24 noviembre 2013

La parte del arte (que me toca)

Los amigos organizadores de la 8a Bienal Internacional de Arte, Bolivia 2013 (SIART) me invitaron a intervenir (una palabra muy usada en el arte contemporáneo) en las jornadas que se iniciaron el 14 de octubre y que terminan el 16 de noviembre.

Mi primera intervención fue sobre “Políticas y comunicación para procesos de transformación”, es decir políticas que promueven el derecho a la comunicación (y no solo la libertad de expresión de los medios masivos) y que contribuyen a hacer más democrática la esfera pública con la participación de los ciudadanos en el debate colectivo. Nada que tenga que ver directamente con el arte contemporáneo, aunque sí con la necesidad de políticas de Estado que a través de la participación ciudadana promuevan y protejan las expresiones de la cultura nacional.

En ocasión de mi segunda intervención, en el panel de homenaje a Ricardo Pérez Alcalá (amigo muy cercano fallecido a fines de agosto), mencioné la capacidad técnica e intuición de este gran artista plástico y me referí a la diferencia entre mirar el mundo superficialmente y ver la realidad con la capacidad y sensibilidad necesarias para penetrar más allá de la apariencia e interpretarlo. Ese día se inauguró en el Círculo de la Unión una muestra de obras de Ricardo de colecciones privadas, que evidencia la extraordinaria poesía de su mirada sobre lo cotidiano y su versatilidad técnica.  Su discípula Mónica Rina Mamani, así como Mario Ríos Gastelú, Marcelo Villena y Mariano Baptista Gumucio compartieron también en esta ocasión sus anécdotas y apreciaciones sobre Ricardo y su obra.

“La hora boliviana” de Jaime Achocalla
Hasta ahí mi modesto aporte en el SIART 2013, y el resto fue recorrer un poco al azar la oferta de exposiciones, conferencias, debates y otras actividades de las que doy cuenta ahora.

Primero debo decir que es un enorme esfuerzo organizar un evento tan amplio y hacerlo con recursos tan limitados, de ahí el mérito de los organizadores y curadores, la directora de la 8ª Bienal, Norma Campos, Sandra de Berduccy, José Bedoya, Teresa Villegas de Aneiva, y el eficiente equipo que colaboró en cada uno de los eventos.

La sección “Territorios inestables”, un nombre muy apropiado para capturar los múltiples caminos por los que transita el arte contemporáneo, consistió en cerca de treinta muestras dispersas en la ciudad de La Paz, desde el Museo Nacional de Arte en el centro histórico de la ciudad, hasta el Museo del Aparapita en la zona de San Antonio y el Museo Paredes Candia en la ciudad de El Alto. Además hubo coloquios, conferencias, talleres, y más.

Si digo que en el SIART 2013 todo me pareció “interesante”, estaría utilizando una palabra muy conveniente para decir poco o nada. Lo cierto es que pocas propuestas me gustaron y las más en absoluto.

Sol Mateo
Con todo lo que vemos en las calles y muros de nuestras ciudades, las obras de arte conceptual son pálidos intentos de rasguñar la imaginación. La fuerza de las manifestaciones sociales no se explica solamente por su vehemencia, sino por lo que tienen de simbólico y de expresión cultural en el sentido más amplio.  El dramatismo de la gestualidad de los cuerpos, las pancartas y las pintas en los muros, los dinamitazos y las barricadas improvisadas son representaciones cuyos lenguajes múltiples superan con creces las instalaciones castradas de sentido. Mujeres Creando y otros grupos de activistas hacen arte de las manifestaciones políticas.  ¿No puede el arte contemporáneo boliviano hacer una lectura y representación de lo que todos vemos en las calles?

