29 julio 2017

El ejercicio de la crítica

Vilipendiados, ignorados, acusados de ser creadores frustrados que se refugian en el resentimiento, los críticos de arte tienen una vida difícil.

Umberto Eco
Muchos escritores se convirtieron en estudiosos literarios y en algunos casos esa profundización académica en el proceso de creación literaria los anuló como escritores pero los hizo crecer como investigadores. Lo mismo sucedió con artistas plásticos convertidos en críticos de arte. Conciliar la crítica con la creatividad no es un ejercicio fácil, aunque la crítica es un acto de creatividad que a veces supera a las obras a las que se refiere. Pocos como Umberto Eco mantuvieron su capacidad creativa y crítica al mismo tiempo.

En Bolivia la crítica cinematográfica tiene una historia poco nutrida, pero ello se entiende porque va en paralelo con la historia del propio cine boliviano y también con las limitaciones de la distribución en el país del cine mundial. En la medida en que hay más cine nacional y que llegan mejores películas internacionales, la crítica también mejora, se hace más profesional.

Fue el español Jaime Renart -republicano exiliado en Bolivia- quien inició a principios de los años cincuenta del siglo pasado, en el vespertino Ultima Hora, una crítica de cine que publicaba de manera regular. Lo interesante es que no se limitaba a escribir comentarios sobre películas, sino a escribir sobre la crítica cinematográfica como ejercicio de reflexión.  Se ocupaba también de las condiciones de exhibición de las películas. Era por todo ello un crítico completo.

A lo largo de su existencia el vespertino Ultima Hora estuvo siempre a la cabeza en lo que respecta a la crítica de cine. Es una pena que haya desaparecido porque sus páginas acogieron a lo más granado de la crítica de cine en Bolivia. Allí escribió también otro español, el sacerdote carmelita Eduardo T. Gil de Muro (su nombre completo era Eduardo Teófilo Gil de Muro Quiñones), que sucedió a Renart cuando éste abandonó definitivamente Bolivia. Gil de Muro estuvo en nuestro país de 1961 a 1965, firmaba sus críticas como Martín de Quiñones y fue uno de los fundadores del Cine Club Luminaria que orientó a varias generaciones de amantes del cine a través de debates y conversatorios.

Eduardo T. Gil de Muro
Muchos años después volví a ver a Gil de Muro en Madrid, trabajaba como periodista a tiempo completo y seguía escribiendo reseñas sobre cine para una agencia especializada en proveer información cinematográfica que “cocinaba” con ayuda de extensos archivos hemerográficos. Ese trabajo ya no tendría sentido ahora, desde la aparición de internet. Era un escritor prolífico, publicó en la editorial Monte Carmelo nada menos que 60 libros sobre temas religiosos, entre ellos un Diccionario de Jesús en el cine y Mis 100 mejores películas del cine religioso. Hace poco me enteré que había fallecido el 16 de septiembre del año 2012.

En las mismas páginas de Ultima Hora escribió critica el poeta Julio de la Vega, quien antes había publicado esporádicamente sobre cine en la revista de la segunda generación de Gesta Bárbara.  De la Vega estuvo a principios de los años cincuenta en Francia, donde tuvo contacto con los jóvenes críticos de la revista Cahiers du Cinéma, que luego se convertirían en los principales realizadores de la Nouvelle Vague, el movimiento renovador del cine francés de la posguerra.  Este período fue importante para su formación como crítico de cine.

A fines de los años sesenta, inició su actividad Luis Espinal, recién llegado a Bolivia.  Su actividad no se limitó a los comentarios en Ultima Hora y en el diario Presencia, sino que desplegó también una vasta labor de animador de cursillos de cine en todo el país. Al hacerse cargo en 1979 de la dirección del semanario Aquí, fue expulsado de Presencia y siguió ejerciendo su actividad de crítico en Aquí y en Radio Fides. 

Mis propios inicios como crítico de cine fueron en el diario El Nacional, durante el gobierno de Juan José Torres, y en las páginas del suplemento “Semana” de Última Hora, a principios de la década de 1970. Escribí también en la revista Zeta, y en varias revistas de Europa, África y América Latina. Fui corresponsal del International Film Guide (Londres), de Écran (París) y de Les deux écrans (Argelia).  En 1978 intenté sacar la revista Film/historia, pero no pasó del primer número, realizado de la manera más artesanal.

