23 septiembre 2010

El sabor tricolor

Mexicanos, al grito de guerra… salieron a las grandes avenidas, a todas las plazas de todas las ciudades, de todas las delegaciones, de todos los pueblos para celebrar en grande los 200 años del “grito” y los 100 años de la Revolución Mexicana.  Basta decir el “grito” para que cualquier mexicano entienda, porque no hay sino un grito que tiene apellido, el grito del cura Hidalgo al encender la mecha de la independencia de México en el pueblo de Dolores.

Las celebraciones quisieron ser apoteósicas, empezando por la factura del gobierno federal: cerca de 200 millones de dólares (uno por cada año de independencia), pero no lo fueron del todo. Cierto, hubo acrobacias y fuegos artificiales impresionantes en el Zócalo de la Ciudad de México, donde el Presidente Felipe Calderón salió cinco minutos para tocar la campana, dar el grito y cantar el himno nacional. El desfile de comparsas que ocupó toda la Avenida Reforma no fue tan majestuoso aunque colorido sí, hasta colorinche, a la manera de un desfile de Disney o de la parada anual de Macy’s en Nueva York.

México no es ni el primero ni el último país de la región que celebra el Bicentenario de los estallidos independentistas, ya hemos visto varios en 2009, 2010 y seguiremos con las celebraciones en 2011, pero por la magnitud de México y de su historia, este destaca más que los otros, aunque no llega en buen momento y se celebra cuando el país vive una precaria situación económica y de seguridad, con decenas de asesinatos todos los días, por obra y gracia del narcotráfico. Muchos ya lo dijeron: no hay nada que celebrar.

Yo sí lo celebré, a mi manera, en la avenida Reforma pero de espalda al espectáculo público, concentrándome en el platillo que tenía frente a mi, un clásico de la cocina de Puebla y un emblema de la mexicanidad: los chiles en nogada, cuyo origen se remonta a 1821, a Agustín de Iturbide y su Ejército Trigarante. No importa la historia en este caso, sino el resultado.

Los chiles en nogada tienen su época anual que dura solamente tres meses, de modo que ahora es el momento de saborear este sofisticado plato que se presenta con los colores de la bandera mexicana: rojo, blanco y verde.  El verde del chile, el blanco de la crema que lo baña y el rojo de los granos de granada desgranada sobre el chile poblano.  Da pena meterle cuchillo y tenedor, de tan bonito que se mira pero hay que hacerlo para llegar a lo que no se ve: el relleno. Todo lo demás es agradable a la vista, pero en el relleno está la ciencia culinaria.

El relleno de los chiles en nogada representa el sincretismo culinario. Varias culturas se expresan en esa mezcla de sabores intensos, basta reconstruir los pasos en la historia de los múltiples ingredientes: carne de res y de cerdo, nueces, almendras, clavo y canela, ajo y cebolla, duraznos, peras, manzanas, plátano macho, tomates (“jitomates”, como les dicen en México), jerez dulce o vino blanco seco, según los gustos.

Todo ello envuelto en la carne verde del chile poblano despojado de sus venas y semillas picantes, y despellejado para que sea más sabroso, y bañado en la crema blanca de crema natural y nuez de nogal, con un ramo de perejil en un extremo. En esta época del año, el homenaje se le hace a los chiles en nogada, más que a la bandera.

15 septiembre 2010

Expreso de Oriente

Tenía 13 o 14 años de edad cuando leí –más bien devoré- las 54 novelas de Agatha Christie que se habían publicado hasta entonces, entre ellas “Asesinato en el Orient Express” (1934). A pesar de que en la novela Estambul es apenas el punto de partida de Hércules Poirot y la trama sucede íntegramente en el tren de regreso a Viena, la sola mención de la antigua Constantinopla hizo que su nombre se adhiriera para siempre a mi imaginario.

Graham Greene escribió “Stamboul Train” (1932), donde el personaje es también el Expreso de Oriente y  la aventura policial termina cuando el tren llega a la mítica ciudad turca que une Europa con Asia. Estambul quedó desde entonces en mi horizonte como un destino que algún día tendría que alcanzar.

