30 marzo 2019

Lucho luchó

 Como cada año, el 21 de marzo, el ritual de la caminata en Achachicala hasta el lugar que conmemora el hallazgo del cuerpo torturado y baleado de Luis Espinal, reúne a sus viejos amigos y a muchos nuevos, que no lo conocieron en vida. Otros actos de homenaje se sumaron ese mismo día: la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia (APDHB) me pidió inaugurar el Cine Club Luis Espinal, algo que me sentí honrado de hacer mencionando que Lucho era un ávido cinéfilo. 

A 39 años de su asesinato, aún no se ha hecho justicia. No conocemos en detalle el mecanismo tenebroso de la maquinaria que acabó con su vida. Quizás un próximo gobierno desclasifique los archivos militares, tan celosamente protegidos en estos 13 años de “proceso de cambio”, y se despejen las dudas que todavía quedan. 

Recordar a Lucho es, cada año, un acto más significativo porque cada vez somos menos los que lo conocimos, los que disfrutamos de su amistad y los que fuimos cómplices suyos en aventuras de periodismo independiente, de cine o de derechos humanos. Tuve la suerte de ser parte de todo ello. 

Las nuevas generaciones poco saben de Espinal, pero tampoco saben del mundo en general porque no leen y no procesan de manera analítica la información que reciben a través de sus prótesis electrónicas –por muy sofisticadas que sean estas y por muy abundante que sea la avalancha de datos. 

Quizás al pasar delante de una escuela que lleva el nombre de Espinal suenan campanas, pero no lo suficiente como para que los jóvenes se interroguen o investiguen. Es posible que sepan que el Día del Cine Boliviano se celebra en honor a Luis Espinal el 21 de marzo de cada año en la Cinemateca Boliviana, pero no saben mucho de lo que hizo en Bolivia y menos aún que Lucho luchó y murió por ellos, para que vivieran tiempos mejores. Lucho luchó… una simple tilde pone el énfasis en una parte importante de su vida: la lucha por la democracia, por la verdad y por la justicia. 


Además está su pasión más íntima, el cine. Por una parte el cine que realizó y por otra el cine que vio como cinéfilo. Como cineasta le gustaba producir obras testimoniales que revelaban la realidad escamoteada por los gobiernos (primero en España y luego en Bolivia), pero creo que disfrutaba más aún viendo cine como un espectador alerta. Su ejercicio de la crítica cinematográfica era un complemento que le permitía discurrir y elaborar frente al espejo de la máquina de escribir. 

La mayor parte de las veces iba solo al cine, a cualquier hora, pero sobre todo en las noches, en la última sesión, lo que permitió que sus asesinos le siguieran los pasos por la Avenida del Ejército y la calle Díaz Romero, luego de haber visto en el Cine 6 de Agosto “Los malditos” (“La caída de los dioses”) de Luchino Visconti. 

En las conversaciones que sosteníamos en las oficinas del “Semanario Aquí” hablábamos más de la política nacional y de la coyuntura, pero en su casa nuestras conversaciones eran sobre cine, sobre lo que hablaba con verdadera pasión porque conocía en profundidad las principales corrientes cinematográficas mundiales. De hecho, cuando recién aterrizó en Bolivia yo fui de sus primeros estudiantes: tomé dos talleres que dictó en el Sindicato de Trabajadores de la Prensa: “Introducción a la crítica cinematográfica” y “Grandes realizadores de cine”. 


Años más tarde enseñábamos ambos en el Taller de Cine de la UMSA, con mi mala suerte de que su clase antecedía a la mía, y por comparación nuestros estudiantes consideraban que las mías eran “un plomazo”, mientras que las suyas eran entretenidas y amenas. 



