27 enero 2022

El relojero detrás de la puerta

(Publicado en Página Siete el domingo 10 de octubre de 2021)

 Ahora corren raudos los vehículos que bajan a Obrajes o suben de allí, pero en esa época no existía la Avenida de los Leones, y la prolongación de la Avenida Saavedra donde vivía Jaime Sáenz era una calle tranquila. La única manera de llegar a su casa desde la mía era subiendo por el desecho. Antes de la gruta me bajaba del colectivo amarillo de la línea 11 o 1, y emprendía a pie ese empinado trayecto de subida que en mi memoria está ligado a varios hechos distintos.

Jaime Sáenz (©AlfonsoGumucio) 

 La puerta, el tiempo, el silencio. La espera después de tocar el timbre era larga, pero valía la pena porque en la casa de Jaime siempre me esperaba alguna sorpresa. La tía Esther tardaba en abrir y una vez adentro, no era raro que me dijera que tenía que esperar porque Jaime estaba todavía durmiendo la siesta. Las citas eran por la tarde y yo trataba de estar puntualmente, pero a veces llegaba unos minutos antes.

 La tía abría una puerta y sonaban campanillas. Otra puerta al abrirse producía un seductor sonido de agua, música cristalina que nacía de un puñado de cañahuecas de diversos tamaños y diámetros. Todo dispuesto para que las presencias no pasen desapercibidas. Había que cruzar el dormitorio oscurecido donde Jaime dormía su siesta para instalarse en la habitación contigua y esperar que despierte. Esos minutos tenían también algo de magia, pues yo podía escuchar la respiración de Jaime que dormía, mientras me dedicaba a observar con detalle los objetos en los muros o sobre las mesas. Había un proyector de cine de formato 9.5 mm de 1925, un fonógrafo antiguo pero en buen estado de funcionamiento, una gran muñeca de cera, fotos, calaveras que él mismo dibujaba sin levantar la pluma (alguna vez me mostró cómo los hacía), mapas, un retrato que pintó Enrique Arnal.

 A las tres de la tarde varios relojes anunciaban simultáneamente el fin de la siesta. El poeta era también relojero: “un reloj es simplemente cosa de milagro”, me dijo en una de las visitas. Le interesaban los mecanismos, su secreto interior, por eso añadió: “digo un reloj, abomino de los relojes electrónicos”. Es decir, un mecanismo de verdad, con corazón, y no una impostura.

 Donde yo miraba se posaba también su mirada para explicar la procedencia de un objeto o de una foto. Para mi eran tesoros de su memoria, pero cuando se lo dije, Jaime rechazó el término. Sin embargo, él mismo me mostraba con orgullo y picardía el prisma de vidrio que se llevó subrepticiamente durante una visita a la casa de Goethe, o su foto con uniforme alemán.

 El fonógrafo era uno de sus objetos preferidos: “Se sufre con los discos de 78 revoluciones, se sufre con los recuerdos, se sufre con una gran muñeca de cera”, decía. Colocaba cuidadosamente un disco: Kantumarqueñita, de Adrián Patiño. De ahí para adelante una atmósfera de poesía dominaba la tarde. Como interlocutor de Jaime, me dejaba arrastrar a su mundo de compuertas secretas y revelaciones inesperadas, de una manera placentera me ponía a su servicio, sin otro ánimo que escucharlo. Me considero afortunado por haberlo visitado y conversado con él a solas, acompañados apenas por la sombra silenciosa de la tía Esther que merodeaba entre las habitaciones.

 La casa era alargada, me parecía un túnel del tiempo. Al fondo, un balcón ofrecía una vista amplia sobre el Illimani. Allí retraté a Jaime. Tomé apenas un par de fotos (la cruel realidad de la fotografía analógica y la falta de plata), una de las cuales ha sido pirateada demasiadas veces. La vista desde ese balcón le gustaba, ahí se asomaba con su lluchu y sus lentes oscuros. No dudo que pasaba mucho tiempo mirando la perspectiva luminosa del Illimani, a espaldas de la ciudad sobre cuya atmósfera subterránea escribió con tanta maestría.

 Una vez llevé una grabadora y le hice muchas preguntas sobre su poesía. “La poesía es la búsqueda. Fue la búsqueda la que me impulsó a escribir. Ya de chico me gustaba desarmar las cosas, ver lo que había adentro... [toma un objeto] Por ejemplo esto, todo lo que caía en mis manos. Si en este momento este objeto fuera peligroso, yo lo hubiera abierto ya: explosión. Pero hay que abrirlo nomás, hay que abrir la cosa aunque explosione, aunque uno muera en la obra. De lo que se trata es de ver justamente lo que pasa. Pero desarmar no equivale a destruir, se trata más bien de mirar adentro, de descubrir. Para mi coleto, digo, haría residir allí la génesis de mi tendencia a la poesía. No fue un impulso de curiosidad, fue la búsqueda de lo que se esconde detrás de las cosas”.

 Lo anterior se publicó en mi primer libro, “Provocaciones” (1977). Hay palabras y expresiones de Jaime que me quedaron grabadas: “para mi coleto” es una de ellas. Y por supuesto “la cosa”. No era cualquier cosa esta cosa. La “cosa” de Jaime era mucho más que una palabra, tenía un significado enigmático para él y para quienes lo escuchaban o lo leían.

 Si se pudiera materializar la poesía de Jaime Sáenz, sería “la cosa” azul y fría. Azul, fría y oscura. Ófrica (un hermoso bolivianismo), un angustioso espacio cerrado o un inmenso vacío, ambos complementos. Así la leo todavía. Con eso quiero decir que Jaime Sáenz es nuestro poeta más extraño. En su momento no le molestó que lo califique de extraño, como a su poesía, porque era una manera de llamarlo al mismo tiempo coherente y consecuente. Lo extraño, lo desconocido, “la cosa”, atraen irresistiblemente a Sáenz. Entrar en el mundo de Jaime es una experiencia extraña. El mundo físico en el que pasa sus días y sus horas (más importantes que sus días) están de acuerdo con su mundo poético; son la misma cosa desde el momento en que la poesía no son versos o libros, sino una forma de vida que a veces se materializa en un poema, pero también en un collage o un garabato. 