En la primera oportunidad que se presentó a principios de los años 1970s, tomé (solamente hasta Milán) el Expreso de Oriente, el tren con nombre mágico que desde 1883 viajaba de noche entre París y Estambul. De ese viaje recuerdo los antiguos vagones de madera, los pasamanos de bronce y los ronquidos de dos turcos que me robaron el sueño.

El lujo sobrio de los vagones contrastaba con los trenes más modernos que acabaron por remplazar en 1977 al Expreso de Oriente. Años después renació como un ave fénix de lujo, para satisfacer a los turistas ávidos de viajar por esa ruta célebre, pero con el mayor confort. En 2009 murió definitivamente.

El paso del tiempo aleja los horizontes que uno se propone. Con retraso -porque el tren de la vida dio muchas otras vueltas por otros territorios- recién pude conocer en julio de este año la antigua Bizancio o Constantinopla, la capital de dos imperios durante 1500 años, la bisagra entre dos continentes. Ni las novelas policiales ni las historias de espías y traficantes de armas –verdaderas e inventadas- que transcurren en esta ciudad mítica, lo preparan a uno para el descubrimiento de Estambul. Es una ciudad abigarrada, con 13 millones de habitantes y con siete colinas como Roma, repleta de magníficos palacios, 2500 mezquitas, 157 iglesias cristianas, 19 sinagogas y 10 monasterios.

Las calles de Estambul son avenidas de la diversidad cultural por donde circulan ciudadanos asiáticos, árabes, europeos, africanos de costumbres muy diversas. Del golfo pérsico llegan visitantes musulmanes, a veces mujeres cubiertas de negro de la cabeza a los pies, donde apenas se distinguen los ojos presos detrás de la burka (pero el marido, muy fresco, en bermudas y chancletas), y otras de países menos fanáticos del Islam, cuyas mujeres agraciadas llevan solamente el velo que cubre sus cabezas.

Me alojaron a media cuadra del tradicional Hotel Pera Palace, que abrió sus puertas en 1892 para acoger a los pasajeros del Orient Express. En la habitación 411 escribió Agatha Christie su famosa novela (Hitchcock, Hemingway y Greta Garbo figuran entre otros célebres personajes que se alojaron en ese hotel).  Sin duda la gran dama del misterio también caminó por la calle peatonal Istiklal, una cuadra más arriba, que un antiguo, lento y solitario vagón de tranvía recorre de ida y vuelta sobre una vía única, abriéndose paso entre un hormiguero de visitantes de todo el mundo, que recorre el corazón de la ciudad hasta la Torre Galata o para tomar el Túnel.

La Torre Galata, legado de la comunidad genovesa en 1348, erguida sobre la ciudad con una vista magnífica de 360 grados sobre el Bósforo y el Golden Horn, parecía vigilar mis movimientos nocturnos con dos ojitos de luz. Caminé a su alrededor varias veces de noche y de día por las retorcidas callejuelas y pasajes donde me tomaba una copa de vino (que los hay excelentes en Turquía) o por 2 Liras Turcas un gran vaso de zumo de toronja o de naranja.

El “Túnel”, cerca de allí, es uno de los trenes subterráneos más antiguos del mundo, jalado por un cable empinado que une solamente dos estaciones, una en lo alto de Beyoglu y la otra en las orillas del Cuerno de Oro, el estuario que divide Estambul. Al otro lado está Sultanhamet, la península en la que se fundó la ciudad, y allí se concentran los monumentos más emblemáticos de Estambul, cuyo conjunto es Patrimonio de la Humanidad desde 1985 (¿por qué tardaron tanto?). Muchos de ellos fueron obras del arquitecto del imperio otomano, Mimar Sinan, a quien Suleyman el Magnífico le dio el poder y los recursos para realizar las 477 obras que se le atribuyen.

