28 agosto 2018

Aerolíneas y sardinas

 Quedaron lejos los tiempos cuando en un viaje sobre el océano uno podía recostarse en la parte posterior del avión, donde había asientos vacíos para dormir plácidamente. Volar era soportable, los aviones ofrecían más espacio y las rodillas no chocaban con el asiento de adelante. 

Los aviones de hoy son latas de sardina, al menos en las rutas de esta parte del planeta. Hay que  estar en Asia para sentir la diferencia: 9 de las 10 mejores aerolíneas del mundo (5 estrellas) son asiáticas, mientras en América Latina y África están las peores. 

Antes teníamos opciones en la región: COPA, TACA, Avianca, LAN y otras. Pero las fusiones las han homogenizado hacia abajo: son todas peores. Desde que Avianca se comió a TACA la calidad del servicio ha empeorado. Esto sucede siempre con empresas ambiciosas que crecen muy rápido en rutas y pasajeros, pero no reinvierten su ganancia en un buen servicio. 


El nuevo aeropuerto de Bogotá parecía al principio el mejor. El hub de El Dorado prometía mayor comodidad para los usuarios, pero eso se acabó. En mis viajes recientes los vuelos de Avianca estacionan en “posiciones remotas” que son una tortura, porque de ahí apretujan en buses a los pasajeros y los llevan a “pasear” por las partes más feas del aeropuerto (donde manipulan la carga), antes de dejarlos en el área de desembarque, muy lejana a las conexiones. 

Lo que nos pasó hace dos semanas al regresar a La Paz es digno de Ripley: “aunque usted no lo crea”. Nos tuvieron dos horas de pie (por rel0j) a media noche dentro de un bus frente a la escalerilla del avión de Avianca, sin siquiera abrir las puertas para que entrara aire fresco. Dos horas padecidas por niños, mujeres embarazadas y adultos mayores. No nos regresaron a la terminal para sentarnos y ofrecernos refrigerio, como obligan las reglas. 


Como hormigas despistadas, los empleados de Avianca con chalecos naranja o verde limón correteaban de un lado a otro y se daban importancia pegando la oreja a sus radios de baja frecuencia y a sus teléfonos celulares, pero ninguno se atrevía a tomar decisiones. Al trote le daban vueltas al avión como si mirando una vez más bajo las alas fueran a resolver algo. Como saltimbanques de circo subían y bajaban la escalera, esperando que el jefe de payasos tome alguna decisión, mientras los viajeros aguantábamos estoicamente de pie. 


Apenas 3 o 4 nos quejábamos. En el mundo que yo viví como adulto los ciudadanos protestaban y si no nos atendían hubiéramos golpeado algún vidrio para hacernos escuchar. Ahora vivimos una sociedad de borregos domesticados, por eso las aerolíneas hacen lo que les da la gana y cuando uno escribe para reclamar contestan con una bonita carta: “esperamos que no vuelva a suceder”. Pero siempre vuelve a suceder porque por no pagar el derecho a una “manga” o puente, Avianca somete a sus pasajeros a la tortura del autobús. 

Avianca está en la categoría de las malas aerolíneas del mundo: 3 estrellas (no hay ninguna aerolínea que tenga 1 o 2 estrellas porque las compañías de seguros no las dejarían volar). En el mismo nivel está American Airlines, que es la lata más vieja de todas y suma retrasos y cancelaciones todos los días, y además vende más caros los asientos de ventanilla o pasillo. 


El maltrato al viajero se generaliza. Muy fresca, LAN pide a los pasajeros que lleven sus propios dispositivos con pantalla si quieren ver películas. Pronto pedirán que cada quien traiga su comida, como hacen los gringos, o la venderán a bordo. 

Las conexiones internacionales son penosas, porque vuelven a revisar a los pasajeros como si no los hubieran revisado al embarcar en el primer vuelo. Usan frases policiales torpes e imperativas: “saque la computadora, los zapatos, el reloj, las monedas, el celular…”). Y aún así… suena la máquina mal calibrada. En el aeropuerto de Lima unas muchachas que al parecer no tienen otro oficio en la vida, preguntan desde hace años: “¿De dónde viene y a dónde va?”  Mi respuesta es siempre la misma: “Pregúntele a la aerolínea”. 


Volar es un suplicio para quien ha abordado en cuatro décadas cerca de dos mil vuelos en todo tipo de aviones (en Papua Nueva Guinea tomé 26 vuelos en dos semanas). Me gusta arribar a ciudades y países que no conozco, pero preferiría usar el teletransportador de Star Trek antes que una lata de sardinas. 

Hay portales web para calificar a aerolíneas y aeropuertos: el más conocido es Skytrax. Úsenlo para denunciar el mal servicio. Sirve, aunque no lo crean.