En días pasados comentaba por correo con Francesc Xavier Victori Espinal, uno de los cinco sobrinos catalanes de Luis, acerca de los preparativos para conmemorar en 2020 los 40 años de su asesinato en su pueblo natal, Sant Fruitós de Bages, Cerca de Manresa. De pronto las cuatro décadas me cayeron como un balde de agua fría porque pensé en lo rápido que han pasado, cuando en realidad todo el tiempo que Espinal vivió en Bolivia no sumó más de doce años… Pero qué años tan productivos, tan llenos de vida, de creatividad y de compromiso social. Años que marcaron a Bolivia de tal manera que ese fuego lo seguimos sintiendo cada vez que recordamos su vida y su muerte.
__________________________________ 
Somos antorchas que sólo tenemos sentido cuando nos quemamos,
solamente entonces seremos luz. —Luis Espinal

21 marzo 2019

Duendes en el cine nacional

 Cada vez que se estrena una nueva película boliviana (y se han estrenado muchas en los últimos meses), regresa la eterna discusión sobre “el camino” que está tomando o debe tomar el cine nacional. 


El parto de algo nuevo se hace cada vez más difícil, porque en muchos casos comienza con la negación del padre, es decir, del cine de Jorge Sanjinés como referente más importante, aunque en verdad, hay desde hace bastante tiempo referentes de otro cine en las películas de Antonio Eguino, de Paolo Agazzi, Juan Carlos Valdivia o Marcos Loayza. De modo que la idea de “romper” con el pasado que propagan verbalmente algunos jóvenes cineastas es cuento chino: ya otros irrumpieron con nuevas propuestas décadas atrás. 

No puede uno sino sonreír con benevolencia cuando escucha las afirmaciones temerarias disparadas desde el improvisado “programa de cine” de la Universidad Mayor de San Andrés. El director de la Carrera de Comunicación, que ni de cine ni de comunicación ha investigado o publicado nada notable (quién sabe cómo trepan a esos cargos), aventuró hace algunas semanas en un canal de la televisión oficialista, que en la UMSA se iba a construir “la nueva teoría del cine boliviano”… Mi primera reflexión fue: “con qué físico van a hacer eso, no tienen el músculo suficiente”. 

Ya encarrilado en esa dirección negadora del pasado, el mismo funcionario tuvo el atrevimiento de afirmar que Jorge Sanjinés, Antonio Eguino y Paolo Agazzi ya habían dado al cine boliviano lo que podían dar. Los ninguneó al mismo tiempo que estaba invitando a Eguino y a Agazzi a dar clases en el programa de cine, donde carecen de buenos profesores titulares y, peor aún, de pensadores del cine. 


Lo anterior queda para el anecdotario de la mediocridad imperante en nuestra principal universidad pública, pero sirve también para ilustrar la discusión sobre los derroteros actuales del cine nacional. 

¿Qué cine quiere Bolivia? Es la pregunta del millón. 

Hubo un tiempo hace varias décadas en que el espectador boliviano se interesaba en el cine nacional al punto de ver algunas películas de Sanjinés, Eguino o Agazzi varias veces. El proceso de identificación, pero también un cierto orgullo por nuestra producción cultural hacía que las películas nacionales pudieran contar con un público interesado en la problemática social del país. 

Luego, con la desaparición de las tradicionales salas de cine y la aparición de los multicines pop-corn, además de la tecnología DVD y Blu-ray, el panorama se descompuso definitivamente y la polarización se radicalizó. 


Hay quienes argumentan que las “malas” películas bolivianas alejaron al público de las salas, dejando el campo vacío para que triunfen las malas películas producidas en Estados Unidos. La influencia de ese cine superficial saturado de efectos especiales encandiló a los espectadores que son capaces de pagar por ver “Rápido y furioso” No. 15, No. 26 o No. 36, aunque en esencia se trate de la misma estupidez. 

El nivel descendió al cine-comic, las espectaculares representaciones de Marvel o de otra empresa que resucita las páginas amarillentas de las revistas del Hombre Araña, Superman o Batman de la década de 1940, para convertirlos en éxitos de nuevo cuño para espectadores provincianos (de cualquier país). A eso se suman comedias baratas, con el mismo esquema que se repite con ligeras variantes. 

Imitadores locales salen con comedias que producen erisipela “a primera vista” o películas de terror y masoquismo que dicen poco y valen menos, pero tienen su público entre los jóvenes. 

