes de la expresión más fuerte, aunque no siempre se logra.
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Pensándolo bien, es muy posible que fotografiar sea
una artimaña del diablo y cada disparo, un pecado.

— Gérard Castello

11 febrero 2015

Infierno verde

Con motivo del reconocimiento que le otorgó la Cámara de Senadores de la Asamblea Legislativa Plurinacional, la Cinemateca Boliviana re-estrenó recientemente La guerra del Chaco de Luis Bazoberry García, uno de los pocos documentales realizados durante el conflicto bélico con Paraguay (1932-1935). Esta es una versión completa del artículo que publiqué hace un par de semanas en el diario Página Siete.


Luis Bazoberry García en la Guerra del Chaco
Para quienes hemos investigado sobre la historia del cine boliviano en base a testimonios de sobrevivientes y unas pocas descripciones que encontramos en la prensa de la época, la oportunidad de ver el mediometraje es un verdadero privilegio, pues todo lo que uno pueda haber imaginado no se compara con la experiencia de poder analizar el discurso fílmico tal como lo organizó el cineasta.

Cuando releo las siete páginas que le dediqué a la película en mi Historia del cine en Bolivia (1980), que parecen surgidas de la nada, recuerdo sin embargo que tuve e dedicarle mucho trabajo para conseguir y procesar la información. Cada frase y cada párrafo se construyó con base en una labor detectivesca.

Mi fuente principal fue el testimonio del propio hijo de Luis Bazoberry García, que a mediados de los años 1970 ejercía como dentista en la calle Comercio. Para que me contara sobre su padre sin prisas me sometí voluntariamente a largas sesiones de tortura. Dejé en su consultorio varias muelas, entre ellas las del juicio, que me tuvo que arrancar con anestesia general porque no querían desprenderse de mi maxilar.

Valió la pena el padecimiento, no solamente por la información que obtuve, sino porque sesión tras sesión fui convenciendo al Dr. Bazoberry que no vendiera la película de su padre a Estados Unidos, como tenía planeado hacerlo. Le habían ofrecido varios miles de dólares, no recuerdo bien si 15 mil o 20 mil, que en esa época era una suma atractiva. Nadie en Bolivia se había interesado en comprarle la copia que tenía en su poder. Lo convencí de que esperara y cediera a la Cinemateca, creada recién en 1976, esa obra que su padre le había dejado en herencia.  

El Dr. Bazoberry me contaba que su padre había filmado la película con una cámara “de juguete”, una pequeña Pathé de cuerda, aunque según un artículo de la época, se trataba de una Kinamo. Lo importante es que cargaba rollos de apenas 25 metros y en esas condiciones tuvo Bazoberry que hacer su mediometraje.  

A lo largo del conflicto filmó cerca de 25.000 metros de escenas cotidianas en los campamentos y en el frente de guerra. La pasión con la que encaró el proyecto era objeto de burlas de quienes lo rodeaban, pero él persistió a pesar de las dificultades, que al final no fueron tantas en el momento de filmar como después. Cuando ya había impresionado una gran cantidad de rollos, descubrió con tristeza que el calor del Chaco (40 grados), había inutilizado una buena parte de lo filmado. La película se había convertido en una masa inservible. A partir de ese momento optó por enviar los rollos a su familia, a Cochabamba, a medida que filmaba. 

No tuvo la suerte de Bazoberry de contar con el apoyo oficial con que contaron otros cineastas para realizar películas en el Chaco. A él lo contrataron como fotógrafo de hospitales de campaña y de aerofotogrametría, de modo que hizo el documental por su cuenta, aprovechando los vuelos sobre el escenario del Chaco y su prolongada estadía en los campamentos, y tuvo que luchar contra el pesimismo de sus superiores para tratar de convencerlos “de que algo saldría”. Sus fotografías trascendieron como postales y los diarios de entonces publicaron las imágenes del Chaco que él enviaba. 

Esta información está contenida en una carta redactada por el propio Bazoberry al final de su vida, una carta que tiene la particularidad de estar certificada por las firmas de David Toro y del General Enrique Peñaranda, ambos ex – Presidentes de la República con quienes tuvo cercanía durante la guerra. En su carta afirma que “esta propaganda gráfica ayudó sobremanera a levantar el espíritu patriótico, cual evidencia la enorme referencia y propaganda de prensa en todo el país”.

Al concluir la guerra, Bazoberry se trasladó a España. En Bolivia no había infraestructura cinematográfica suficiente para hacer el trabajo de posproducción de su película, de manera que decidió invertir todo lo que tenía para cumplir su objetivo en Barcelona, donde viajó en octubre de 1935.