 Por ello, entre sus obras, me gusta tanto la revista Vertical, que fundó en 1965 y de aparición esporádica, como tantas revistas bolivianas, más aún las dedicadas a la poesía. Endeudado, tuvo que pagar con libros al encuadernador, y con una frazada inglesa al operario, según me contó. En junio de 1972 revivió Vertical por algún tiempo.

 Como en sus libros, Jaime despliega su condición de artesano. Casi todas las tapas las diseñó él mismo, y todas las ilustraciones de sus obras. Hay collages, hay dibujos. Son obras que tienen su sello de identidad. Algún día escribiré sobre la afinidad poética y artística que tenía con mi querido Ricardo Pérez Alcalá: ambos compartían un mundo interior de pasillos y puertas secretas. Ricardo lo dibujó y pintó muchas veces, todavía conservo alguno de esos dibujos. Y retrató a la tía Esther, en una sesión que tuve el privilegio de fotografiar.

 Lo que más impactó a quienes no conocían su faceta de artista plástico, fue la serie de veintiún calaveras expuestas en 1967: “Calavera que se resistió a ser una calavera”, “Calavera con unas complicaciones en los ojos”, “Calavera desnutrida”, “Calavera aparecida en el circo”, son algunos de los títulos ocurrentes que colocó. Aunque su aspecto era austero y temido por algunos, Jaime se divertía con juegos de palabras e imágenes, pero no era un prestidigitador, sino un brujo. La magia de su poesía no tiene trampa.

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Los grandes malestares causados por las sombras, las visiones
melancólicas surgidas de la noche,
todo lo horripilante, todo lo atroz, lo que no tiene nombre, lo que no
tiene porqué,
hay que soportarlo, quién sabe por qué.
—Jaime Sáenz  

23 enero 2022

Pablo Ramos, cuando se aleja el tren

(Publicado en Página Siete el domingo 7 de noviembre de 2021)

 La última vez que estuvimos en mi casa, a mediados de noviembre de 2016, me obsequió la fotocopia de su libro autobiográfico (“Cuando se aleja el tren”, 1990), dos libros de relatos (“El provocador” de 2012 y “Los escaldados” de 2014), y un pequeño poemario (“Poemas del camino”, 2006). Quería escribir sobre ellos, pero apenas seis semanas después, me sorprendió su nombramiento como presidente interino del Banco Central de Bolivia.

Con Pablo Ramos, noviembre 2016 

 Mi relación de amistad intelectual quedó en suspenso cuando aceptó el cargo. Al principio me alegré, pensando que su integridad ética y moral iba a poder más que las mañas de Evo Morales y de Arce Catacora, pero el tiempo me desmintió y el Banco Central fue usado para manejos irregulares en las finanzas públicas, como por ejemplo el financiamiento, contra toda norma, de empresas estatales deficitarias y mal administradas, o la veloz disminución de las reservas en los años finales del régimen. Quiero creer que fue un periodo difícil para Pablo, y que aceptó ese cargo para recobrar cierta visibilidad pública.

 No quiero referirme ahora a ese periodo final de su vida pública, sino a las facetas que nos acercaron durante muchos años. Los episodios por los que recordaré a Pablo Ramos con amistad y espíritu de celebración son otros, relacionados con la creatividad literaria.

 El tren del Gran Chaco

 Pablo Ramos escribió libros sobre temas económicos y políticas públicas, pero otros se pueden ocupar de comentarlos con mayor conocimiento de causa. Yo quiero referirme a los títulos de su producción narrativa y poética, por ejemplo “Cuando se aleja el tren” (1990), un esbozo autobiográfico publicado prematuramente, ya que Pablo tenía apenas 53 años de edad. Se trata de un testimonio armado con viñetas cortas, ordenadas cronológicamente desde 1950 hasta 1990, con algunas ilustraciones de Walter Solon Romero. Cuarenta años de anécdotas cuyo hilo conductor es la memoria que transita como un tren, preservando no necesariamente lo más importante sino lo que marcó al autor desde su niñez.

 En su pueblo del Gran Chaco, la estación de ferrocarril era el lugar donde transcurría la actividad social más importante, el portal de ingreso y de salida al resto del mundo. En ese entonces, para llegar a Santa Cruz de la Sierra se necesitaban varias semanas, tres días para alcanzar Tarija, pero apenas cuatro horas para cruzar la frontera hacia Argentina. El tren se llevaba a la gente del pueblo: el niño Pablo describe con nostalgia el ambiente de misterio y las “intensas emociones” que producía la locomotora con su penacho de vapor: “Yo era el último en abandonar la estación; me gustaba observar cómo se alejaba el tren hasta empequeñecerse y desaparecer en la primera curva. Comprendía que la tarea de recordar se iniciaba al partir el tren”.

 Eran tiempos de sencilla felicidad. La manera frugal y humilde con que vivió los primeros años en su pueblo natal acompañó a Pablo Ramos el resto de su vida. En el fondo nunca dejó de ser el niño maravillado por el paso del tren, aunque le tocó ocupar funciones públicas de alta investidura: cuatro veces Rector de la UMSA, Prefecto de La Paz, consultor internacional, dirigente político, entre otras.

 Para un joven sin muchos recursos, estaba condenado a “estudiar lo que pudiera y no lo que quisiera”, sin embargo, un golpe de suerte lo llevo a estudiar finanzas, para aprender a “formular preguntas”, el sentido real de toda investigación. Ramos escribe atinados apuntes sobre la mediocridad de muchos de sus colegas: “El docente aparecía como modelo intelectual y profesional, aún en el caso en que las virtudes fueran pocas y las deformaciones, muchas”.

 Las viñetas son homenajes a la memoria de personajes, de momentos de su propia vida, de viajes y encuentros, todo ello narrado con una prosa concisa, donde no sobran palabras. Los recuerdos más antiguos son los mejor descritos, como la viñeta sobre el cabo Juan, un indígena mataco que regresó como héroe de la Guerra del Chaco, pero nunca quiso que lo ascendieran a sargento. O la que le dedica al poeta Oscar Alfaro, “alto, delgado, de frente ancha y voz suave”, cuya “tupida barba” era motivo de las interpretaciones más caprichosas entre los estudiantes.