Salvo honrosas excepciones como las obras de nuevos cineastas que se toman en serio el séptimo arte (Gory Patiño, Claudio Araya, Mauricio Ovando, Denisse Arancibia o Juan Carlos Richter, entre otros que podría mencionar aquí), el cine boliviano está poblado de mediocridad. Pero parece que la mediocridad gusta a un público con poca cultura cinematográfica que considera el cine como el espacio donde se come pop-corn, ya no como el séptimo arte. 


Algunas películas consideran que por ser producciones de El Alto, de Tarija o de Potosí ya merecen atención especial, como si eso elevara su calidad automáticamente y sirviera de excusa para sus defectos. 

Tomemos como ejemplo una película reciente “de terror” producida en Potosí: “El duende” (2018) dirigida por Erick Cortez. En inicio el planteamiento puede ser interesante, rescatar una tradición o superstición potosina: en los antiguos hornos de piedra habitan duendes que se llevan a los niños… La intención artística es también válida: una película filmada íntegramente en tonos grises, con muy poco color. 

Sin embargo, todo se desmorona a pocos minutos de iniciada la proyección.  El guion es pésimo, las actuaciones lamentables, los personajes caricaturales, la música invasiva, la banalidad de los diálogos, etc. Se salva de alguna manera la fotografía, que incluye efectos especiales. 

El resultado final es sorprendente: en lugar de asustarse, la gente se ríe a mandíbula batiente por la ridiculez de las situaciones y los lugares comunes, así como la caracterización de los personajes: la histeria permanente del pusilánime personaje principal (Rosalía, la madre), la eficiencia de los policías (que parecen ingleses en su trato), o el cinismo de los “malos”. 


Filmación de una escena de "El duende"
Al final, en ese sancocho mal fermentado el duende, que era lo único verosímil, queda disminuido por un complot de secuestro bastante inverosímil, que deja más preguntas que respuestas: ¿por qué no va a la escuela el niño?, ¿por qué la madre no para de gritar?, y finalmente, ¿por qué a nadie se le ocurrió tapiar el horno maléfico 30 años antes, cuando empieza la historia? 

Es kitsch lo que pasa en la pantalla y lo que pasa en el público, lo cual nos lleva de regreso a las consideraciones iniciales sobre los derroteros posibles del cine boliviano. Vi el filme en la Cinemateca Boliviana con mis estudiantes de la Escuela Andina de Cinematografía y luego de la proyección les pedí que escribieran un comentario crítico. Casi todos subrayaron los problemas antes señalados, pero la mayoría rescató el sentido de humor de la obra: la vieron como una comedia y no como un filme de terror. 

Esa constatación me lleva a pensar que el séptimo arte en Bolivia está ahora en manos del gusto del público, ya no del talento o del compromiso de los creadores. 


(Publicado en Página Siete el domingo 3 de marzo 2019)  
______________________ 
Sólo es posible avanzar cuando se mira lejos.
Solo cabe progresar cuando se piensa en grande.
—José Ortega y Gasset

16 marzo 2019

Neurona, una fachada

Dibujo de Abecor (Página Siete)
 Son tantos los hechos de corrupción del gobierno de Evo Morales, que cuando estallan aparecen uno o dos días en los titulares, pero luego se desaparecen en esa laguna amnésica de la que lamentablemente todos somos responsables, para conveniencia de los corruptos. 

Uno de esos casos, que ha pasado casi desapercibido, es el de Neurona Consulting, pomposo nombre para una empresa que simplemente es una fachada para obtener dinero fácil del mal llamado “Ministerio de Comunicación”, la repartición gubernamental encargada de la propaganda del MAS, de los “guerreros digitales” y de otras aberraciones financiadas con recursos públicos. 

En los últimos días de diciembre de 2018 apareció en este diario un titular en primera plana que revelaba con base en información del Sistema de Contrataciones Estatales (SICOES), que el gobierno había gastado en apenas cinco meses la friolera de 14,6 millones de bolivianos en una “estrategia de redes sociales”. En el cuadro de empresas contratadas, sobresalía con 8.807.210 Bs. (1 millón 258 mil dólares) la empresa mexicana Neurona Consulting, que debía producir “piezas comunicacionales para su difusión por la Dirección General de Redes Sociales”. ¿Alguien ha visto algún resultado que justifique semejante gasto? 