Con tres mil metros en buen estado tuvo Bazoberry que montar La Guerra del Chaco, en los laboratorios Bosch (Barguño, según su hijo). Para financiar el costo que representaba el trabajo de laboratorio, trabajó para esa misma empresa filmando cortos comerciales. Más de un año vivió de manera precaria, mientras la familia pasaba por una circunstancia no más ventajosa en Bolivia. Sin estos sacrificios no hubiese logrado nada.

Todo lo que incluí en mi texto de la Historia del cine boliviano constituye una descripción exacta de la película que podemos volver a ver ahora en la Cinemateca. Pero lo que me impactó es cómo en 2015 podemos hacer una lectura tan diferente a la que se podía hacer cuando se estrenó en 1936.

La guerra del Chaco que vemos hoy es una película trágica. El tono triunfalista que tenía en 1936 tiene ahora el sabor amargo de la derrota. Cuando vemos a los militares bolivianos de alto rango pavonearse en el campo de batalla como si fueran héroes victoriosos, no podemos sino sentir la amargura de la impostura.

Es cierto que Bazoberry no tenía otra opción en ese momento: tenía que falsificar la realidad para que el pueblo boliviano asumiera la derrota con vaselina. Tenía que salvar el cuello de generales incapaces y de una clase política indolente cuyas equivocaciones llevaron al desastre. Las risas de Peñaranda (¿de qué se ríe general?), la “confraternización” con los militares paraguayos, el desfile de los derrotados frente al balcón del Palacio Quemado y otras escenas “patrióticas” aparecen ahora con una carga de ironía que entristece.

Bazoberry incluyó fotografía fija para alargar el film en vista de que el metraje original no era suficiente.  Incluso añadió escenas filmadas en España, como la del cónsul de Bolivia en Barcelona, vestido de soldado, simulando ser un combatiente que entrega al Comando el parte de una batalla.

El film comienza con una galería de retratos de los héroes muertos en la contienda, todo ello con el fondo musical del Himno Nacional, y algunas leyendas que van apareciendo entre los retratos.  A continuación, se ven las personalidades de la guerra: Salamanca, en su pose característica de “fakir con sobretodo”, como lo definiera Augusto Céspedes; David Toro ofreciendo un cigarrillo a un oficial; Germán Busch en medio de las trincheras; Enrique Peñaranda golpeando su bota con una fusta. 

La guerra está representada en los aviones que evolucionan en el cielo del Chaco, en los soldados que se arrastran sobre los espinos (los terribles “Karawatas”), en las “chapapas” de observación y los nidos de ametralladoras, en los heridos transportados en camillas.  Con música de Rimsky Korsakov se dramatiza un combate reconstruido por medio de montaje cinematográfico.  En otra escena, el Comando visita el campo de batalla, entre los cadáveres paraguayos vencidos sobre los alambrados.

La guerra termina, se firma el armisticio en Buenos Aires, con Tomás Manuel Elío, el Canciller, representando a Bolivia.  Una leyenda dice: “El dios Marte ha recogido sus flechas en su carcaj de oro, y la Paz despliega sus alas plateadas sobre los campos de batalla”.  Al parecer este y otros textos del film fueron escritos por el poeta Capriles.  Ha concluido la guerra, los pañuelos blancos reemplazan a los fusiles en el frente, y los enemigos de antes se confunden en un abrazo. Se intercambian regalos.  Un boliviano entrega a un oficial paraguayo una bala, y un paraguayo entrega a un boliviano un cenicero hecho por un proyectil. El film concluye con el desfile de los excombatientes frente al Palacio de Gobierno, en La Paz.

Armando Montenegro comentó así la obra: “Todos los hombres que han ido al Chaco, han de sentir nuevamente la tremenda realidad de la guerra cuando vean esta película.  La traidora mañana del bosque, el tronar de los cañones, el tableteo trágico de las ametralladoras, el fuego, el cansancio, el heroico satinador, son cuadros que al combinarse entre la fotografía y la sincronización, dan un resultado sorprendente”.

Luis Bazoberry García vendió dos copias de La Guerra del Chaco al empresario del Teatro Princesa, Simón Audino, quién tenía la intención de exportar una de ellas al Perú, y explotar otra en Bolivia.  Con las dos copias restantes Bazoberry se trasladó a la Argentina, y allí llegó a un acuerdo de distribución con la firma Paramount.  El gerente de la empresa, el señor Bauer, consiguió de la censura argentina la autorización para exhibir el film, pero a condición de que Bazoberry cortara la galería de retratos de los héroes bolivianos.  En esas condiciones el film comenzó a anunciarse en Buenos Aires, se hicieron afiches, y publicidad en la radio, pero Bauer, a pedido del Presidente de la República, hizo una proyección privada a la que asistió el Embajador del Paraguay, y a resultas de la cual el gobierno argentino prohibió definitivamente la exhibición del film.