En El Diario y posteriormente en varios matutinos de La Paz, Pedro Susz ha mantenido desde los años 1970 una actividad regular de crítica cinematográfica, dándose a conocer como un crítico agudo y con fino humor. Pedro es sin duda el crítico más constante y longevo de Bolivia. Los cuatro tomos que publicó bajo el título 40/24 papeles de cine (Plural, 2014) son un regalo de 2.852 páginas para cualquiera que se interese seriamente en la reflexión sobre el cine.

Carlos D. Mesa y Pedro Susz
Su colega fundador de la Cinemateca Boliviana, Carlos Mesa publicó en 1979 un libro titulado Cine Boliviano: del realizador al crítico, que reúne textos de Jorge Sanjinés, Arturo Von Vacano, Pedro Susz, Luis Espinal, Francisco Aramayo, Beatriz Palacios, etc., además de La aventura del cine boliviano (Gisbert, 1985).

Esporádicamente han ejercido la crítica de cine en los años 1970 y 1980 Orlando Capriles Villazón, Fernando Rollano, Diego Torres y otros como el sacerdote José Cabanach en la ciudad de Sucre, donde era director de Radio Loyola y del Cine Club Sucre.  Dictó numerosos cursillos sobre cine y mantuvo una columna semanal de crítica en “El Noticiero”, además de un programa en Radio Loyola, titulado “Pantalla Sonora”. 

En 1969 Amalia de Gallardo hizo un intento de sacar la revista “Cine/Rama”, que no pudo subsistir al cabo de un par de números. Publicó también un libro titulado Educación cinematográfica, destinado a estudiantes de bachillerato y fue animadora del concurso “Llama de Plata” (que premiaba a la mejor película extranjera proyectada en Bolivia), “Cóndor de Plata” (para el mejor cortometraje producido en el país), “Renzo Cotta” (a la mejor crítica de aficionado).
 
Mesa, Gumucio, de la Vega, Espinal, Susz
El grueso de la crítica de cine se concentró por muchos años en La Paz. En febrero de 1979 quisimos darle cierta institucionalidad mediante la Asociación Boliviana de Críticos de Cine (CRIBO), creada con el objeto de “contribuir al fortalecimiento de una corriente de cine desmitificador, desalienador, que contribuya a esclarecer la realidad nacional”.  El acta de fundación, firmada por Luis Espinal, Julio de la Vega, Pedro Susz, Carlos Mesa, y Alfonso Gumucio Dagron, señala que “el público boliviano necesita una orientación que le permita adquirir sus propios instrumentos de crítica para poder ver cine como un hecho cultural y no de mera evasión”.

Jorge Sanjinés ha destacado con una serie de textos teóricos que fueron publicados en revistas latinoamericanas y europeas y luego reunidos por la editorial Siglo XXI y publicados en el libro: Teoría y práctica de un cine junto al pueblo (1979).

En un libro reciente, La crítica. Artes, medios y tendencias (2016) el colombiano Omar Rincón introduce el tema de la crítica con profunda ironía y humor:

“Los pocos críticos que quedan son considerados unos amargados, malaleches, arrogantes y fracasados. Y es que los críticos son, de verdad, conmovedores porque en un día azul ven la nube que se insinúa en la lejanía y en un día de lluvia encuentran el pedacito azul que puede llegar a ser: son seres a los que les fascina llevar la contraria y disfrutan más pensar distinto que teniendo la razón. Y son patéticos, además, porque su oficio no sirve para nada: no suben un punto de rating, no llevan gente al cine, no ayudan a vender libros, no interesan a los ciudadanos en el arte, ni siquiera llevan a comprar modas o ir a restaurantes. Sus palabras, análisis, diatribas e inconsistencias solo sirven para llenar el poco espacio que todavía queda en diarios, revistas, blogs, redes digitales. Nuestra sociedad no quiere críticos, necesita gente positiva que asuma que todos somos buenos, creadores e innovadores”.

Alejándose de esa visión peyorativa del ejercicio de la crítica, subraya que “los críticos sí sirven para algo: para molestar el ego de los empresarios, productores y creadores del espectáculo, las artes, las letras, los medios, las tecnologías, modas y restaurantes. Los críticos son buenos para fastidiar al ego del poder.  Y tal vez por eso, solo por eso, valga la pena ser crítico: para atemperar egos, mortificar al poder, denunciar los falsos positivismos y los excesos de lo políticamente correcto.” 