Como viví en México más de diez años desde que salí con el golpe militar de García Meza, me picó la curiosidad por saber más sobre esa empresa de la que nunca había oído hablar en México. Busqué en su página web la dirección y con ayuda de “Street view” de Google Maps encontré el lugar exacto donde se encuentran las oficinas: el Nº 107 de la calle Berlín en Coyoacán. 

Una "empresa garaje" 
Esperaba encontrar un enorme edificio corporativo pero encontré una casita de dos pisos sin letrero exterior. Pensé que Google se había equivocado, y pedí a amigos que estaban en México que se acercaran a esa dirección para tomar fotos actualizadas, que me enviaron inmediatamente. Google no se había equivocado: la empresa que recibió más de un millón de dólares del gobierno boliviano está situada efectivamente en esa casa. 

Mis amigos tuvieron la iniciativa de ahondar en su investigación y aunque la oficina estaba cerrada por el feriado del 25 de diciembre, tomaron una foto del interior donde aparece un letrero que indica que el segundo piso de la casa está ocupado por “Puertas. Agente de seguros”.  En el primer piso está la “Promotora ACCSE”, y en la planta baja de esa casa, que no es muy grande, aparece el rótulo de Neurona Consulting, una oficina que comparte el espacio con los estacionamientos para vehículos. 

Mis amigos indagaron en el vecindario y descubrieron datos adicionales sorprendentes. La empresa “acepta cualquier tipo de contrato, aunque sea por 500 Pesos Mexicanos”, y “hace cualquier cosa que le pidan”. No es una empresa especializada en nada, es una fachada para conseguir contratos. ¿Qué tal? 

El presupuesto del mal llamado “Ministerio de Comunicación” pasó de 150 millones de Bolivianos en 2018, a 527 millones en 2019. Desde el año 2014 aumentó 10 veces. Jamás en toda la historia de Bolivia se ha desviado tanto dinero en propaganda que no es del Estado, sino de un partido político, el MAS, y de una persona en campaña permanente durante 13 años, Evo Morales. 

Aparte del hecho, ya grave, de que el gobierno ha triplicado en este año electoral el presupuesto destinado a la propaganda, el contrato con Neurona provoca una serie de preguntas que el gobierno debería responder, porque esto huele a más corrupción. 

Sabemos que la contratación de Neurona Consulting y de las otras empresas nacionales se hizo por invitación directa. Ahora bien, ¿quién es el nexo entre el gobierno boliviano y la empresa-fachada mexicana? ¿Cómo llega el Ministerio de Comunicación a entrar en negocios con dicha empresa? ¿Cómo y a quién se transfieren los fondos? ¿Quiénes son los intermediarios y cómo se han beneficiado? ¿Cuáles son concretamente los resultados y los productos? 

Ya en junio de 2018 diputados de oposición pidieron al ministerio un informe escrito sobre estos negocios, pero no conocemos las respuestas. De más está decir que todo ese dinero malversado no ha tenido ningún efecto en las redes virtuales. Para desesperación del propio Evo Morales, que pidió ayuda a su homólogo chino (y éste lo mandó por un tubo), ni siquiera se siente la presencia de ese gasto multimillonario a favor del candidato espurio. 

(Publicado en Página Siete el sábado 9 de marzo 2019)
__________________________________________ 
El lubricante que suaviza el engranaje de la maquinaria
de todo régimen autocrático, es la corrupción.
—Justo Certero

09 marzo 2019

Deseos que matan

  Lo sospeché desde un principio… Pero ahora lo sé con certeza. 


En los tristemente famosos sindicatos de transportistas se mimetizan verdaderas bandas de delincuentes. “Lo peor de los deseos” (2018) el largometraje dirigido por Claudio Araya, es casi un retrato a pincel de dirigentes vecinales o sindicales como Braulio Rocha o Jesús Vera, que encabezan grupos de interés económico que no dudan en cometer fechorías para conservar el poder. 

Lo interesante del argumento de la película de Araya es que desnuda por adentro los mecanismos de esos sindicatos mafiosos, y muestra la calaña de los personajes que, entre ellos mismos, se asestan puñaladas al mismo tiempo que se las asestan al país con o sin excusas. 