Bazoberry regresó a Bolivia angustiado, habiendo dejado las copias de La Guerra del Chaco en manos de un amigo suyo apellidado Guardia.  Se sumó a la lista de cineastas desilusionados, cansados de haber gastado energías en obras que no fueron valoradas en su momento, ni más tarde.

A principios de los años 50 Bazoberry volvió a presentar su película en el Teatro Achá de Cochabamba y la prensa la acogió con comentarios favorables.  Raúl Montalvo A., el cineasta que participó en Warawara, escribió un texto haciendo brevemente la cronología del cine el Bolivia, y refiriéndose sobre todo al sacrificio con que Bazoberry hizo su película, “luchando con la imperfección del equipo, es decir, de las cámaras no muy luminosas como las actuales, película de poca velocidad, que requería mucha actividad en la luz, trabajo cuidadosos de revelado dadas las circunstancias tórridas del ambiente..”

Otro artículo junto al de Montalvo afirma que el público “vivió horas de intensa emoción patriótica” al ver el film, y propone que éste pase a pertenecer al Estado Mayor General o al Ministerio de Defensa.  Por suerte el pedido del articulista no fue escuchado.  De ser así, la película de Bazoberry se hubiera perdido como las otras.  La misma proposición es reiterada por Samuel Mendoza hacia el año 1962, cuando La Guerra del Chaco volvió a estrenarse en el Cine Tesla de La Paz.

Bazoberry vivió hasta sus últimos años luchando por lograr su desmovilización del ejército, que no fue atendida a pesar de las recomendaciones que presentó de varios ex Presidentes que habían sido superiores suyos durante la guerra.  La película que hizo no le aportó ninguna satisfacción, ni reconocimiento, salvo del Teniente Coronel Germán Busch, Jefe del Comando y más tarde Presidente de la República, quién le envió una nota de felicitación firmada con lápiz rojo. 

El 3 de agosto de 1964 murió Luis Bazoberry García, “aquel gran señor de la bondad, el arte y la profunda simpatía humana de su conducta”, según escribió Armando Montenegro en una hermosa nota necrológica.  Esa crónica dice también: “Bazoberry supo cuajar en sus fotografías, toda la majestad del horizonte, de la nube y del color.  La ciudad naciente del alba no le ocultó ningún secreto, ni la agonía de la tarde, su cósmica serenidad”. 
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La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen,
para provecho de gentes que si se conocen
pero que no se masacran.
—Paul Valéry

05 febrero 2015

Alasita: la tradición se desvanece

Muñecos de trapo hechos en Sucre
Una vez más estuve en la Feria de Alasita, con la esperanza de encontrar la tradición rediviva, animado por lo que había leído acerca de la recuperación de la tradición y de las innovaciones que podría encontrar. Estimulado, también, por la coreografía ideológica que suele desplegarse alrededor de la feria. Los “especialistas” ofrecen en la TV su versión sobre el remoto origen del dios de la fortuna, en estos tiempos en que es políticamente correcto remontarse más allá de la época colonial para explicar la tradición.

Esos discursos entusiasman por su atractivo histórico, místico y cultural, pero cuando uno llega al lugar de los hechos se topa con un gran mercado donde los artesanos brillan por su ausencia, pero abundan los comerciantes que un mes más tarde venderán otras cosas en cualquier otro lugar.

Son pocos los verdaderos artesanos que ofrecen directamente sus productos, este año apenas pude hacerme de un minúsculo batán de piedra, algún soldadito de plomo, un perol de cobre y una muñeca de trapo hecha en Sucre. Solo entonces tuve la certeza de estar dialogando directamente con los artesanos, pues cada uno vendía lo suyo y me hablaba orgulloso de la calidad de su trabajo.

Artesano con una habilidad única: soldaditos de plomo 
Estos auténticos artesanos son casi invisibles en la masa de comerciantes que venden las miniaturas hechas por otros artesanos anónimos que replican en grandes cantidades los mismos objetos.  Alasita se ha convertido en una feria de intermediarios. 

La innovación tan publicitada brilla por su ausencia. Antes de ir, leí que habría billetes con los rostros de Jaime Sáenz, de Marina Núñez del Prado y de otros personajes, y que algunos artesanos habían creado miniaturas de Evo cabezón, de cholets, teleféricos, satélites y buses Puma Katari… Pero una vez en la feria vi muy poco de lo nuevo que con tanto entusiasmo se anunciaba, era como buscar una aguja en un pajar.

