30 marzo 2016

Cine boliviano, con lupa

Tuve el gusto de presentar en días pasados el primer libro de Sebastián Morales: Una estética del encierro. Fue bueno hacerlo en el Auditorio de la Facultad de Humanidades que lleva el nombre de Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuya faceta de cineasta y de cinéfilo es poco conocida. Las veces que estuve con él, no hablamos de política sino de cine. 

Y qué bueno también presentar la obra el lunes 21 de marzo, cuando se celebra el Día del Cine Boliviano en homenaje a Luis Espinal, quien fue asesinado hace 36 años, cuya amistad e influencia me impulsó a seguir estudios de cinematografía. 

La crítica de cine en Bolivia tiene ya su historia, aunque no sea muy extensa. Éramos cuatro gatos, ahora somos una docena. Bolivia era un país con muy poco cine, y por lo tanto con muy pocos críticos de cine.  Además, la crítica era por una parte excesivamente descriptiva, "contaba" las películas, o simplemente las colocaba en el contexto de las corrientes cinematográficas mundiales. El análisis en profundidad comenzó con la llegada de Luis Espinal y una mirada más política sobre el cine desde los conflictos sociales en una región (Bolivia y América Latina) convulsionada por golpes militares y violaciones de derechos humanos. 

Sebastián Morales en la presentación de su libro
Cuando comencé a ejercer este "oficio del siglo XX" (Cabrera Infante) en las páginas del suplemento Semana y luego en el diario El Nacional, en 1970, solamente escribían sobre cine: Julio de la Vega en Última Hora (había heredado el espacio de Eduardo T. Gil de Muro -que firmaba "Martín de Quiñones"- y de Jaime Renart, españoles), Luis Espinal en Presencia, Amalia de Gallardo para el Centro de Orientación Cinematográfica y esporádicamente otros colegas como Pedro Shimose. Yo me inicié con Espinal no bien llegó a Bolivia en 1968. Fui de sus estudiantes en uno de sus primeros cursillos: “Introducción a la crítica cinematográfica”.

A fines de la década de 1970 se incorporaron como críticos regulares Carlos D. Mesa y Pedro Susz, quien no ha cejado en el esfuerzo (o el placer) en 40 años, el más constante de todos nosotros según testimonia su obra reunida en cuatro tomos. Otros lo hicieron esporádicamente: Fernando Rollano, Orlando Capriles Villazón y José Cabanach (en Sucre).

Llevados por un entusiasmo que duró menos que una burbuja inmobiliaria, decidimos crear la Asociación de Críticos de Cine de Bolivia y le pusimos como sigla CRIBO, porque pensábamos que sería la criba crítica del cine que se veía en nuestras pantallas. Los cinco gatos fundadores fuimos Luis Espinal, Julio de la Vega, Pedro Susz, Carlos Mesa y Alfonso Gumucio. Eso fue en febrero de 1979, hace 37 años, no habían nacido aún los otros gatos que hoy completan la docena.
 
Mesa, Gumucio, de la Vega, Espinal y Susz

Luego de un vacío bastante prolongado, en el que destaca la incorporación de Mauricio Souza como jamón de lujo en el sándwich generacional, aparece en paralelo a una legión de nuevos cineastas jóvenes, la nueva camada de críticos y estudiosos del cine que sorprende por su versatilidad y su agudeza: Sebastián Morales, Santiago Espinoza, Andrés Laguna, Claudio Sánchez, Sergio Zapata y perdón si olvido a otros. (Una notable ausencia de mujeres).

Los nuevos críticos de cine han superado a mi generación porque tienen una formación científica que nosotros no teníamos todavía. Prueba de ello es Una estética del encierro: acerca de una perspectiva del cine boliviano (2016). Cuando Sebastián Morales me pidió comentarlo y me ofreció el texto en PDF le dije que prefería esperar a que saliera el libro impreso. Así hicimos y el miércoles pasado apareció en casa con uno de los cuatro ejemplares que le había adelantado la imprenta.

