27 mayo 2022

El poder de la palabra

(Publicado en Página Siete el domingo 3 de abril del 2022)

 Nadie sabe quién fue realmente Ricardo III. El poder de la palabra es tal, que la caracterización que de él hizo William Shakespeare se ha convertido en historia oficial: un rey sanguinario e inmoral, que eliminaba sin mayor empacho y a veces con su propia mano a cualquiera que pudiera hacerle sombra, y eso incluye hermanos, sobrinos, esposas, amigos, etc.

David Mondacca en Ricardo III ©ArmandoUrioste

 Shakespeare hizo de ese personaje el paradigma de la fealdad (exagerando su escoliosis deformante), y de la maldad: un hombre jorobado, ambicioso, inescrupuloso, que se odiaba a sí mismo, como afirma en uno de los monólogos de la obra.    

 Vivió apenas 32 años, algunos historiadores afirman que durante su reinado fue autor de leyes que favorecían a los pobres, combatió en primera fila varias batallas en lugar de permanecer en la retaguardia, y gobernó solo dos años hasta su muerte en la batalla de Bosworth. Por la crueldad de su actitud personal, no es sorpresa que a su muerte fuera enterrado sin mayores ceremonias y que sus restos desaparecieran durante 522 años (hasta 2012).

 Aunque “Ricardo III” es una de sus primeras obras (1597) la maestría de Shakespeare es evidente en los cinco primeros minutos, cuando el personaje se define a sí mismo. No debió ser fácil para el dramaturgo inglés crear un personaje tan absolutamente perverso, cuando en la mayoría de sus obras juega con personajes enriquecidos por sus dudas, contradicciones y ambigüedades. Aquí, el personaje es malo de una sola pieza, sin ápice de conflicto interno, salvo quizás en el monólogo inmediatamente anterior a la batalla en la que encontrará la muerte.

 Sin embargo, lo que sucedió en 1485 con el personaje de esta tragedia, no es sino una excusa, como siempre en Shakespeare, para abordar un tema político, social o moral. Al fin y al cabo, ¿cuántos espectadores en la sala del Teatro Nuna tienen noción de la Guerra de las Rosas entre la casa York y la casa Lancaster, por la sucesión del trono de Inglaterra, los entretelones del poder entre las familias y las rivalidades que se saldaban con horrendos crímenes, a la manera de las mafias de hoy?

Ian McKellen en Ricardo III 

 No acudan a San Google por las respuestas porque no es eso lo que hay que buscar en Shakespeare, ni en Mondacca, ni en todos los que a lo largo de 390 años han hecho representaciones de “Ricardo III” desde la primera, que tuvo lugar en 1633. Entre los más recientes, actores ingleses o norteamericanos tan formidables como Basil Rathbone, Vincent Price, Kevin Spacey, Al Pacino, Laurence Olivier o Ian McKellen, representaron al personaje en el teatro o en el cine.

 Con el tiempo las adaptaciones de la obra original excluyeron a personajes o incorporaron a otros. Algunas sitúan los hechos en nuestro tiempo, por ejemplo “Ricardo III” (1995) de Richard Loncraine, que interpreta Ian McKellen y sucede en la Inglaterra de 1930 pero es lo más parecido al totalitarismo de Hitler, con símbolos similares y masas enardecidas.

 Como toda obra de Shakespeare, los nombres de los personajes y los episodios históricos descritos son en realidad motivos para hablar de la condición humana. De “Romeo y Julieta” se pueden hacer mil versiones diferentes porque lo que importa no son los Capuleto y los Montesco en la Verona del mediados del Siglo XVI, sino la historia del amor capaz de vencer las rivalidades entre enemigos y poderes irreconciliables. Lo propio sucede con “MacBeth”, “Hamlet” o “King Lear”, parábolas sobre el poder que trascienden momentos históricos concretos y se convierten en emblemas tejidos en la historia de la humanidad. Por eso trasciende Shakespeare a través del tiempo y es siempre contemporáneo.

 La obra original tiene más de 50 personajes, incluidos numerosos fantasmas, pero David Mondacca la ha sintetizado en unos cuantos episodios y limitado el número de actores a tres, interpretando él mismo varios de los personajes principales, con extraordinaria capacidad de transfiguración, y acudiendo tres veces a proyecciones en pantalla que le permiten enriquecer la escenografía, que en realidad se reduce a un ambiente sobrio y oscuro, con un baúl antiguo y una butaca con una tela de gasa roja semitransparente, que sirve para subrayar la presencia de la sangre en el escenario.

 La depuración de decorados y la reducción de intérpretes al mínimo hace pensar en la frase “la necesidad tiene cara de hereje”. Y es que la carencia de recursos en el teatro boliviano obliga a estos esfuerzos de síntesis y de sobriedad extremos. Sin embargo, Mondacca convierte las limitaciones en ventajas, porque concentra la atención de los espectadores en el personaje y en su propia actuación. Las luces del Teatro Nuna ayudan a cambiar ligeramente la atmósfera en la que se desenvuelve Ricardo III, subrayando con sombras y contraluces el aislamiento del personaje, ese esperpento humano que actúa desde las sombras del poder sin escrúpulos ni límites para sus ambiciones.

 Para un gran actor como Mondacca, no es un desafío representar a un personaje que ha sido diseñado sin matices. Los buenos actores se consagran con personajes que les permiten desplegar toda la gama de contradicciones, ambigüedades y dudas, que este personaje no ofrece. Sin embargo, la obra descansa sobre los hombros del actor, o sobre su joroba, si se quiere. La fuerza de su voz y de su lenguaje corporal concentran toda la fuerza de la tragedia, y a diferencia de otras tragedias de Shakespeare, quizás por ser una de las primeras, el humor no la atraviesa con la misma vibración jocosa.

