30 julio 2013

Solón con nosotros

Desde en una esquina en el salón principal de la Fundación Solón Romero, nos miran tranquilamente Walter y Gladys. Sus cenizas están al pie de la foto en dos pequeñas urnas talladas en madera. Ese espacio que tantos visitan respetuosamente, es suyo, está rodeado de un laberinto de ambientes más pequeños por los que se ha ampliado la muestra de sus obras, en la casa que fue suya y que Walter Solón Romero, el gran muralista boliviano, destinó aún en vida a la fundación que lleva su nombre. La obra del artista multiplica y amplía los espacios, los toma por asalto, destaca sobre los muros intensamente blancos con su mensaje social, con su color, con su diversidad.

Elizabeth Peredo, Javier Torres Goitia, Gil Imaná y Alfonso Gumucio
A fines de julio 2013 estuve nuevamente en la Fundación Solón, en La Paz, invitado por Elizabeth Peredo Beltrán, su directora, para participar en el acto recordatorio de los 14 años de la desaparición de Walter Solón Romero en Lima, el 27 de julio de 1999. Allí nos reunimos algunos de los amigos más cercanos, como el artista plástico Gil Imaná y el doctor Javier Torres Goitia, que también ofrecieron sus testimonios sobre uno de los artistas plásticos más importantes de Bolivia, cuya obra pública puede ser apreciada sobre todo en las ciudades de Sucre y La Paz.

Durante el homenaje que programó Elizabeth, antes que referirme a la obra inmensa de Walter Solón Romero y a su trayectoria combativa y solidaria que es ampliamente conocida, preferí recordar algunos episodios de nuestra amistad. Revisé fotografías y papeles para desenterrar las fechas de nuestros encuentros, y hablé de las cosas que el propio Walter me contaba.

Entre las anécdotas que recuerdo está la de sus siete vidas. Walter me contaba un tanto divertido —nunca en el tono dramático de víctima— las ocasiones en las que estuvo a punto de perder la vida en graves accidentes.

Quizás el accidente más grave fue el primero, del cual sobrevivió milagrosamente cuando un pequeño avión en el que viajaba a Chile en 1948 se estrelló al aterrizar en Santiago. Walter, que iba en la última fila, salvó la vida pero con heridas en los pulmones que lo mantuvieron convaleciente en Sucre durante diez meses, en el Hospital de Santa Bárbara.

"Muerte al invasor", de Siqueiros, en Chillán
En otra ocasión se encontraba en Chile como asistente del maestro David Alfaro Siqueiros en el mural “Muerte al invasor” realizado en 1941-1942 en la biblioteca de la Escuela México de la pequeña ciudad de Chillán, parcialmente destruida por un terremoto dos años antes. Walter trabajaba en la parte más alta del mural cuando el andamio cedió provocando su caída y algunos huesos rotos.

La muerte lo estuvo rondando otra vez, también en Chile, cuando un automóvil en el que estaba con otras tres personas tuvo un grave accidente. Los tres acompañantes fallecieron y Walter, sentado en el asiento de atrás, salvó la vida. En otra ocasión, en 1970, en el metro de Nueva York, el tren en el que iba chocó violentamente con otro causando la muerte de varios pasajeros que estaban en el mismo vagón. Los andamios le jugaron siempre malas pasadas: cayó de uno mientras pintaba “Historia del petróleo boliviano” el año 1958 y se fracturó una clavícula. 

Quizás yo hubiera podido asistirlo a tiempo en ocasión de su último accidente mortal, que ocurrió en La Paz cuando se encontraba sobre un andamio dispuesto a trabajar en un mural en su propia casa y taller. Ese día lo iba a visitar, en eso habíamos quedado, pero por algún motivo no pude llegar. Al día siguiente supe que había sufrido un grave accidente: perdió el equilibrio sobre el andamio y para evitar la caída dio un manotazo a una ventana cuyo cristal se quebró. Su antebrazo izquierdo quedó colgado de un vidrio roto que le cortó venas y tendones, produciendo una abundante hemorragia  En ese momento no había nadie para socorrerlo, estuvo más de una hora así hasta que lo llevaron a una clínica. “Menos mal que no fue mi brazo derecho, con el que pinto”, me dijo después.

Con Walter en abril 1989
Tuve el privilegio de ser testigo de la creación del mural “El retrato de un pueblo”, que pintó en el Salón de Honor del Consejo Universitario en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), durante la gestión de Pablo Ramos. Es sin duda su obra mayor, Walter pintó más de 400 figuras sobre una superficie de 208 metros cuadrados. Tomé una serie de fotos en junio de 1985 cuando el mural estaba ya enteramente dibujado con carboncillo pero aún sin una gota de color, y el 22 de abril de 1989, delante de su obra ya terminada, le hice una serie de retratos entre los que escogí uno para mi exposición  “Retrato Hablado”, que se exhibió en La Paz y Cochabamba a principios del año 1990.

Walter me pidió que escribiera el texto para el catálogo de la inauguración del mural de la UMSA, y allí señalé que el artista había librado “una lucha cuerpo a cuerpo con cada uno de los personajes”. Eso, además de la lucha burocrática cotidiana para obtener latas de pintura y focos para iluminar el espacio de trabajo. Esa tarea monumental la realizó solo con la ayuda de sus dos hijos y de un estudiante de pintura. En otro país una obra mural de esa magnitud le hubiera permitido al artista vivir 20 años sin trabajar.

Estuve de nuevo rodeado por el mural de Walter el 23 de febrero de 1990 cuando la edición boliviana de mi libro La máscara del gorila, que había sido premiado en México ocho años antes, fue presentada en el Salón de Honor de la UMSA por el rector Pablo Ramos y el agregado cultural de México, Lázaro Cárdenas Batel.

Otra memoria amable que conservo es cuando pasamos unos días juntos en Sucre, el 16, 17 y 18 de octubre de 1989, para visitar el vitral y todos los murales que había creado entre 1949 y 1955 en Sucre, en la Escuela Junín, en la Escuela Normal y en la Universidad de San Francisco Xavier. Me contó que en vano les pedía a los cuidadores de la universidad que mojaran con manguera los murales al fresco para asegurar su permanencia en el tiempo, ellos tenían miedo de que se despintaran.