En una tónica muy similar a “Muralla” pero no tan bien realizado, el film de Claudio Araya muestra ese mismo submundo de las laderas de La Paz y de El Alto, donde operan todo tipo de organizaciones fuera de la ley y donde las “instituciones del orden” brillan por su ausencia. 


La fachada sindical sirve para oscuros negocios, chantajes, asesinatos y violaciones que transcurren entre farras en prostíbulos y bares de mala muerte, frente a la mirada impotente pero también indolente de una población que si puede sacarle algún partido al contrabando y otros crímenes, lo hará sin el mayor empacho. Por eso es tan importante (aunque tan estereotipada), la escena inicial de la fiesta en el “cholet”, donde se hace gala de derroche de dinero mal habido. Todos lo saben, pero todos son parte de la comparsa. 

Ese submundo tiene la doble cara de Janus (el dios romano de la dualidad): por una parte el lujo de mal gusto y el derroche de luces y colores, y por otro las sombras del crimen donde se mueve el dinero. A diferencia de Janus, la dualidad no es entre pasado y futuro, sino entre apariencia y verdad. No existe allí una noción de ética o moral, o más bien, podríamos decir que la amoralidad es la nueva ética: si no te jodo antes, me vas a joder después. 

No tiene nada de invento ese submundo que vemos en “Lo peor de los deseos”, “Muralla”, “Averno”, “El cementerio de elefantes” y otras películas bolivianas que se han ocupado de la marginalidad urbana. Ese mundo existe con la misma crudeza con que se esconde en la noche, pero la diferencia está en la manera de contarlo. 

“Averno” eligió la máscara de la magia, salvando de alguna manera a la ciudad de su rostro deformado y sórdido. “Muralla” hizo la denuncia social con eficacia y credibilidad, descubriendo un mundo que muchos no sospechaban que existía. En cuanto a “Lo peor de los deseos”, trata de repetir el desafío de mostrar la cara más fea de La Paz, pero si bien lo hace con eficacia técnica, cojea en la verosimilitud de lo que cuenta, porque a medida que avanza resbala en el esquematismo y la caricatura. No una caricatura amable, de humor, sino cruel.  


Los personajes protagonistas son emblemáticos: Roberto (Luigi Antezana) el dirigente transportista que convoca a un paro general sin que sepamos porqué, su esposa Margot (Inés Quispe), mujer de pollera dedicada al contrabando en gran escala, Carlos Borja (Felipe Tovar) que ambiciona quedarse con el poder sindical, Carmen (Esmeralda Pinzón) amante de Roberto, con quien tuvo una hija ahora adolescente, y el Gaucho, asesino despiadado, “cogotero” de taxistas. Al principio estos personajes, con excepción del Gaucho, parecen de carne y hueso. Margot y Roberto son creíbles en esa circunstancia kitsch que viven, Carmen es una mujer que sufre una circunstancia que la mantiene en condición de rehén económico para proteger a su hija (la actriz disimula bastante bien su acento colombiano), incluso Carlos Borja, el narrador, nos convence aunque no parece pertenecer a ese medio (blancón y con acento mexicano, fue incorporado al casting “por su voz”). 


Pero poco a poco los personajes se hacen más estereotipados y falsos,  y paradójicamente el único que se humaniza como por arte de magia es el Gaucho, tratando de salvar a Carmen y a su hija al precio de su propia vida. El problema no está en los actores, no está en el argumento, ni está en la ambientación.  El problema radica en el guion y en los diálogos cada vez más precarios mientras avanza el relato. Y quizás, también, en la reiteración de escenas (la “ñatita”, los barrancos, etc) que corren el riesgo de convertirse en lugares comunes en la nueva etapa del cine urbano nacional. 

Hice una prueba con un grupo de mis estudiantes en la Escuela Andina de Cinematografía (EAC). Les pedí que vieran en la Cinemateca Boliviana la película de Claudio Araya y presentaran luego su opinión en dos páginas. Luego de un año de trabajar con ellos en la materia de “Historia del cine”, siento que su manera de escribir sobre cine ha mejorado notablemente. Tanto los que detestaron el film de Araya como quienes encontraron méritos en él, expresaron sus argumentos de manera convincente. 