 El humor es una constante: recién llegado como estudiante a Tarija, temía ingresar a la Biblioteca Municipal porque pensaba que le iban a cobrar por consultar los libros. Muchos años después, en julio de 1970 cuando era perseguido político, se escondió en la maternidad del Hospital General, lo que dio lugar a otra anécdota jocosa. Menos divertidas son viñetas que describen a personajes políticos. De una entrevista a solas con el presidente Ovando le quedó grabada la frase: “Mire Pablo, a mi me da lo mismo cargar con un cadáver en la espalda o con dos mil”.

 Sin haberlo soñado llegó la primera vez a la rectoría de la UMSA, y una cosa llevó a otra: la fundación y militancia en el MIR (afirma que él y Chichi Ríos Dalenz decidieron usar la sigla MIR a pesar de la oposición de algunos compañeros), los exilios en México y en Chile, las invitaciones políticas a Cuba o a Corea del Norte, las persecuciones, amenazas y atentados, etc.

 El respeto por la naturaleza atraviesa las páginas del testimonio, desde un día de juventud en que mató a una chulupia con una honda y juró nunca más hacerlo. Su amor por la naturaleza debió sufrir un duro golpe hacia el final de su vida, cuando millones de hectáreas de bosques fueron calcinadas en la Chiquitanía con la autorización expresa de Evo Morales. Su crítica al decreto neoliberal No. 21060 (1985) y al daño que hizo a la industria nacional por el incremento en las importaciones, tuvo sin duda un efecto búmeran cuando durante el “proceso de cambio” del que fue parte no solo mantuvo el decreto intocado, sino que estimuló el contrabando como nunca antes, en manos de mafias organizadas y armadas. ¿Cómo escribiría Pablo sus memorias en estos tiempos de narcotráfico, minería salvaje y depredación de la naturaleza?

 El pulso poético recorre las 174 páginas del libro, que termina con un párrafo que el tiempo a teñido de ironía: “Espero que el final del siglo me encuentre en la plaza de un pueblo remoto y olvidado, o en algún barrio marginal de una gran ciudad, entre gente reunida para escuchar un apasionado discurso contra la nueva Rosca, las transnacionales, el neocolonialismo y, sobre todo, contra el Presidente de turno, si olvida que su primer deber consiste en defender la dignidad nacional”. Paradojas de la vida, regresaría a la escena pública en enero de 2017, con el régimen de Evo Morales, autoritario y depredador de la naturaleza.

 Los caminos se encuentran

 Nos unía una amistad literaria y política desde que en 1988 lo entrevisté en su calidad de asesor económico de la Central Obrera Boliviana (COB), sobre la crisis de los relocalizados de las minas y el dramático desempleo, para mi película documental “Derechos sindicales”, una producción de la televisión holandesa. Aunque él había trabajado como joven economista en gobiernos del MNR, fue un acérrimo crítico del último gobierno de Paz Estenssoro.

 Quizás por cierto parentesco de estilo entre las viñetas de su libro “Cuando se aleja el tren” (1990), y las de mi testimonio “La máscara del gorila” (1982), a fines de febrero de 1990 tuvo la deferencia, otra vez rector de la UMSA, de presentar en el Salón de Honor de la universidad, la edición boliviana de mi libro premiado y publicado antes en México. Fue un acto memorable, rodeado por las 242 figuras del mural “El retrato de un pueblo” de nuestro amigo común Walter Solon Romero, inaugurado el año anterior con un catálogo cuyo texto tuve el privilegio de escribir. Pablo habló del libro con mucha propiedad, mientras que el otro comentarista, el Agregado Cultural de la Embajada de México, Lázaro Cárdenas Batel (nieto del gran ex presidente mexicano), no había mirado el libro ni por el forro. Cárdenas fue luego gobernador de Michoacán y desde 2018 es ahora Coordinador de Asesores del presidente López Obrador.

 Como ha sucedido otras veces, heredé de mi padre la amistad con Pablo Ramos, que era un joven profesional cuando comenzó a trabajar en el ministerio de Economía. En “Cuando se aleja el tren” le dedicó un par de viñetas: “Don Alfonso Gumucio Reyes fue uno de los hombres más visionarios que produjo la Revolución Nacional. Como presidente de la Corporación Boliviana de Fomento fue el artífice del avance hacia el Oriente y del desarrollo agro-industrial de Santa Cruz”.

 Los cuentos que son verdad

 Nos veíamos poco pero cuando lo hacíamos, solíamos hablar de literatura, una pasión que mantuvo siempre en paralelo a sus actividades de servidor público.

 Escribió otros libros de relatos marcados por la nostalgia de su tierra y de encuentros con personajes que contaban historias y que él se encargó de plasmar sobre papel para que no se extravíen en los vericuetos de la memoria. En “El provocador” (2012) reúne 28 de estos relatos, uno de los cuales le da título al libro y justifica la foto de la tapa: el monoblock de la Universidad Mayor de San Andrés, donde fue cuatro veces rector. El relato pinta de cuerpo entero el prototipo social de un provocador político, de los que tiran la piedra y esconden la mano, agitadores profesionales que permanecen en la universidad el doble de años de lo que tomaría estudiar la carrera más larga, solo para hacer política.

 En la portadilla interior confirma que “nada es ficción, todo es historia; sin embargo, ¿no ocurre, a veces, que la historia escrita es también ficción?” El estilo autobiográfico del libro anterior se prolonga, aunque a partir de este se hace también intermediario de cosas que escuchó de otras personas. Los textos son menos concisos, pero no menos entretenidos. Hay más descripciones, más rodeos para ir al grano. Por ejemplo, para contar la anécdota de la llegada del primer automóvil al Chaco boliviano, menciona la frontera con Argentina, los pozos de petróleo en Sanandita o la propia invención del automóvil. Su crecimiento intelectual lo lleva a razonar cada tema y ofrecer detalles que dejan menos espacio a la imaginación del lector.