De noche nos quedábamos hasta muy tarde en mi habitación del hostal Cruz de Popayán, para seguir conversando. Me contaba sobre los orígenes del Grupo Anteo, con los hermanos Gil y Jorge Imaná, y Lorgio Vaca. Me contó que sus primeros cuadros los firmaba con el seudónimo “Nadie” y que en su casa tenía un letrero que decía “Nadie vive aquí”. Más tarde adoptó el nombre de Solón en homenaje a Solón de Atenas, uno de los siete sabios de Grecia, el que propuso reformas para aliviar la situación de los campesinos más pobres. Es interesante cómo ese nombre adoptado se convirtió en su apellido y el de sus hijos.

Walter Solón Romero con  Rolando Costa Arduz, Julio de la Vega y
Alfonso Gumucio, en La Paz,  el 28 de julio de 1993
Además de vernos en su taller de la Avenida Ecuador, en La Paz, solíamos coincidir en la imprenta universitaria de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) que dirigía nuestro querido Pepe Ballón, ese gran promotor de la cultura, y alguna vez en mi casa en el barrio de Obrajes. 

De una de estas veladas en casa, hace exactamente 20 años el 28 de julio de 1993, conservo fotos en las que Walter parece junto a Rolando Costa Arduz y Julio de la Vega. Quince años antes en 1978, también en el mes de julio (tantas casualidades) pasó algún tiempo en París. Estaba alojado en un departamento sobre el Boulevard de Montparnasse, y allí, en el balcón de un tercer o cuarto piso, le tomé una serie de retratos en los que posó junto a los dibujos de su serie “El quijote y los perros”.

Bartolina Sisa
Solón Romero era un artista capaz de experimentar con todas las técnicas y materiales. Todo hizo: dibujo con tinta, acuarela, pastel, pintura de caballete, hierro forjado, murales al fresco y a la piroxilina, tapices, grabados con matrices de muchos materiales, cerámica, pintura sobre papel de amate, y toda la gama de las artes plásticas. Me contó cómo se las había ingeniado para crear un material en base a cemento y aceite de tung, un producto vegetal que había descubierto en China, que le permitía hacer muchas copias de sus grabados sin perder calidad. Así realizó la serie “Pueblo al viento”, en 5 mil ejemplares.

Al igual que otros diez artistas amigos míos, en 1990 tuvo la generosidad de hacer algunos dibujos para mi poemario “Sentímetros”.  Escogió nueve poemas de ese libro para ilustrarlos: uno sobre México, otro sobre Bangladesh, otro sobre la India y otro sobre Nueva York, que eran lugares donde él también había estado; además de un poema sobre los militares, dos sobre el exilio, uno sobre la arcilla y uno sobre el amor.

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A los doce años sabía dibujar como Rafael
pero necesité toda una vida para
aprender a pintar como un niño. 
                                                                    —Picasso

24 julio 2013

Recordando a Buñuel

Esta semana los organizadores de “Buñuel en México” me invitaron a decir unas palabras en el acto de inauguración del ciclo de películas que el cineasta aragonés dirigió durante su estadía en México. Seis películas producidas entre 1949 y 1961 han sido seleccionadas para su exhibición en el Centro Cultural de España en La Paz y en Santa Cruz, conmemorando los 30 años de la muerte de Luis Buñuel el 29 de julio de 1983.

Como la sala estaba repleta de gente que quería ver El gran calavera (1949), me limité a recordar brevemente algunas anécdotas de mis también breves encuentros con Buñuel. Lo que sigue es una versión detallada rescatada en el baúl de la memoria, porque no me es fácil olvidar la manera como lo conocí pocos meses antes de su muerte.

Un día que regresaba de comprar víveres, en la esquina de mi casa en la Colonia del Valle vi a un señor mayor, solo, caminando con ayuda de un bastón por la calle Félix Cuevas. Su rostro de ojos saltones era inconfundible, reconocí a Buñuel. Era la imagen austera de sí mismo, enflaquecido en relación con las fotos que yo conocía, y con la piel cansada que no permitía engañarse sobre su edad. Me acerqué para saludarlo y expresarle que admiraba su obra, y lo primero que me dijo es que desde hacía dos años no había salido de su casa, que esa era la primera vez para caminar hasta la oficina de correos en la calle Parroquia, muy cerca de allí.

“Estoy cada vez más ciego y más sordo”, me dijo, y añadió “tiene usted que gritar para que pueda escucharlo”. Le comenté que su última película, Ese oscuro objeto del deseo se había estrenado recién en México con mucho retraso. “Ya me han contado esto, pero no sé nada, no me preocupa, hace cinco años que no voy al cine, ya no se hacen películas buenas”.

Buñuel, por Salvador Dalí
Cuando me presenté como cineasta de Bolivia abrió aún más esos ojos saltones para decirme: “No he conocido a ningún boliviano desde que estuve exiliado en París durante la guerra”, o algo parecido.

Durante la charla en la esquina me dijo que no sabía que se hacía cine en Bolivia, y entonces le ofrecí la Historia del Cine Boliviano que se acababa de publicar, y mi libro Bolivie que había salido en Francia en la colección Petite Planete de la editorial Le Seuil. Me dio su dirección: vivía muy cerca de allí, en la Cerrada de Félix Cuevas, número 27. Al día siguiente le hice llegar los ejemplares prometidos y una tarjeta con mi teléfono.

Unos días más tarde, el jueves 16 de septiembre llamó su mujer para invitarnos a “tomar un té” con Luis. Jeanne, que en la intimidad llamaba a Buñuel “moro” (interesante casualidad porque es el apodo por el que me conocen los amigos), me hizo estrictas recomendaciones por teléfono: que Luis que estaba muy cansado, que no le gustaba recibir, que excepcionalmente quería verme durante media hora aunque ella había tratado de disuadirlo (al menos eso entendí en el tono molesto de Jeanne en el teléfono).

Para mi suerte las cosas sucedieron de otra manera, porque una vez en su casa nos embarcamos en una conversación que duró más de una hora y no en torno a una taza de té sino de varios vasos de whisky y de dry martini, su bebida favorita. Le llevé un ejemplar de Les cinémas d’Amérique Latine aunque supuse que no iba a leer ese ladrillo de 544 páginas. Mencionó que había leído unas 50 páginas de mi libro sobre Bolivia con dificultades a pesar de las lupas que tenía a mano para poder leer.  Estaba cansado de sentirse tan desvalido, sordo y ciego. Me dijo: “Antes de llegar a esto lo mejor que puede hacer uno es suicidarse”. Tuve la poca delicadeza de preguntarle cual era la enfermedad que lo aquejaba, me dijo: “Una terrible enfermedad, la vejez”.

