22 octubre 2015

Todo blue, cine y tablas

Paolo Agazzi
A algunos de mis amigos les cae mal que los directores de cine se metan a dirigir obras de teatro, como lo han hecho en Bolivia al menos dos de los más conocidos, Marcos Loayza y Paolo Agazzi.  Mi opinión es menos sectaria y más benévola: qué bien por el teatro, porque mientras más artistas de talento se interesen en él, mejor le va a ir.

He declarado muchas veces mi respeto sin límite por los teatreros, y lo hago aquí una vez más: amigas y amigos que hacen teatro, mi admiración hacia ustedes es profunda y sincera porque invierten esfuerzo y recursos en un arte que en nuestro país es efímero. La palabra efímero suena muy dura, pero es cierta en el contexto de un país indolente, donde el gobierno invierte más en canchas de fútbol de césped sintético que en todo el presupuesto de la cultura.

En un país donde la frivolidad y la soberbia de quienes llegan al poder transpira todos los días en los medios masivos, es estimulante que haya gente de teatro que ensaya una obra durante tres o cuatro semanas para representarla tres o cuatro días. Es un vivo contraste entre lo efímero del poder y lo efímero en la cultura. Como mis amigos del teatro no reciben el apoyo del Estado, se ven obligados a escoger obras con pocos personajes y decorados fijos, piezas basadas en el diálogo y en el lenguaje corporal, antes que en amplios movimientos coreográficos.


Para Todo blue, Paolo Agazzi ha escogido cuatro actores formidables, Luigi Antezana (Juan), Fernando Arze (Pedro), Cristian Mercado (Tomás) y Gory Patiño (Martín), además de María Victoria Ric Biraben (Elena), que tiene una breve pero muy sustanciosa intervención. De esta adaptación, el casting es uno de los mayores aciertos.

La obra original de María Goos, directora de la Academia de Arte Dramático de Maastricht, fue un éxito instantáneo cuando se estrenó en Holanda el año 2002. Curiosamente su título original, Cloaca, no es el que mejor representa su contenido, y quizás por ello ha ido cambiando de nombre de un país a otro. Baraka fue el título con el que se estrenó en el Old Vic de Londres en 2004 bajo la dirección de Kevin Spacey, y luego en Alemania como Alte Freunde, y en Estados Unidos Friendship, estos dos títulos demasiado obvios y literales.

Baraka no tiene una connotación literal pero en Marruecos sería un saludo y deseo de buena suerte. En la obra se refiere a la manera como los cuatro personajes se saludan desde la juventud, y por ello el título-saludo que le ha puesto Paolo Agazzi tiene ese mismo sentido de complicidad y reencuentro. De todos, Todo blue me parece el título más acertado porque deja un espacio de misterio, no califica, se explica en el contexto de la obra a la que además la baña de una luz azul de melancolía y nostalgia por un pasado que fue mejor, más limpio.

La obra trata sobre la evolución de la amistad de cuatro hombres cuarentones y aquello que todavía tienen en común cuando la vida los lleva a encontrarse de nuevo en posiciones sociales e intereses divergentes, pero con algo común: todos a la deriva. Todo blue examina con humor la amistad masculina, pero a través de una crítica ácida a la búsqueda del poder, del dinero y de la fama.

Todo blue juega sobre la intensidad, emotividad y humor concentrados en un par de días de la vida de cuatro amigos: un político, un abogado, un funcionario de cultura y un director de teatro. Que el funcionario de cultura sea además homosexual es importante, pero no es su oficio o profesión sino un dato que define mejor al personaje, como la falta de ética define al político o la adicción a la droga al abogado.

Por varias crisis personales estos cuatro amigos de la infancia y juventud, vuelven a coincidir después de varios años de no haberse visto. El lugar de encuentro es el departamento del funcionario de cultura (Pedro), quizás el más equilibrado y cuerdo de todos, aunque el final pueda desmentir esta aseveración. El político ambicioso (Juan) se ha separado de la esposa, el abogado drogadicto (Tomás) acaba de salir del manicomio, el director de teatro (Martín) está en plena crisis existencial y el funcionario de cultura tiene problemas con la ley por causa de unos cuadros valiosos que tomó del depósito del ministerio cuando nadie les daba importancia.

La capacidad de adaptación e improvisación de los actores se confirmó cuando durante la representación a la que asistí sonó entre los espectadores un celular y uno de los personajes le dijo a Pedro: “Dile al pelotudo de tu vecino que apague su celular”, algo que la sala celebró.

