31 enero 2015

Manifiestos incómodos, desobedientes, mutantes

Había pasado ya tanto tiempo, que olvidé completamente el asunto hasta que un par de meses atrás, a fines de noviembre de 2014, coincidí con Omar Rincón en un vuelo de Bogotá a Ciudad de México. Al aterrizar, en cuanto nos entregaron las maletas abrió la suya y vació en la mía, con la presteza de dos hábiles contrabandistas, una veintena de ejemplares del libro Manifiestos incómodos, desobedientes, mutantes, donde aparece un texto mío. Eso me gusta de Omar, anda por el mundo con la cabeza en ebullición, inventando a cada rato cosas buenas y provocadoras (doblemente buenas).

Ya con los ejemplares en mano recordé que a principios de septiembre de 2013 recibí una curiosa invitación de Omar Rincón y de Jesús Martín Barbero para participar en el proyecto “Manifiestos: una laica parábola de América Latina”.

La invitación, en pocas palabras, decía: “Queremos hacer en el 2013 un texto con muchos autores escribiendo un "manifiesto" sobre este mundo, y por eso le estamos invitando a participar en el juego de las ideas como amigos, cómplices, conocidos y referidos... Se trata de un proyecto  con dignidad y rabia  en busca  de que cada autor  tenga voz propia y piense desde su propia cabeza, escribiendo en brevedad  lo que le venga en gana”.

Jesús Martín añadió a la invitación un texto suyo encabezado por citas de Cortázar, Octavio Paz y Foucault, y él mismo empezaba diciendo cosas como éstas: “Manifiesto es el movimiento que hace manifiesto algo, lo que implica dos cosas: hacerlo público y pasar al acto. Pues siendo un acto discursivo, el manifiesto pertenece al muy especial ámbito de la invitación a protestar o a festejar, lo que lo convierte en un habla que actúa en el sentido performativo propuesto por Austin: un decir-que-hace, produce/transforma la situación tanto de los hablantes como de los concernidos por esa acción”.

Dicho y hecho: 26 cómplices respondimos a la provocación, 14 hombres y 12 mujeres de once países, siendo yo el único boliviano: “Nos sentimos incómodos con este mundo que nos tocó en destino; nos afirmamos desobedientes frente a los expertos y los saberes que nos dominan; nos asumimos mutantes perdidos en las sensibilidades de la sociedad que habitamos”.

Jesus Martín Barbero y Alfonso Gumucio, en Bogotá
Más tarde que temprano fuimos enviando los textos, que no eran extensos pero había que madurarlos bien, intuyendo lo que Jesús Martín Barbero diría después en el prólogo del libro: “¿Para qué nos sirve hoy la cabeza? Antes sirvió para memorizar. En la modernidad sirvió para ordenar. Hoy se le exige escuchar, mutar e inventar”.

Envié mi texto recién a fines de febrero de 2014, dando largas por la tolerancia de Jesús y de Omar, hasta que éste último empezó a escribirme con mayor regularidad: “No sé si recibiste mis mensajes anteriores…” y terminó dándome la fecha definitiva en que el manuscrito se iba a la imprenta.

Ver ahora el libro publicado es una satisfacción no solamente porque constituye una apuesta diferente, sino porque reúne a una pléyade de amigos y colegas. El área de comunicación (3C) que dirige Omar en la Fundación Friedrich Ebert (FES) publicó Manifiestos incómodos, desobedientes, mutantes y como suele hacer con todos los textos que publica, colgó inmediatamente el libro en la red, para que pudiera llegar a más lectores (gratis, a un clic de distancia).

Mi contribución en el libro lleva por título “Manifiesto para atreverse” y dice así:

Vivimos en un mundo donde lo material –el vil metal- se ha convertido en la esencia de todas las motivaciones, mientras lo sensible, aquello que agita las hormonas y eriza la piel, ha pasado a un segundo plano.

La generación más joven parece haber perdido la capacidad de mirar hacia adelante, pero también hacia atrás. El abanico del tiempo se ha reducido a lo inmediato, se ha cerrado de golpe como si los horizontes se hubieran abolido. La historia se ha hecho difusa y la memoria no tiene vocación de futuro.