Con varias de esas apreciaciones estoy plenamente de acuerdo. La fotografía es eficiente e incluso bella en algunas escenas de luces contrastadas, espejos y ventanas, pero adolece de paisajismo y de “dronismo” excesivos; además de esos primerísimos primeros planos innecesarios, que en una gran pantalla de cine lastiman la vista. 

La tentación de mostrar la ciudad de La Paz es inevitable en los cineastas y fotógrafos, tanto bolivianos como extranjeros, con fines de exportación que son comprensibles, pero cuando imágenes similares aparecen una y otra vez en el montaje, llega a cansar (quizás solo a los que jugamos como locales).  


Varios estudiantes consideraron que un personaje como Don Mono sale sobrando o es excesivamente caricatural, así como la breve y repentina transformación del Gaucho en un asesino con conciencia. Si en “Muralla” la redención del personaje era un proceso, aquí aparece como por arte de magia, haciendo muy poco verosímiles las escenas entre Carmen y el cogotero. 

Como señala uno de los estudiantes en su comentario, el desenlace del film es abrupto, no obedece a una evolución del planteamiento argumental. De pronto nos enteramos que Margot ha dirigido toda la historia detrás de bastidores, incluyendo el asesinato de su marido, y “en el almuerzo más rápido y furioso del cine boliviano ordena a Borja” hacerse cargo del sindicato, con su ayuda económica por supuesto. 

Tan precipitada como esa escena es lo que sucede luego con Carlos Borja, lapidado por las viudas de los choferes que mandó a matar. El ambicioso dirigente gremial acaba metido (¿vivo?) en un ataúd que termina, como todos los muertos que se respetan, en una ladera con magnífica vista sobre La Paz. El baile final con ese telón de fondo sobra por demás. 

Siempre me pregunto si no somos demasiado exigentes con nuestro propio cine y no tanto con el importando. No sé si es falta de generosidad o algún complejo pueblerino, pero de la misma manera deberíamos evaluar críticamente aquellas películas muy costosas que provocan largas filas delante de los complejos de 24 pantallas. ¿Pasaría la criba, por ejemplo, “Black panther”? A mis ojos es una porquería, pero no dudo que alguno de mis estudiantes se habrá maravillado. 


(Publicado en Página Siete el domingo 17 de febrero 2019) 
__________________________
Desde el punto de vista dramático, los criminales son interesantes porque,
al menos por un tiempo, son enérgicos, libres de espíritu,
y no se someten ante nadie.
—Patricia Highsmith

02 marzo 2019

Flota

  No me refiero a los corchos que flotan con todos los gobiernos…No quiero hablar esta vez de política sino de políticas y normas, o de la ausencia de ellas. 

En el título aludo a la “flota”, como se llaman los autobuses interdepartamentales en Bolivia, y a su carácter mortífero:  cada año causan más muertes que todas las dictaduras de Bolivia, que la “guerra del gas”, que los muertos de Evo Morales en Huanuni o El Porvenir. 

Sin embargo, los choferes se fugan (cuando no mueren ) y no hay ninguno en la cárcel, no hay sanciones para los propietarios de las empresas, no hay control de las gobernaciones ni de los municipios ni del gobierno central. No hay nada más que muerte y más luto. 

Los accidentes que se producen solo son consecuencia de la irresponsabilidad. Concedamos que las muertes que se producen todas las semanas en el camino a Yungas puedan deberse, en parte, a las curvas peligrosas del antiguo camino y a la falta de visibilidad (a pesar de los “semáforos humanos” que hay en la ruta). Pero no cualquiera cae al vacío: se precipitan los que van demasiado rápido, los que se distraen, los que no tienen los frenos en buen estado. 

En la carretera La Paz-Oruro, y la de Oruro-Potosí, que están en buen estado, no hay otra causa que la irresponsabilidad temeraria de los conductores, particularmente de las flotas, que sobrepasan a otros vehículos en curva (como se puede ver en videos difundidos en las redes) para recuperar el tiempo perdido en las salidas. 

