31 agosto 2022

El suplicio de viajar a Europa

(Publicado en Página Siete el sábado 25 de junio de 2022)

 Entre 1880 y 1930, más de doce millones de europeos empobrecidos desembarcaron en América Latina con una mano atrás y otra adelante, en su mayoría analfabetos que apenas sabían escribir su nombre. Descendían de barcos abarrotados, buscando refugio sin documentos de identidad ni recursos para sobrevivir, huyendo de la miseria de una Europa incapaz de alimentarlos y de darles trabajo, sobre todo de Italia, Portugal y España, los países subdesarrollados del viejo continente.

 Fueron acogidos en Argentina, Brasil, Uruguay, Cuba o Venezuela, y siguieron su tránsito a otros países donde se instalaron, tuvieron descendencia y algunos hicieron fortuna. Sin educación, pero con la voluntad de progresar se dedicaron al comercio o a la agricultura y se mezclaron en el crisol de identidades que hoy constituye la población diversa de nuestra región.

 Sé esto no solo por la información histórica disponible, sino porque por el lado de mi madre tuve abuelos de Italia y Francia que fueron parte de esa gran ola de migrantes que supuso una presión demográfica muy superior a la de los latinoamericanos que, un siglo más tarde, buscan viajar a Europa, pero no son recibidos con la misma generosidad sino con displicencia.

 El trámite para solicitar una visa a Europa es una pesadilla para los bolivianos, ya que nuestro pasaporte es uno de los más devaluados. Según el informe de la consultora internacional Henley & Partners, el pasaporte boliviano es uno de los peores del mundo, en la misma categoría de Haití y Cuba. Somos los palestinos de América.

 En diplomacia hay un principio fundamental: la reciprocidad, que en los hechos no se practica. Para viajar a Europa, los bolivianos tenemos que realizar engorrosos y humillantes trámites que pueden durar semanas o meses, pero no sucede lo mismo a la inversa.  

 Bolivia debería exigir los mismos requisitos a los europeos que nos visitan: a) que paguen por adelantado 100 Euros (sin la certeza de que la visa será otorgada), b) que compren un seguro médico internacional a un costo altísimo (por cada día de estadía), c) que demuestren que tienen reservaciones de alojamiento y de transporte, d) que justifiquen sus ingresos y recursos para todo el tiempo de su estadía (cuentas bancarias certificadas, tarjetas de crédito e incluso documentos de sus propiedades en su país de origen). Todo lo anterior, además de vacunas y pruebas de Covid. Y cuando regresen a su país, que muestren en el consulado el pasaporte y sellos que prueban que no se quedaron más tiempo que el autorizado por la visa.

 ¿Cumplen esos requisitos los europeos que llegan a Bolivia? Para nada, pero a los bolivianos nos piden todo eso. Los europeos siguen llegando como Pedro por su casa, como lo hicieron cien años antes, sin que nadie les exija las “pruebas” que ellos imponen con aire de superioridad a los bolivianos que quieren cruzar “el charco” (Unamuno) en dirección opuesta.

 El 31 de mayo pasado, en una reunión de embajadores europeos con el canciller del régimen del MAS, se especuló sobre la “flexibilización” de requisitos para la visa Schengen (la visa “chinguen”), pero en realidad fue un besamanos diplomático más que otra cosa. Con un gobierno digno, la politiquería cómplice no estaría por encima de la defensa de derechos consagrados en los artículos 2, 7 y 13 (y otros) de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Me es particularmente molesto enfrentar la indolente burocracia europea (en concreto francesa), ya que tengo tres hijos y cuatro nietos europeos, he vivido en Europa más de doce años, mi primera esposa es francesa, he cruzado “el charco” más de 60 veces, he publicado dos libros en importantes editoriales francesas, he sido invitado especial en más de treinta festivales de cine y congresos de comunicación, he estado en el directorio de instituciones de cooperación y de publicaciones académicas, y he recorrido Europa más que la mayoría de los europeos. Solía viajar dos o tres veces al año y el trámite de visa no era la pesadilla que es ahora. Si yo hubiese querido, tendría un pasaporte europeo desde hace cuatro décadas. Si hubiese querido, viviría en París, como mis colegas latinoamericanos que estudiaron allá conmigo en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC), la mejor escuela de cine en esa época.

 A principios de 1981 me indigné con los requisitos que tuve que llenar para viajar como periodista invitado a la Unión Soviética. Lo atribuí al autoritarismo de los países comunistas, pero hoy veo que el autoritarismo y la discriminación se han extendido a uno y otro lado del charco.