 Otro aspecto importante pero insalvable para cualquier actor que pretenda representar una obra de Shakespeare en castellano, es el empobrecimiento del lenguaje, inevitable en el proceso de traducción. La musicalidad, el ritmo y a veces incluso la rima de las obras originales de Shakespeare se pierde en gran medida. Escuchar a Shakespeare en su idioma no es lo mismo que escucharlo en castellano y en otros idiomas. No hay mucho que hacer al respecto. 

Mondacca @TalCual 

 “Ricardo III” es la obra elegida por David Mondacca y Claudia Andrade para esta corta temporada (dos días) en el Teatro Nuna, que concluyó el domingo 27 de marzo, precisamente el Día Mundial del Teatro, que se celebra desde 1961.

 Breve digresión para honrar al teatro boliviano: cada obra constituye un esfuerzo titánico que solo puede ser acometido con un inmenso amor. Para temporadas de tres días se investiga y ensaya durante tres meses. Solo en Bolivia. No conozco otro país donde sean, como sociedad, tan malagradecidos con el teatro como nosotros.

 Por ello David Mondacca, quien en 2023 celebrará 50 años sobre las tablas y 30 años de Mondacca Teatro, comenzó y terminó la representación del domingo 27 con un homenaje a “don Ángel”, que siempre quiso montar Ricardo II en el teatro Municipal y nunca pudo hacerlo. Y una frase lapidaria: “Si el teatro es verdad, nosotros seremos sinceros. Mucha mierda”.

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Las palabras están llenas de falsedad o de arte;
la mirada es el lenguaje del corazón.
—Shakespeare 


23 mayo 2022

Prisiones y matones

(Publicado en Página Siete el sábado 2 de abril de 2022)

 En el revelador plano secuencia inicial de la película de Paolo Agazzi, “Mi Socio 2.0”, seguimos a un niño lustrabotas que ingresa al penal de Palmasola, en Santa Cruz. En apenas un minuto, desde la puerta custodiada por policías hasta la celda “de lujo” de un capo narcotraficante, tenemos una descripción completa de lo que son las cárceles en Bolivia: hacinamiento y basura para la mayoría que pasa su tiempo jugando cartas o dados, pero para los poderosos: celdas individuales, con guardias personales en la puerta, televisión, armas, señal para celulares, etc.

 Las cárceles en Bolivia son tema para películas de suspenso. Todo puede pasar allí: agresiones sexuales, tráfico de drogas, venta de espacios, construcción ilegal de celdas, cobros por protección, torturas y asesinatos. Todo lo malo que sucede afuera, se reproduce dentro de las cárceles potenciado estadísticamente según el número de reclusos.

 La situación se ha agravado año tras año por la incapacidad del sistema judicial y del gobierno para dar solución a los problemas. Por una parte, juicios interminables que nunca avanzan y por otra parte, ausencia de una política de Estado que encare la necesidad de nuevas cárceles, cuyas condiciones físicas y de administración impidan la autonomía delincuencial que existe.

 En documentales sobre prisiones en Europa o en Estados Unidos vemos cárceles “normales” (ninguna prisión debería ser algo normal), donde cada recluso tiene una celda, por pequeña que sea, con un lavamanos y un WC de metal, que no pueden ser movidos o utilizados como armas. No hay puertas en las celdas, sino rejas que se abren electrónicamente desde un lugar central para que salgan los presos a horas autorizadas. En prisiones de alta seguridad los presos reciben la comida en sus celdas, y en otras salen en grupos a una sala común y para hacer ejercicios en un patio debidamente resguardado. 

Panóptico de San Pedro, en La Paz 

 Eso está lejos de suceder en Bolivia, donde las cárceles son la marginalidad de la marginalidad elevada a la enésima potencia. Paradójicamente, algunas fueron construidas en su momento como cárceles modelo, lo más avanzado para su época. Es el caso del panóptico de San Pedro, cuyo diseño permitía la vigilancia desde cuatro torres en las esquinas, de manera que los presos pudieran circular con relativa libertad. Pero fue construido para 800 presos y hoy tiene más de 2 mil. El diseño de panóptico ya no es funcional porque se han construido arbitrariamente pabellones que desfiguran la idea de un panóptico. Los propios presos, sin consultar, construyen celdas y las alquilan. Ellos gobiernan, no el alcaide o gobernador.  

Corsino Pereyra, Alfonso Gumucio Reyes,
Rolando Requena y Víctor Carrasco

 Conocí el panóptico de San Pedro cuando mi padre estuvo preso durante la dictadura de Barrientos, junto a dirigentes de la Federación de Mineros (FSTMB) y delincuentes comunes, como los del atraco de Calamarca. Los “barrios” de Los Pinos y Álamos eran los “mejores”, luego había otros como Guanay, donde iban a parar los peores delincuentes. En esa época no había tantos presos por droga, pero ahora constituyen la mayoría de la población carcelaria.

 Los mafiosos dominan las cárceles, en complicidad con las autoridades. La captura del asesino serial Richard Choque ha permitido develar detalles de cómo se obtiene poder dentro de una cárcel, para obtener privilegios insospechados, y cómo se urden la trama de corrupción afuera, involucrando a fiscales, jueces, abofados, médicos forenses, etc. Dan ganas de vomitar.

 Luis Espinal hizo un documental sobre San Pedro donde muestra un espacio que era una prisión menos hacinada que ahora. En cincuenta años la situación es muy diferente porque la delincuencia ha crecido en el país de manera desproporcionada, sobre todo vinculada a todos los tráficos posibles y todas las violaciones de leyes que existen, pero no se aplican. Hoy, 61 cárceles en Bolivia tienen capacidad para 5.413 reos, pero albergan a 17.836. Es inadmisible.