Elefantes y sapos chinos
En cambio abunda la importación china de sapos, gallos, caballos, elefantes y otros objetos que no están manufacturados localmente. Peor aún: peluches, muñecas Barbie, juguetes de plástico, y todo lo que en lugar de ser parte de la tradición, es más bien una traición. El espacio supuestamente reservado para miniaturas está invadido por puestos de comida, juegos, joyerías, etc. Me hubiera conformado con encontrar un buen ekeko, pero tan empobrecido está, que el que compré traía solamente una abarca… Así cojea esta tradición en la ciudad maravilla…

Hace un lustro, junto a colegas especialistas de la comunicación (Karina Herrera-Miller, Erick Torrico, José Luis Aguirre y Cecilia Quiroga) organizamos un evento internacional y se nos ocurrió diseñar algo especial para regalar a nuestros invitados: el “ekeko de la comunicación”. Quedó muy bonito. Pensé que el artesano que lo fabricó iba a tener el alcance creativo de seguir produciendo otros, más aún, de inventar el ekeko de la medicina, el ekeko de la arquitectura, quizás también el ekeko de la fertilidad, como fue en su origen, con un falo prominente. Pero nada pasó, los artesanos se han instalado en el mínimo esfuerzo, sin creatividad. Solo Mujeres Creando ha estado produciendo una ekeka desde hace algunos años.

Innovar es importante. Ninguna costumbre se mantiene intacta. Toda tradición evoluciona incorporando nuevos elementos pero deja de ser una tradición viva cuando pierde la capacidad de innovación y simplemente incorpora en bloque elementos ajenos como los gallos y sapos chinos, y peor aún, la parafernalia de Barbie.

Una de las tradiciones más arraigadas, los “periodiquitos”, pervive no gracias a los artesanos, sino a la iniciativa de cada diario de La Paz. Hace un año me invitaron como jurado de la Alcaldía y fue un placer revisar los textos y fotos cargados de humor.

Cuatro generaciones en Alasita, artesanos de verdad
Ahora, más de un centenar de técnicos del Ministerio de Culturas, artesanos y “actores sociales” preparan un nuevo expediente de postulación de Alasita a la Lista Representativa de Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad de la Unesco. Hace un par de años Bolivia decidió retirar el dossier porque recibió de Unesco información extraoficial de que no iba a ser admitido.

Para todos lo que tenemos memoria, Alasita es la feria de las miniaturas y del ekeko. Esos dos elementos son esenciales y si ahora se pretende darle otro disfraz para esconder lo mucho que ha cambiado en una o dos décadas, probablemente no se tenga éxito en la postulación ante la Unesco. ¿Por qué no hacen otras ferias que den cabida a los invasores de Alasita? Una feria de comidas tradicionales, una feria de juguetes importados, una feria de joyería…

Rocha el Breve, alcalde interino de La Paz, utiliza el tema demagógicamente y pretende organizar una “votación” absurda y sin validez. La Unesco no funciona con presión de firmas, no es así. No es un negocio como las “7 ciudades maravillosas” donde media la campaña y el dinero.  Para inscribir un patrimonio material o inmaterial en la lista de la Unesco, los gobiernos nacionales (y no los municipales) presentan un expediente realizado por expertos y con el apoyo de la comunidad  que es objeto de la inscripción, en este caso serían los artesanos de alasitas.

Pretender que la comunidad es toda La Paz, es bastante absurdo. No puede una comunidad de consumidores y de mercaderes sustituir a la comunidad de artesanos. Los ritos que se practican durante la Alasita, sobre todo a medio día del 24 de enero, cuando se inaugura, son parte de la tradición, pero no tendría ningún sentido sin las miniaturas y sin el ekeko, aunque ahora la Illa del ekeko haya tomado el protagonismo, de acuerdo a la demagogia de estos tiempos. Hace unos años nadie sabía siquiera de su existencia.

Dibujo de Abel Bellido (Abecor)
El ministro de Culturas, Pablo Groux conoce muy bien el tema pues cuando fue embajador de Bolivia ante la Unesco, los países lo eligieron presidente de la Comisión de Patrimonio Mundial. Él debería explicarle a Rocha, con dibujitos, cuál es el procedimiento que hay que seguir ante la Unesco.

La feria de Alasita se ha desnaturalizado de tal manera, que si no se hacen cambios radicales va a ser muy difícil probar ante la Unesco que es una tradición que merece protección. Lo esencial está en riesgo pues ha sido acaparada por mercaderes y ha perdido su capacidad de innovar. ¿Habrá que presentar el nuevo expediente junto a China, en reconocimiento a su “participación”? Un acertado dibujo editorial de Abecor (Abel Bellido) muestra a un ekeko cargado de cosas importadas, con el letrero “No a lo ajeno”. Por algo será.

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La tradición es un reto para la innovación.

—Alvaro Siza