La conversación era a gritos porque a pesar del aparato que tenía en el oído, no escuchaba bien. A raíz de mi libro sobre Bolivia había recordado cosas  que nunca las he comentado con nadie antes, porque usted es el primer boliviano que conozco”.

Buñuel me sorprendió cuando me dijo “Estamos aquí entre bolivianos”. Al ver mi cara  de perplejidad me contó que cuando la guerra civil española comenzó, él se encontraba en París, quería viajar a Alemania pero no tenía pasaporte. La única delegación diplomática que lo ayudó proporcionándole un pasaporte con un nombre falso fue la de Bolivia. Añadió que nunca llegó a usarlo y lo devolvió más adelante, pero que se sintió desde entonces agradecido hacia Bolivia.

Nunca pude verificar ese dato, pero el hecho de que así lo recordara el propio Buñuel es significativo. Le dije: “Si no hubiera usted devuelto ese pasaporte hoy podríamos decir que Buñuel es boliviano”. Nunca fue a Bolivia pero tenía la imagen de un país “tremendamente sacrificado, asediado por enemigos, no solamente el imperialismo de Estados Unidos”. 

Traté de evitar una conversación sobre cine porque sabía que a Buñuel no le gustaba el tema, pero no resistí a la tentación de decirle que mi película preferida era El ángel exterminador, a lo cual respondió con su silencio. En cambio, me contó que comenzó a hacer cine porque no pudo ser escritor y que La edad de oro (1930) fue como poner una bomba: “Ahora es una película que divierte, pero cuando la hice quise hacer un acto similar al de poner una bomba”. Me dijo que nunca veía sus propias películas una vez terminadas. Desde todo punto de vista era un ave rara en el cine mundial.

Recordó que cuando recién llegó a México lo atacaban en la prensa y lo llamaban “Buñuelo” para molestarlo. Al referirse a su apellido reconoció que era muy raro y que durante mucho tiempo él era el único Buñuel, pero que en años recientes habían aparecido otros en la guía telefónica de España, “seguramente hijos de mis mujeres clandestinas”, dijo medio en broma y medio en serio. 

Para darme un ejemplar de su autobiografía Mon dernier soupir (Mi último suspiro) escrita en complicidad con Jean-Claude Carrière, su coguionista y colaborador, me pidió que lo acompañara al segundo piso de la casa, a su dormitorio. Me sorprendió el ambiente sencillo y austero; una estrecha cama, nada de adornos, ningún otro objeto a la vista. Me hizo pensar en don Juan Lechín, que vivía con esa misma sobriedad, como un monje de claustro.

La imagen del cuarto de Buñuel me ha quedado grabada y su gesto de invitarme a su espacio íntimo lo he valorado aún más desde que leí una entrevista con Carlos Fuentes donde recuerda que a pesar de ser un cercano amigo de don Luis y de haberlo visitado regularmente cada semana durante muchos años, nunca conoció su dormitorio.

Buñuel me dedicó el libro “muy amistosamente, Luis Bunuel”, sin ponerle la virgulilla encima de la ene, quizás porque así se acostumbró a escribir su apellido en Estados Unidos. Me contó que acababan de llegarle los primeros ejemplares desde París; la edición en castellano no se había aún publicado. El ejemplar que me regaló tuvo una vida corta, me lo robaron en Morelia días más tarde, en un maletín con mi equipo fotográfico. Probablemente haya pasado por alguna tienda de libros usados y esté en manos de un coleccionista que reconoce su valor.

Tres días después de su fallecimiento, publiqué el 1 de agosto en el diario Excelsior de México algo sobre esa conversación que sostuvimos en su casa, pero no es sino ahora que pude encontrar mis notas manuscritas, tomadas el mismo día que me recibió.  

Con Gabriel Figueroa, julio 1984
Un año más tarde, a fines de julio de 1984, visité al extraordinario director de fotografía Gabriel Figueroa, que trabajó con Buñuel en siete de sus películas: El ángel exterminador, Los olvidados, La vida criminal de Archibaldo Cruz y Nazarín, entre otras. Esta última, me dijo Figueroa, es la que él prefería. Me contó también que entre los cineastas con los que había trabajado, Buñuel era el “más barato” porque no hacía más de una o dos tomas de cada plano.

Con Jeanne Rucar Buñuel fue tremendamente posesivo, según cuenta en sus “Memorias de una mujer sin piano”, pero ella lo aceptó como era y cedió en todo para acompañarlo toda la vida desde que empezaron a enamorar en 1926.

La biografía de Buñuel, que muchos autores han rescatado en sus mínimos detalles, es muy curiosa por su accidentado itinerario cinematográfico. Su primer corto lo hizo famoso instantáneamente, con el respaldo de los surrealistas que conoció en París y sobre los que en sus memorias escribió que eran todos guapos: “Belleza luminosa y leonada de André Breton, que saltaba a la vista. Belleza más sutil la de Aragon, Eluard, Crevel y el mismo Dalí, y Max Ernst con su sorprendente cara de pájaro de ojos claros, y Pierre Unik y todos los demás: un grupo ardoroso, gallardo, inolvidable”.

Cerrada Félix Cuevas, No. 27
Los surrealistas lo cautivaron porque “luchaban contra la sociedad a la que detestaban, utilizando como arma principal el escándalo”. Buñuel sentía el mismo rechazo por “las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la influencia embrutecedora de la religión, el militarismo burdo y materialista”.

Varias veces durante mis largas estadías en México encaminé mis pasos hacia la Cerrada Félix Cuevas para ver siquiera desde afuera la casa de Buñuel, donde vivió con Jeanne 31 años, desde 1952 hasta su muerte en 1983, pero me topé siempre con una puerta cerrada y un gran silencio. Sin embargo, a principios del 2012 volví a encontrar la casa abierta, casi tres décadas más tarde, sólo que esta vez no me abrió Jeanne, ni él me invitó a un trago para brindar. Jeanne había fallecido allí mismo en noviembre de 1994, a los 86 años.