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Europa no debería tener tanto miedo de la inmigración:
todas las grandes culturas surgieron a partir de formas de mestizaje.
—Günther Grass 

28 agosto 2022

Un libro sabroso

(Publicado en Letra Siete, suplemento de Página Siete, el domingo 19 de junio de 2022)

 Sobre la comida como expresión de la cultura se han escrito libros que son resultado de investigaciones históricas, que profundizan en las costumbres, en el origen de los preparados y de los productos y en las influencias de otras culturas. En Bolivia, un ejemplo de acuciosidad en la indagación y de abundancia de información es sin duda el trabajo de la historiadora Beatriz Rossells, con la monumental “Antología de la gastronomía boliviana” (2019) publicada por la Biblioteca Boliviana del Bicentenario, y “La gastronomía en Potosí y Charcas: siglos XVII, XIX y XX” (2003).

 Otros textos sobre culinaria son los que transmiten impresiones de primera mano, y se asemejan a los actuales programas de televisión de viajeros como Anthony Bourdain, que se desplazan por diferentes latitudes en un plan de descubrimiento sensorial. A esta categoría pertenece un libro muy peculiar, “Lo que se come en Bolivia” de Luis Téllez Herrero, uno de cuyos méritos es que se trata del primer libro sobre cocina publicado en Bolivia en 1945, una obra agotada que volvió a la vida 67 años más tarde, en 2014, en una edición de bajo costo del ministerio de Culturas, cuidada por Benjamín Chávez, que es también autor del prólogo a la segunda edición.

 Se mantiene el prólogo a la primera edición, firmado por Gamaliel Churata, seudónimo literario del peruano Arturo Peralta Miranda, quien no duda en elevar a la cúspide sus elogios, calificando a Téllez de “descubridor de la cocina boliviana” (lo cual por supuesto es una exageración). Churata añade que el libro revela a Bolivia mejor que un libro de geografía y “crea los elementos para una nueva apreciación de la sociología boliviana”. Sin embargo, no olvida señalar que todos los platillos que se mencionan en el libro son “típicamente bolivianos”, pues con otros nombres y ligeras variantes se encuentran en otros países de la región y además muchos proceden de la cocina española.

 Benjamín Chávez ha realizado un trabajo formidable corrigiendo los errores de redacción de la edición original (que desconozco), salvando los problemas de “ortografía, sintaxis, puntuación y gramática”, además de ofrecer un contexto detallado de la nueva edición.

Luis Téllez Herrero

 El libro es algo así como un “road movie” culinario, donde el autor y su “secretario” se lanzan a recorrer diferentes ciudades de Bolivia en busca de los platillos típicos de cada lugar, pero más allá de comerlos y describirlos, amplían el panorama sensorial con descripciones de los lugares que visitan y de las personas que conocen en su itinerario. Todo ello en un lenguaje picaresco y lleno de humor. Por su francofilia sabemos que Téllez se expresa a través del lente de la cocina francesa y con el refinamiento del lenguaje de esa lengua que domina en su calidad de profesor.

 El libro tiene mejor comienzo que final. A medida que uno pasa sus páginas se produce un fenómeno de aceleración y cansancio del autor en su periplo por la geografía culinaria de Bolivia.  Las descripciones de los primeros capítulos son más ricas, y en los capítulos finales más apresuradas y superficiales, como si los platos de resistencia se concentraran en el altiplano y se fueran debilitando mientras se desciende a otros pisos ecológicos. Inspirado por los “comilones célebres” (todos franceses), en la primera parte el autor consuma jornadas pantagruélicas y parece insaciable, mientras que hacia el final parece que no encuentra la variedad de comida que quisiera encontrar, y da muestras de saciedad y cansancio.

 El comienzo tiene mayor calidad literaria: “La gastronomía es como la música. Así como hay partituras que convienen a ciertos estados de ánimo, así como hay trozos musicales que se adaptan a los días alegres de la vida y a otros tristes, del mismo modo la gastronomía, que es también arte en sus variadísimas manifestaciones, se recomienda según los momentos y hasta según el temperamento de las personas”.

 Antes de ingresar a la comida nacional, esboza un panorama de la comida “en el mundo” (europea, en realidad), y desde su perspectiva y experiencia francesa subraya la pobreza que atribuye a la cocina alemana, inglesa o rusa. Incluso sobre Italia hace un breve apunte poco favorable, lo que demuestra su conocimiento limitado de otras culturas gastronómicas. Incluso cuando aborda territorio latinoamericano, despacha rápidamente la gastronomía de México, Chile, Brasil, Argentina y Perú, mostrando similar desconocimiento.