 Uno de los mejores cuentos es “La gata del Montículo”, donde recrea de manera magistral su duelo de miradas con una gata misteriosa, mientras espera en la soledad del parque una cita amorosa. Es un relato que recuerda a Cortázar por la tensión que logra crear a partir de un hecho sencillo y cotidiano. No menos interesantes son “El matagallo”, donde sigue la trayectoria de un rifle que llega a El Palmar por azar y sirve a un niño para matar accidentalmente a un hermoso gallo reproductor pero con el tiempo termina en la guerrilla de Teoponte; “Las muertes del tigre” donde el personaje central padece de catalepsia y muere sin morir dos veces, o “El soldado que luchó desnudo”, que se remonta a la Guerra del Chaco para mostrar la arbitrariedad de los abusos de los mandos militares contra los soldados.

 Los testimonios sobre episodios políticos enriquecen la obra, como es el caso de “La tortura”, donde narra los padecimientos de un grupo de estudiantes universitarios apresados en Loma Santa durante la dictadura de García Meza. Algunas veces las referencias políticas pueden pasar desapercibidas para lectores menos informados sobre la historia contemporánea de Bolivia.

 “El dilema de un maestro” es un relato escabroso sobre el menudeo de droga en los colegios de Bolivia, y las amenazas que se ciernen sobre los profesores que pretenden denunciar el tráfico de cocaína. Aunque no siempre lo hace, algunas veces los personajes aparecen con su nombre real. Es el caso de monseñor Genaro Prata, nefasto personaje en la jerarquía de la iglesia católica de los años 1970, que tuvo que salir huyendo del país debido a hechos de corrupción en los que estuvo involucrado.

 En otro libro de 32 relatos, “Los escaldados” (2014), continúa la veta inspirada en su tierra natal y en los relatos que le “prestan” otras personas. En 170 páginas aborda el peso de las supersticiones y de las tradiciones en el campo, las ambiciones de las familias que quieren mejor educación para sus hijos, su propia trayectoria que se aleja de ese mundo bucólico. Un fino humor recorre los hilos narrativos, para concluir cada relato con una moraleja. Sin embargo, el conjunto es más racional en detrimento de la frescura del estilo.

 En estos y en los relatos anteriores el respeto por la naturaleza es un tema recurrente, por ejemplo, las crónicas sobre los weenhayeks que caminaban muchos kilómetros para cosechar maíz en El Palmar o pescar sábalos en Villamontes. Hoy marcharían para pedir al gobierno que ponga coto a la deforestación salvaje y a los avasalladores “interculturales”. Los recuerdos idílicos de Pablo Ramos contrastan penosamente con la realidad actual.

 En “la larga marcha” y “La madrastra” construye un hermoso díptico donde una misma historia se narra desde dos miradas diferentes.

Poemas del caminante 

Desde muy joven Pablo escribió poemas, y a diferencia de muchos poetas tempranos, no dejó de hacerlo a través de los años, aunque en dosis esporádicas. Volví a leer “Poemas del camino” (2006), que como su nombre sugiere, reúne versos autobiográficos de su transitar por Bolivia, por otros países y por relaciones de amistad, caminos que su madre “nunca recorrió”. Son versos bucólicos que “apenas alcanzaron la fugacidad de los sueños”. Como sus libros de relatos, este también es un balance de etapas de su vida.

 Aborda lo inexorable de la muerte: “Hijo mío, / aprende a tiempo / que el sol no se detiene / y que tarde o temprano / alargarás tu sombra”. Son poemas que exudan valores y humildad: “Yo no canto, / apenas hablo / y digo algunas cosas / que no son importantes”.

 Aunque los poemas no están fechados individualmente, algunos podrían haber sido escritos hacia el final de su vida, con cierta amargura: “El mundo está muriendo / de nostalgia. (…) / El mundo está muriendo / traicionado”, dicen algunos versos de su poema “Culpable”.

 Pablo Ramos murió en Yacuiba, en la madrugada del viernes 24 de septiembre, a los 84 años de edad.

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Cuando yo sea grande convertiré en cenizas
los cercos y alambrados,
para hacer que los huertos se unan a los huertos
y que el bosque juegue con los niños.
—Pablo Ramos
 

20 enero 2022

Casa de sombras

(Publicado en Página Siete el domingo 17 de octubre de 2021)

 Para los cineastas los últimos dos años han sido catastróficos debido a la pandemia que ha limitado las posibilidades de producir, de distribuir y de exhibir. Solo el tesón y la constancia los ha hecho superar los desafíos que les puso delante la realidad. Las mismas condiciones han afectado la creación cinematográfica en todo el mundo, pero en Bolivia todo ya era cuesta arriba.

Carina Oroza dirige una escena del filme 

 Para Carina Oroza Daroca ha sido aún más complicado. Su película “La casa del sur” (Bolivia-Colombia, 2020) es un proyecto de largometraje que arrastraba desde 2010 y que comenzó a filmar justo cuando se vino encima la pandemia. Guardé la nota de prensa del 11 de febrero de 2019 donde se anunció el inicio del rodaje, exactamente un mes antes del batacazo mundial. “Tenemos el gran desafío de aportar a la historia del cine nacional, llevando el foco de atención al sur de Bolivia y centrándose en historias de mujeres”, declaró en ese momento la directora y guionista, que anteriormente había dirigido el documental “Presentes en la historia” (2008).

 Se trata efectivamente de un relato centrado en personajes femeninos, pero no se trata de un film intimista al margen de la historia del país. La narración está construida sobre dos ejes paralelos, separados por 25 años, que recorren los 89 minutos del filme en forma alternada. Por una parte, el presente (situado aproximadamente en 2005-2010), y por otra el pasado de los mismos personajes, que trae a la memoria el cruento golpe militar de 1980.

Arwen Delaine 

 El punto de vista narrativo es el de Ana, una mujer que salió de Tarija un cuarto de siglo antes, huyendo no solo de una dictadura militar sino de sus propios fantasmas y recuerdos. Con el tiempo se convirtió en una bloguera “famosa” (la fama efímera de internet) cuyo blog se ocupa de la cultura culinaria en muchos lugares del mundo. En este caso, decide regresar a su tierra natal, porque recibe la noticia de que la hermana de su madre ha fallecido. Su propósito es vender la casa de la tía y permanecer el mínimo tiempo posible en Tarija.