Cárcel dae San Sebastin, Cochabamba

 He conocido también por dentro la cárcel de San Sebastián en Cochabamba, y el Centro de Reinserción Social para Jóvenes y Adolescentes Qalauma, ubicado en Viacha, a más de 22 kilómetros de la ciudad de La Paz. Esta última es la única que se podría calificar de “normal” por el espacio disponible para los reclusos y por las actividades que realizan (panadería, metalmecánica, carpintería, biblioteca, etc).

 La situación es insostenible. El gobierno no maneja las cárceles, lo hacen las mafias. Ya que el Estado ha mostrado a lo largo de décadas su incapacidad, las prisiones deberían privatizarse, como en otros países. Se debería contratar a empresas que construyan prisiones seguras, sobre modelos que ya se han probado ampliamente, y que las administre evitando en lo posible la corrupción y el tráfico de influencias.

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Todos somos reclusos de alguna prisión,
pero algunos estamos en celdas con ventanas, y otros no.
—Gibran Jalil Gibran

 

 

18 mayo 2022

Sagrada y profana

(Publicado en Página Siete el domingo 6 de marzo de 2022)

 ¿Cual es el motor del cine documental en Bolivia? ¿Por qué sobrevive a pesar del precario apoyo a la producción y a la difusión? No hay una respuesta simple, pero quizás la que más se acerca es: el cine documental sobrevive en Bolivia a “puro pulmón”, por obra y gracia de cineastas que invierten tiempo, energía y dinero, y no obtienen a cambio nada más que la satisfacción de haber contribuido a una de las cinematografías más pobres de la región, pero a la vez una de las más interesantes por sus motivaciones sociales y su determinación por escribir la historia contemporánea del país a través de imágenes.

 En medio de la producción documental boliviana, Inal Mama, sagrada y profana (2008) de Eduardo López Zavala es una propuesta diferente. No es el primer documental que se hace sobre la hoja de coca, pero es quizás el más completo en la medida en que combina miradas antropológicas, sociales, económicas y políticas, y lo hace en el momento en que se producen en Bolivia los cambios que llevan a la Presidencia de la República precisamente a un dirigente sindical cocalero, Evo Morales, cuya lucha durante muchos años tuvo como eje principal la defensa del cultivo de la hoja de coca, incluso por encima de las reivindicaciones indígenas.

 La tesis del film es que la hoja de coca es la savia aglutinante de la cultura y de la sociedad bolivianas, y no solamente entre las poblaciones indígenas del altiplano como se cree generalmente, sino también entre indígenas de las zonas bajas, como los guaraníes del Chaco, y los trabajadores de las minas. Para demostrarlo el documental está estructurado como un corte transversal que atraviesa  los niveles geográficos y sociales de Bolivia, desde las cumbres nevadas donde los médicos naturistas de la comunidad Kallawaya utilizan las hojas de coca para curar y adivinar, hasta los guaraníes de la comunidad de Tentayape, que la usan porque les da fuerza y les quita el hambre, pasando por las minas donde en los socavones se le rinde tributo al “tío” (el diablo) y las estribaciones de la cordillera, en Yungas, y por los valles tropicales del Chapare, donde se cultiva.

 Los Yungas y el Chapare son las dos caras de la hoja de coca. Las venas verdes pueden dar la vida o la muerte, según se bifurca la cadena de su industrialización. La coca cultivada en Yungas está destinada a la masticación y al uso ritual, mientras que la del Chapare, zona de colonización relativamente reciente, está destinada en buena parte a la producción de pasta base para la elaboración de cocaína. Mientras el discurso de los afro-bolivianos de Chicaloma que aparecen en el documental está centrado en el uso tradicional de la hoja de coca, en el discurso politizado de los campesinos colonizadores del Chapare aparece entre líneas el tema de la droga como un mal necesario cuya responsabilidad recae en los consumidores en Estados Unidos, y no en los humildes campesinos que cultivan el arbusto.

 López Zavala es cuidadoso y evita satanizar a los productores de coca del Chapare, la región donde Evo Morales creció como dirigente sindical y político. Lo “profano” de la hoja de coca se muestra a través de un narcotraficante brasileño, Nacipio, preso en el penal de San Pedro, en La Paz, sin señalar a los narcotraficantes bolivianos y sus conexiones políticas. En cambio, el director hace énfasis en lo “sagrado” mostrando el tejido social y ecológico que se construye en las relaciones que establecen los curanderos y adivinadores kallawayas, con los afro-bolivianos de la comunidad de Chicaloma, y los guaraníes de Tentayape, que viajan hasta Yungas desde el sur del país para lograr un acuerdo de provisión de hojas de coca. Los planos narrativos están al principio separados por pisos ecológicos, pero luego se van entrelazando en la medida en que avanza la historia. Pues es una historia la que cuenta el documental, con personajes que actúan al servicio de una construcción narrativa que desborda los espacios de sus vidas. Así, el médico kallawaya desciende de los 3,800 metros de altitud de Charazani, a los 1,600 metros de Chicaloma, mientras los guaraníes de Tentayape suben de sus comunidades a 900 metros de altitud para llegar a Yungas. En ese entramado social y étnico reside la estructura de la edición, y la hoja de coca es el hilo conductor del relato. La cultura de la coca atraviesa la sociedad de los pobres, sus historias de vida se entrelazan.