En el SIART 2013 hay espacios de diálogo para tratar estos temas, aunque muchos se limitan a laudar la mediocridad imperante. Entre las conferencias disfruté la que ofreció Roberto Valcárcel, su honestidad para hablar de la “innovación” que solamente esconde reciclajes y su certeza de que la creación artística tendría que ser una ruptura más propositiva.  Las instalaciones–como dijo Valcárcel sin contemplaciones- son la mayor parte del tiempo aburridas, no ofrecen nada nuevo. Tuvo el coraje de afirmar que él no estaba trabajando en ninguna obra porque sencillamente no tenía nada nuevo que decir.

La visión pesimista de Valcárcel (no olvidemos que un pesimista es un optimista con experiencia) sobre el arte contemporáneo estuvo enriquecida por su aporte conceptual en cuanto a que el arte de nuestros tiempos ya no se reduce a una obra como producto final, sino a procesos de creación en los que la obra se prolonga en el espectador. Desde mi campo sintonizo bien con ese pensamiento: la comunicación son los procesos, no los mensajes.

Sartre definió su percepción del arte en palabras muy sencillas cuando escribió sobre la “alegría estética”. Cada espectador establece con la obra de arte una relación particular. Hay obras que producen alegría estética y otras que no, independientemente del renombre o trayectoria del artista. Siempre que me acerco a una muestra de arte tengo presente esa noción, y la premisa de Sartre me sirvió en los espacios que visité durante el SIART 2013. Lamentablemente, no sentí gozo estético sino pocas veces. Los artistas no estaban a la altura de los espectadores ni del esfuerzo que significa organizar semejante evento.

"El basto mundo del no-yo" de Iván Cáceres
Las manifestaciones de arte contemporáneo son efímeras, no buscan permanecer en el tiempo, son “territorios inestables” de búsquedas que a veces no llevan a ninguna parte, giran en círculos como un perro tratando de morder su cola. El espectador se enfrenta a obras banales en su apariencia, que se apoyan sin embargo en textos sesudos, de esos que tienen la capacidad de encontrar virtudes escondidas en obras sin sentido. Por principio desconfío de las obras que requieren de un texto para explicarse y se presentan como axiomas inevitables, cuando son todo lo contrario: evitables. Por ejemplo, fotos triviales acompañadas de frases que explotan su significado “oculto” o que explican su contexto a la manera de un reportaje periodístico, mientras las imágenes en sí, por mucho photoshop que se les aplique para hacerlas más interesantes, son composiciones corrientes.

Y qué decir de instalaciones que parecen surgir del más profundo aburrimiento de los artistas, de su desconexión con la realidad o de su falta de pasión por la vida. La frivolidad caracteriza obras que pretenden ser alteraciones geniales de lo cotidiano, cuando hoy no significan rupturas sino juegos tan ingenuos como ordinarios.

“Pasaporte” de Rodrigo Arteaga
La ausencia de sentido en esas expresiones dice mucho sobre la vacuidad en el proceso de creación.  Para decirlo sin ambages: hay artistas que no tienen absolutamente nada que decir, se esconden detrás de armazones desprovistos de sentido. El arte no necesita ser siempre bello pero hay una estética terrible en las rupturas (Goya o Bacon), en las propuestas que denuncian la abulia de la sociedad. Sin embargo en la mayoría de las instalaciones, no vemos ni belleza ni propuesta ni denuncia, solo un nuevo conformismo y sobre todo mínimo esfuerzo, poco trabajo material y conceptual.

Está claro que no pueden producir alegría estética obras realizadas sin pasión, simples ejercicios de especulación dirigidos a quienes supuestamente se sentirán más astutos inventando interpretaciones y sacándole punta a un lápiz que no tiene mina, resolviendo acertijos cuya solución no es siquiera ingeniosa. Muchas de las instalaciones efímeras se beneficiarían si el público pudiera “intervenirlas” para mejorarlas un poco.