Prefiero leer en papel, oler el libro y apreciar la calidad de la impresión y las fotos que son esenciales en este análisis con lupa que hace Morales de una porción del cine boliviano.
Como en toda investigación seria, Sebastián ha hecho un recorte del material que constituye la base de su análisis. De ese modo, este libro demuestra que todo depende del cristal con que se mira. Lo ratifica el autor en la última página cuando reconoce que “es posible leer el cine nacional a partir de otros conceptos, crear nuevos puentes, nuevas relaciones”.

Divina juventud… En las primeras páginas Sebastián se refiere a los “lejanos años 2000” como supuesto punto de quiebre. Debo confesar que me sacó una sonrisa, porque a los de mi generación nos parece que fuera ayer.

Coincido con la premisa de partida: el hecho de que la irrupción del cine digital haya abaratado los costos y multiplicado la producción no significa que haya una ruptura en las narrativas del cine boliviano. No hay nada nuevo bajo el sol y lo que puede parecernos a simple vista ruptura estética y formal en Bolivia, ya tiene una larga historia en el cine mundial prácticamente desde que el cine nació. “No es posible hablar de un nuevo cine boliviano”, apunta el autor hacia el final de su libro (p.159).

Jorge Sanjinés
Es normal que en toda generación joven haya el intento de diferenciarse de las anteriores pero como bien dice Sebastián desde su mirada joven, la aparente ruptura no es tal. Y lo demuestra a lo largo de la obra con jugosas comparaciones semánticas entre el cine de Jorge Sanjinés, que denomina “clásico”, y el cine posterior al año 2000 que llama “contemporáneo”, aunque Sanjinés también lo sea porque no ha cesado de producir.

Sanjinés ha sido siempre el parámetro preferido para dividir las etapas de nuestro cine, pero entonces tendríamos que distinguir sus propias etapas de cineasta, un antes y un después en su extensa cinematografía, y ello tampoco tiene que ver con un tema generacional ni digital. Lo que el digital permite es un modo de producción diferente, no necesariamente una estética renovada, y fue lo mismo que pasó con el cine Súper 8 durante su corta y frágil existencia.

A caballo entre formatos y soportes, films bolivianos como Un poquito de diversificación económica (1957) o La vertiente (1958) de Jorge Ruiz, Pueblo chico (1975) de Antonio Eguino, Mi socio (1975) de Paolo Agazzi, Cuestión de fe (1995) de Marcos Loayza o Jonás y la Ballena Rosada (1995) de Juan Carlos Valdivia, demuestran que en diferentes épocas del cine boliviano la supuesta dicotomía rural-urbana o altiplano-resto del país, en realidad no existe y que uno de los errores de análisis puede ser, precisamente, tomar el cine de Sanjinés como único parámetro, aunque sin duda lo es para algunos efectos, por ejemplo si comparamos el espacio cerrado de Juku (2011) de Kiro Russo con Aysa (1964) de Sanjinés. En su libro, Sebastián excluye que exista una división tajante, un “antes” y un “después” del cine concentrado solamente en el espacio geográfico del altiplano.

En esa perspectiva profundiza cuando opta por el análisis espacial meticuloso de un puñado de películas emblemáticas. Lo hace retomando las tres distinciones que hace Eric Rohmer sobre el “campo” cinematográfico: el espacio pictórico de la imagen visible, el espacio arquitectónico que se expande sobre los modos de producción y las locaciones, y el espacio fílmico o virtual que se construye en el espectador. A esas tres categorías de análisis yo añadiría una que me parece fundamental y es el espacio contextual histórico, que a veces queda relegado en el olvido aunque explica mucho si uno lo toma en cuenta.

Yawar mallku, de Jorge Sanjinés
Una mirada actual sobre obras realizadas hace 40 o 50 años no podría evadir esa cuarta mirada espacial. El campo dentro de la imagen no es sino un segmento no solamente de una realidad más amplia, sino de un proceso que ocurre en el tiempo. Y así como el espacio arquitectónico es preciso, el tiempo es también único.