Rincón se vale de citas muy valiosas para reivindicar el papel de los críticos. Menciona por ejemplo a Dwight Garner, crítico del New York Times, quien estima que la crítica consiste en “hablar de ideas, de la estética y de la moral como si estas cosas importaran (e importan). En el fondo, la crítica es un acto de amor.”

Lo cierto es, continua Omar Rincón, que los críticos no buscan pasar a la historia, porque la crítica “es un hacer que intenta comprender y explicar obras y oficios que se aman: es una acción de dependencia amorosa por las obras y los creadores”.

En Bolivia la crítica ha tenido que acomodarse frente a las reacciones a veces violentas de quienes no entienden que es un ejercicio de libertad. Cualquier crítico de cine o de arte ha tenido experiencias amargas donde los sujetos alguna vez criticados se cruzan de acera para no saludarlos, o con mayor franqueza, los insultan. Por ello muchos críticos muy capaces, prefieren abstenerse frente a una película nacional que no los ha convencido.

Supuestamente uno escribe crítica de cine para orientar a los lectores. Algunos críticos arguyen que tratan de orientarlos antes de que vean la película, pero otros, entre los que me cuento, preferimos que nuestros comentarios sean leídos después, para acompañar la reflexión del espectador y quizás tener alguna influencia en la opinión que ya se había forjado.

Un crítico afina su puntería a medida que practica. El ejercicio regular permite fortalecer el músculo del análisis y desarrollar un grado mayor de creatividad e independencia de la obra analizada.

Durante la década de 1970, mientras estudiaba cine en París en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC por sus siglas en francés), devoré más películas y textos sobre cine en tres años que en las tres décadas siguientes. Los estudiantes del IDHEC teníamos como privilegio una tarjeta de entrada gratuita a todas las salas cinematográficas de París, que eran muchas, lo cual nos permitía asistir a tres o cuatro sesiones diarias, para rematar en la sesión de media noche en la Cinemateca Francesa.

Aunque yo publicaba esporádicamente sobre cine, escribía febrilmente sobre todas las películas que veía cada día. Guardo varios centenares de comentarios en archivadores que nunca he vuelto a abrir, pero que quizás merezcan publicarse algún día como indicios de una época en la que mi sentido crítico estaba mucho más afilado que ahora, tanto por la cantidad de cine que veía, como por las lecturas y sobre todo mi exposición a grandes personajes del cine francés.

En años recientes no he visto mucho cine en salas comerciales. Con la excepción de la Cinemateca Boliviana suelo ver películas en mi casa o en los largos vuelos donde hay la suerte de contar con una pantalla individual y una selección potable de películas recientes. Las salas de cine me asfixian, no por la oscuridad sino por el comportamiento de la gente que habla, come pipocas con olor a mantequilla rancia, responde al teléfono o alumbra sus pantallas para enviar mensajes de texto. Todo ello me irrita enormemente. Significa el traslado de las malas costumbres de ver la televisión en sus casas, sin ningún respeto por el séptimo arte.

Entonces escribo comentarios sobre cine cuando siento urgencia de hacerlo.  Y si no, prefiero escribir sobre otros temas. Pero cuando lo hago, sigo sintiendo que importa, que me importa a mí, pero que también le va a importar a alguien más.

Coincido con Roberto Herrscher, en el libro ya citado de Rincón: “Como todo buen texto, una crítica que se precie es una botella que esconde un genio. Pero el genio es el mismo lector, que se vuelve mejor y un poquito más sabio después de haber leído el papel que venía enrollado adentro”.

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La gente te pide críticas, pero en realidad sólo quiere halagos.
William Somerset Maugham

18 julio 2017

Bascopé, la veta de los sueños

René Bascopé
Cada vez que se hacen homenajes a René Bascopé Aspiazu me pongo a pensar cómo sería René ahora, qué más habría producido en literatura, si se hubiera embarcado en la política, si tendría el cabello blanco como yo, si hubiera persistido en la narrativa, en la poesía o en el ensayo.

Son preguntas sin respuesta porque René murió hace más de tres décadas, lleva muerto tantos años como los que vivió, es un muerto de 32 años con la misma cara jovial, un poco pícara, que tenía cuando una colega periodista le disparó accidentalmente un tiro tan desafortunado que le atravesó el vientre perforando cinco órganos.