Todo arte es mestizo, por definición, porque a la vez recupera y mezcla, pero en muchas de las propuestas anodinas que vemos en las expresiones artísticas actuales, vemos mucho copy & paste y poco mestizaje. La ironía es que algunos artistas también se “instalan” a sí mismos como objetos de admiración, en poses de artista más pensadas para la crónica social que cultural. El especial corte de cabello, la ropa que visten y los accesorios que exhiben para diferenciarse de los comunes mortales, son parte del circo del arte contemporáneo. Se echa de menos la autenticidad. El arte conceptual carece de firma.

Martha Cajías
Luego de recorrer una docena espacios del SIART 2013 en La Paz rescato en mi balance a algunos artistas y sus obras, breves destellos de luz o al menos de humor, en el conjunto de muestras de la bienal.

La muestra “Los pliegues de adentro” en la Casa de la Cultura me permite afirmar que hay en Bolivia pintores de mucho oficio y calidad. Soy más amigo de obras en las que veo trabajo técnico y tiempo invertido, que de aquellas nacidas de un chispazo tan “innovador” como efímero. Puedo permanecer un tiempo delante de obras de Rina Mamani, Guiomar Mesa o Javier Fernández, o en la retrospectiva diversa de Martha Cajías, “La vida es tránsito” (dibujo, tapiz, batik, óleo), pero paso rápidamente frente a instalaciones que no atrapan ni mis sentidos ni mi intelecto.

Me parece que el arte “clásico” sigue en la vanguardia de los procesos de producción artística de Bolivia, mientras que la supuesta vanguardia copia ideas y carece de raíz e identidad. Para empezar, está fuera de su tiempo, pretende asombrarnos con propuestas que ya son centenarias, desde Duchamp y los dadaístas en los años 1910, 1920, hasta Fluxus (Vostell, Beuys), Paik, Rauschenberg o Jasper Jones en los años 1950 y después. Hoy, es más de lo mismo, sólo que ya no tiene la capacidad de sorprender a nadie, a menos que se trate de grandes despliegues (con sentido) en paisajes urbanos o rurales como los de Christo, Černý  o Tunnick.

“Desnudos, (el eslabón perdido)” de Fernando García
La experimentación o el arte conceptual me interesan a condición de que me interpelen, produzcan alguna sensación, provoquen mi curiosidad. No es necesario ser un entendido para apreciar una expresión artística, es más, los “entendidos” a veces contribuyen a crear modas y tendencias que no son otra cosa que especulaciones para alimentar un mercado de arte contemporáneo distorsionado y pobre, que bajo el paraguas de “conceptual” ampara mercaderes antes que artistas.

Desapareció la lechera de Vermeer y también la Venus de Botticelli, las meninas de Velásquez, el Marat de David, la gitana dormida de Rousseau y así sucesivamente. Desaparecidos pero a la vez presentes en la memoria visual a través de pequeños cuadros resignificados del artista colombiano Fernando García, una serie titulada “Desnudos, (el eslabón perdido)”, porque así desnudas quedan las obras sin sus personajes. Me atrajo este juego de la memoria pero me quedó la duda de si se trata de un simple acertijo o de una humilde confesión del artista: somos pequeños comparados a esos grandes maestros, ni siquiera podemos pintar el vacío.

"Kusillo posmoderno" de Max Castillo y Aymar Ccopacatty
En el “Kusillo Postmoderno” de Max Castillo y Aymar Ccopacatty de la muestra “Cuarto Mundo” (en el Tambo Quirquincho), en el “Totem” espacial de Nemesio Orellana (en el Espacio Patiño), en el “El beso emancipador” de la venezolana Deborah Castillo (más tierna que irreverente) y en el “Pasaporte” del chileno Rodrigo Arteaga, encontré propuestas y preguntas sobre la cultura, el urbanismo, la política y la identidad. Entre las intervenciones públicas, “La hora boliviana” de Jaime Achocalla, imágenes de cuadrantes de relojes pegados en el suelo o sobre los muros, representa con humor la hora de retraso tan común en nuestro medio.