En pocas horas es posible recorrer innumerables edificios emblemáticos, como la gigantesca Santa Sofía, extraordinaria por dentro y por fuera; la Mezquita Azul con sus seis minaretes y sus bellos azulejos; el Palacio de Topkapi, el Museo de Arqueología y la Basílica Cisterna, extraña construcción bajo tierra, un gigantesco depósito de agua que alguna vez sirvió para alimentar la ciudad, con 336 columnas que emergen del agua, algunas sostenidas por cabezas de Medusa. En el Museo Arqueológico impacta la belleza del “Sarcófago de Alejandro”, llamado así no porque haya sido esculpido para Alejandro Magno, sino porque en sus frisos de mármol aparece vencedor contra los persas.

En Topkapi impresionan las dimensiones del Harem (que en árabe significa “prohibido”), un conjunto de 300 habitaciones en las que el Sultán guardaba celosamente a sus concubinas y a su familia. Además de ellos, sólo podían entrar a prestar servicios los eunucos negros, que eran revisados periódicamente para comprobar la eficacia de sus castraciones. Una de las habitaciones tiene dos gigantescas camas donde el Sultán podía jugar con diez concubinas al mismo tiempo. En Topkapi hay mucho que ver, pero me quedo con la imagen de la hermosa daga de oro y esmeraldas (1741) que se hizo famosa en una película con Melina Mercouri y Peter Ustinov.

Muy cerca de allí está el Gran Bazar, una ciudadela de estrechas callejuelas techadas, con 18 puertas de entrada y 4 mil tiendas, donde se concentra la producción artesanal, que es tan rica como la variedad de especias de todos los sabores y colores que se venden en el otro mercado cercano, el Bazar de las Especias (1660). Uno puede pasar horas en estos bazares repletos de gente, ya sea para mirar o para comprar hermosas piezas de cerámica, de trabajos en metal o en cuero, antigüedades o dulces típicos.

No pude resistir la tentación de pasar unas horas de relajamiento en un baño turco; Cagaloglu Hamami fue el lugar indicado, con su inmenso hararet (cuarto caliente), pero no salí completamente satisfecho con el tratamiento tradicional de masajes, sauna y exfoliación…. El Sultán Mahmut I construyó este hammam en 1741 y por aquí pasaron Franz Listz, Omar Sharif, Rudolf Nureyev, y Florence Nightingale, entre otros. No es extraño que se haya convertido en un atractivo turístico.

El Estrecho del Bósforo que une el Mar de Mármara con el Mar Negro, no solamente separa en dos a Estambul, sino que separa a Europa de Asia, pero el largo puente Bogazici inaugurado en 1973 une al mismo tiempo los dos continente.  Basta tomar ese puente (o el tren subterráneo que pasará en breve debajo del estrecho) para pasar de un continente a otro. La ciudad tiene ese aire doble, esa atmósfera de leyenda donde se mezcla la cultura europea y asiática.

En las esquinas de Estambul, como en toda Turquía, abundan las fotos de Ataturk (“padre de los turcos”) fundador y primer presidente de la nación.  En pocos países se rinde tributo de manera tan unánime a un líder político como a Ataturk en Turquía; y con razón, pues fue quien modernizó el país y lo acercó a Europa.

Este 2010 Estambul es la Capital Europea de la Cultura (un concepto creado por Melina Mercouri el año 1983, cuando era Ministra de Cultura de Grecia). Durante todo el año, y sobre todo en la época de verano, las actividades culturales se multiplican como para convencer a cualquiera de algo que por la historia y la leyenda es desde ya evidente: que esta es una gran ciudad, una de las ciudades más dinámicas, sorprendentes y mágicas del mundo.


06 septiembre 2010

De Afrodisias a Pergamon

Al ingresar por el extremo este del enorme estadio vacío de Afrodisias, no pude menos que imaginar el rugido de 30 mil espectadores que alentaban a sus atletas… dos mil años atrás. Cuando uno tiene la suerte de visitar este lugar en solitario, aprecia más su intensa historia. El estadio de 262 metros de largo es imponente y uno de los mejor conservados en la cuenca mediterránea a pesar del terremoto que destruyó Afrodisias en el siglo VII.