 El montaje no fluye ordenadamente, es más bien un collage en el que hay tensiones, retazos que no armonizan con el conjunto. La misma disparidad de la imagen y de la banda sonora revelan esas tensiones. La banda sonora a veces se satura, cuando la música de Panchi Maldonado se hace omnipresente y quiebra la continuidad. La intención declarada de realizar “una saga política, visual y musical sobre la coca y la cocaína en las culturas de Bolivia” no siempre se logra en el plano musical, a pesar del intento –o precisamente por ello- de poner la edición de la imagen al servicio de la música. 

 Así como la imagen es límpida y apacible en las escenas de las montañas nevadas o del altiplano, se muestra agitada y evidencia una subjetividad conflictiva en las escenas que transcurren en la ciudad de La Paz, donde aparece repetidas veces un personaje de ficción que es marginal con relación a los demás, quizás más marginal que el propio narcotraficante brasileño, quien en la cárcel se integra, hace familia, o baila con los demás durante las festividades del Gran Poder. El personaje de Santiago, vendedor de periódicos, campesino desarraigado que siente el rechazo de la gran ciudad, sirve para los propósitos del film como un enlace que permite marcar el tiempo histórico de los episodios políticos y sociales; acontecimientos como los enfrentamientos sangrientos en el centro minero de Huanuni, la huelga contra la Ley 1008 (que penaliza los delitos por narcotráfico) organizada por mujeres y hombres presos en La Paz, o las elecciones generales en las que Evo Morales sale victorioso. En un momento dado el personaje se libera, lanza al vacío los ejemplares del diario y decide regresar a su comunidad del altiplano. Ese regreso a las fuentes originarias es un tema recurrente en el cine boliviano y en particular en la cinematografía de Jorge Sanjinés, con quien López Zavala ha trabajado.

 (Este texto se publica por primera vez en Bolivia como segunda parte de mi homenaje a Chichizo López, recientemente fallecido. Una versión más extensa apareció en el libro “Miradas desinhibidas: el nuevo documental iberoamericano” (2009) coordinado por Paulo Antonio Paranaguá y publicado en edición bilingüe (castellano y portugués) por el ministerio de Cultura de España con motivo del II Congreso Iberoamericano de Cultura).

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La tarea verdaderamente heroica y difícil fue la de extender a la mayoría de la población capitalina esta comprensión por el arte llamado indígena.
—José María Arguedas 

 

13 mayo 2022

Chichizo

(Publicado en Página Siete el domingo 23 de enero de 2022)

Eduardo López, José Jiménez, Alfonso Gumucio 

 En un libro sobre los inicios del video independiente en Bolivia, que todavía tengo inédito y empolvándose en una caja de manuscritos, escribí hace 30 años: “Si la lista de los cien mejores videos tuviera que reducirse a diez, no cabe la menor duda de que Martín de las crujías estaría entre las obras más representativas del video boliviano.  Y si la lista fuera de solamente cinco títulos, yo no dejaría afuera a este excelente video de Eduardo López Zavala”.

 Esa crónica escrita en caliente hace tres décadas, resume lo que pensaba y sentía entonces sobre la película de “Chichizo” López, y lo que dije sigue aquí tal cual, porque hay cosas que se conservan mejor si uno no las toca:

Martín de las crujías

 Martín de las crujías (1992, 28 minutos) tiene la audacia expresionista de Recorrer esta distancia, la belleza plástica de Sonia Lima, te quiero y la fuerza testimonial de las películas de Jorge Sanjinés. No es una casualidad que Eduardo López se haya rodeado de Francisco Ormachea y Rogelio Vargas, responsables del montaje y la fotografía respectivamente: el realizador sabía muy bien qué tipo de expresión buscaba.  En cuanto a Sanjinés, el emblemático realizador boliviano ejerce en Chichizo López una influencia benéfica, pero Eduardo López se proyecta en una nueva dimensión y moderniza el concepto de belleza en el cine político social.

 El tema recurrente (Ruiz, Sanjinés, Eguino, Agazzi, etc) del abismo que separa las ciudades bolivianas del mundo rural es el telón de fondo de este drama que narra la historia de Martín Llanque, quien emigra a La Paz luego de la muerte de su mujer. Como todos los campesinos, lo hace con la peregrina idea de encontrar allí fortuna. Como todos, encuentra miseria y muerte. Martín va en busca de un sobrino a quien no encuentra.  Mientras tanto hace trabajos para sobrevivir y se precipita en la espiral embrutecedora del alcohol, sin darse cuenta de que el círculo de la muerte se va cerrando sobre él. Acusado de una violación que no cometió, señalado como chivo expiatorio de un enjuague político que ni siquiera entiende, Martín es torturado hasta la muerte.

Martín de las crujías

 El director ofrece la historia por pedazos, valiéndose de ingeniosos recursos. Por una parte, Augusto, el sobrino que nunca encontró, interviene como narrador.  Por otra, la estructura del video desarrolla dos líneas paralelas que se juntan hacia el final: Martín en su deambular sobre el perfil escarpado de la ciudad, y los agentes de policía, aves nocturnas que abusan del pequeño territorio de poder que la administración pública les ha otorgado. “¿Qué pasa cuando la impunidad está devorando a un país?” se pregunta en la cárcel uno de los presos (Arturo Orías). Y la respuesta llega en sus propios labios inmediatamente después: “Nada”.

 Hay mucho que rescatar en Martín de las crujías, tanto en sus ideas como en su excelente plástica. El realizador ha creado una obra en la que cree profundamente, y ha querido dedicarla por una parte al poeta Jesús Urzagasti y a Luz María Calvo, y por otra “a los aparapitas, artilleros, prostitutas y presidiarios de La Paz”.