Y como siempre estamos tarde, también en el arte, de toda la obra efímera que recorrí, una frase en una instalación de Ericka Florez me sirve para resumir la impresión general que tuve de la bienal: “Venceremos mañana”.  Hoy, todavía no hay victorias.


17 noviembre 2013

El oscuro espejo interior

Invitado por el Espacio Patiño de La Paz, participé a fines de octubre en un conversatorio sobre YvyMaraey, el largometraje más reciente de Juan Carlos Valdivia, esperado con gran expectativa desde hace varios meses porque se trata de una nueva obra de quien se ha convertido en el cineasta más novedoso de su generación. Juan Carlos participó en el panel, al igual que el cineasta costarricense Jurgen Ureña y Rafael Archondo como moderador.

No son muchos los estrenos anuales de largometrajes en Bolivia, de ahí que una obra que ha estado en gestación siete años, sobre el tema de la interculturalidad, en un contexto político y social pletórico de contradicciones, despierte un interés tan marcado.

También estuve en la Cinemateca Boliviana la noche de la première de Yvy Maraey. Volví a apreciar el film luego de algunas semanas de haberlo visto en una sesión privada, necesitaba una vez más introducirme en el discurso simbólico que propone Valdivia para hacer una lectura menos anecdótica. Esta segunda valoración del film me permitió escribir un comentario que se publicó en el quincenario Nueva Crónica y Buen Gobierno


Recordemos el argumento: Andrés, cineasta de la pequeña burguesía boliviana, enfrenta una crisis de identidad que pretende resolver a través de un viaje físico y espiritual a una zona guaraní en el sur de Bolivia, en busca de la “tierra sin mal” donde supuestamente sobreviven, aislados del mundo, indígenas originarios. En ese trayecto de exploración y búsqueda es acompañado por Yari, un evolucionado guaraní que, con un pie en el mundo de los karai (blancos), ha aprendido a desconfiar de ellos.

El contrapunto que ofrece el personaje de Yari a lo largo del viaje ayuda a mostrar no solamente el pesado fardo de contradicciones que trae consigo Andrés, sino las de aquellos guaraníes que están a medio camino de una modernidad con la que mantienen una relación conflictiva de amor y odio, pues aproximarse al mundo de los karai los beneficia de alguna manera, pero los hace parecerse a ellos, perder parte de su identidad.
Elio Ortiz (Yari) y Juan Carlos Valdivia (Andrés)
La complejidad de la trama étnica y social no es el tema principal de la película, de ahí que solamente veamos algunos guiños, como el bloqueo de los ponchos rojos en el altiplano que aparecen con su whipala para impedir que pase el jeep de Andrés. El breve y aparentemente cómico cruce de palabras entre los aymaras y el acompañante guaraní no deja de tener una carga sombría: el diálogo entre culturas no existe, solo se percibe una violencia contenida donde todos quieren marcar sus territorios. Lo mismo sucede en la doble fiesta, la de los guaraníes y la de los mestizos, donde la violencia está en el aire desde que comienza la escena y estalla previsiblemente al final, afirmando así que la convivencia no es posible. Algo más de afinidad quizás entre guaraníes y ayoreos, aunque en todo momento ellos mismos se encargan de marcar diferencias. Nadie quiere ser como el otro, salvo Andrés cuya identidad está en crisis, aunque no entiende que también está en crisis la identidad de sus interlocutores indígenas.

“Es el acto de pensar un sentimiento o son solo palabras”, se pregunta Andrés al comenzar el film. Su itinerario es un camino de exploración sobre sí mismo, antes que una búsqueda de la improbable tierra sin mal. Como su jeep, que se cubre de barro y cambia de color mientras penetra el territorio guaraní, el personaje se va impregnando de un mundo que desafía sus certezas sobre la vida, un mundo que a la vez lo fascina y le quiebra por dentro.