Me hubiera gustado ver otras adaptaciones de la obra, la de Kevin Spacey, por ejemplo, pero no pude encontrar en la red sino breves fragmentos de la versión dirigida en Argentina por Javier Daulte en 2010, que me dio la impresión de ser una mala imitación de Les Luthiers, y otras informaciones de montajes de Holanda, República Checa, Rumania, Cuba y Venezuela que no me permitieron hacer comparaciones.

En La Habana le advirtieron dos cosas a María Goos: por una parte, que no podían pagarle derechos de autor y por otra, que iba a ver su obra contextualizada con los problemas cubanos y con un lenguaje coloquial local. Cuando estuvo en La Habana y vio la obra, le costó reconocerla, lo cual plantea un tema interesante en el teatro (como en el cine): ¿qué tanto puede alejarse una adaptación de la obra original, hay algún límite?

Esas adaptaciones de Cloaca me hacen pensar que el acento estaba puesto en la parte más espectacular y musical de la comedia y no en el drama que subyace. Por ejemplo, Paolo la ha resuelto de manera inteligente la escena del baile entre los cuatro personajes que recuerdan su juventud, a través de la proyección de un video, que no distrae demasiado del dramatismo subyacente.


Hay que decirlo, la obra no representa un gran desafío para el director cuando cuenta con actores de primera línea tan metidos en sus personajes, pero entiendo que en su primera experiencia en el teatro, Paolo haya buscado una obra que podía controlar. Hay quienes dicen que un actor es como un cenicero y que su interpretación depende totalmente de las instrucciones que imparte el director, pero en el caso de Todo blue sospecho que los actores han tenido una gran libertad para encarnar sus personajes. Quizás demasiada en algunos casos, de ahí que Luigi Antezana en su papel de político con poca ética (retrato de tantos políticos actuales) resulta un tanto caricatural. En cambio me encantó Fernando Arze, en su papel de funcionario del ministerio de cultura, homosexual delicado y solidario con sus amigos.
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Adoro el teatro y soy un pintor.
Creo que los dos están hechos para ser un matrimonio con mucho amor.
—Marc Chagall


14 octubre 2015

La africanización de los populistas

Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso (asesinado)
Me encontraba trabajando en Burkina Faso el año 1987 cuando el presidente progresista Thomas Sankara, que condujo los cambios estructurales más importantes en la historia de su joven país, fue derrocado y asesinado nada menos que por su compañero de armas y su amigo de cama y rancho, Blaise Campaoré, que dio marcha atrás a las reformas y se apropió del poder durante 27 años eliminando físicamente a sus opositores. Me sorprendió entonces que ninguno de los ministros nombrados por Sankara renunciara a su puesto, como si nada hubiese sucedido.

He trabajado y visitado una veintena de países africanos por periodos largos y cortos. Hubo un momento en su historia donde las luchas de liberación de África eran ejemplares, con líderes tan emblemáticos como Sankara en Burkina Faso (asesinado), Samora Machel en Mozambique (asesinado), Lumumba en el Congo (asesinado), Amilcar Cabral en Guinea Bissau (asesinado) y por supuesto Mandela en Sudáfrica. Madiba pasó 27 años preso, los otros fueron asesinados para dar paso a dirigentes más dóciles y “amigos” de las potencias coloniales europeas.

Varios dirigentes africanos que fueron aguerridos combatientes en las luchas de liberación, se eternizaron en el poder y se convirtieron en dictadores represores y ladrones, enriqueciéndose a costa de la pobreza de sus países, manteniendo sin embargo un discurso “revolucionario” para vencer en las elecciones que los perpetuaron en el gobierno, como Robert Mugabe de Zimbabwe (desde 1987), Museveni en Uganda (durante 29 años) y Sam Nujoma en Namibia.

Dictadores con apoyo europeo: Obiang y Mugabe
A ellos se suman otros pillos eternos como Teodoro Obiang de Guinea Ecuatorial, en el poder desde el golpe militar de 1979 (36 años), quien se ha enriquecido de manera insultante, al igual que la familia de José Eduardo dos Santos, en Angola, cuya hija Isabel ha acumulado más de mil millones de dólares. La lista es larga y vergonzosa, porque revela la hipocresía de los países europeos que con la excusa de la “estabilidad política” sostienen a dictadores, asesinos y corruptos. Los muy respingados gobiernos de Francia, Inglaterra o España son cómplices bien avenidos.