Martín de las crujías

 Treinta años más tarde Martín de las crujías no ha envejecido, salvo por el discurso político un tanto obvio con que concluye, propio de esa época de didactismo revolucionario. Desde el punto de vista de su calidad artística y técnica sigue siendo un ejemplo extraordinario, gracias a la colaboración de grandes tipos en diferentes roles. Además de Pancho Ormachea y Rogelio Vargas ya citados, la música de Oscar García, el impecable trabajo de sonido de Ramiro Fierro, Sergio Claros y Juan Carlos Orihuela, entre otros. Volver a ver la película con todos esos años de distancia me lleva además a una certeza: no existiría el cine de Kiro Russo sin Martín de las crujías, digno antecedente de varias películas que se han hecho en años recientes sobre la violencia inherente a la marginalidad urbana.

 Regresando a aquellos años pioneros de las décadas de 1980 y 1990, hay otros films significativos realizados por Chichizo López. Una buena parte de su obra nos remite a su oficio de antropólogo visual. Hace tres décadas, también escribí sobre su trabajo con comunidades campesinas del altiplano, mientras estaba vinculado a la institución Qhana.

Martín de las crujías

 Ch’uq satawin panqarayaña (1987) es quizás el único video producido por Qhana que se conoce mejor por su título en español: Florecer en la siembra de la papa. Con ese título el video codirigido por Eduardo López, Néstor Agramont y Julio Quispe obtuvo el Segundo Premio en el Primer Concurso Iberoamericano de Filmes y Video “Cristobal Colón”, en Quito, el año 1987.

 Se trata de un documental antropológico que nos enseña a ver con otros ojos un hecho tan cotidiano y común en el altiplano boliviano como es la siembra de la papa. En los términos occidentales esa siembra implicaría consideraciones de tipo técnico: obtener la papa-semilla, los bueyes, los arados, la gente y por supuesto preparar adecuadamente el lote que se va a sembrar.  Esos mismos pasos adquieren, en la cultura aymara, un significado diferente, aunque el resultado al cabo de algunos meses sea el mismo: la papa que se cosecha.

 Para la cultura aymara (y esto sucede con todas las culturas de agricultores familiares en el mundo) la siembra es un acto ritual de integración con la madre tierra, la proveedora de vida, de alimentos, de sustento. La tierra lo es todo, la tierra ofrece la posibilidad de sobrevivir, de radicarse (echar raíces). La tierra es lo que hace que la humanidad de un salto histórico fundamental para pasar de los nómadas recolectores y cazadores a un grado superior de organización social. Siglos de deformación urbana nos han alejado de la tierra, pero quienes todavía viven con ella y de ella sienten la necesidad de relacionarse mediante ritos en los que se le rinde tributo.

El camino de la ánimas

 Florecer en la siembra de la papa enseña a ver con otros ojos los ritos esenciales para mantener la armonía entre la tierra y quienes la trabajan. Es una descripción meticulosa de los ritos de la siembra, pero también aborda la dimensión organizativa de la comunidad, así trasciende el nivel de la mera descripción. El video contribuye en la consolidación de la identidad cultural: está hecho lengua aymara, es minucioso, se desarrolla a un ritmo asequible para la mentalidad campesina.  Es una manera de devolver a las comunidades un documento visual que certifica la importancia de su tradición.

 En Ganar la calle López reconstruye la vida marginal y peligrosa de los niños abandonados que sobreviven en las calles de La Paz, y en El camino de las ánimas (1989) denuncia el despojo de los tejidos tradicionales en comunidades campesinas muy antiguas del altiplano.

El camino de las ánimas

 El camino de las ánimas que se basa en una investigación de Cristina Bubba, coautora del guion y productora del video semidocumental dirigido por Eduardo López. En él se combina capacidad de reflexión y sensibilidad artística.  López es un descendiente directo del cine de Jorge Sanjinés y la influencia del más conocido cineasta de Bolivia no puede sino ser benéfica para los temas rurales que aborda. Sin embargo, López no se refugia en un indigenismo, es un videasta moderno en la medida en que su análisis de la cultura es crítico.

 El problema denunciado en El camino de las ánimas no es nuevo. Los textiles más valiosos de las culturas indígenas de Bolivia han pasado a manos de coleccionistas privados en Europa y Estados Unidos.  Un tráfico oscuro y silencioso viene ocurriendo desde hace muchos años sin que las autoridades tomen medidas definitivas para ponerle fin.  Lo mismo sucede con muchos otros bienes del patrimonio cultural y natural de Bolivia. No solamente se exportan ilegalmente el oro y las piedras preciosas, también cuadros -y hasta puertas- de iglesias coloniales, cueros de caimán y otros animales salvajes, loros, monos y una cantidad de animales vivos en vías de desaparición...  la lista podría continuar.

 El Estado boliviano no tiene ninguna capacidad de controlar las fronteras y los aeropuertos.  Cientos de avionetas privadas atraviesan la geografía del continente, de Bolivia hacia el norte, llevándose aquello que nosotros mismos no apreciamos todavía en su justo valor. Por supuesto, si el Estado no quiere o no puede siquiera controlar el tráfico de cocaína, menos aún se va a preocupar de los tejidos de Coroma. Es una pena que el esfuerzo de El camino de las ánimas se malgaste en la fragilidad del soporte de video. Una obra de esta naturaleza merecía ser realizada en cine.

El camino de las ánimas

 En lo político Chichizo era consecuente, pero no obsecuente: sabía pensar por si mismo y con sentido crítico, no era tamborilero de nadie.

 Su obra mayor fue sin duda Inalmama (2010), sobre la que escribí extensamente para un libro sobre el documental latinoamericano coordinado por Paulo Antonio Paranagua. De alguna manera, ese largometraje documental es una continuación temática de Martín de las crujías, cuya última imagen en blanco y negro muestran una mano que sostiene unas hojas de coca.  Me reservo otra página y otro día para referirme a ella en detalle.