Omar Rincón
Nuestra sociedad y sus antivalores de consumo masivo y depredador de la naturaleza coloca a muchos jóvenes en la posición de no ver más que el presente inmediato y de vivirlo de manera oportunista, sin responsabilidad social. Detrás de la algarabía reluciente de los gadget se esconde una inseguridad creciente y una falta de referentes identitarios.

Las llamadas nuevas tecnologías (siempre hubo una nueva tecnología, pero insistimos en olvidarlo) que como nunca antes han puesto a disposición inmediata un océano de información e infinitas posibilidades de intercambio, influyen día a día en una generación insegura de nativos digitales que buscan reconocimiento e identidad acumulando miles de “amigos” virtuales a los que no conocen y con los que casi no dialogan.

En las plataformas virtuales todos quieren ser leídos pero nadie tiene tiempo de leer a los otros. Estar siempre en contacto, en cualquier espacio y en cualquier momento, no es sino una máscara de la soledad en la que gradualmente nos hemos refugiado. La ilusión de ser parte de una red mundial escamotea lo relacional y promueve el aislamiento.

Las nuevas generaciones están permanentemente conectadas a una nube etérea a través de modernas prótesis portátiles -teléfonos inteligentes, tabletas y otras maravillas- pero su mirada abarca cada vez menos en términos históricos y sociales.  Un clic es la distancia que media entre la culpa y la militancia virtual. Basta oprimir una tecla para apoyar las causas nobles y con eso se compra algo de paz de conciencia, pero son cada vez menos los que participan física y activamente en movimientos sociales de carne y hueso.

Las redes virtuales, mal llamadas redes sociales, son una forma de autismo colectivo que en lugar de desarrollar afectos, complicidades y compromisos, aíslan a las personas detrás de una catarata de pantallazos efectistas, imágenes sin tiempo para ser procesadas, y palabras que son la apariencia de un “yo también existo”. Plataformas como CaraLibro o PíoPío –y un centenar más- no son redes de relación sino apenas canales que pueden, o no, facilitar la formación de esas redes, a veces con consecuencias políticas importantes, pero las más de las veces como espacios de catarsis.

Hay quienes usan las plataformas electrónicas para promover causas justas pero también quienes se aprovechan de ellas para declamar públicamente su obsecuencia política, su falta de sentido crítico y su implícita intención de obtener favores de los poderosos.

Es tiempo de recuperar la comunicación relacional que nos permite avanzar juntos fuera de las miradas mediadas por las pantallas luminosas. Recobrar la juventud significaría mirar la vida como un milagro cotidiano, con ojos vírgenes de condicionamientos e imposiciones. Significa salir del rebaño de los gestos repetidos infinitas veces, de las actitudes clonadas y de la pasividad contagiosa.

La rapidez y la superficialidad sustituyen la observación y la profundidad. Ahora basta leer dos líneas y hacer un clic para decir “estoy de acuerdo” con una pereza que bloquea cualquier intento de reflexión verdadera.

Por esa vía no vamos a ninguna parte. Por esa vía somos sujetos controlados y cada vez más aislados. Por esa vía hacemos lo que el poder hegemónico quiere que hagamos: permanecer entre cuatro paredes e ignorar lo que sucede en el mundo.

La comunicación pasa por un diálogo fluido, con el tiempo necesario y la voluntad de compartir. Tenemos que atrevernos a ocupar el espacio público físico y cultural, ese espacio donde el verdadero diálogo es posible, donde nos vemos las caras y nos reconocemos en nuestra acción colectiva. Ese espacio hoy por hoy copado por las empresas, por la publicidad y por el miedo.

En los espacios de interacción cultural las nuevas generaciones tienen que atreverse a pensar. El pensamiento es un proceso de reflexión crítica y no un subproducto automático de la inercia cerebral. El pensamiento crítico implica compromiso social y visión de futuro.