 Pero en la vida los planes no siempre se ajustan a la realidad: Ana no sabe lo que le espera a su regreso. Nicolás, fiel servidor y amigo de su tía (interpretado por ese actorazo que es David Mondacca), le envió la noticia de la muerte para que Ana vuelva tentada por la ambición de obtener dinero con la venta de la propiedad, sin otro propósito salvo publicar, mientras tanto, unas cuantas notas de su blog, por ejemplo, sobre el ají de fideo, sofisticadamente rebautizado como “macaroni andino” para impresionar a sus seguidores. “El internet siempre miente” dice en otra escena la protagonista.

Piti Campos 

 Poco a poco el blog deja de ser importante en la historia y en la vida del personaje central, porque al prolongarse —contra su voluntad— su estadía en la sombría “casa del sur” comienzan a asaltarla los recuerdos, primero como piezas sueltas de un rompecabezas, y luego, al final, al colocar la última pieza de la memoria, como una foto entera de su existencia, no solamente de su vida. El mismo puzle, dado la vuelta peligrosamente para que no caigan las piezas, completa el eje del pasado, aún menos amable.

 Ana detesta a esa tía que no ha visto en 25 años. La detesta porque la culpabiliza de algo que la marcó por el resto de su vida. No diremos más de lo que dice el material de difusión de la productora: que se inspira en un hecho real sucedido durante la dictadura militar en una hacienda donde Naty y su hija Anita, son retenidas por una tropa militar que busca a supuestos guerrilleros. Cinco lustros después, “Anita retornará a la vieja hacienda con la intención de venderla. Pero al atravesar la puerta, la casa le regalará las piezas necesarias para entender el pasado y decidir su presente”. Por las fechas probables y por los datos de la tecnología (blogueros estrella, internet en las terminales de buses, tablets con videollamada, etc.) entendemos que se trata de la dictadura de García Meza, aunque la historia original pudo inspirarse en la dictadura de Banzer.

Alejandra Lanza

 Intuimos desde el principio, que Ana se quedará en Tarija y que la casa donde vivió hasta su adolescencia la atrapará afectivamente, pero lo que no sabemos es cómo transcurre ese itinerario de reconciliación con el pasado y cómo se produce su propia redención. Como en toda historia de ficción que se respete, no importa tanto lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Y los méritos de la película de Carina Oroza están precisamente en esa manera de contar lo que comenzó como un testimonio familiar.

 La estructura de montaje temporal en paralelo funciona de manera eficiente (como vimos antes en “Cuando los hombres quedan solos” (2018) de Fernando Martínez y Viviana Saavedra). Hay dos artífices para que ello ocurra: el editor de imagen y sonido, y coproductor Ramiro Fierro, y el director de fotografía Ernesto Fernández Tellería. Mientras el plano del presente está narrado en vivos colores, el eje del pasado acentúa las sombras y los colores fríos en la imagen.

 La casa-hacienda donde se filmó el largometraje es un espacio bucólico que lo mismo sirve para recrear el miedo y la violencia de la dictadura, que los momentos de armonía familiar. Es un espacio ideal para que se desarrollen las relaciones entre las mujeres protagonistas, una casa con frutales y viñedos que se extienden hacia el rio, un río que en 25 años se ha secado (como ha sucedido en la realidad con tantos ríos en Bolivia), una metáfora del país que se deteriora gradualmente en su naturaleza y en sus valores.

David Mondacca 

 Otra de las fortalezas del filme es la dirección de actores: Ana en sus dos versiones temporales, adulta y niña, (interpretadas respectivamente por Piti Campos y Arwen Delaine, ambas muy buenas), el extraordinario Mondacca (Nicolás, guardián de la memoria y de la ética), Alejandra Lanza (la tía que lleva por adentro la procesión) y Cristian Mercado (el capitán). Sin embargo, frente a actores tan profesionales, algunas escenas resultan caricaturizadas por la sobreactuación de actores secundarios con menos oficio en el cine, que tienden a hacer la parodia de sí mismos.

 Las canciones compuestas para el personaje de la tía constituyen otro aspecto narrativo esencial en la historia, de hecho, contribuyen a completar el rompecabezas de Ana como si la vieja guitarra hubiera comenzado a hablarle. Frente a ese plano musical perfectamente integrado en el relato, la música incidental (especialmente cuando se trata de violines en pleno diálogo entre dos personajes), resulta a ratos discordante, sobre todo cuando ocupa el primer plano en detrimento de la imagen. Me ha pasado otras veces cuando el volumen de la música de pronto me saca de mi estado de concentración.

 Rara vez he publicado un comentario antes del estreno comercial de una película, pero creo que pandemia de por medio, la obra merece despertar el interés de su público potencial y preparar el terreno para su exhibición en salas de cine.

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Me preguntaba para qué quería un corazón,
si solo servía para conservar tormentas.
—Arcelia Ayup Silveti   

09 enero 2022

Torquemada, OAS y el jefazo

(Publicado en Página Siete el sábado 8 de enero de 2022)

 La saña con que el régimen persigue a sus opositores recuerda a las dictaduras militares. Los improvisados Torquemada del MAS, como el ministro Lima-limón, son tan selectivos como lo era el fundador de la Inquisición: mientras acosan a algunos con perversidad, socapan a otros.

 Todos sabemos de un sujeto que ha perpetrado innumerables crímenes: estupro (Gabriela, Noemí), uso indebido de bienes del Estado (museo Orinoca, caso Neurona, viajes), conducta anti-económica (contratos sin licitación), asociación delictuosa para asesinar (esposos Andrade, Hotel Las Américas), sedición, terrorismo y conspiración (cerco de ciudades y ataques a instalaciones del Estado), y otros que cualquier fiscal podría redactar en el lenguaje apropiado.