Luego de casi dos décadas de abandono y gracias a la inversión de la cooperación española (y no del gobierno mexicano como tendría que haber sido ya que el cineasta realizó en México 20 de sus 37 películas, de 1947 a 1965), la casa de Luis Buñuel volvió a abrir sus puertas, convertida en lugar de exposiciones y encuentros.

El día de la inauguración los funcionarios de la cultura mexicana estuvieron en primera fila para celebrar la ocasión con sendos discursos, aunque el mérito les era ajeno. No deja de sorprender la indiferencia en el trato que da México a quienes no han nacido en su territorio, aunque hayan vivido toda su vida en el país y hayan hecho aportes magníficos. Desde el presidente Lázaro Cárdenas, México ha sido tierra de asilo para republicanos españoles, indígenas mayas que huían del genocidio en Guatemala, o intelectuales que escaparon de las dictaduras del cono sur de América Latina, pero lo cierto es que el chauvinismo aparece siempre entre líneas en esos grandes gestos solidarios.

Buñuel se naturalizó en 1949, pero no fue asumido como mexicano “completo”, de la misma manera que no lo fue el más importante historiador del cine mexicano, Emilio García Riera, también nacido en España. A mediados de esa misma década de 1980, Emilio solía contarme cuando nos tomábamos un café en Coyoacán, que a pesar de haber vivido desde niño en México, lo seguían considerando español.

No queda nada del mobiliario original en la casa, pero para la primera muestra con que se inauguró se hizo el esfuerzo de reunir documentos sobre Viridiana, al cumplirse 50 años de ese extraordinario film: correspondencia sobre la prohibición de la película en España, el revuelo en la prensa internacional, el guión original con las anotaciones de Buñuel, abundantes fotografías y algunos objetos como el abrigo que utilizó en la película Paco Rabal y la Palma de Oro que obtuvo en el Festival de Cannes 1961, donde Jean Giono fue Presidente del Jurado, lo cual no es un dato menor.

Buñuel, Carlos Saura y Luis García Berlanga
En el jardín, a lo largo del muro perimetral de la casa, más de 20 grandes paneles con fotos y datos biográficos resumen la vida de Buñuel desde su nacimiento hasta su muerte. Hay fotografías poco conocidas tomadas de los archivos personales de Jean Claude Carrière y de otros amigos. En ese jardín se reunía Buñuel los viernes con Carlos Fuentes, quien recordaba los “buñueloni”, un cocktail de Martini que don Luis solía preparar y que “te emborrachaba en cinco minutos”. Las fotos lo muestran con André Breton, García Lorca, Salvador Dalí, Gabriel Figueroa, Carlos Saura, Hitchcock, y otros grandes de su época.

Buñuel murió hace treinta años cuando ya había hecho lo que quería hacer, no le faltó nada. Dejó una obra completa, terminada, sólida, original y sin precedentes. Se fue, pero está cada vez más con nosotros.

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Una película debe defender y comunicar indirectamente
la idea de que vivimos en un mundo brutal, hipócrita e injusto…
Debe producir tal impresión en el espectador que éste,
al salir del cine, diga que no vivimos en el mejor de los mundos.
Luis Buñuel  


20 julio 2013

La sonrisa inerte de la muerte

Reconocida en 2010 con el Premio Nacional de Novela “Marcelo Quiroga Santa Cruz”, El charanguista de Boquerón de Adolfo Cáceres Romero ha sido hasta ahora una víctima más de la guerra silenciosa del ninguneo que se practica en Bolivia, aunque no solamente en nuestro país. A pesar del premio y a pesar de que alcanza ya una segunda edición, esta novela histórica no ha merecido ni elogios ni ataques y menos aún comentarios serios escritos por los estudiosos de la literatura nacional. Es una paradoja que Cáceres Romero sea precisamente uno de esos estudiosos, cuyo aporte enciclopédico sobre la literatura boliviana ha permitido actualizar los de sus predecesores para dar a conocer nuevos valores. 

Atribuyo la falta de interés de la crítica literaria a varios factores. Por una parte en Bolivia se publica más de lo que se lee, ya pocos cultivan bibliotecas en sus casas y menos aún el hábito de la lectura. Con gran esfuerzo y sin estímulo institucional los escritores bolivianos escriben y las editoriales independientes publican numerosas obras cada año, que quizás los críticos literarios —muy pocos al parecer— no se dan el tiempo de leer. Son raras las columnas de crítica literaria en los diarios y revistas del país, a diferencia de la crítica cinematográfica que es vigorosa menos complaciente.

Quizás la apatía se debe también al temor que sienten los críticos literarios de escribir libre y creativamente, sin más compromiso que con su propia exigencia de calidad. Hacerlo supone a veces enemistades gratuitas y reclamos dolidos de autores que no admiten otra cosa que el elogio.

Dicho esto, nos adentramos en las páginas de esta novela histórica que constituye desde la literatura más que desde la historia un ataque frontal a la guerra, y no solamente a la del Chaco que Bolivia perdió frente a Paraguay, sino a todas las guerras por inútiles, estúpidas e innecesarias. Para Cáceres Romero la guerra es un absurdo monumental que desmenuza con pasión, mientras rescata a los personajes que llevados a esa situación se comportan con un alto sentido de la ética y del honor, como los 448 soldados, cadetes y oficiales que combatieron en Boquerón, resistiendo durante 21 interminables días el ataque de más de diez mil soldados paraguayos bien pertrechados.

Del mismo modo que el autor revela el coraje y la dignidad de los combatientes bolivianos y paraguayos, no escatima palabras para calificar a los “estrategas del fracaso”, los altos mandos militares de la retaguardia cuyos fracasos son “contados como virtudes” y los civiles “emboscados” que fueron al final de cuentas quienes llevaron al país al desastre que significó la pérdida de 50 mil vidas y una porción de territorio que duplica el que Paraguay tenía cuando nació como república.

Pero este no es un ensayo histórico sino una novela y por más que Cáceres Romero haya hecho el esfuerzo de ser fiel a los hechos hasta en el mínimo detalle, al final no importa tanto la precisión de fechas y lugares, ni la inclusión de nombres que realmente existieron. Lo que importa es esa capacidad que tiene la novela para narrar el horror de la guerra con mucha más fuerza que un libro de historia. La ventaja de la novela es que puede rescatar los relatos cotidianos y las narrativas individuales, aquellas que dicen su verdad desde abajo pero que rara vez quedan plasmadas en los libros de historia con gran hache.