 Con Chichizo tuvimos una amistad esporádica, a veces tensa y más de las veces armoniosa. No tenía un temperamento fácil de llevar, pero nunca tuvimos una discusión áspera que no estuviera mediada por el respeto y la amistad. Tuvimos mucho que ver a raíz de mi proyecto de biografía de José María Velasco Maidana, pero mientras estuvo como director de Conacine no se pudo lograr un apoyo adecuado para que yo pudiera llevar adelante mi investigación y la escritura del libro. Como tantos otros proyectos, nos entusiasmamos una temporada y luego pasamos la página, pero el proyecto sigue pendiente.

 Eduardo “Chichizo” López falleció el jueves 23 de diciembre de 2021. Un día antes, casualmente, llamé a Armando Urioste, que estaba en Santa Cruz, para preguntar por la salud de Chichizo y me dijo que no había posibilidad de recuperación porque el propio Chichizo ya había levantado las manos. Ese mismo día llegaba su hija Natalia, el yerno Carlos Reygadas (reconocido cineasta mexicano) y dos nietos de México para acompañarlo en su último tramo. Armando mencionó que desde hacía varios días Chichizo ya no estaba consciente, sin embargo, al día siguiente de la llegada de Natalia y los nietos, se dejó ir, como si hubiese estado alerta esperando esa llegada para la despedida final.

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Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
—Miguel Hernández 


08 mayo 2022

A la revolución por la plaza

 (Edición especial de Página Siete sobre el 9 de abril)

El autor recuerda anécdotas sobre Alfonso Gumucio Reyes, su padre, uno de los hombres más cercanos a Víctor Paz Estenssoro. Durante los primeros gobiernos del MNR fue presidente de la Corporación Boliviana de Fomento (1952-1956), embajador en Uruguay (1957-1959), ministro de Economía (1960-1964), y embajador en España hasta el golpe militar del 4 de noviembre de 1964.

Mi padre entró a la política porque llovía en la Plaza Murillo.

 Un chaparrón lo hizo espantar palomas e ingresar al edificio del Congreso para guarecerse. Y allí empezó su vida en la política boliviana, y lo que es más importante, su trayectoria en el desarrollo económico del país, que ni siquiera en los sueños más remotos en su Cochabamba natal, había sospechado. Tenía apenas 25 años de edad y todavía calzaba las botas que había usado en la guerra del Chaco. Pero vamos por partes, como dijo Jack.

 En 1929 se produjo la gran quiebra financiera mundial. En New York algunos ejecutivos bancarios se lanzaban al vacío desde los rascacielos. Las olas del colapso económico llegaron a Cochabamba, donde mi abuelo Antonio Gumucio Valdivieso, el mayor de 16 hermanos, era gerente de una entidad bancaria que también tuvo que cerrar sus puertas. El abuelo Antonio probó suerte en Buenos Aires, pero no le fue bien. Nada bien, puesto que murió en un desafortunado accidente, lejos mi abuela Adriana Reyes Calvo y los cinco hijos que había dejado en Cochabamba. Con 15 años de edad mi padre se vio obligado a abandonar la secundaria en el colegio La Salle para trabajar. Era el mayor de los varones, por lo que asumió la responsabilidad de mantener a la familia. En el Chapare todavía virgen e impenetrable tuvo una primera experiencia gratificante como ayudante del Ingeniero Hans Grether, visionario que abría caminos de penetración y había realizado antes los estudios para el ferrocarril Cochabamba-Santa Cruz y sobre la navegabilidad del río Ichilo.

 Luego de absorber como esponja las enseñanzas de Grether y de pasar por las trincheras del Chaco, mi padre se fue a vivir a La Paz, pero pasaba la mayor parte de su tiempo administrando una pequeña mina en el altiplano. Dos mineros trabajaban para él y los tres vivían en carpas improvisadas. En una de ellas guardaban las cajas de dinamita, sobre las que mi padre había extendido las frazadas sobre las que dormía luego de extenuantes jornadas de trabajo.

 Cada dos o tres semanas, alquilaba una camioneta con destino a La Paz para vender al recién creado Banco Minero, el mineral que había acumulado en bolsas de gangocho. El pago demoraba varios días, entonces se sentaba en una banca de la Plaza Murillo con su mejor traje y sombrero, esperando que saliera del Congreso su amigo y diputado Augusto Céspedes. Invariablemente ambos se dirigían al Prado, a la boite del hotel Sucre, para tomarse unos tragos con amigos y también adversarios políticos con los que a veces terminaban a trompadas. Es ahí donde el Chueco reconoció una noche de octubre de 1942 a Orson Welles y se puso a hablar con él en portuñol. Mi padre no sabía quién era el afamado director de “Ciudadano Kane”, pero el Chueco admiraba la audacia creativa de Welles, además de su éxito con las mujeres. Años después en su casa tenía enmarcada una foto sentado con Margarita Carmen Cansino, mejor conocida como Rita Hayworth, quien fue la segunda esposa de Orson Welles y sex symbol de Hollywood.

 Pero regresemos a esa tarde lluviosa en el kilómetro Cero del país, cuando mi padre se refugió en una galería de la cámara de Diputados. Hasta entonces aborrecía la politiquería y pensaba que los políticos eran mentirosos, pero su amistad con el “Chuequite”, como él llamaba cariñosamente a Augusto Céspedes, estaba por encima de la política. Ese día, sin embargo, algo insospechado iba a suceder que cambiaría su vida por completo.