 Al final, lo que realmente interesa en el libro es su experiencia personal en territorio boliviano, sus apuntes sobre las ciudades y provincias que visita, su contacto con las personas, el recuento de platillos artesanales e ingredientes que con el tiempo han ido desapareciendo lamentablemente. Su testimonio, en ese sentido es valioso. Al menos comercialmente ha desaparecido el q’ausillo o mascaje, una raíz que se mastica como “un chewing gum norteamericano”. Menciona varios peces del lago Titicaca que se han extinguido, así como el escabeche de nuez verde en Tarija.

 Ya en esos años el autor se espanta del “siglo de la rapidez y del movimiento”, contrario a la buena cocina que se basa “justamente en la lentitud y la tranquilidad”. Ya entonces la comida de los hoteles le parecía “sin alma, sin personalidad”. ¿Qué diría hoy de la comida chatarra y de los alimentos ultra procesados que han enterrado la culinaria tradicional?

 La crónica itinerante por el país es lo que le otorga riqueza literaria y testimonial a la obra, narrada en primera persona. Hay descripciones idílicas de ciudades que antes eran habitables y hoy están llenas de basura, erosionadas por décadas de mal manejo del medio ambiente y la explosión poblacional. Idílicas, también sus entusiastas descripciones de algunos platillos, puesto que compara el chairo con un manjar del Olimpo. Habla de las “200 variedades de papas” que clasificó Manuel Vicente Ballivián, y alcanza a nombrar una docena. Si visitara un mercado de hoy, probablemente encontraría menos de diez tubérculos, incluyendo ocas y afines. En fin, sus elogios se extienden patrióticamente al “mejor café de América”. 

 Uno disfruta en el relato no solamente las descripciones de ingredientes y platillos, sino los lugares donde se sirven esos platos, los nombres de los restaurantes y de sus dueños, haciendo al lector partícipe de cierta intimidad. Muchas de las quintas a las que se dirige acompañado por sus anfitriones, se encuentran extramuros, por ejemplo, Miraflores, en La Paz, era un destino alejado del centro. La manera como se transporta es también interesante: para llegar a Copacabana se embarca en el puerto de Guaqui en el vapor Inca, para llegar a Tarija lo hace por Villazón, y en las ciudades se desplaza a veces en los desaparecidos tranvías.  Cada tramo es una aventura telúrica recompensada por la llegada a una nueva etapa gastronómica.

 El autor reconoce cierta “superficialidad” en su libro, que no deja de ser agradable por los apuntes que hace, incluso muy íntimos, sobre su relación con Titina, una simpática joven camba. La escena de la degustación de ambaiba es de un erotismo delicioso, que combina muy bien con la veta de humor que recorre la obra.

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El descubrimiento de un nuevo plato
es de más provecho para la humanidad
que el descubrimiento de una estrella.
—Jean Anthelme Brillat-Savarin 


25 agosto 2022

Fronteras

(Publicado en Página Siete el domingo 15 de mayo de 2022)

 Toda película latinoamericana que llega precedida por una oleada de noticias, nominaciones, premios y comentarios, llama la atención. Es el caso de “Karnawal” opera prima del argentino Juan Pablo Félix, estrenada en 2020 y presentada ahora en medios locales como una coproducción boliviana (la participación de Gerardo Guerra y Londra Films), aunque en la pantalla la presencia boliviana es mínima, porque aparte de las imágenes iniciales en Villazón todo lo demás sucede en territorio argentino. Tres de los actores principales son argentinos y uno chileno, y el equipo técnico y artístico principal es igualmente argentino.

 Desde el punto de vista de financiamiento, una lluvia de apoyos, inclusive desde Noruega, sugieren que la producción no padeció ningún tipo de carestía, como suele ser el caso de las producciones bolivianas, todo lo contrario.

 Algo que no se mencionan en los comentarios es que Abra Pampa (Jujuy), donde fue filmada, y todo el norte argentino es culturalmente más boliviano que rioplatense. La pampa es una continuidad de nuestro altiplano, y la gente de la calle habla con acento argentino, pero tiene facciones bolivianas.

 Todo lo anterior es para decir que este es un film fronterizo, así, como se llamaba aquel famoso grupo de música de Salta, “Los fronterizos”, precisamente para reivindicar esa condición de mezcla cultural. “Antes que amanezca / por esta región / porque yo mañana / paso a Villazón / Me voy a Bolivia…” como dice la composición de Arsenio Aguirre.

 Después de ver la película he leído breves comentarios que hablan de un “road movie”, o de un “western argentino”, y “una fusión de varios géneros” (dice el propio director). Es cierto que puede tener un poco de todo, pero esa es la epidermis.