Hay que atreverse a levantar la cabeza y mirar lejos. Es imprescindible construir colectivamente un horizonte más humano y menos dependiente. 
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El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio de lo cual se lucha,
aquel poder del que quiere uno adueñarse.
                                                                                                                        --Michel Foucault           


23 enero 2015

Soliloquio del historiador

La literatura es una actividad solitaria, sobre todo cuando quien escribe desafía convenciones, desbarata catecismos y se atreve a ir contra la corriente. Cuando el narrador es además historiador, como en este caso, transita como equilibrista de alturas entre la creatividad literaria y la referencia histórica

Todo relato histórico despierta la imaginación. El rigor científico dice que el historiador debe atenerse a los hechos para poder leerlos de manera crítica, pero el narrador se queda con una inquietud que rebasa aquello que se puede certificar, porque aún allí, los “hechos” son relativos. Al final, escribimos libros que se basan en las historias que otros, que no eran neutros, nos cuentan.

La legitimidad de las novelas históricas está fuera de duda, de ahí que me parece interesante que uno de nuestros historiadores más importantes, Carlos D. Mesa, haya dado el salto que lo lleva con Soliloquio del conquistador (2014) al terreno de la ficción. La tentación que sienten por igual historiadores y lectores de hacer literatura a partir de personajes históricos ha dejado grandes obras literarias. Es más, podemos decir con certeza que hay novelas que nos dicen más de la Historia con “H” mayúscula que los libros de historia sin espesor, de cuyas verdades absolutas podemos dudar.

En la novela el narrador tiene la libertad de recrear a los personajes, de proponer una visión de “carne y hueso”, relaciones que quizás no existieron, pero que contribuyen a construir a los personajes. Allí radica el gozo de la literatura, la posibilidad de inventar un mundo que articula a personajes y episodios para darles una nueva oportunidad.

Si bien es la primera novela de Carlos D. Mesa, no es su inicio en la narrativa. Juntos hemos escrito un par de cuentos sobre fútbol, y ello me permite dar fe de su capacidad como narrador. Claro que la novela es una apuesta más difícil, sobre todo cuando se trata de dar vida, desde una mirada actual, a un personaje tan controvertido como Hernán Cortés.

La placa en la iglesia del Hospital de Jesús, México DF
Conozco este proyecto desde hace años, he leído varias versiones anteriores de la novela y me consta que Carlos, con el rigor que lo caracteriza, se ha leído todo lo publicado sobre Cortés y ha peregrinado por los lugares donde el personaje transitó, llegando incluso a encontrar en una iglesia de Ciudad de México, en el Hospital de Jesús, el lugar donde reposan los restos del conquistador, algo que pocos conocían, por las razones que se exponen en este corto video. Sobre todo, Carlos ha escrito y reescrito su texto varias veces buscando una estructura apropiada y un estilo narrativo propio.

La historia oficial, que no tiene matices ni volumen, la historia plana de disfraces y máscaras, ha reducido la personalidad de Cortés a una caricatura. Octavio Paz  dice que “es preciso desconfiar de la historia” y desenmascararla. Lo hizo recientemente Christian Duverger en Crónica de la eternidad donde rescata la figura compleja de Cortés al afirmar, documentos en mano, que fue él y no Bernal Díaz del Castillo quien escribió Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Mesa hace lo propio desde la narrativa.

La novela es un diálogo desde la eternidad entre Hernán Cortés y Marina, su gran amor americano. Octavio Paz comparó ese amor con el de Marco Antonio y Cleopatra. Estos son diálogos sobre la vida desde la muerte, porque solo la muerte permite mirar la totalidad y hacer un balance desapasionado y completo. No es solamente una historia de amor, sino de la historia de la cultura que heredamos, una historia del mestizaje. La relación entre Cortés y la Malinche está metida en los genes de todos los latinoamericanos de una manera inseparable: todos somos hijos de esos amoríos. Todos somos Martín.

Para la tapa del libro se ha escogido un bello fragmento de un mural donde Cortés y la Malinche aparecen desnudos, desprovistos de historia. José Clemente Orozco los pintó sin prejuicios, de la  misma manera que Carlos D. Mesa los retrata en la novela. Octavio Paz escribió que “son el Adán y Eva de México: los fundadores”.