El texto de Andrés, aquello que escribe, corta y pega como producto de sus reflexiones, no hace sino subrayar lo que la imagen ya dice. Si bien esas imágenes de objetos simbólicos decoran con mucha belleza plástica los pensamientos de Andrés, insisten demasiado en el discurso verbal, y aunque Andrés se autoafirme como hombre de letras que escribe para pensar mejor, desde el punto de vista del espectador se percibe cierta redundancia.

“Ver con los oídos”, “hacerse palabra al hablar” y otras sentencias pedagógicas son como bloques filosóficos a los que Andrés se aferra en el esfuerzo de reconstruirse, de buscar un aplomo que perdió mucho antes de emprender el camino. Porque queda claro que lo material, la casa con 16 habitaciones, el potente jeep o la pluma Montblanc, no han sido paliativo para la soledad existencial del personaje, cuyo espíritu no es conformista.

Si la “tierra sin mal” existe más allá de la obsesión de Andrés, es como un horizonte que no cesa de alejarse cuando ya parece estar al alcance de las manos. “Sein”, el otro yo, no es el guaraní o el aymara sino realmente el otro yo de sí mismo, el yo reprimido, el yo que no ha podido mostrarse, el yo que podría aprender a vivir la diversidad sin sentir que al hacerlo pierde su propio espacio simbólico. Por eso es tan importante la escena final de Andrés perdido en la noche, caminando en medio de pantanos, solo consigo mismo, finalmente.

La experiencia del monte en los Bañados del Izozog podría ser tan traumática o reveladora para Andrés, como la selva de cemento, La Paz, para un guaraní que llega por primera vez. La noche oscura que lo rodea no es muy diferente a la que lo consume por dentro; en realidad no es la oscuridad lo que le da miedo al personaje, sino la luz que podría nacer en medio de esa oscuridad.  Miedo a descubrirse, en otras palabras. Del miedo a lo desconocido que hay en sí mismo nace la reafirmación de la identidad, esa misma identidad que simbólicamente ha sido desmontada en partes sueltas, como el jeep.

No interesa entonces si vio realmente aquello que vino a buscar, o si fue una ilusión. Su mundo ha sido desarmado en la búsqueda del otro, porque la mirada del otro cuestiona sus certezas. “Cómo sabes cómo veo yo las cosas” le dice a Andrés una niña guaraní, al abrirse y al cerrarse el film, y aquí no se trata de idealizar la mirada de ella sino de hacerse una pregunta filosófica que vale para cualquiera: ¿vemos lo mismo que los otros ven? En realidad, no es superior o inferior la mirada guaraní sino simplemente diferente.

Desde el punto de vista de la producción esta es un película muy ambiciosa, rodada en 35 mm en condiciones difíciles con un equipo de más de 40 personas. Alguna vez escuché a Paolo Agazzi decir que el cine era un pañuelo y el video un kleenex. Quizás eso estaba en la cabeza de Valdivia al darle la jerarquía de “cine” a su película, en lugar de recurrir a la facilidad de los formatos digitales. Un cineasta sobresale también por su talento cuando las dificultades de producción no se notan en el pantalla. La madurez de Valdivia y de sus productores, técnicos y actores está convalidada no solamente por una historia y un guión meticulosamente desarrollados sino por una ejecución colectiva impecable, cuyo profesionalismo deja definitivamente en el pasado frases condescendientes como “no tenía recursos suficientes”, “el lugar de filmación era muy difícil” y otras de la misma índole. No cabe duda de que tanto los actores (el propio Valdivia, Elio Ortiz y todos los demás), y los técnicos-artistas (hermosa fotografía de Paul Lumen, ambientación de Joaquín Sánchez, sonido de Ramiro Fierro y música de Cergio Prudencio), contribuyen a darle unidad a esta obra.