La diferencia que muy bien identifica Sebastián entre el retorno o regreso al origen de los personajes de Sanjinés y de otros personajes en films más recientes, se debe también al espacio histórico en el que se desenvuelven.  Por ejemplo, Sixto en Yawar mallku (1969) tenía un horizonte en su regreso (y sobre todo tenía un espacio al cual regresar) porque esa era la época de las dictaduras en las que teníamos motivos de lucha mejor definidos. No sucede lo mismo con Berto en Lo más bonito y mis mejores años (2006) de Martin Boulocq, donde el personaje carece de horizonte, lo que hace que Sebastián Morales califique a la película como “radical y pesimista”. Por supuesto que ambos films reflejan también el sentimiento de sus directores en el espacio y tiempo históricos que les tocó vivir.

Lo más bonito y mis mejores años, de Martin Boulocq
Como en toda investigación, como en toda mirada analítica, hay un sesgo, porque al recortar las preguntas que le interesan al investigador se recorta también la bibliografía y el universo fílmico analizado. Para utilizar un término frecuente en esta obra: hay mucho que queda “fuera de campo” que podría explicar lo que quedó adentro, pero así es toda investigación, si se quiere apretar no se puede abarcar mucho.

Tanto la estructura circular, que es uno de los parámetros de análisis espacial que utiliza Sebastián Morales, como el espacio dicotómico son propios al cine mundial que siempre ha desarrollado la oposición y la complementariedad entre lo rural y lo urbano con sus implicaciones en la identidad y la cultura. Por ello una mirada al campo contextual histórico sirve también para explicar la dicotomía: el mundo era rural hasta el año 2000, y a partir de entonces se convirtió en urbano. Es decir, hoy la mayor parte de la población mundial vive en ciudades, incluso en países tradicionalmente rurales como Bolivia. Esto, por ejemplo, explica las motivaciones de muchos cineastas cuya producción es anterior al cambio de milenio.

Cuestión de fe, de Marcos Loayza
El viaje no es necesariamente una obsesión del cine boliviano sino un leit motiv en el cine mundial después de la Segunda Guerra, por la migración masiva del campo a la ciudad o el éxodo por temas de seguridad ciudadana que vemos en el marco de cualquiera de las guerras actuales.

En cuanto a la circularidad, que Sebastián analiza con lupa, plano por plano, en obras de Sanjinés y de Valdivia, queda demostrado en el libro que no tienen que ver tanto con una “cosmovisión andina” como con un recurso narrativo espacial que ambos realizadores manejan de manera magistral aunque con propósitos distintos, como lo han hecho directores de otros países, como el húngaro Miklos Jancsó o el griego Theo Angelopulous, para no mencionar sino un par. En el caso de Sanjinés los planos secuencia circulares envuelven, en Valdivia asfixian.

El ascensor, de Tomás Bascopé
Otro elemento que analiza a lo largo del libro desde la perspectiva espacial es el encierro como expresión de la marginalidad en el cine. Hay, ciertamente, muchos ejemplos, más allá de los analizados en el libro. Pienso en El cementerio de los elefantes (2008) de Tonchy Antezana o en El ascensor (2009) de Tomás Bascopé o en Casting (2010) de Denisse Arancibia y Juan Pablo Richter, pero también en el cine internacional en El castillo de la pureza (1972) de Arturo Ripstein, El baile de Ettore Scola (1983) o El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel, entre tantas otras. De nuevo estamos frente a la idea de la universalidad del cine, contraria a una supuesta estética andina exclusiva.

Investigar es saber hacer preguntas. La hipótesis del trabajo de investigación de Sebastián Morales podría en realidad aplicarse a cualquier cinematografía y no solamente a la boliviana, porque lo que este libro aporta no es tanto lo descriptivo (que suele ser el talón de Aquiles de nuestra crítica cinematográfica) sino los instrumentos de análisis de la investigación, lo cual sí es innovador en Bolivia. Me gusta la agudeza que muestra para rescatar elementos simbólicos en los planos que analiza detenidamente y el reconocimiento que hace en la última página de su obra: “Evidentemente, es posible leer el cine nacional a partir de otros conceptos, crear nuevos puentes, nuevas relaciones”. (p. 160).

Dos cosas valoro especialmente en la obra de Sebastián Morales: a) la noción de que en el cine boliviano hay una continuidad y no una cadena de rupturas fundacionales, y b) que para realizar análisis rigurosos de la producción cinematográfica hay que construir primero las herramientas teóricas y recortar el universo de investigación. 