“Que nadie dude del destino de mis sangres” dice Cortés. Aunque quisiéramos negarlo apelando a purezas raciales o culturales inexistentes, el mestizaje latinoamericano está representado en ese imaginario que se construye en el discurso del conquistador y de la mujer indígena. Es natural que el tema fascine a los narradores tanto como a los historiadores. ¿Qué tanto sabemos de lo que existía entre ambos? En la especulación está el gusto del que escribe y del que lee. Al final no hay certezas absolutas pero una visión más rica y menos acartonada.

Carlos D. Mesa durante la presentación del libro en México
Como en toda obra hay capítulos mejor construidos que otros. La voz del narrador se pierde un poco en el relato de la conquista del Perú, donde la descripción histórica prima sobre el estilo literario. Pero son capítulos necesarios para subrayar las diferencias históricas entre Cortés y los Pizarro. 

La discusión sobre los indígenas está explicitada en el formidable capítulo que reconstruye el debate de Valladolid que enfrentó a Bartolomé de Las Casas con Juan Ginés de Sepúlveda. Y el Epílogo, que tiene sus detractores, es un intento de recordar que el debate del mestizaje no está zanjado hoy, cuando una gran mayoría de la población de Bolivia se reconoce mestiza.


Que la novela se haya publicado en México, país donde la huella de Cortés fue definitiva, es indicio de que se respeta la seriedad de la propuesta de Carlos D. Mesa. 

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Quizá la más grande lección de la historia es
que nadie aprendió las lecciones de la historia.
—Aldous Huxley

17 enero 2015

Gráfica de tiempos remotos


Sierra de San Francisco
Durante tres horas a lomo de mula, descendemos por el estrecho sendero que lleva de la Sierra de San Francisco al Cañón de Santa Teresa para visitar uno de los conjuntos de pinturas rupestres más importantes de México. Munidos del permiso del Instituto Nacional de Arqueología e Historia (INAH) y acompañados por un guía certificado (de otro modo no se puede ingresar al sitio), Jorge González, Mónica Carles y yo vamos ya saboreando el gustito del descubrimiento. 

El desierto es todo menos desierto
Al principio estábamos algo recelosos porque el camino es muy empinado, pedregoso y deleznable, pero Ángel, nuestro guía, tiene razón: las mulas no se caen, no resbalan aunque giren inseguras en curvas estrechas al borde del precipicio. Como tienen cuatro patas, si dos resbalan, las otras dos frenan. En eso y en otras cosas nos llevan ventaja, salvo que apareciera una serpiente cascabel reclamando territorio, pero sería de muy mal gusto. Ángel aconseja reclinarnos hacia atrás sobre la silla de montar para mantener el equilibrio, mientras sorteamos las espinas de los arbustos y cactus que aparecen en el camino.

Delante de las mulas van tres borricos cargando las vituallas, mochilas y carpas. El primero lleva un cencerro cuyo cascabeleo guía a las demás acémilas por el buen camino. Una vez abajo, podemos acampar en un espacio abierto junto al lecho del rio casi seco, y al anochecer calentar algo de comida alrededor de una fogata mientras nos esforzamos por atrapar estrellas fugaces que resbalan en la bóveda límpida del cielo.

El Cañón de Santa Teresa
“El desierto es todo menos desierto”, dice Jorge con justa razón. La riqueza de fauna y flora no se presenta en el desierto de manera lujuriosa como en la selva, pero enseña a mirar. Las variedades de cactáceas son numerosas: biznagas, cirios, torotes, nopales, cardones, pitahayas, choyas y otras cuyas espinas las defienden de la voracidad de las cabras.

Muy temprano a la mañana siguiente, caminamos durante varias horas por el lecho pedregoso del rio, sorteando desniveles y pasos estrechos por donde ni siquiera las mulas podrían aventurarse. Nos cuenta Ángel que en septiembre 2014 el huracán Odile hizo desaparecer las islas de palmeras que engalanaban de verde el cañón de Santa Teresa. Las aguas arrastraron enormes rocas que rodaban hasta encontrar un nuevo lugar, quedando más de una en delicado equilibrio.