Las historias son más eficientes que la Historia. Lo cualitativo versus lo cuantitativo, la memoria vivida (y vívida) versus aquello que se escribe en base a documentos desde la penumbra de una biblioteca.

Las imágenes que siembra Cáceres Romero son devastadoras y cargadas de simbolismo, sobre todo en la primera parte del libro. La denuncia de las arbitrariedades de la guerra es elocuente: “Nuestra bajas aumentaron con los camaradas fusilados. (…) en casi todos los fortines y destacamentos bolivianos no había un día en que no se fusilara a alguien, sobre todo si tenía una herida en la mano o en el pie izquierdo…” Antes de fusilar a un estafeta le cuelgan el letrero “Soy un cobarde izquierdista” y el coronel en mando instruye, haciendo gala de crueldad, que el pelotón de fusilamiento esté integrado por ocho amigos de la víctima.

Las voces de varios personajes se alternan en la novela: Abel, cuyo relato en primera persona ocupa la mitad de la obra, es “la voz de la conciencia moral colectiva”, como afirma el poeta Antonio Terán Cabero en su breve comentario en la contratapa de la novela. Luego está Víctor, el charanguista, humanista y solidario, cuya habilidad en el instrumento es inversamente proporcional a su pericia en el uso de las armas, y Félix un joven estafeta voluntarioso y ajeno a la muerte. Es importante señalar que los tres personajes son reales y que estuvieron vinculados por amistad o por lazos familiares al autor de la novela.

Sin duda el primer personaje, cadete del contingente de voluntarios Tres Pasos al Frente, es quien cautiva al lector porque habla desde una condición particular, está muerto: “Estoy aquí, sin cara ni cuerpo. Con la memoria que poco a poco deja de ser terrenal”.  Ya no tiene nada que perder porque ha visto “la sonrisa inerte de la muerte cabalgando en ambos frentes”.

“Pero sigamos, antes de que me pudra del todo”, continúa Abel. Su relato es más importante para el lector que los detalles sobre las batallas que solamente los historiadores apreciarán. Cáceres Romero es minucioso y todo lo que narra corresponde a la verdad histórica pero el dato que realmente importa es la resistencia de los fortines en Boquerón, porque simboliza todo lo cruel de la guerra y al mismo tiempo todo lo esperanzador de los seres humanos.

Adolfo Cáceres en 2001
Quizás la escena más emblemática, en torno a la que se teje la novela, es aquella en la que Víctor en plena línea del frente y a pocos pasos del enemigo, toca el charango y provoca con su música unas horas de confraternización entre los soldados y oficiales paraguayos y bolivianos. Esa sola escena en la mitad de la novela encapsula la filosofía que sostiene toda la obra: “¡Ah!, lo que sucedió después es que disparábamos a cualquier parte, sin intención de hacernos daño”.

Más que descripciones de hechos, la novela logra contagiar sensaciones que el lector vive como si estuviera inmerso en la situación que relata Abel: “… ya ni saliva tenían para remojar la coca que mascaban”, “sentía en la piel el olor de la carroña y de la pólvora”, “agradecían y parpadeaban una lágrima porfiada”… El lector siente los olores, los ruidos, la respiración de los personajes. La primera mitad de la novela transpira la muerte en todas sus páginas, se siente como un pantano de sangre del que los personajes no pueden salir, aunque se desplacen en diferentes direcciones. El relato fluye como una película, como un guión listo para filmar.

Por momentos la narración parece debilitarse cuando interviene la voz del narrador omnipresente sustituyendo el relato en primera persona. Las descripciones se hacen más objetivas y por lo tanto más distantes, menos vivenciales. La intención de proporcionar información sobre los hechos históricos opaca el tono testimonial del relato. La segunda mitad del libro que describe la situación vivida por Víctor como prisionero de guerra, tiene menos fuerza que la primera. Boquerón pasa a un segundo plano, la guerra se aleja para dar espacio a las vivencias amorosas y aventuras musicales del personaje, a veces con concesiones grandilocuentes al sentimentalismo.

En la Feria del Libro de Cochabamba (foto José Rocha)
Los títulos que encabezan los capítulos me parecen prescindibles aunque se entiende la intención del autor de establecer un contrapunto simbólico entre Abel y “Caín”, el hermano fratricida. Un par de escenas se repiten de manera parecida en diferentes páginas, como la del coronel Marzana, prisionero de guerra, acogido calurosamente por la población de Asunción (páginas 97 y 108).

Lo anterior, así como la llegada de Abel al cielo y alguno que otro momento de precaria verosimilitud no desmerecen el nivel general de la novela, pero es cierto que la intensidad baja a medida que se aproxima de manera apresurada al final y que el narrador omnipresente se hace dominante porque siente la necesidad de explicar las consecuencias de la guerra del Chaco o el destino de los personajes, cerrando de manera un tanto abrupta la trayectoria de Víctor, el charanguista de Boquerón.

(publicado originalmente en Nueva Crónica, N° 123)

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Para los historiadores, los príncipes y los generales son genios;
para los soldados siempre son unos cobardes.  —Leon Tolstoi


14 julio 2013

Prehistoria de la Cinemateca Boliviana

La Cinemateca Boliviana, que acaba de cumplir 37 años de edad, fue creada el 12 de julio de 1976 a través de una ordenanza municipal del Alcalde de La Paz, Mario Mercado Vaca Guzmán, en los años finales de la dictadura militar de Hugo Bánzer Suárez. Un gran esfuerzo colectivo y sostenido hizo posible el sueño que abrigábamos no solamente los cineastas de entonces y los pocos que nos interesábamos en la historia del patrimonio fílmico nacional, sino también un sector importante de la población que aportó con pesos y centavos para que el sueño se hiciera realidad.

Carlos Mesa ha escrito una cronología imprescindible de la Cinemateca Boliviana desde sus orígenes hasta nuestros días. Ese texto debería figurar en la precaria página web de la Cinemateca que hoy por hoy se concentra en anunciar las películas que muestra en sus pantallas y en comercializar servicios (incluso tiene una página hackeada), pero relega a último plano los temas de patrimonio fílmico, la historia de la propia institución, la consulta vía web del archivo de publicaciones y del acervo fílmico, los grandes trabajos de restauración que realiza, los perfiles del personal que trabaja allí, enlaces con otras instituciones, concursos, etc.  