 Siempre hay muchas maneras de abordar una obra, sobre todo si se pretenda profundizar en ella. En la lectura más superficial, “Karnawal” puede ser un thriller nocturno ambientado en Jujuy, en época carnavalera, que muestra a cuatro personajes embarcados en una aventura delincuencial, sin querer queriendo.

 Está “El Corto” con licencia de salida de la cárcel donde ya ha cumplido una sentencia de siete años, está su hijo muy joven, “Cabra”, que zapatea el malambo como nadie y aspira a consagrarse en un concurso nacional, está su madre, Rosario, que tiene que lidiar cada día con la presencia o ausencia de los tres hombres más importantes de su vida, y está Eusebio, gendarme argentino que hace pareja con ella y se ve arrastrado en el torbellino de amores y desamores.

 En esa lectura meramente argumental del film de acción, importa el hecho de que Cabra cruzó a Villazón para pasar a La Quiaca una pistola escondida en su mochila, importa también que su padre chileno es un delincuente relacionado con otros delincuentes, que trata de robar cisternas de combustible. Importa que Eusebio es gendarme y se vea en el dilema de ayudar a El Corto, e importa que Rosario, como madre, esposa y amante, arriesgue su pellejo por todos los otros.

 Hay otras lecturas posibles. Me siento más cercano a una lectura sociológica y sicológica de los personajes, que llevan mi interpretación a las fronteras del ser humano, de más difícil tránsito que las fronteras territoriales, porque no hay policía ni contrabandistas, solo hay memoria y heridas de aquello que ha sido vivido, e incertidumbre sobre lo que queda por vivir.

 Este es un film de fronteras, pero no la que separa a La Quiaca de Villazón, anecdótica y sórdida por todos los tráficos que allí concurren, sino la que separa (y también une) a los personajes. Es esa densidad sicológica la que me ha interesado, a tal punto que pienso que las relaciones entre los cuatro personajes podrían desarrollarse en un escenario de teatro, sin acudir a otros subterfugios llamativos.

 Me parece que la riqueza de “Karnawal” radica más en la profundidad de las fronteras humanas, a veces infranqueables, difíciles de expresar, como muestran los personajes de esta obra, cada uno enclaustrado en su propia soledad. Los actores expresan con maestría el bloqueo emocional de los personajes que interpretan, incapaces de mostrar amor, mudos y tercos en sus soledades, apenas cómplices en una situación de emergencia. La estupenda caracterización de los cuatro personajes revela, además de la trayectoria actoral individual, la calidad de la dirección de actores. 

 Alfredo Castro (El Corto), no es solamente actor sino autor y director de teatro, lo cual le permite prestar al personaje esa densidad sin grandilocuencia de un personaje que vive contradicciones profundas, en el límite de lo que le resta de vida. Desde 2006 lo hemos visto en más de 30 largometrajes interpretando personajes muy diferentes, lo cual es indicativo de su versatilidad para metabolizar personajes. El caso del protagonista Martín López Lacci (Cabra) es diferente, porque carece de trayectoria actoral anterior y sin embargo ha sabido transformar su condición de bailarín experto en malambo, en un personaje convincente, contenido, silencioso, pero muy expresivo a través de la mirada. Cabra es el narrador, la historia se mira desde sus ojos.  Para Mónica Lairana (Rosario), quien también tiene experiencia en dirección, este puede ser su papel más desafiante, que habla de las separaciones, como la que abordó antes en “La cama” en su calidad de directora y guionista.  Diego Cremonesi (Eusebio) hizo mucha televisión y teatro, de calidad variable, pero desde 2005 ha alternado esas actividades con las de actor de cine. Si bien su papel no es espectacular, lo encarna con mucha propiedad.

 Me ha quedado marcada esa capacidad de los cuatro actores de ocupar completamente la piel de los personajes, sin ningún asomo de falsedad o de impostura.

 Desde este lugar del mundo, no puede uno pasar por alto cierto exotismo de exportación que ayuda en la distribución y en los festivales: los vistosos trajes de carnaval que parecen esconder a personajes misteriosos, ayudan a crear una atmósfera mágica, tensa y saturada, aunque no sean esenciales en la historia, porque la música que aquí importa es la del bombo y del zapateo del malambo, en nada relacionado con los bronces carnavaleños. La música omnipresente, a veces se satura en estratos donde se mezcla la música que uno ve (el carnaval o el malambo), con una música incidental invisible demasiado presente.

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A ver quiaqueños / vamos a cantar / a ver quiaqueños / vamos a bailar / Antes que amanezca / por esta región / porque yo mañana / paso a Villazón / Me voy a Bolivia / luego iré al Perú / me alejo pensando / en la Cruz del Sur.