Puede parecer una ventaja morir temprano y ser recordado con la lozanía de la juventud, como James Dean o Marilyn Monroe, pero a diferencia de ellos cuyo físico era el principal atributo, fue lamentable para un escritor como René que tenía talento para crecer en la vida. Puedo tener certeza de dos cosas: René no hubiera dejado nunca ni la literatura ni Bolivia. Tenía una veta soñadora íntimamente ligada al lugar que él podría ocupar en la literatura de este país “tan solo en su agonía”, al decir de Gonzalo Vásquez Méndez.

René Bascopé, Alfonso Gumucio Dagron,
Félix Salazar, Jaime Nisttahuz y Manuel Vargas
No recuerdo cómo lo conocí pero René no era aún parte del grupo cuando hacia 1969 o 1970 comenzamos a reunirnos los jóvenes escritores que éramos Manuel Vargas y Jaime Nisttahuz. René no había concluido sus estudios de ingeniería.

Alrededor del poeta Pedro Shimose y de la editorial Difusión de Jorge Catalano, nos reuníamos para tomarnos muy en serio la literatura. En la revista Difusión estrenamos poemas y cuentos, y allí se publicó por primera vez el poema sobre el Ché que acababa de escribir directamente en castellano el poeta ruso Evgueni Evtuchenko, luego de su visita a La Higuera.

Desde el golpe militar de 1971 no había en Bolivia un resquicio cultural. Las principales revistas –Letras Bolivianas, Cultura Boliviana y Difusión- habían desaparecido “de golpe”.  

René se inclinó hacia la narrativa y en 1971 obtuvo el Premio Nacional Franz Tamayo con su libro de relatos Primer Fragmento de la noche. Su cuento “Ángela desde su propia oscuridad” obtuvo en 1977 el Premio Cuadernos de Vientos Nuevos y fue publicado en esa misma colección.

Gracias a Pepe Ballón que dirigía la imprenta, la Universidad Mayor de San Andrés nos ofreció la posibilidad de publicar en 1979 un libro colectivo y para ello juntamos treinta cuentos. Dimos muchas vueltas en torno al título. Jaime Nisttahuz sugirió “Reunión de emergencia” pero al final se impuso Seis nuevas narradores bolivianos, para subrayar la intención que nos animaba. René incluyó allí los relatos: “Ventana”, “EI portón”, “La parábola del conjuro”, “La noche de Cirilo” y “Ángela desde su propia oscuridad”.

René era un poeta clandestino que no quería aparecer como tal. Ahora que los secretos no tienen mayor sentido es justo mencionar ese aspecto de su trayectoria y rescatar aquello que le corresponde como creador. René escribía mucha poesía pero publicaba muy poca. Cuando lo hizo se escudó detrás del seudónimo “Ernesto Javier”. Una parte de su caudal poético fue dado a conocer a través de una amiga suya, Martha Gantier, que firmó dos poemarios obteniendo con ellos dos años consecutivos el Premio de Poesía del Concurso Nacional Franz Tamayo.

Semanario Aquí

Hasta 1980 René alternaba su oficio literario con trabajos esporádicos en el campo de la ingeniería civil como en la docencia. En 1978 una novela suya obtuvo un segundo premio nacional pero René detuvo su publicación y la destruyó. “Consideré que era una obra escrita irresponsablemente, prohibí su publicación y la deseché para siempre”, escribió.

Con los cuentos de Niebla y retorno obtuvo en 1979 otra vez el Premio Nacional Franz Tamayo, mientras “La parábola del conjuro” obtuvo en Cochabamba otro premio en la colección Cuadernos de Vientos Nuevo que dirigía Roberto Laserna. En 1978 y 1980 Bolivia vivió tres años de intensa actividad sindical y política, no era posible ser indiferente.

Estuvimos junto a Luis Espinal en el semanario Aquí desde principios de 1979. No éramos aún parte del Consejo de Redacción pero publicábamos cada semana una o dos notas firmadas. De esa época data el impulso que acompañó a René hasta su muerte: quería participar en la política sin abandonar la literatura.

En enero de 1980 una bomba estalló en la puerta del semanario y hubo que buscar un lugar más seguro. En marzo fue secuestrado Luis Espinal, torturado a lo largo de la noche y asesinado al amanecer. La guerra contra el semanario había empezado antes con anónimos y amenazas telefónicas, pero esta vez los hechos definieron con horror los alcances de esa adversidad.