Cuando no se tiene capacidad propia, no cuesta mucho y no es pecado copiar las buenas ideas de otras cinematecas, como la Cineteca Nacional de México, la Cinemateca Peruana o la Cinémathèque Française.  La Cineteca mexicana es un ejemplo a seguir. Esta institución estatal tiene en su sitio web las secciones “Quiénes somos” con páginas sobre su historia, sus acervos, la programación, las investigaciones y publicaciones, etc. Otra pestaña de la barra de navegación es “Transparencia”, que incluye páginas sobre rendición de cuentas, participación ciudadana, indicadores de programas presupuestarios, normatividad, estudios y opiniones, etc.

Pero volvamos al tema central de este texto. Si bien la historia de la Cinemateca es ampliamente conocida (a pesar de su página web), se sabe menos de su prehistoria. Aunque la prehistoria pueda parecer anecdótica, la menciono porque tengo que ver con ella y este es el espacio en que puedo decirlo.

Un hecho clave en esa prehistoria es el artículo que publiqué a mediados del año 1975 en la página editorial del diario Presencia, titulado “Necesidad de una filmoteca”. En ese texto argumenté a favor de la creación de un archivo fílmico indicando que Bolivia era uno de los pocos países en la región que carecía de uno. Al final del texto coloqué una frase para interpelar directamente a Mario Mercado, Alcalde de La Paz, emplazándolo a tomar la iniciativa en su calidad de hombre sensible al cine y con experiencia cinematográfica propia.

Un par de días después Mario me llamó a su despacho en la Alcaldía y me reclamó en un tono un tanto divertido: “Me estás metiendo en un lío”. Me preguntó qué se necesitaba para crear la cinemateca ya que la Alcaldía de La Paz no contaba con recursos. Le dije que lo importante era tomar la decisión, crear la institución mediante ordenanza municipal y luego pedir donaciones de películas a embajadas, a los propios realizadores bolivianos, a las distribuidoras de cine y a cuanta persona tuviera rollos de película y documentos. Meses después Mario Mercado creó la Cinemateca de La Paz con el concurso de Amalia de Gallardo del centro de Orientación Cinematográfica y Renzo Cotta del Cine 16 de Julio. Pedro Susz, Carlos Mesa y Norma Merlo, fueron nombrados como ejecutivos a cargo de la nueva institución.

Mario Mercado
El gesto de Mario Mercado merece reconocimiento hoy y siempre. A pesar de las discrepancias políticas que uno pudiera tener con él por su militancia en las filas de Bánzer, Mario era un hombre muy abierto, muy receptivo y muy solidario. Doy fe de ello porque en el marco de una relación que siempre fue cordial, me ayudó generosamente cuando yo necesitaba una cámara de 16mm para la filmación de mi película sobre Luis Espinal. Muchas otras personas, entre ellos don Juan Lechín, recibieron la ayuda desinteresada de Mario.

Si bien mi artículo y la conversación con Mario Mercado son un antecedente directo en esa prehistoria que derivó en la creación de la Cinemateca Boliviana, hubo otros hechos que es importante recordar, porque no es justo que caigan en el olvido.

Tal como escribí más de 30 años atrás en mi Historia del cine boliviano (1982), ya en 1971 el Plan Cultural de la Federación de Mineros elaborado por Liber Forti en su calidad de asesor cultural de la FSTMB y de la COB (a quien apoyé con algunas iniciativas en el campo del cine y la fotografía), preveía la creación de una filmoteca, pero esa fue una de las actividades que no pudo concretarse debido al golpe militar de Bánzer el 21 de agosto de ese año.

Cuatro años más tarde, en febrero de 1975, varios cineastas presentaron al gobierno un proyecto de decreto para aprobar una ley de cine que también incluía la creación de una cinemateca y de un archivo fílmico dependiente de la Subsecretaría de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura. A pesar de la importancia de la propuesta, el documento supeditaba completamente la cinemateca y el archivo fílmico a “los diferentes organismos del Estado para fines de educación y para la promoción del país en el exterior”. Una cláusula incluyó la figura del depósito legal obligatorio de una copia en 16mm de toda película producida en Bolivia.

La Cinemateca Boliviana, casi terminada en 2007
En septiembre de ese mismo año, Luis Espinal por una parte y yo por otra, coincidimos al presentar en el Segundo Simposio Nacional sobre Ciencia y Tecnología dos ponencias en las que insistíamos en la necesidad de una filmoteca y archivo fílmico para salvaguardar la riqueza cinematográfica del país.

Lucho Espinal merece figurar también en la historia de la Cinemateca Boliviana, porque él escribió varias veces sobre el tema y fue uno de los que propulsaron la idea original.

Durante 37 años la Cinemateca Boliviana se ha consolidado gracias al esfuerzo de quienes fueron sus directores y administradores, sobre todo Pedro Susz, Norma Merlo y Carlos Mesa que han sido indudablemente pilares sobre los que se ha construido lo que existe ahora. Me consta que fueron años duros aquellos en que la Cinemateca funcionaba en la calle Pichincha en la sala de cine del Colegio San Calixto. Desde la empedrada calle Indaburo yo solía estirar el cuello para ver a través de las ventanas si en las pequeñas oficinas estaban Pedro o Norma. Y siempre estaban para visitarlos y conversar.

Muchas instituciones y personas contribuyeron para que la Cinemateca Boliviana sea la institución que es hoy, ya sea involucrándose directamente en la gestión, diseño, donaciones de películas y documentos, como aportando con algo de dinero en la campaña de los ladrillos para construir la nueva sede.  

Filmando a Dámaso Eduardo Delgado y a José María Velasco Maidana en 1980
En varias etapas de esta aventura colectiva me ha tocado contribuir. Considero que no es menor mi aporte a través de la investigación sobre la historia del cine boliviano y el empeño que invertí hasta encontrar y entrevistar a pioneros del cine nacional como José María Velasco Maidana (a quien redescubrí en Houston), Donato Olmos Peñaranda, Dámaso Eduardo Delgado, Mario Camacho, José Jiménez, Raúl Durán, Marina Núñez del Prado, Raúl Montalvo, Marcos Kavlin, Dorothy Hood y otros.