—Arsenio Aguirre (“El quiaqueño”, interpretada por Los Fronterizos)

 

22 agosto 2022

La guerra del trigo

(Publicado en Página Siete el sábado 11 de junio de 2022)

Me he resistido a escribir sobre la salvaje invasión de Rusia a Ucrania porque abundan los analistas y expertos de toda suerte, muchos que no conocen siquiera los países en guerra. No quiero contribuir a esa hemorragia verbal, ya que abunda información, sino reflexionar sobre los desequilibrios mundiales en la distribución de granos, principalmente el trigo.

 Toda guerra de por sí es algo perverso porque conlleva muertos y heridos, millones de desplazados, violaciones de los derechos humanos, incluyendo la salud, la educación, la identidad y otros aspectos de la vida cotidiana. Pero esta guerra, en particular, tiene un componente que influye en la alimentación no solo de aquellos directamente afectados por las bombas y abusos, sino de una buena parte de la población mundial.

 Desde mis décadas de trabajo en Naciones Unidas me he interesado en el tema de la alimentación, al punto que desde 2014 soy parte de un equipo de investigación de doctorado sobre cultura alimentaria, con la UNAM de México.

 Hace más de tres décadas, a principios de 1988, una de mis consultorías me llevó a Etiopía, cinco años antes de la independencia de Eritrea. Sacudía la buena conciencia del mundo la situación de hambruna de Etiopía y Somalia, con imágenes de niños famélicos y moribundos. El famoso rockero irlandés Bob Geldof había organizado Live Aid, dos gigantescos conciertos de rock para recaudar fondos para Etiopía, uno en Inglaterra y otro en Estados Unidos: participaron 56 bandas y solistas entre los más importantes del mundo. 

 Durante mi corta misión de evaluación volé al norte de Etiopía y otros lugares que me impactaron: si bien el norte y el este eran áridos, el sur era un vergel en el que florecían sembradíos. El dictador Mengistu Haile Mariam desplazaba por la fuerza comunidades enteras hacia el fértil sur, sin éxito, porque regresaban caminando a su entorno original. Allí encontré una cruel paradoja: mientras poblaciones en el norte sufrían la hambruna que impresionaba al mundo, Etiopía exportaba trigo a Europa.

 Aquella vez se hicieron trizas las certezas que yo tenía de Etiopía, y ahora la “guerra del trigo” me abre de nuevo los ojos sobre una realidad que desconocía: el tercer mundo depende del trigo de Rusia y de Ucrania.

 Parece un contrasentido y un absurdo que países sometidos a largos inviernos sean los proveedores de granos del hemisferio sur, pero así es, según demuestran estudios y estadísticas, y también la realidad de la hambruna que se avecina en la mismísima Europa.  En mayo el gobernador del Banco de Inglaterra, Andrew Bailey, predijo “apocalípticos aumentos de precios de los alimentos a nivel mundial”, que van a generar “una hambruna global”.

 Las estadísticas nos dicen que países como Benín y Somalia dependen en un 100% del trigo de Ucrania y Rusia, y Laos, Egipto, Sudan, Congo, Senegal y Tanzania, en más del 64%. Las exportaciones de granos (principalmente trigo, maíz y cebada), de los dos países en guerra representan hasta el 28% de la seguridad alimentaria mundial. África, en particular, importa todo su trigo de cinco países europeos, además de Canadá y Estados Unidos.

 Aunque se trate de cifras y datos duros, las estadísticas me producen indignación. ¿Cómo es posible que en el sur global seamos incapaces de alimentarnos? Se supone que el sur alimenta al norte, pero en la realidad nos hemos convertido en proveedores de materias primas, destruyendo bosques, envenenando ríos, avasallando áreas protegidas y comunidades indígenas, mientras somos incapaces de alimentarnos.

 Mi padre decía que aún en la agricultura, tenemos una “mentalidad minera”, es decir, extractivista y de corto plazo, sin pensar en los daños al planeta y en lo que pagarán las generaciones futuras. En lugar de alentar la agricultura familiar (importamos hasta la papa que comemos), las políticas de Estado apuestan por grandes plantaciones de soya para biodiesel o pastizales para ganadería vacuna, todo lo que contribuye a hacernos más dependientes de otras economías.

 Tenemos más extensión de tierra cultivable que los países europeos, y más diversidad de pisos ecológicos, pero las políticas de Estado, nuestra baja productividad laboral y nuestra organización como sociedad nos hace vulnerables. 

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Tres tristes tigres trillaron trigo en un triste trigal.