(Publicado en Página Siete el sábado 28 de julio 2018)
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Si las aerolíneas están decididas a revertir la insatisfacción de los clientes,
y no solo centrarse en responder a los escándalos de los titulares,
la única solución es ofrecer un servicio fiable.
Cristina Sánchez (Forbes)


24 agosto 2018

El asalto del MAS

La repostulación ilegal de Evo Morales (foto La Razón)
 Un partido político ha copado el aparato del Estado y desvía recursos del erario sin rendir cuentas a nadie. Pero además, se ha apoderado de las vidas de funcionarios públicos para someterlos a través de presiones y chantajes. 

Amigos que trabajan en instituciones del Estado, me cuentan que la obligación de asistir a los actos de Evo Morales (en permanente campaña electoral), se ha perfeccionado a extremos que se asemejan a las normas coercitivas del Partido Nacional Socialista de Hitler o del Partido Nacional Fascista de Mussolini. No es casual que el MAS  haya comprado la sigla y el color que lo identifican, a un grupo de la Falange Socialista Boliviana, la ultraderecha histórica de este país. 


Lista de asistencia so pena de sanciones (foto ERBOL)
La obligatoriedad de rendir pleitesía al Movimiento al Socialismo (MAS) so pena de sanciones, es algo que todos los funcionarios del Estado acatan con temor. Sin duda hay en la burocracia estatal militantes masistas que por su obsecuencia política obtuvieron los puestos que ocupan, pero la mayor parte de funcionarios del Estado son profesionales y técnicos que pueden o no tener simpatías políticas, pero sobre todo quieren llevar un salario a su familia. 


Control de funcionarios públicos (foto El Deber)
Para ellos, el sistema de hierro impuesto por el MAS en el aparato del Estado se ha convertido en un peso difícil de cargar: o se someten humillados a las condiciones del partido que ha asaltado el Estado, o pierden su empleo. 

La asistencia a concentraciones políticas del MAS, sobre todo cuando aparecerá Evo Morales, es imperativa y controlada por lista. Cuando esos actos se desarrollan en otras ciudades del país, los funcionarios reciben una instrucción interna que determina si deben asistir, y si les toca hacerlo están obligados a pagar su transporte y su estadía, como ha sucedido en esta semana de celebraciones patrias. Los que tuvieron la mala suerte de ser escogidos para viajar a Potosí a aplaudir al soberbio presidente, incurrieron en todos los gastos. 


Eso no es todo: se los presiona para que se conviertan en militantes del MAS. En teoría es algo “voluntario”, pero a quienes han optado por no afiliarse les ha ido muy mal: en dos o tres semanas han perdido sus empleos y han sido reemplazados por otros aspirantes con menos principios y más voracidad. 

Para preservar su trabajo muchos se han hecho militantes del MAS, y ello significa que deben contribuir con una porción de su salario al partido político del presidente, como si no fuera el Estado que los contrata, sino el MAS.  Por eso podemos hablar de un asalto al Estado y de la apropiación delincuencial de los bienes del Estado por el partido gobernante. 


Persecución a quienes defienden la Constitución (foto InfoDiez)
No acaba allí la cosa… Para enfrentar la creciente presencia de ciudadanos que exigen respeto al resultado del referendo vinculante del 21 de febrero de 2016 y portan camisetas o pancartas con el emblema #BoliviaDijoNo, los ministerios han establecido turnos de seguridad y han convertido en comisarios políticos a técnicos y profesionales que en ocasiones son obligados a ejercer como agentes, detectar a los “infiltrados” que reclaman por la democracia, y sacarlos a empellones. Uno de esos profesionales me contaba que en cada concentración en la que había sido designado como agente de seguridad, rezaba para que no hubiera activistas de las plataformas ciudadanas, para no verse en el dilema moral de tener que enfrentar a sus propios amigos. 


El Estado entero se ha convertido en un feudo del partido que gobierna. Lo mismo se ve en las provincias y municipios que controla el MAS, e incluso en pequeños pueblos donde se fuerza a las autoridades locales originarias, a recibir con regalos al autócrata y su comitiva. A las comunidades indígenas, celosas de su identidad y de su cultura, se les obliga a tejer ponchos especiales para Evo Morales y ofrecerle presentes con un valor ancestral, no destinados a ser compartidos con cualquiera que viene a inaugurar una cancha o un pozo de agua. El autócrata presume de esos regalos como si fueran expresiones de cariño voluntarias. 