Hoy es relativamente fácil investigar y escribir sobre la historia de nuestro cine, pero no lo era a principios de la década de 1970, cuando empecé mi investigación sin tener precedente alguno, cuando las únicas fuentes eran los testimonios de quienes aún vivían y los archivos de periódicos. Como no había fotocopiadoras, usaba mi cámara para fotografiar todo lo que encontraba en diarios de la Biblioteca Municipal, y pasaba noches enteras revelando rollos y haciendo copias en papel.

La Guerra del Chaco (1936), de Luis Bazoberry García
Por otro lado, menciono como una contribución mi gestión para propiciar la recuperación de La guerra del Chaco (1936) de Luis Bazoberry García. El hijo de Bazoberry, que era mi dentista, me había comentado su intención de vender la película a alguna institución en Estados Unidos ya que en Bolivia “nadie se interesaba”. Poco a poco, mientras me sometía a la tortura de arrancarme muelas en su consultorio en la Calle Comercio, lo convencí de que era mejor ceder ese patrimonio a la Cinemateca Boliviana.

He contribuido también con la donación de mis colecciones de revistas de cine de Francia y otros países, y la cesión en depósito de mis películas (Señores Generales, Señores Coroneles, en 16mm, entre otras) que ahora están, según entiendo, bien catalogadas gracias al empeño constante de Elizabeth Carrasco.

Como toda historia, la de la Cinemateca Boliviana está llena de anécdotas que no siempre quedan registradas en la historia oficial, ya sea por falta de espacio o de memoria. Son muchos los que pueden ofrecer su anecdotario personal antes de que se pierda. 

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Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.
—Jorge Luis Borges 

06 julio 2013

La maleta mexicana

"Muerte de un miliciano" (1936) de Robert Capa
Hay fotos que resumen la historia. La foto de la guerra civil de España que más notoriedad ha adquirido es la que muestra el preciso instante de la caída de un miliciano republicano. Ninguna otra imagen de la guerra española ha circulado tanto y ningún otro fotógrafo de esa guerra se hizo tan famoso con una sola foto. Pero como nada es lo que parece y toda historia es revisable y nunca definitiva, la foto de Robert Capa y algo de su prestigio se han visto mancillados por meticulosas investigaciones que pusieron al desnudo la verdad histórica.

A fines de mayo evoqué de nuevo la larga controversia cuando visité en París, en el Musée d’art et d’histoire du Judaisme, la exposición “La maleta mexicana”. Mientras recorría con mi hija Sybille la imponente muestra pensaba en ese debate que ya ha sido zanjado aunque Capa ya no está entre nosotros para defenderse, y el punto de vista ético ya no parece ser tan importante en esta sociedad fácilmente acostumbrada a la manipulación de la fotografía por medios electrónicos.

Musée d'art et d'histoire du Judaisme
La maleta mexicana, además del bonito nombre, existe. Son tres cajas con 4 500 negativos de Robert Capa (nacido en Budapest con el nombre de Endre Ernö Friedmann), Gerda Taro (nacida en Stuttgart como Gerta Pohorylle), David ‘Chim’ Seymour (nacido en Varsovia como Dawid Szymin) y algunos negativos de Fred Stein (nacido en Dresden). Es importante recordar que Friedmann y Pohorylle decidieron crear el personaje del “fotógrafo americano” Robert Capa, para poder vender mejor sus fotografías de guerra, tomadas indistintamente por ella o él, lo que hace aún más picante la historia.

La trayectoria de la maleta mexicana es tan fascinante y rocambolesca como la de los tres fotógrafos de guerra y podría ser la trama de una novela de Hemingway. De hecho, ya ha resultado en una película documental y en un libro, que se suman a la extensa filmografía y bibliografía que se ocupa de Robert Capa.

La parte más conocida de la historia de estos valientes fotógrafos antifascistas, refiere que entre 1936 y 1939 arriesgaron sus vidas para cubrir el frente de guerra en España desde las filas de los combatientes republicanos que defendían la legitimidad y la legalidad de la República contra la subversión de militares fascistas encabezados por Francisco Franco. Capa, su compañera Taro y ‘Chim’ Seymour tienen el mérito de haber recogido ese testimonio fotográfico, publicado a lo largo del conflicto bélico en revistas de Francia y Estados Unidos. No fueron los únicos, pero sí los más notorios.

Telegrama que anuncia la muerte de Gerda Taro
Por desgracia la guerra avanzó sobre ellos (literalmente, en el caso de Taro, que murió aplastada por un tanque) no solamente en el frente español sino también en Francia, ocupada por las tropas de Hitler. Capa, que se había refugiado en París, tuvo que salir precipitadamente en 1939 hacia Estados Unidos, dejando cajas de negativos y fotografías impresas en su estudio de la calle Froidevaux 37 (a un paso del cementerio de Montparnasse donde están enterrados Julio Cortázar y César Vallejo). 

Antes de que llegaran las tropas nazis su leal amigo húngaro Csiki Weisz –el mismo que había revelado magníficamente todos esos rollos- acomodó los negativos en tres cajas de chocolates (de color verde, beige y rojo), las puso en una mochila y se las llevó en bicicleta hasta Burdeos, donde supuestamente un contacto las haría llegar al consulado mexicano. Allí se perdió la pista de esos negativos, desaparecidos durante 68 años.

Una de las cajas de "La maleta mexicana"
Recién en el año 2007 apareció sorpresivamente en México la maleta con 126 rollos de negativos fotográficos en 35mm, la obra fundamental de Capa, Taro, Seymour y Stein durante la guerra civil española. Las cajas habían estado primero en manos del General Francisco Javier Aguilar González, embajador de México ante del gobierno de Vichy entre 1941 y 1942. Poco antes de morir en 1992 su hija Grace Aguilar entregó al mexicano Benjamin Tarver la maleta pero éste no le dio mayor importancia hasta que descubrió años más tarde el valor de su contenido. Doce años duraron las negociaciones con el Centro Internacional de Fotografía en New York (fundado por el hermano de Robert Capa) hasta que el 19 de diciembre del 2007 la curadora y cineasta Trisha Ziff (que en 2011 haría un documental sobre el tema) llevó personalmente los negativos y copias vintage y los entregó en mano propia a Cornell Capa, apenas cinco meses antes de la muerte de éste. Cornell murió con la tranquilidad de que había conseguido rescatar la obra fotográfica de su hermano Robert, quien había fallecido en 1954 al pisar una mina antipersonal durante la guerra de Indochina.