No es lo único que ofrece Afrodisias. A diferencia de Éfeso, el antiguo puerto donde todo parece concentrarse en torno a una calle troncal, en Afrodisia los edificios emblemáticos están dispersos en una vasta superficie y caminar hacia ellos bajo un sol de plomo se justifica plenamente por la satisfacción que se siente al llegar ya sea al ágora, al Sebastión, a los baños de Adriano, al odeón o al teatro. Se han encontrado en las excavaciones más de dos mil inscripciones en mármol que cuentan la historia de la ciudad.

  

El arqueólogo Kenan Erim le dedicó gran parte de su vida a Afrodisias, y como reconocimiento a su labor está enterrado en el propio sitio arqueológico, muy cerca del monumental portal conocido como Tetrapilón. Las esculturas y relieves que rescató Erim durante las excavaciones se encuentran en el museo de Afrodisias, uno de los más ricos de Turquía. Los relieves que eran parte del Sebastión (el templo de Augusto) son de una gran belleza plástica y están bien conservados, verlos es un placer. Dan ganas de tocarlos, pero no se puede.

Qué diferencia con la capital del reino de Pergamon, que los alemanes saquearon hasta dejar solamente el esqueleto. Su antiguo esplendor solamente puede apreciarse en un dibujo. De Pergamon se llevaron las piezas más ricas a Berlín, estructuras enteras como el Gran Altar, estatuas y miles de objetos de las excavaciones, algo que los turcos no están resignados a aceptar.  El Museo de Pergamon en Berlín es considerado como uno de los mejores de esa ciudad, un gran monumento al pillaje del patrimonio histórico de Turquía.

A los pies de la colina sobre la que se erigió Pergamon está el santuario de Esculapio, un lugar emblemático para la historia de la medicina. Una avenida de tres kilómetros de largo, bordeada de columnatas, unía Pergamon a este centro de salud de la antigüedad, donde los enfermos venían tanto a curarse en aguas milagrosas como a orar en el templo de Esculapio. Aquí atendía Galeno, cuyo nombre designa hoy a toda la profesión, antes de trasladarse a Roma para ser el médico personal de Marco Antonio.

La riqueza de sitios arqueológicos en Turquía es tan amplia, que uno corre el riesgo de saturarse de belleza. Ya le dediqué tres notas a Nemrut Dag, a Éfeso (y Troya), y a Pamukkale y Hierápolis (que son parte de un mismo conjunto histórico). Podría extenderme más y sumar comentarios sobre otros sitios patrimoniales, pero me limitaré a mencionar en pocas líneas lo que observé en algunos de esos lugares.

En Letoon, que es Patrimonio de la Humanidad junto a Xanthos, y también en Patara, encontré “ruinas nuevas”, es decir, algo que ya había visto en Pattadakal (India), hace unos años: un afán pernicioso por “reconstruir” las ruinas para atraer al turismo, algo que la UNESCO no avala. Siempre ha habido la discusión sobre si un sitio arqueológico se debe reconstruir, como sucedió con Machu Pichu, o si solamente se debe “consolidar”, como he visto que se hacía en Angkor (Camboya). Generalmente se acepta que la consolidación de estructuras es justificada para evitar que se sigan deteriorando, pero no la fabricación de estatuas, columnas o edificios con fines de embellecimiento.

Patara tiene la desventaja de estar junto a una extensa playa de arena blanca, por lo que se ha convertido en un destino turístico del cual las ruinas son una especie de telón de fondo para los bañistas que pasan indolentes frente a las volquetas, las grúas de construcción y los bloques de mármol con los que se está reconstruyendo el teatro de este sitio histórico, seguramente para ofrecer espectáculos a los turistas de playa.

En cambio, solo (aunque rodeado de tortugas) en las colinas pedregosas de Pinara me perdí varias horas tratando de alcanzar las extrañas tumbas talladas en la roca de la montaña. No se habla mucho de Pinara y ni siquiera figura por si misma en la lista indicativa de propuestas para el Patrimonio Mundial, pero es un lugar fascinante de la cultura Licia.  En las escarpadas laderas de la montaña se han cavado en la roca tumbas que me recordaron las dos veces que estuve en Petra (Jordania). El paisaje es aqui diferente, hay árboles y agua, y las tumbas no son ciertamente tan impresionantes y grandes como las de Petra, pero tienen su propio encanto mediterráneo.