Hay cosas que nos pueden complacer menos que otras, eso depende del gusto de los espectadores y está muy bien que así sea. Así como me pareció estupenda la fotografía por sus audaces movimientos de cámara, sus encuadres y su apuesta plástica, no dejaron de hacerme “ruido” (para usar un término de moda) el uso excesivo del plano secuencia en cámara envolvente y algunos encuadres en los que (como en Zona Sur) se privilegian primerísimos planos propios de un estilo de televisión y poco necesarios en una gran pantalla. Pero como apunté antes, es tanto cuestión de opciones creativas como de gustos.

Este es un film sobre las arenas movedizas de la interculturalidad. En situaciones fuera del contexto cotidiano las personas se enfrentan a sí mismas con un espejo que les brinda una realidad diferente, y que no es el espejo complaciente del baño, el de todos los días. Valdivia lleva su reflexión más allá de donde la detuvo en Zona sur y para él, ambas películas, una urbana y la otra rural, son parte del mismo díptico. Incluso afirma que existe “una continuidad estética  de lenguaje”, lo cual me atrevo a descartar, porque cada una de sus películas responde a una estética propia, adecuada a la temática y a la atmósfera recreada.

La película más personal de Juan Carlos Valdivia, en la que actúa representando al personaje principal para que no quede dudas de ello, se proyecta no solamente como resultado de una etapa de madurez, sino quizás también como el anuncio de una crisis. “He muerto y he vuelto a nacer”, dice el realizador. Nada es simple en ese planteamiento. No se puede salir incólume de una experiencia de realización como esta, donde quedan preguntas por resolver que no tienen que ver solamente con la interculturalidad del ser y del sentir boliviano, sino sobre todo con el papel de un artista y de un intelectual en un país cuya diversidad vive una era de conflicto e incertidumbre, bajo un aparente barniz de afirmación identitaria.

Cuando finalmente en medio de la noche Andrés cae desde un árbol en el pantano, cae sin remedio en la profundidad del espejo de su vida, un espejo oscuro en el que se ha estado mirando a lo largo de la narración, pero siempre evitando con una sonrisa sardónica que el espejo lo atrape, se lo lleve al otro lado donde están las respuestas que estaba buscando.

________________________________________

De por sí toda obra de arte busca la identidad consigo misma, esa identidad que en la realidad empírica, al ser el producto violento de una identificación impuesta por el sujeto, no se llega a conseguir. La identidad estética viene en auxilio de lo no idéntico, de lo oprimido en la realidad por nuestra presión identificadora.

—Theodor Adorno


13 noviembre 2013

Testimonios con Gregorio

Ha pasado un año, un poco más, desde que murió Gregorio Iriarte el 11 de octubre de 2012. A fines de julio de 2013 los amigos de Gregorio Iriarte nos reunimos en La Paz para acompañar a Marta Orsini en la presentación de su libro Gregorio Iriarte. OMI ¿Quién fuiste y qué dicen de ti?, sin sello editorial, publicado por la autora como un homenaje de amistad. Lo comento ahora no solamente porque hay un testimonio mío en la obra, sino porque es uno de esos libros que no llegan a uno, sino que hay que ir a buscarlos. Y solamente se puede buscarlos si se sabe que existen. Es más, a quienes quieran adquirirlo, les sugiero escribir a Marta Orsini

En un tiempo récord (lo cual explica pero no condona la abundancia de erratas) Marta convocó a más de 80 personas para que brindaran su testimonio. El libro incluye a aquellos que conocieron a Gregorio cuando recién llegó a Argentina y Uruguay desde Navarra, su tierra natal (esa primera etapa que duró 14 años), y a quienes lo frecuentaron desde que llegó a Bolivia en 1964 para trabajar primero en el centro minero de Siglo XX, luego en La Paz y finalmente en Cochabamba, donde escribió la mayor parte de su obra.