Ninguna flota sale a la hora, ninguna cumple su itinerario como está establecido. En las terminales de autobuses de La Paz, de Oruro o cualquier otra, las empresas son a cual peor organizada, a cual más irresponsable. Para el viajero que quiere utilizar ese servicio, no hay protocolos. Todo es caos, viveza criolla, retrasos y peligros en la ruta. 

Los bolivianos están acostumbrados porque no tienen punto de comparación, salvo los que han vivido en otros países. Para los extranjeros  que nos visitan, es una pesadilla y una tensión permanente por el riesgo de perder la vida. 

Veamos un viaje típico desde La Paz a Oruro o a Potosí, tal como lo he vivido muchas veces (así que no estoy contando un cuento prestado). Cuando uno llega a la terminal hay personas que gritan “La Paz-Oruro, ya sale, ya sale”. Por supuesto, no sale nunca. Los horarios son “aproximados”, con 30 o 40 minutos de retraso. Para convencer a potenciales clientes el autobús avanza unos metros hacia la salida y se vuelve a detener. Incluso se detiene fuera de la terminal donde, para llenar los espacios, se venden los boletos a menor precio. El control municipal o policial es totalmente ineficiente: los choferes se hacen los sordos. 

Para salir de La Paz yo suelo ir en teleférico hasta El Alto y luego tomar allí la flota que esté a punto de salir.  Son las mismas que llegan desde la terminal de La Paz, y que hacen paradas de otros 30 minutos. Antes de salir de El Alto ya se ha perdido fácilmente una hora y media entre el retraso en La Paz, la subida por la autopista y la espera en El Alto. 

Cuando finalmente sale el autobús, viene la segunda parte de la pesadilla. Los vehículos son viejos y sucios, con frecuencia tienen vidrios rotos y goteras, sin aire acondicionado.  Los asientos huelen a comida o a orines y a veces no se reclinan. Cuando hay, los baños son asquerosos. La película de pésima calidad en pantallas precarias suena a todo volumen aunque algunos pasajeros no deseen verla. Los choferes, a veces alcoholizados, recogen en el camino a gente que vende comida y a otros pasajeros (dinero no fiscalizado) hasta que las gradas junto a las puertas de salida quedan bloqueadas por personas y bultos. 

Hay que cuidar las pertenencias entre las piernas, porque los rateros abundan, a veces en complicidad con los choferes, mientras la flota avanza a velocidades no autorizadas bamboleándose a izquierda y derecha peligrosamente, sobrepasando a camiones y otras flotas aún en curvas o circunstancias en que la potencia de sus motores no se lo permite. Las fallas mecánicas me han dejado varias veces varado una o dos horas en plena carretera. 

Así se producen esos horribles accidentes. Solo en las últimas semanas: 26 muertos el 18 de febrero en choque frontal entre la flota Trans El Inca y una volqueta en la carretera Oruro-Potosí.  Otros 22 muertos (y 37 heridos) en la misma carretera el 19 de enero en choque frontal entre las flotas Trans Azul y Trans Imperial. Y así, todo el tiempo, con empresas de nombres pomposos pero pésima administración y sin seguros para los pasajeros. Las fotos de cadáveres entre los hierros retorcidos son espeluznantes. 

Condolencias y lamentaciones, pero no acciones concretas 
Los muertos suman centenares. Los dueños y choferes de las flotas deberían estar presos por homicidio culposo, y las licencias de funcionamiento de las empresas suspendidas por 6 meses, un año, o definitivamente en caso de reincidencia.  Pero estamos en Bolivia y aquí no pasa nada, no hay sanciones. “Métanle nomás”, como en todo. 

¿Cuándo podremos tener autobuses como los de México, con terminales impecables que parecen aeropuertos, puntualidad al minuto, choferes uniformados, autobuses flamantes, servicio amable a los viajeros?  Al subir, las azafatas entregan una botella de agua, unas galletas y un par de audífonos para escuchar música o ver la película. ¿Cuándo seremos un país mejor? 

(Publicado en Página Siete el sábado 23 de febrero 2019) 
____________________________  
Éstos son los únicos momentos en que siento la soledad verdadera:
cuando uno se enfrenta a la violencia impune.
—Ryszard Kapuscinski