Y una tercera, para terminar: este libro provoca al lector para ver de nuevo las obras del cine boliviano con una mirada atenta, renovada y crítica.
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La crítica es un asunto moral.
—Walter Benjamin

27 marzo 2016

Con tirabuzón

“Gobierno admite que ejecutiva de la CAMC fue pareja del presidente”, “Ministra Achacollo admite que hubo desvío de fondos en el FONDIOC”, “FAB admite que los aviones chinos no vuelan hace tres años”, “YPFB admite que compró taladros con fallas”, “Quintana admite negocios turbios en Gestión Social de la Presidencia”, “Vicepresidente admite que la justicia apesta”, “Evo admite que Santos Ramírez le mintió”, “Presidente admite corrupción en programa Bolivia cambia, Evo Cumple”, “Álvaro García admite que no tiene títulos universitarios”, “Gobierno admite que….” 

 

Los titulares se repiten cada cierto tiempo... A esto le llamo “confesión con tirabuzón”: hasta que no es de dominio público, el gobierno no revela nada, su proverbial opacidad la protege a cal y canto hasta que la evidencia es demasiado aplastante.

Parece un juego, a veces divertido pero la mayor parte de las veces triste y vergonzoso. El juego transcurre en seis etapas, de esta manera:

1. Aparece en los medios de información o en las redes virtuales una acusación de corrupción, abuso de poder o comportamiento personal indigno de un funcionario público, desde el presidente para abajo.

2. El gobierno niega enfáticamente la veracidad de las denuncias, acusa de vendepatrias, chilenófilos, narcotraficantes o agentes del imperialismo a los denunciantes, y los amenaza con procesos judiciales.

3.  Aparecen pruebas contundentes (videos, documentos, fotografías y testimonios), que respaldan la veracidad de las denuncias, y se difunden ampliamente en las redes virtuales y en los medios dentro y fuera de Bolivia.

4. Personeros del gobierno “admiten” que las denuncias eran ciertas y prometen investigar.

5. El gobierno nombra comisiones de investigación dirigidas por militantes del MAS o le encarga la tarea al contralor, que es interino y también masista.

6. No pasa nada… Nunca sabemos los resultados reales de la investigación, porque aparece otro escándalo que cubre del lodo al anterior.

Llevamos diez años con ese juego que se asemeja a una comedia picaresca, pero como no tenemos memoria de los hechos, siempre le entramos al juego de la cortina de humo como si fuera la primera vez.

Si buscamos en Google la frase “Gobierno admite…” la encontraremos muchas veces. A lo largo del 2015 el titular se repetía constantemente mientras estallaban revelaciones sobre el gigantesco escándalo de corrupción en el Fondo Indígena y la ciudadanía descubría con estupor que las responsabilidades salpicaban hasta los más altos niveles del gobierno. Ahora pasa igual con la CAMC y pasará con muchos más hechos de corrupción alentados desde el propio Palacio de Gobierno gracias a la orientación presidencial de pasarse por el arco licitaciones y auditorías.

El gobierno admite… siempre a regañadientes y con rabia espumosa, que no puede ocultar más, que las cosas eran como se había denunciado. Pero claro, el gobierno admite pero no suelta la prenda completa, lo hace a cuentagotas. Y entonces, ante la falta de transparencia en esta década opaca del régimen de Morales, la ciudadanía tiene que buscar maneras de averiguar por su cuenta, porque el gobierno solamente concede lo que ya es púbico.

La década opaca del gobierno del MAS se ha caracterizado por la falta de limpieza en la gestión de la cosa pública y por ello las denuncias se entrelazan a veces con especulaciones que están fuera de lugar o exageraciones difíciles de probar.  Pero la responsabilidad es del régimen, por no actuar con honestidad y transparencia.

No hay semana que pase sin el estallido de un nuevo escándalo y cada vez los petardos explotan más cerca del supremo líder, antes intocable pero ahora ídolo de barro, que está con la mermelada hasta las orejas. Evo Morales lo sabe, y por eso su lenguaje corporal lo delata: está incómodo, se siente mal en su propio cuerpo. Salvo cuando juega fútbol (casi a diario).
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El único provecho que sacan los embusteros de sus mentiras,
es no ser escuchados cuando dicen verdades.
—Esopo