Marta Orsini recoge en  236 páginas testimonios de primera mano y anécdotas que permiten armar las diferentes facetas de la personalidad de Gregorio Iriarte. Periodistas y trabajadores de las radios mineras y de Radio Pío XII, familiares, curas y monjas, dirigentes sindicales y políticos, luchadores de los derechos humanos y, por supuesto, amigos y admiradores, ofrecen su testimonio sobre este gran hombre de fe y compromiso social cuya trayectoria me hace recordar un verso de Whitman: “Soy grande, contengo multitudes”.

Aprendemos mucho sobre Gregorio, porque de testimonio en testimonio vamos armando un rompecabezas que reconstruye la vida de ese ser grande y humilde, que no hablaba mucho de sí mismo, pero que en la suma memoriosa de sus amigos aparece de cuerpo entero. Marta Orsini ha realizado una labor de detective para incluir probablemente a todos los que podían ofrecer anécdotas y relatos. Al final tenemos una narrativa completa, que cruza varias fronteras y varias décadas para dibujar el itinerario de vida de Gregorio Iriarte. El libro ofrece los materiales en bruto, sin organizarlos, y quizás en ello radica su mayor valor testimonial.

Marta Orsini, autora del libro
Gran lector y escritor compulsivo hasta el final de sus días, Gregorio era fundamentalmente autodidacta. Lo que sabía de sociología, de economía y de política lo aprendió leyendo y comprometiéndose a fondo con la realidad social boliviana durante los 48 años que permaneció en nuestro país, hasta su muerte. Era un gran comunicador porque sabía escuchar a los demás. Todos los testimonios rescatan su calidad humana, su humildad extrema, su absoluta identificación con Bolivia. Gregorio era tan o más boliviano que cualquiera de nosotros.

Mi relación con Gregorio fue episódica, nos veíamos en actividades desarrolladas por las organizaciones de derechos humanos, pero tuve que ver mucho con él cuando asesinaron salvajemente a Luis Espinal en marzo de 1980. Gregorio –que dirigía la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (APDH), me encomendó coordinar un libro sobre nuestro amigo asesinado.

Pasé varias semanas encerrado en el dormitorio de Lucho Espinal, contiguo al de Xavier Albó en la casa que ocupaban en Miraflores, revisando sus papeles, sus fotos y sus archivos repletos de artículos, cartas y guiones de cine. Pedí a algunos amigos de Espinal que escribieran sobre él. El capítulo “El compromiso del periodista” lo escribió Antonio Peredo; el de Lucho y la religión, “Su vida con Dios”, lo escribió Xavier Albó; el del secuestro y asesinato, “La hora de los asesinos”, estuvo a cargo de Gregorio Iriarte y yo escribí la introducción “Trayectoria del hombre” y el capítulo sobre la actividad de Espinal como crítico y cineasta, “Un hombre de cine”.

Terminé rápidamente el libro así como la selección de textos y fotos de Lucho Espinal, e incluso el diseño de la portada y contraportada. Le entregué el resultado a Gregorio, pero en eso vino el golpe militar de García Meza en julio de 1981 y muchos tuvimos que pasar a la clandestinidad y salir del país. Gregorio se encargó de que el libro fuera publicado meses más tarde en Lima, con el título Luis Espinal, el grito de un pueblo (1981), que por razones de seguridad salió sin los nombres de los autores. Una segunda edición se publicó en España un año después con el título Lucho Espinal, testigo de nuestra América (1982).   

Gregorio era un hombre de médula solidaria y con una ética y una moral de hierro, aunque decir esto es una perogrullada tratándose de quien se trata: todos los saben. Vivió su fe católica de la manera menos dogmática, anteponiendo en todo momento las necesidades y aspiraciones de la colectividad y de las personas. 

Escribía compulsivamente, “no se dormía sin haber terminado un artículo”. En una veintena de libros y centenares de artículos desarrolló su amplio conocimiento crítico sobre la deuda externa, sobre educación, sobre religión y otros temas de economía y sociedad. Con Xavier Albó, Eric de Wasseige y otros, hizo el informe y luego libro sobre La masacre del valle (1975) durante la dictadura de Bánzer. En el Comité de Resistencia Antifacista, en París, hicimos una reedición del libro de 86 páginas. Su libro más conocido, Análisis crítico de la realidad (1983) alcanzó 17 ediciones.