José María Bakovic

 Uno de sus crímenes más crueles resultó en la muerte de don José María Bakovic, ingeniero con impecable trayectoria internacional, que regresó a Bolivia con la peregrina idea de “servir al país”, lo cual le costó la vida el sábado 12 de octubre de 2013, cuando tenía 75 años de edad. Cuando dejó la presidencia del Servicio Nacional de Caminos (SNC) —hoy Administradora Boliviana de Carreteras (ABC)— desde el año 2006 el régimen masista lo acosó con 72 causas penales en diferentes juzgados del país, con el propósito de liquidarlo física y anímicamente. Evo Morales y Patricia Ballivián fueron directamente responsables de esa persecución política.

 El ingeniero Bakovic se veía obligado a viajar de un lado a otro, conminado a audiencias que se suspendían a último momento, a propósito, para joder al acusado, quien tenía que pagar sus propios pasajes, hotel, gastos de alimentación, así como los de su abogada. De los 4000 metros de altura de El Alto a los 400 metros de Santa Cruz de la Sierra, y otras ciudades bolivianas, las repetidas descompensaciones del corazón acabaron matando a Bakovic. De ese asesinato con premeditación y alevosía son responsables, además de la pareja citada, todos los fiscales, los médicos forenses de la Fiscalía y los jueces corruptos que llevaron adelante los 72 procesos.

Léo Pinheiro, ex presidente de OAS

 Bakovic no es una víctima fortuita. La saña con que fue perseguido tiene motivaciones claras, que se pueden resumir en tres letras: OAS, la empresa constructora brasileña con numerosos procesos judiciales por el trabajo esclavizado de sus obreros, por corrupción y por lavado de dinero. La gigantesca red de corrupción del caso Lava Jato llevó a la cárcel al presidente de OAS, Léo Pinheiro, hasta que decidió revelar información a la justicia, acogiéndose a la figura de “homologación” por la Corte Suprema de Brasil, para lo cual tuvo que confesar los negociados de su gestión, entre ellos, con Evo Morales.

 El País (España), publicó la información enviada por tres corresponsales (Rocío Montes, Jacqueline Fowks y Fernando Molina) donde se resumen las declaraciones de Pinheiro sobre sobornos a presidentes y políticos latinoamericanos. En el caso de Bolivia, implicó directamente a Evo Morales por los contratos para la construcción del tramo Tarija-Potosí, y la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos.

Evo Morales, el "jefazo"

 José María Bakovic tenía detalles de esos hechos de corrupción. Denunció 21 irregularidades en el contrato que se firmó con OAS por instrucciones directas de Evo Morales. Una de las más graves: el precio referencial de la obra escaló de 177 millones de dólares (que estimó el SNC), a 436 millones de dólares. El costo por kilómetro de la obra llegó a 1,4 millones de dólares, cuando el máximo en obras similares era la mitad: 692 mil dólares. Más aún, para la ruta por el Tipnis no se incluía el costo del asfalto. La única empresa proponente fue OAS, con el apoyo e intervención directa del presidente Lula da Silva, más tarde condenado y encarcelado por el caso Lava Jato.

 Según publicó el diario Folha do São Paulo, Léo Pinheiro, ex presidente de OAS, aseguró durante su juicio que Evo Morales le ofreció́ una compensación mediante la adjudicación de otras obras, si primero asumía la conclusión de la ruta deficitaria Tarija-Potosí́, abandonada por la también brasileña Queiroz Galvão. El negociado boliviano se preparaba desde antes: ya en 2005, Augusto César Ferreira e Uzeda, directivo de OAS, aparece en varias fotografías junto a Evo Morales en sus actos de campaña. Así, la corrupción llegó al gobierno del brazo del MAS, desde el inicio.

 Todo lo anterior es disimulado por los Torquemada de turno. Mientras unos son sometidos a la hoguera por su posición política, el principal criminal anda suelto y además sigue mandando en el país, como podemos constatar cada día.

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Voy a contar cómo fue al quemadero el inhumano que tantas vidas infelices consumió en llamas; que a unos les traspasó los hígados con un hierro candente; a otros les puso en cazuela bien mechados, y a los demás los achicharró por partes, a fuego lento, con rebuscada y metódica saña. Voy a contar cómo vino el fiero sayón a ser víctima; cómo los odios que provocó se le volvieron lástima, y las nubes de maldiciones arrojaron sobre él lluvia de piedad; caso patético, caso muy ejemplar, señores, digno de contarse para enseñanza de todos, aviso de condenados y escarmiento de inquisidores.
—Benito Pérez Galdós (Torquemada en la hoguera)

 

07 enero 2022

Autorretrato con Jesús Martín-Barbero

(Publicado en Ideas de Página Siete el domingo 20 de junio de 2021)

 Muchos hablan ahora del “legado” intelectual de Martín-Barbero, una palabra adecuada en términos académicos, pero yo prefiero hablar del “regalo” que nos dejó: su manera de pensar el mundo, no solamente sus libros. Hay quienes leen a autores seminales como si fueran pergaminos que si se tocan se deshacen en mil capas de cebolla. Pero los grandes autores contemporáneos nunca quisieron eso, porque ellos mismos fueron ante todo lectores críticos y cuestionadores. Así como Marx dijo alguna vez que no era marxista y Lacan espetó a sus estudiantes “no soy lacaniano”, creo que Jesús Martín-Barbero hubiera dicho lo mismo a los profesores y estudiantes que leen su obra, especialmente “De los medios a las mediaciones”, como si estuviera escrita en bronce.

 Perdería espacio y tiempo explicando aquí quién era Jesús Martin-Barbero. Doy por sentado que su obra es tan importante que forma parte de la cultura latinoamericana en el más alto nivel. Y si hay quienes no saben quien es, mejor busquen en San Google o en Wikipedia, donde encontrarán miles de referencias. O quizás el número especial de la revista Chasqui de Ciespal (No. 102, junio 2008) pueda servir para desasnar a muchos. Aquí no voy a repetir lo que ya se sabe, voy a describir mi vínculo personal y lo que me deja Jesús Martín-Barbero, algo que nadie más podría hacerlo desde mi experiencia, sentimiento y pensamiento.