Chamanes y guerreros en "Las flechas"
Luego de un par de horas llegamos a “Las flechas”, así llamada porque dos de las figuras humanas pintadas sobre la roca están atravesadas por flechas, una rara representación de la guerra entre grupos de cazadores. En el acantilado del frente, distinguimos “La pintada”, uno de los conjuntos de arte rupestre más emblemáticos de la Reserva de la Biósfera El Vizcaíno, en Baja California Sur. Con un millar de figuras que no es fácil descubrir porque algunas se encuentran debajo de la roca, “La pintada” constituye una de las concentraciones de figuras humanas y de animales más importantes del mundo, junto a las de la cueva de Lascaux, en Francia, que tiene cerca de dos mil figuras.

Las pinturas rupestres del cañón de Santa Teresa, junto a otras 250 de la Sierra de San Francisco y Mulegé, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad el año 1993. Según el informe de inscripción de la Unesco, constituye uno de los conjuntos de pinturas rupestres más amplios y mejor conservados del mundo, gracias a su difícil acceso y a las condiciones climáticas.

La ballena y otras figuras en "La pintada"
Además de los animales terrestres que eran comunes en esa época, como venados, borregos, serpientes, pumas, liebres, aves, aparece en “La pintada” una gigantesca ballena, quizás el dibujo más interesante de todo el conjunto. En otros sitios más cercanos a la costa, como “La trinidad”, habíamos visto peces, pero la representación de la ballena en el Cañón de Santa Teresa, en medio de la Sierra de San Francisco, hizo volar nuestra imaginación.

Las figuras humanas en “La pintada” tienen extraordinaria fuerza porque representan chamanes y guerreros, y dan la sensación de haber sido pintadas mientras en las cuevas alguna fogata proyectaba sus sombras sobre la roca. La sensación de movimiento que producen esas imágenes es extraordinaria.  Es como el cine de la prehistoria, el juego de sombras y colores. Las figuras están hechas de negro, blanco, marrón y amarillo, en varias gamas y mezclas.

Los chamanes impactan por la gesticulación de los brazos, por los penachos que cubren sus cabezas. Uno adivina que tienen los cuerpos pintados y que posan para que las generaciones futuras sepan de su paso por allí, como si marcaran su territorio de manera definitiva. Son más misteriosos en la medida en que las cabezas no tienen ojos, nariz, orejas y otros rasgos. No tienen rostro.

Abigarramiento de figuras en "La pintada"
¿La superposición de figuras en un mismo espacio del mural será indicación de que en “La pintada” permanecieron mucho tiempo? Quizás era un juego de poder que acababa saturando el espacio. Chamanes y guerreros se disputaban quizás la representación, como los políticos de ahora que tratan de copar espacios de visibilidad. En aquellos tiempos remotos probablemente se trataba más de vanidad que de oportunismo.

Según los expertos de Unesco las pinturas rupestres de la Sierra de San Francisco tienen una antigüedad de mil a dos mil años, relativamente “jóvenes” si se comparan con las de Quinkan (Australia) que tienen cerca de 30 mil años o las de Chauvet (Francia), con 35 mil años de antigüedad (sobre estas hizo Werner Herzog un maravilloso documental: La cueva de los sueños olvidados).

Bip-bip, un correcaminos
A diferencia de las pinturas rupestres de Lascaux o Altamira, en Europa, las de la Sierra de San Francisco son menos conocidas en parte por la dificultad de acceder a algunas de ellas. Eso hace más interesante la visita y renueva la sensación de un descubrimiento. Según nuestro guía, Ángel, muy pocos se aventuran a realizar el recorrido por el cañón de Santa Teresa, y desde que Odile se abatió sobre Baja California Sur en septiembre, éramos los primeros que guiaba.

No todos los sitios identificados y registrados por el INAH en la reserva El Vizcaíno se pueden visitar, pero recorrimos cuatro, uno cerca de Mulegé y tres en la Sierra de San Francisco, dos de las cuales se encuentran frente a frente a ambos lados del cañón de Santa Teresa, a una altura de 50 o 60 metros encima del lecho del rio, lo que hace pensar que quizás el cauce del agua fue mucho mas elevado cuando los cochimís o guachimis habitaban la sierra.
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Cuando comienzas una pintura es algo que está fuera de ti.
Al terminarla, parece que te hubieras instalado dentro de ella.
—Fernando Botero