 En la sesión parlamentaria había tomado la palabra un diputado que hablaba con mucha convicción sobre los destinos del país, sobre la necesidad de cambiar la política y la vida de las grandes mayorías. Al concluir la sesión mi padre se aproximó al Chueco y le preguntó: “¿Quién es ese tipo que habla tan bien y dice lo que yo pienso?”. “Cómo no vas a saber quién es” -espetó Céspedes. “Es Víctor Paz Estenssoro, diputado por Tarija”. “Preséntamelo”, replicó mi padre.

Imágenes para la memoria

En el “Álbum de la Revolución” que preparó José Fellman Velarde, se narra la historia del Movimiento Nacionalista Revolucionario desde sus orígenes, sin obviar los antecedentes sociales y políticos que llevaron a la revolución de 1952. Una fotografía de 1942 tiene especial significado para mi. En ella aparece el grupo de “primeros militantes” del MNR, entre los que se reconoce, además de mi padre, a Paz Estenssoro, Walter Guevara Arze, Augusto Céspedes, Carlos Montenegro, entre otros treinta dispuestos en cuatro filas, posando para la historia. Mi padre se unió al MNR sin dudarlo. El pensamiento de Paz Estenssoro lo había conquistado y cambiado su vida.

Primeros militantes del MNR

 En 1943, cuando el MNR accede por primera vez al gobierno con Gualberto Villarroel, mi padre asume el cargo de vicecónsul y luego cónsul en Buenos Aires. Fue un periodo en que “pensó” a Bolivia de una manera febril. Conservo las cartas que dirigió Paz Estenssoro, ministro de Economía de Villarroel, y las respuestas que recibía de él, encabezadas por el invariable “querido Flaco”. Los dos amigos se escribían sobre temas más importantes que los meramente consulares. Sin formación académica, mi padre puso en esas cartas sus primeras ideas sobre la economía de Bolivia, sobre el futuro que el vislumbraba en el plano de la minería o de la agricultura, esta última su gran pasión. Esas propuestas se interrumpieron con el salvaje linchamiento del 21 de julio de 1946, cuando los extremos políticos del PIR y la Falange se aliaron en sangrientas jornadas.

 Ese fue el inicio del sexenio en el exilio. Llegaron a Buenos Aires decenas de exiliados, entre ellos el propio Paz Estenssoro, que fue testigo de matrimonio de mis padres. En la pequeña habitación en el último piso de un edificio en la calle Lavalle, a una cuadra del obelisco, se reunían regularmente algunos exiliados bolivianos que llenaban de humo el ambiente mientras planeaban su reingreso a Bolivia, como lo intentó Paz Estenssoro, sin éxito.

 Entre intentos vanos y deseos incumplidos, el tiempo avanzó hasta el 9 de abril de 1952, hace 70 años. La insurrección popular triunfante (sobre la que ya ha corrido demasiado tinta como para decir algo nuevo ahora), permitió el regreso de los exiliados. Un avión carguero piloteado por el capitán Walter Lehm, cuyo copiloto era el joven oficial de la Fuerza Aérea, René Barrientos Ortuño, llegó a Buenos Aires para recoger a quien había sido electo presidente en las elecciones de 1951, aunque estaba exiliado. El 15 de abril Paz Estenssoro se embarcó en ese vuelo y mi padre lo acompañó hasta el aeropuerto. “Tú también Flaco”, le dijo el “jefe” (así lo llamaba siempre mi padre). Sin siquiera un maletín de mano mi padre embarcó junto a una comitiva en la que había dos ciudadanos argentinos, los camarógrafos Nicolás Smolij y José Levaggi, que harían historia en el cine boliviano después de 1952. Las imágenes del apoteósico recibimiento en El Alto y la bajada a La Paz de una masa humana nunca antes vista, fueron filmadas por estos dos jóvenes cineastas.

Doce años para cruzar la calle

 La Corporación Boliviana de Fomento se convirtió a partir de 1952 en el ente de desarrollo del país. Paz Estenssoro nombre a mi padre presidente de la CBF, que en pocos años se convirtió en una suerte de súper-ministerio de economía. Bolivia no carecía de planes, algunos tan detallados como el Plan Bohan, pero el desafío ya no estaba en diseñar sueños sino en hacerlos realidad. Y se hizo, con poco dinero y muchos soñadores que contribuyeron en ese proceso. En “El ingeniero descalzo” he descrito en detalle ese periodo.

 La alternancia política, siguiendo el modelo del PRI mexicano, hizo que en 1956 asumiera la presidencia de Bolivia otro de los líderes históricos del MNR, Hernán Siles Zuazo, quien nombró a mi padre embajador en Uruguay. De ese periodo solo quiero mencionar que uno de los jóvenes diplomáticos en la embajada era René Zavaleta Mercado.

 De regreso a Bolivia, con el segundo gobierno de Paz Estenssoro, mi padre fue nombrado ministro de Economía. De su oficina en la Corporación Boliviana de Fomento sobre la avenida Camacho, cruzó la calle para instalarse exactamente al frente, en la oficina del ministerio, donde se rodeó de un equipo de jóvenes economistas. En agosto de 1961 participó en aquella emblemática reunión de la OEA en Punta del Este, donde conoció al Che Guevara y quedó impresionado por su discurso.

 El ministerio de Economía retomó los proyectos más emblemáticos de la CBF. El financiamiento no era fácil porque los gringos imponían condiciones, una de ellas era no negociar ayuda económica del bloque socialista. A pesar de la amistad personal que mi padre desarrolló con el embajador de Estados Unidos, Ben Stephansky, sindicalista demócrata nombrado por Kennedy, no lograba sacarse de encima las imposiciones políticas que venían atadas a los créditos.