Lazos de amistad

 Su muerte el sábado 12 de junio de 2021 me impactó, porque todavía teníamos varias citas pendientes. Lo visité en su casa por última vez un par de meses antes de la declaración de pandemia. Llegar a ese espacio tan suyo era siempre un privilegio. Recibía a sus amigos más cercanos enfundado en una bata de felpa gris que lo protegía del clima húmedo de Bogotá. Rodeado de estanterías de libros, conservaba toda la extensión de las puertas de un armario empotrado para algo muy especial: un inmenso collage de recortes y fotografías, una cartografía de su vida que quizás solamente él podría descifrar en su integridad, aunque a pedido, solía explicar la procedencia de las imágenes.

 En ese collage mural, que continuamente enriquecía y alteraba (como quien reescribe una página de un libro), Jesús armaba el relato de su memoria y de sus afectos. Por supuesto estaba Elvira muy presente, la compañera de toda su vida que falleció insospechadamente antes que él, el 13 de agosto de 2019. Esa muerte golpeó duramente a Jesús, que no podía referirse a Elvira sin que se le humedecieran los ojos.

 La generosidad de Jesús era la de aquellos seres humanos que están más allá de las pequeñeces y mezquindades que animan a los pobres de espíritu, los que solamente pueden avanzar poniendo zancadillas a otros. Jesús era abierto con su pensamiento y con sus pertenencias, nunca celoso de sus ideas ni de sus posesiones. Me sorprendió en una de las visitas que hice a su casa en Bogotá, cuando hablando de su nuevo libro de poemas, “El guerrero y el árbol” (2019), sacó un ejemplar de su primer poemario, “Río Cauca” (1968), publicado en Ávila medio siglo antes, y me lo regaló con una dedicatoria llena de humor: “Declaro que las anotaciones de este libro son mías”.  Y es que el ejemplar estaba corregido de su puño y letra. Había versos nuevos y palabras tachadas, estrofas marcadas como si las considerara superiores a otras, y flechas para llevar una palabra de un verso a otro. Le dije que ese ejemplar era el suyo, puesto que tenía esas marcas tan íntimas, pero no le dio importancia: “Es el único ejemplar que me queda, llévatelo”.

Jesús Martín Barbero y Alfonso Gumucio 

 Fui también destinatario de su generosidad apabullante en ocasión de la presentación de la edición en castellano de mi “Antología de comunicación para el cambio social: lecturas históricas y contemporáneas” (2008, en coautoría con Thomas Tufte). El acto tendría lugar en el último piso de El Ático, el emblemático edificio de la Universidad Javeriana de Bogotá. Consulté con Jesús si aceptaría ser uno de los presentadores, pero había un problema no insignificante: Jesús había salido de la Facultad de Comunicación de la Javeriana dando un portazo, debido a desacuerdos internos que no viene al caso recordar ahora. “Me había propuesto no pisar más esa universidad -me dijo- pero lo voy a hacer tratándose de tu libro”. El 3 de marzo de 2009 estuvo allí junto a Jürgen Horlbeck (decano de la facultad) y Amparo Cadavid, los otros dos presentadores. 

Jesús Martín Barbero y Jürgen Horlbeck (2009)

 Entre las cosas que dijo: “Este libro es un tejido de voces múltiples, pero con una enorme presencia y potencia del pensamiento latinoamericano y esto es clave, realmente clave desde nuestros países hacia el resto del mundo”. Añadió que “el libro trae dos apuestas: la primera pensar en la transformación de la sociedad y la segunda, pensarla desde la comunicación no como técnica -que hoy es la obsesión de la inmensa mayoría de las facultades de comunicación en América Latina, que le están haciendo caso al mercado quien les dice descaradamente cómo formar a los comunicadores. Para mi y los que llevamos casi 40 años luchando por esta causa, encontrar que hay un libro mundial, global en el mejor sentido de la palabra, que pone como claves el cambio social y el tejido de las realidades de que está hecha la comunicación, tanto más que de los medios, es una enorme alegría”.  

 Fui testigo privilegiado de un re-encuentro personal muy grato durante el XIII Encuentro Latinoamericano de Facultades de Comunicación Social (FELAFACS) en La Habana, a mediados de octubre de 2009, cuando luego de muchos años de no haber estado juntos, Jesús Martín Barbero y Luis Ramiro Beltrán se fundieron en un abrazo, renovando sus lazos de amistad.

 Tuvimos varios encuentros en eventos de comunicación en México y en Colombia, pero desde mediados de la década pasada Jesús ya no quería viajar sin Elvira, y declinó muchísimas invitaciones que le hicieron quienes además de conocer su obra, querían escucharlo de manera presencial, sin mediaciones tecnológicas como las que ahora son (ineluctablemente) necesarias.

El arte de preguntar

 Toda la obra de Martín Barbero está permeada de una idea fundamental: saber hacer preguntas, interrogarse e interrogar a otros. Si los investigadores universitarios de hoy, que los hay por miles en las torres de marfil, supieran formular preguntas, tendríamos muchos más aportes originales como los que nos dejaron aquellas generaciones de pensadores de la comunicación de las décadas de 1970, 1980 y 1990. Parece que el nuevo siglo se caracterizara más por la cantidad que por la calidad de las propuestas.

 Jesús Martín-Barbero (que los gringos nombran “Barbero” igual que le dicen “Márquez” a García Márquez), escribió su libro más conocido a pulso, con tres tintas: negra para los párrafos informativos, verde para los planteamientos metodológicos, y roja para “las peleas”, como él mismo decía. Esos párrafos en tinta roja eran los que él sabía que podían provocar debate, y por lo tanto eran los más apreciados, porque a Jesús le gustaba debatir. Debatía con los demás y consigo mismo. Escribió “De los medios a las mediaciones” debatiendo con lecturas de Adorno o de Benjamin, y muchos otros a los que podía cuestionar cuando filtraba sus escritos y afirmaciones a través de la realidad latinoamericana, ese continente que adoptó dejando atrás su lejana Ávila, donde nació.