Pero, ¿qué tiene que ver África con nosotros? Mucho. Estamos en el mismo camino.  Los líderes populistas de nuestra región, sin haber protagonizado siquiera luchas de liberación como las africanas, tienen el plan de eternizarse en el poder. Está pasando en América Latina lo que pasó en África hace varias décadas: aquellos líderes que llevaron adelante la guerra contra las potencias coloniales se han corrompido por su larga permanencia en el poder o han cedido lugar a corruptos de una nueva ola antidemocrática y autoritaria.

De la izquierda a la derecha: García Linera, Correa, Morales y Maduro
En nuestra región los populistas que nos gobiernan no han librado ninguna guerra (salvo la de Nicaragua), más bien les ha sido fácil llegar al gobierno y mantenerse en él montados sobre una ola de bonanza económica que heredaron sin mérito propio, pero las similitudes con la degeneración de los líderes africanos es sorprendente.

En Venezuela, que atraviesa una crisis económica galopante, la mujer más rica del país es una de las hijas de Hugo Chávez. ¿De dónde sacó la plata? Chávez no pudo perpetuarse en el poder porque se murió, pero Maduro –con muchas menos luces y una boca descontrolada- quisiera hacerlo (pero no va a poder). Y en esa misma vía abierta y descarada están Evo Morales de Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua. Para ellos, el país es su hacienda y el poder les pertenece por derecho divino, como los monarcas europeos. Ninguno de ellos duda en  modificar a su guisa la Constitución Política del Estado, un papel que resiste todo, para prolongar su poder.

La bonanza económica, producto de un contexto internacional y no de la genialidad local, ha sostenido a los gobiernos populistas latinoamericanos que no hubieran logrado mucho sin los altos precios de exportación y la condonación de la deuda. Cuando este periodo de jauja internacional acabe y volvamos a los niveles de económicos anteriores al año 2005, probablemente los populistas entregarán el poder para que la crisis le toque a la oposición ingenua.

Todos estos autócratas se han hecho “indispensables”. Saben cómo hacerlo, a través de la represión, la propaganda multimillonaria y el endiosamiento personal, como Kim Il-sung y otros que se aferraron al poder durante décadas.
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El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente.
—Lord Acton


09 octubre 2015

Boquerón, batalla perdida

Finalmente pude ver Boquerón, el largometraje de Tonchy Antezana sobre la primera batalla de la guerra del Chaco que Bolivia libró con Paraguay a principios de la década de 1930 (para mayores precisiones del 9 al 29 de septiembre de 1932) y mi sensación al salir de la sala fue de frustración y de desperdicio, porque a juzgar por el gran despliegue publicitario que se hizo en las semanas y los meses que precedieron al estreno de la película, esperaba mucho más.

Es cierto que el tamaño del cine boliviano no da para películas épicas de gran presupuesto, y creo entender que Antezana quiso ofrecer una representación de la crueldad de la guerra a través de un puñado de personajes encerrados en una situación desesperada, es decir, hacer exactamente lo que hizo Ermanno Olmi en su maravillosa obra Volverán los prados (2014).

En el film de Olmi, en un fortín de avanzada en los Alpes, en las montañas de Asiago, un destacamento de oficiales y soldados italianos resiste en condiciones precarias los embates de tres enemigos mortales: un enemigo invisible que dispara desde la frontera austríaca, un segundo enemigo, los generales en la retaguardia que envían por radio órdenes tan absurdas como terminantes, y un tercer enemigo cuya presencia se hace sentir minuto a minuto: el crudo invierno.

Es un contexto muy parecido al de Boquerón, con la diferencia de que en lugar del frío y de la nieve los soldados de la película de Antezana se enfrentan al calor y a la sed, como lo han descrito excelentes escritores bolivianos sobre su vivencia en el Chaco. Hasta ahí, las mismas posibilidades, pero el problema es que Olmi es un gran director y un excelente guionista, y Antezana no lo es.

Confieso que me aburre leer libros sobre guerras y batallas, donde se ofrece hasta el mínimo detalle de los movimientos de tropas, la posición de las trincheras o el heroísmo de algunos soldados. Para mí, los mejores libros sobre la guerra del Chaco son cuentos, novelas y testimonios como Sangre de mestizos de Augusto Céspedes, Aluvión de fuego de Oscar Cerruto, Repete de Jesús Lara, Laguna H3 de Adolfo Costa du Rels o Prisionero de guerra de Augusto Guzmán.  (A todos ellos tuve el honor de frecuentarlos y contarlos entre mis amigos, aunque me llevaban algunas décadas de delantera).