 Por ello fue importante la visita al presidente Kennedy en octubre de 1963, exactamente un mes antes de su asesinato. Paz Estenssoro fue el último jefe de Estado en visita oficial a Estados Unidos, y en la comitiva que voló sin escalas en el Air Force 001 desde la base militar de Pisco, Perú, hasta la ciudad de Williamsburg, en Virginia, estaban el canciller Fellman Velarde, el secretario de la presidencia Jacobo Libermann, el general Alfredo Ovando, el fotógrafo Freddy Alborta, mi padre con su colaborador e intérprete el ingeniero Raúl Vivado, y otros. Por Raúl Vivado y Jacobo Libermann, entre otros testigos presenciales, conozco la anécdota del encontrón que tuvo mi padre con Kennedy, que he narrado en la biografía de mi padre.

 A diferencia de otros dirigentes políticos a mi padre no le gustaba aparecer en los diarios ni hacer declaraciones, por lo que los reporteros lo miraban con cierta antipatía. Cierta vez en la puerta del Palacio de Gobierno lo acosaron: “Declare pues señor ministro, ¿o no tiene nada que decir?” A lo que él respondió́: “Es que yo soy un ministro opa”.

Con el Jefe, como lo llamó siempre @foto AlfonsoGumucio

 Cuando Paz Estenssoro quiso nuevamente presentarse a la reelección en 1964, pasando por encima de otros líderes históricos del MNR y llevando como candidato a la vicepresidencia nada menos que a un militar, René Barrientos, mi padre le pidió que lo destinara al exterior. No quería ser parte del desastre que tuvo lugar apenas unos meses después, con la traición y el golpe de Barrientos que inició el periodo de los gobiernos militares en Bolivia, en paralelo a lo que sucedía en otros países latinoamericanos bajo la influencia de Estados Unidos. Paz accedió y lo nombró embajador en España, donde presentó en julio cartas credenciales al longevo dictador Francisco Franco. Tres meses más tarde, el 4 de noviembre, tuvo lugar el golpe de Barrientos.

 Ese día estaba invitado a almorzar Carlos Carrasco, joven diputado del MNR de paso por España. Mi padre tenía la costumbre de encender la radio al medio día para escuchar noticias internacionales. En el momento en que lo hacía junto a Carlos Carrasco escucharon que en Bolivia se había producido un golpe militar y el presidente Paz Estenssoro había sido derrocado por su vicepresidente. En el acto, mi padre pidió a Carrasco: “Señor diputado, le ruego que escriba mi renuncia inmediata, se la voy a dictar”. Fue el primer embajador en enviar su renuncia a Bolivia, otros esperaron que los echaran, o más bien, que no los echaran.

Mi padre con dirigentes de la FSTMB @foto AlfonsoGumucio

 Ahí acabó la carrera política de mi padre, que había comenzado en un día lluvioso menos de treinta años antes. A su regreso a Bolivia, luego de una visita a Paz Estenssoro en Lima, donde estaba exiliado, mi padre fue encarcelado durante varios meses por Barrientos en el Panóptico de San Pedro, donde congenió con dirigentes de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, entre ellos Simón Reyes, Alberto Jara, Irineo Pimentel, Víctor Carrasco, René Chacón. En una de mis visitas introduje una cámara Minox que podía disimular en el bolsillo y tomé varias fotos de grupo. Mi padre aparece con una barba larga y gris en medio de esos emblemáticos líderes sindicales. Es una de las fotos que conservo con mayor cariño.

 En una ocasión visité al doctor Paz Estenssoro y le pregunté por qué había pactado con Banzer y la Falange el golpe de 1971. Me respondió desapasionadamente: “El MNR estaba muriendo, había que regresar al partido al escenario político”. Por muy calculadora que pudiera parecer esa respuesta, lo cierto es que el tiempo le dio la razón y él mismo regresó por cuarta vez a la presidencia en 1985. Pero mi padre, con todo el cariño y respeto que le tenía al Dr. Paz, no iba a ser parte de una aventura con militares. Primero trató de disuadirlo escribiéndole a Lima, antes del golpe, y cuando los hechos se consumaron lo visitó en La Paz. Lo acompañé a esa cita con Paz Estenssoro donde mi padre le dijo que se apartaba del MNR.

@foto JuliaVargas

 Mi padre murió sin casa propia, sin auto, sin fortuna. No lo digo yo, lo dicen todos quienes conocieron su vocación de servicio al país, su honestidad e integridad. Lo poco que ahorró en su vida fue después de dejar la función pública, trabajando en el Centro Boliviano de Productividad Industrial (CBPI) con un grupo de jóvenes ingenieros que lo respetaban y lo querían.  

 Algunas veces quiso llevar adelante una empresa propia, pero nunca le puso el empeño que solía ponerle a sus proyectos en el Estado. Soñó para el país, pero parece que él mismo desbarataba sus sueños personales. Lo escuché hablar de plantar arroz en el Izozog o de instalar una chancadora de piedra en Achumani, que visité cuando era apenas un lecho de río pedregoso, pero nunca concretó nada para sí mismo.

 Este 9 de abril me trae al presente la trayectoria de mi padre en el Estado durante menos de tres décadas. Murió en 1981 cuando yo estaba exiliado en México. Mi padre lo dio todo por Bolivia sin recibir nada a cambio, salvo el reconocimiento del propio Dr. Paz Estenssoro. Cuando lo visité en San Luis en el tramo final de su vida, Paz me dijo al oído, casi susurrando porque tenía dificultades para hablar: “El país no sabe cuánto le debe a tu padre”. 

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Un gran hombre es aquel que comprende el latido de su época y en el que el espíritu de la época se ha personificado. Su advenimiento no tiene por objeto diluirlo, sino cumplirlo.
—Oswald Spengler