Hasta pocas semanas antes de su muerte Gregorio solía enviarme por correo electrónico sus columnas periodísticas. Empecé a preocuparme por su salud cuando en la prensa aparecieron noticias de los homenajes que le estaban haciendo en Cochabamba. Eso suele suceder siempre demasiado tarde. Despedidas fútiles que comienzan cuando alguien enferma.

La Universidad Católica Boliviana de Cochabamba le concedió el doctorado honoris causa gracias a una gestión iniciada por el Rector Alfonso Vía Reque, quien se topó durante siete meses con la burocracia indolente de esa universidad. El rector hizo el pedido en febrero, pero recién el 11 de septiembre se le entregó a Gregorio el reconocimiento, cuatro días después de que lo hubiera hecho la Universidad Mayor de San Simón. La Fundación UNIR le otorgó el Premio Nacional de Cultura de Paz “Ana María Romero de Campero” por su labor en Defensa de la Libertad de Expresión y Derechos Humanos. Recibió un trofeo elaborado en cerámica por Lorgio Vaca y declaró con humor: “Estoy un poco delicado de los pulmones, pero ya me estoy mejorando”.

Hay una escena que no voy a olvidar porque de ella conservo un testimonio fotográfico excepcional. Era el jueves 18 de enero de 1979, en La Paz, días, semanas y meses de mucha agitación política en Bolivia. Desde un balcón sobre la Plaza Venezuela varios dirigentes sindicales, entre ellos René Higueras (magisterio), Luis López Altamirano (fabriles), Víctor López (mineros) y Casiano Amurrio (campesinos), dirigían sus fogosos discursos hacia una gran concentración de la COB que se apretujaba abajo con pancartas en las que se leía, entre otros lemas, “Fuera el ejército de las minas”.

Tomé varias fotos de los dirigentes junto a quienes me encontraba en el balcón, y otras más de la multitud que bullía abajo. Esa misma noche, mientras revelaba y ampliaba los negativos en mi laboratorio, descubrí varios rostros de amigos en medio de la muchedumbre que había fotografiado durante el día. Resplandecía con su propia luz el rostro de Luis Espinal, así como la calva reluciente y la sonrisa amplia de Xavier Albó, rodeado de otros amigos luchadores de los derechos humanos, entre ellos Gregorio Iriarte, un poco escondido en la parte de arriba de la fotografía, con lentes oscuros.

La última vez que chateamos fue el 10 de septiembre de 2011, renovando la promesa de vernos en Cochabamba, algo que no pudo ser. Hay citas a las que uno siempre llega tarde. Sin embargo, el mejor homenaje que podríamos hacerle ahora a Gregorio es leer y difundir lo que escribió, así como esta obra de Marta Orsini que preserva su memoria.

De por sí soy un lector lento, pero esta vez lo he sido aún más para leer el libro que Marta Orsini le dedica a Gregorio. He querido recorrer los testimonios en detalle, pero debido a esa misma lectura pausada y a mi deformación profesional, he constatado que el libro está plagado de erratas que un corrector de pruebas podía haber corregido.

La ventaja de publicar un libro de manera independiente es que el autor controla la difusión de su obra personalmente, pero la desventaja es que las ediciones pueden ser precarias y la distribución muy limitada. 

Los editores profesionales saben hacer libros, por ello los autores les confiamos esa tarea. Tampoco le favorece a esta estupenda colección de testimonios que todo el texto y las fotos (salvo algunas) hayan sido impresos con tinta sepia. Las fotos reproducidas en formato pequeño apenas permiten distinguir a los personajes, sobre todo cuando se trata de grupos.

________________________________ 

Eres como un árbol
puesto en el camino
para dar sombra al caminante.

—Marta Orsini