Hoy, al recorrer esta gran exposición en París, uno tiene el sentimiento de que de pronto se abrió una ventana secreta hacia el pasado, permitiendo filtrar nuevos rayos de luz que revelan aquello que la historia registró de manera incompleta. Para los historiadores y los amantes de la fotografía, es como descubrir los secretos de Houdini o el testamento según san Judas. Una novedad preñada de historia.

Copias contacto cuidadosamente clasificadas
La museografía de la exposición es estupenda, un gran mapa de España y Francia muestra con precisión los lugares y las fechas donde los tres fotógrafos y amigos realizaron su trabajo, avanzando o retrocediendo con el frente republicano. La muestra incluye primeras impresiones realizadas por Csiki Weisz, copias contacto de los rollos más significativos, ejemplares originales de las revistas (Regards, Nova Iberia, AIZ, Ce Soir, Vu, Life, etc), donde se publicaron las fotos por primera vez, así como telegramas y cartas que completan los datos históricos. La muestra es un regalo para quienes aprecian tanto la fotografía como la historiografía.

La polémica en torno a la fotografía más emblemática de Capa es similar a la que rodea todavía a la famosa foto “Beso en el Hotel de Ville” de Robert Doisneau, que algunos afirman que fue montada, que la pareja del beso fue contratada para ese fin, etc. En el caso de Capa, lo que se ha descubierto es que el miliciano no murió ese 5 de septiembre de 1936, que ni siquiera había sido herido en ese momento porque no hubo combates en esa fecha. Detalladas investigaciones indican que Capa, o probablemente Taro, tomó esa serie de fotos en un día relativamente tranquilo, mientras los milicianos jugaban a la guerra. 

Lo reconoció en parte el propio Capa, aunque insistió en que su foto era verídica:

Robert Capa
-Estaban haciendo payasadas-dijo él-. Todos estábamos haciendo el tonto. Lo estábamos pasando bien. No había disparos. Bajaban corriendo por la ladera. Yo también corría. 
- ¿Les pediste que escenificaran un ataque?- preguntó Mieth. 
- En absoluto. Estábamos contentos. Puede que estuviésemos un poco locos. 
-¿Y entonces? 
- Entonces, de repente, se convirtió en algo real. Al principio no oí el disparo. 
- ¿Dónde estabas tú? 
- Allí mismo, un poco adelantado y al lado de ellos.  (Wehlan, 1985)

Para José Manuel Susperregui, Carles Querol y otros que han estudiado en detalle la foto, el acontecimiento histórico, el personaje, la distancia del fotógrafo, el tipo de cámara (Leica) y de película, el ángulo de la sombra, la hora y el lugar de los hechos, allí no hubo un hecho de sangre. No hubo muertos allí hasta fines de septiembre. El miliciano de Alcoy (Alicante) Federico ‘Taino’ Borrell no cayó ese día a las 5 de la tarde en el Cerro de la Coja, en la localidad de Cerro Muriano (Córdoba), sino meses después, en otro lugar. Es más, estudios forenses de las características de su rostro indican que el miliciano de la fotografía no era Borrell.

Capa prefería no hablar de esa fotografía y la tira del negativo se ha extraviado (o los herederos no quieren que se conozca). El título de la foto en inglés, “The falling soldier” (“El soldado que cae”), se cuida de utilizar la palabra “muerte”. El biógrafo Richard Wehlan murió protegiendo hasta el final la versión de Capa (aunque no lo conoció), sin embargo, el meticuloso documental La sombra del iceberg de Hugo Domenech y Raúl M. Riebenbauer, que aquí se puede ver en su integridad, confirma que se trata de una foto preparada. Recoge testimonios como el del cineasta Patrick Jeudy en cuya película L’homme qui voulait croire a sa legende (2004) no pudo utilizar ni una imagen de Robert Capa porque los propietarios de los derechos se lo prohibieron, es más, le hicieron juicio para que no hablara del tema de la foto del miliciano.

Me queda claro que Robert Capa fue avasallado por una fotografía que en cuanto fue publicada por la revista Vu, se convirtió instantáneamente en una leyenda. Su carrera como fotógrafo quedó atrapada sin salida en una sola instantánea. No se atrevió al principio a contar las verdaderas circunstancias porque ello no convenía políticamente a la causa republicana, y más adelante la leyenda había crecido tanto, que cualquier desmentido hubiera podido destruir su carrera.

A su muerte en 1954, su hermano Cornell mantuvo la leyenda en complicidad con el biógrafo oficial y a través del control de la propiedad de las imágenes. Esa foto no figura en ninguna de las muestras “oficiales” (las únicas que hay) que se han hecho sobre la obra de Capa. El tema no se discute, pero en las subastas (y este no es un dato menor) una copia original de la fotografía de las que se hicieron muchas inmediatamente después de la guerra, puede llegar a venderse por 60 mil o 70 mil euros.

La historia se escribe a veces caprichosamente, como muestra Clint Eastwood en  Letters from Iwo Jima (2006) la película donde desentraña la verdad y los tejemanejes políticos detrás de la famosa y tan publicitada fotografía de un grupo de soldados plantando una bandera de Estados Unidos en lo alto de la isla japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. Los héroes a veces no lo son, y hay otros héroes anónimos cuyas vidas nunca afloran en la historia. Eso lo vemos todos los días.

La polémica tiene su propia dinámica, pero no le quita mérito al impacto que tuvo la fotografía en su momento para que la atención se volcara sobre el frente republicano. Como fotografía no me parece extraordinaria pero es el símbolo de aquello que estaba sucediendo en la España acosada por el fascismo de Franco, y por ello es muy importante. Es una fotografía eficiente, que simboliza un periodo histórico fundamental de la historia contemporánea y el hecho de que hubiese sido un montaje no disminuye su valor ni la importancia de la carrera de Capa.

Lo que importa en el arte no es cómo se hace, sino para qué. Preparada o no, esa foto de Robert Capa (o de Gerda Taro) es una magnífica obra de expresión cultural y política, y la exposición sobre “La maleta mexicana” —aunque evite referirse a ese episodio— es una muestra de la importancia de estos tres fotógrafos de guerra.

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Si tus fotos no son lo suficientemente buenas,
no estabas lo suficientemente cerca.
—Robert Capa