 El libro surgió como una necesidad íntima a partir del impulso de estudiar “la estética de los medios”. Esto coincidió con un feliz cambio en su carrera académica en Cali, cuando el filósofo pasó de enseñar semiótica a enseñar estética. Allí surgió la pregunta que los haría investigar y escribir algo revolucionario: “¿con qué estética mira la gente a los medios?” La sensibilidad del que mira, del que percibe, del que se enfrenta a una obra, asumía de pronto una importancia que le había sido negada: el sujeto era más importante que el objeto, y los procesos de interlocución con los medios (las mediaciones) definían más que los contenidos aislados.

 Tan importante como la escritura del libro, que se prolongó durante ocho años (1977-1985), fueron las lecturas diversas y abundantes que Martín-Barbero desmenuzó para desentrañar conceptos relacionados con “lo masivo y lo popular”, que en principio parecía una contradicción de términos. El título inicial de la obra, “Imaginario popular e industria cultural”, no fue aceptado por Miquel de Moragas que dirigía la colección de la Editorial Gustavo Gili.  El libro ganó con el título con el que finalmente fue publicado.

 El lector de Martín-Barbero se siente inteligente. El autor no trata de enredarlo en palabras rebuscadas ni acomplejarlo con el peso de su conocimiento, sino que comparte sus hallazgos de manera clara y desenvuelta, algo que encontramos también en los ensayos de Octavio Paz y de Juan Villoro, entre otros. En lugar de cubrirse las espaldas escupiendo citas de autores, como hacen los principiantes, Martín Barbero procesa sus lecturas, las mastica y saborea lentamente, luego las cuestiona, las revisa, las contradice si es necesario para generar una idea renovada.

 En su trabajo de investigador el “proceso” es fundamental, porque significa llevar adelante el diálogo con otros autores de manera ininterrumpida. Eso hace un intelectual que piensa por sí mismo y no se arrellana en la comodidad del pensamiento de otros que lo precedieron. El desafío es ir más lejos, no repetir lo que ya está dicho, porque nada está escrito en piedra, nada es definitivo, el cuestionamiento permanente es lo que hace avanzar el pensamiento.

 Quizás por su formación de filósofo, Jesús quería “pelearse” con todo, y lo hacía apasionadamente, con una vehemencia en la que entraba en juego el lenguaje corporal. Agitaba los brazos y levantaba la voz histriónicamente, como si estuviera debatiendo asuntos de vida o muerte. Sobre el escritorio de su estudio de trabajo había siempre revistas y periódicos que subrayaba para destacar alguna frase o párrafo que había llamado la atención. Una frase podía dar pie a una digresión enriquecedora sobre la política de Colombia o del mundo, sobre la comunicación o sobre el arte.

 Su gran habilidad era establecer relaciones, era como un ejercicio intelectual que realizaba cotidianamente para mantenerse en forma. Bastaba que uno le diera dos temas aparentemente inconexos, para que Jesús indagara en las posibles relaciones de los objetos y sujetos. Trátese de Teodoro Adorno, de la literatura de cordel, de los pasillos de Benjamin o la música de Calle 13, Martín-Barbero podía tejer un entramado de relaciones que no se basaban solo en la lógica filosófica sino en la creatividad artística.

 Por ello asistir a sus conferencias era tan estimulante. Lo conocí en una de ella, probablemente en Medellín, y tal como sucedió aquella primera vez, siempre lo vi desarrollando su pensamiento “en vivo” con la misma pasión, mientras se hacía preguntas y se respondía a sí mismo. Jesús empezaba al trote y terminaba al galope sus conferencias. Ya no escribía textos, de ahí que muchos de los ensayos que publicaba eran el resultado de la transcripción de las conferencias que ofrecía. Digo que empezaba “al trote” porque necesitaba cierto tiempo de calentamiento, mientras analizaba los objetos de su disertación y los convertía en procesos vivos. Y eso le permitía adquirir velocidad y certeza en la expresión de sus ideas, hasta terminar “al galope” su conferencia con alguna frase memorable que acababa de crear.

 Martín-Barbero no dejó de estar al tanto de los movimientos de los jóvenes y de las novedades tecnológicas, tratando de explicarlas y de analizarlas de manera crítica, sin caer en la fascinación que producen las nuevas tecnologías. En “Reconfiguraciones comunicativas de lo público” (Análisis, 26. Barcelona, 2001), habló de esto: “Estamos ante la más tramposa de las idealizaciones, ya que en su celebración de la inmediatez y la transparencia de las redes cibernéticas lo que se está minando son los fundamentos mismos de ‘lo público’, esto es, los procesos de deliberación y de critica, al mismo tiempo que se crea la ilusión de un proceso sin interpretación ni jerarquía, se fortalece la creencia de que el individuo puede comunicarse prescindiendo de toda mediación social, y se acrecienta la desconfianza hacia cualquier figura de delegación y representación”.

 En 2017 se cumplieron 30 años de la primera edición de “De los medios a las mediaciones”. Numerosos homenajes se organizaron por el mundo, y tuve la oportunidad de contribuir en dos publicaciones especiales celebratorias de aquel acontecimiento. Por una parte, el número especial de la Revista de la Cátedra Libre Marcelo Quiroga Santa Cruz (Año 4, No. 4, noviembre 2017) que dirige con mucho acierto Mirko Orgaz en la Universidad Mayor de San Andrés (La Paz, Bolivia). Por otra, algo similar que publicó poco después el Instituto de Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona (InCom-UAB, N.14) bajo la coordinación de Miquel de Moragas, José Luis Terrones y Omar Rincón.

 En aquella ocasión escribí: “El libro termina en seco al borde de un abismo, el abismo de las preguntas, como una novela interrumpida, que carece de desenlace o un ensayo sin conclusiones. Ahí radica su mayor provocación, en su naturaleza de texto sin respuestas. Si mantiene vigencia hasta hoy es precisamente porque se empaña el espejo de las respuestas y se empeña en pulir el cristal de las preguntas”.

 Dejaré la poesía de Jesús para otro texto, ya que no es ajena al proceso evolutivo de su pensamiento y de su vida consecuente.

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Una cosa es la visión correcta y otra cosa es la visión verdadera,
una cuestión que hace temblar el espíritu al cuestionarlo
sobre lo que entiende por esencia.
—Jesús Martín Barbero