Lo mismo espero de una película de ficción. No quiero ver un ensayo lleno de cifras y detalles, sino algo que me mueva a reflexionar y que me conmueva. Y eso es lo que esperaba de Boquerón, esperanzado en que el film no se desperdiciaría en batallas heroicas sino en la relación que se forja entre los personajes. Pero la sensación que tengo es de desperdicio, de un empleo precario de los recursos disponibles.

El tema puede ser emblemático para la memoria de los bolivianos y un justo tributo a los heroicos oficiales y soldados que lucharon, murieron en horribles condiciones o sobrevivieron como prisioneros de guerra en Paraguay, pero lo que vemos en la pantalla decepciona. No tiene sentido aquí dedicarse a recordar la batalla de Boquerón como episodio histórico, por muy importante que haya sido, porque una película no es un libro de historia, sino una obra de creación que tiene sus propias reglas. Y el problema es que como obra cinematográfica, la película de Antezana cojea en varios frentes (ya que hablamos de batallas).

Trato de entender cuál es el problema de Boquerón: cuenta con una historia importante, tiene buenos actores, vestuario y escenografía convincentes, pero no funciona, no atrapa al espectador ni tampoco provoca en él una reflexión crítica sobre la guerra.

Le falta aire a Boquerón, le falta espacio visual y le sobra duración. La película es larga, hay escenas que parecen repetirse porque están filmadas de la misma manera: los diálogos en la trinchera, la muerte de algún soldado y los cielos del Chaco, de noche y de día, en time lapse… Y en cambio no vemos el Chaco, no vemos el paisaje salvo de manera fragmentada.

Uno puede entender que por la pobreza de una producción que no cuenta con cientos de soldados sino apenas con una docena de uniformes, no se pueda representar batallas, pero la manera de filmarlas en ritmo de metralla no ayuda: cortísimos planos de la boca de un fusil, del rostro de un soldado, del impacto de una bala… Todo ello editado hasta la saturación. Cierto, es un recurso lícito en el cine, sobre todo en el cine pobre, pero aquí está mal llevado y además esas reiteraciones son las que alargan innecesariamente el film.

Antezana se empeñó en concentrar la responsabilidad del guión, de la fotografía, del montaje y de la dirección, y al final, quizás por esa misma ambición, falla en las cuatro. Hubiera ganado mucho si se asocia a un buen guionista, a un buen editor y a un buen jefe de fotografía.

No ayuda tampoco la banda sonora, el doblaje de las voces sin ambiente de fondo, que daña las actuaciones (que no son malas), al darles esa sonoridad de estudio demasiado limpia e impostada. La música, omnipresente, tampoco ayuda. Soy de los que piensan que cuando la música distrae de la imagen, es que no se ha integrado bien al discurso narrativo.

Me tocó ver la película en una sala llena de adolescentes que probablemente tenían como tarea del profesor de historia ver la película. Me parece muy bien, hasta ahí, pero me incomodó la reacción que tenían algunos de esos muchachos y muchachas cuando reían en las escenas más dramáticas, como si las pipocas con mantequilla rancia hubieran dañado sus funciones cerebrales. ¿O quizás el dramatismo de la representación no era verosímil? En cualquier caso, con un público así el futuro del cine boliviano resulta incierto.

Por suerte a Tonchy Antezana le importa un comino lo que decimos los críticos, de modo que lo que yo escriba ni lo va a leer. Hace poco declaró que no hace sus películas para la crítica, que le ha ido muy bien con el público en todos sus films y que “lo demás es cháchara”.  Viniendo del hermano de uno de los más brillantes críticos literarios de Bolivia, no deja de ser irónico el comentario, pero bueno, todos tenemos derecho a expresar una opinión y no solamente aplausos de pie.

Dice Tonchy Antezana que va a dejar el cine después de Boquerón.  Yo espero que no lo haga, yo espero que siga haciendo cine, pero en equipo, con otra gente que sabe de sus respectivos oficios. Cuando vi El cementerio de los elefantes (2008) me pareció una obra cinematográfica interesante, bien lograda. Quizás sea por ese camino y no el de los films épicos, que Antezana pueda seguir haciendo cine como director.

Boquerón es la historia de una batalla perdida, pero no solamente en la guerra del Chaco, sino en la historia del cine boliviano.
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La guerra es el arte de destruir a los hombres,
la política es el arte de engañarlos.
—Parménides de Elea