Mantuvimos nuestra actividad como grupo a pesar de todo. Creamos una colección de libros: “Palabra Encendida” que vendíamos en ferias de autores y que nos permitían un contacto directo con los lectores. A principios de 1980 inauguramos lugar de encuentro, “Puerta Abierta” (en la calle Bueno), con el concurso de artistas plásticos como Edgar Arandia. Allí se exponía pintura y se presentaban nuestros libros. “Puerta Abierta” tuvo, como muchas iniciativas, corta vida.

El exilio tiene cara de hereje

En el exilio mexicano, con Mario Miranda,
Oscar Prudencio y Jorge Mansilla
El golpe militar del 17 de julio 1980 silenció al semanario Aquí. Sobraban razones para perseguirnos a todos y así sucedió. Al cabo de unas semanas René y yo encontramos asilo en la Embajada de México. Jaime Nisttahuz y Manuel Vargas lograron evitar el cerco, aunque Manuel salió del país un año más tarde por causa de un relato que publicó en el diario Presencia.

En el asilo de la embajada mexicana decidimos escribir un libro a cuatro manos, turnándonos frente a mi máquina de escribir portátil. Así nació La máscara del gorila, con un análisis histórico de René sobre el ejército boliviano y mi testimonio sobre el golpe. Pero después René decidió retirar su parte del libro al darse cuenta de que no había contado con la documentación necesaria para hacerlo bien.

En México se inició una nueva etapa: la sobrevivencia. El periodismo era nuestra única opción. El “Gato” Salazar y Coco Manto nos ayudaron a conseguir trabajo, yo en la sección internacional de Excélsior y René en la de El Día.  Retomó el oficio literario escribiendo uno de sus mejores cuentos: “La noche de los turcos” que obtuvo una mención en el concurso de la revista Plural en 1982.

En México
René fue de los primeros en regresar. México había sido su primera salida de Bolivia (y de México un viaje relámpago a Holanda) y sería su última. Al poco tiempo de volver a La Paz retomó el semanario Aquí. Luis Espinal había sido asesinado cuando el semanario cumplía un año de vida; René Bascopé fue director durante cuatro meses en 1980 y 17 meses entre 1983 y 1984.

En esa nueva etapa publicó dos ediciones seguidas de un ensayo que había escrito en México: La veta blanca, donde aborda las conexiones del poder militar con el narcotráfico. El título hace alusión a la cocaína que ha transformado la economía del país y dividido transversalmente a la sociedad boliviana.

A fines de 1984 filmé a René para mi película semi-documental sobre Luis Espinal. Durante dos días, un jueves y un viernes en que se producía el semanario, René actuaba explicando a otro personaje (interpretado por Pachi Ascarrunz) las circunstancias del asesinato de Espinal. La última escena en la imprenta nos dejó a todos sin aliento: al terminar René la cámara descubría en un rincón oscuro mediante un juego de luces la silueta de Espinal, otra evocación premonitoria.

Matilde Casazola, Alfonso Gumucio, René Bascopé
y Jaime Nisttahuz en una feria de autores en La Paz
René había retomado la costumbre de llevar un revólver en la cintura. Volví a hacerle la broma acostumbrada (“te vas a volar los huevos”) sin suponer lo que iba a suceder. Esa misma noche después de la filmación, apenas cuatro horas más tarde, René Bascopé estuvo a punto de morir. El proyectil penetró su vientre en diagonal, con tan mala fortuna que tocó el hígado, los intestinos, un pulmón, un riñón, atravesó longitudinalmente el bazo y se detuvo centímetros antes de salir. La intervención quirúrgica duró más de siete horas. René recibió seis litros de sangre, algo de la mía.  Los donadores voluntarios hacían fila en la clínica. Mucha gente lo respetaba y lo quería.

Eso fue el 16 de junio. Cuando recuperó conciencia pude verlo y darle la noticia de que el jurado del Premio de Novela Erich Guttentag le había otorgado en forma compartida el segundo premio a su novela La tumba infecunda y a Ramón Rocha Monroy por El run run de la calavera.

René le ganó espacio de duda a la muerte. Tres semanas después fue dado de alta y quedé convencido de que estaba fuera de peligro. No fue así. Fue arrebatado por una septicemia y dos paros cardiacos consecutivos que cerraron ese espacio de duda que temporalmente le había arrancado a la muerte.
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Y también la poesía puede hacer esto: alzar del suelo una cosa cualquiera y levantarla hasta las estrellas. Poesía que ocurre cuando se produce una pequeña victoria de la belleza y/o inteligencia sobre la fealdad y/o la tontería del mundo.

—Julio Barriga