La foto es un montaje, un meme que circula en internet
Cuando visitó la ampliación del Museo Nacional de Arte, comentó alborozado que las nuevas salas podrían albergar su colección de ponchos… 

La primera víctima de la millonaria campaña de culto a la personalidad y fabricación del mito orquestada con recursos millonaros desde el Ministerio de Propaganda (mal llamado Ministerio de Comunicación), es el propio Evo Morales: se lo cree. Ni él mismo sospecha que sus escasas virtudes no están a la altura del endiosamiento de que ha sido objeto.

(Publicado en Página Siete el 11 de agosto de 2018)
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Servirse de un cargo público para enriquecimiento personal
resulta no ya inmoral, sino criminal y abominable.
Cicerón


19 agosto 2018

Pétalos de Rosa

Rosa Ríos (foto Página Siete)
 Solía verla casi todas las semanas después del medio día al terminar mis clases en la Escuela Andina de Cinematografía, pero no estaba en la puerta de su tienda de la Calle Jaén la semana anterior, ni tampoco paseando a su perro en las calles aledañas al Teatro Municipal. No la pude saludar el jueves, ni el viernes y tampoco la vi el lunes cuando salí de la Fundación Ukamau. 

Hoy me entero que Rosa Ríos fue internada de emergencia en el Hospital Obrero el sábado en la madrugada y que falleció en la madrugada del domingo 19 de agosto, al filo de la media noche, a los 83 años de edad. Y claro, me entristece no haber conversado más con ella cada semana, no haber pasado de los saludos y de algunas frases sueltas sobre teatro y cine. 

Ahora me pregunto si Rosita no llevaba a su perro hasta el Teatro Municipal para acordarse ella de las tablas en las que ejerció durante tantos años luego de jubilarse de la Policía Nacional. Curioso cambio de rumbo en una carrera profesional: de la policía al teatro, y luego al cine. En ambas actividades artísticas junto a grandes actores y directores del teatro y del cine boliviano. Más de cien obras de teatro con directores y actores como David Santalla, Raúl Salmón, Tito Landa, Ninón Dávalos, Agar Delós, Cacho Mendieta, Juan Barrera, Roberto Cuevas, Hugo Pozo, y tantos otros.  Y en el cine y la televisión, apareció en roles secundarios en una veintena de películas de Juan Carlos Valdivia, Rodrigo Ayala, Carlos Bolado, Thomas Kronthaler, Denisse Arancibia (“Las malcogidas”) y Marcos Loayza. 


Rosa Ríos (foto de El Diario)
Quizás fue Marcos Loayza quien la incluyó más veces en sus elencos. Le pedí un comentario: "Rosa estuvo siempre en nuestros trabajos. Desde 'Cuestión de fe', 'El corazón de Jesús hasta 'Averno', y muchos otros cortos que hicimos, por su capacidad actoral, pero sobre todo por el cariño que le tenemos desde siempre". 

En 2014 le contó a Milen Saavedra, de Página Siete, una bonita anécdota sobre su primera incursión en el teatro, cuando todavía estaba en la Policia Nacional: “En 1969  estaba destinada a  Identificación, que era en la calle Junín. Don Raúl Salmón tenía su radio Nueva América cerca, entre las calles Indaburo y Junín, y nos saludábamos todos los días. Un día, don Raúl necesitaba renovar su carnet con mucha urgencia, entonces le ayudé. Él me preguntó cuánto me debía y yo  le dije que nada, porque no le iba a cobrar.  Pero le pedí un favor, le dije que me invitara al teatro y aceptó. Me invitó al ensayo de ‘Conde Huyo’ en el Teatro Municipal y fui. Ahí vi  a Mery Rada, Agar Delós, Pablo Dávila, Rudy Betancourt y Tito Landa, los mejores actores de aquella época. Después, don Raúl me dijo que iba a hacer de la vendedora de sandwiches,  ése fue mi primer papel.” 


Rosa Ríos (foto Página Siete)
A pesar de los reconocimientos y los premios recibidos, nunca dejó la “Tienda Rosita”, en parte porque del teatro y del cine no se vive, y porque en ese pequeño espacio sobre la Jaén era donde atesoraba más recuerdos que abarrotes. La primera vez que me aproximé a ella hace unos años le pregunté si tenía chicles, y se sintió un poco pillada de sorpresa cuando me dijo que no tenía. Eso sirvió para iniciar la primera conversación. Para eso era la tienda de abarrotes, además de proporcionarle algunos ingresos, para recibir el reconocimiento de quienes pasaban y posaban junto a ella frente a la mirada curiosa de los turistas que no tenían idea de que se trataba de una conocida actriz boliviana.

Siempre la vi hacer honor a su nombre, no a las espinas sino todo lo contrario: el color de los pétalos. Solía vestir diferentes tonalidades de rojos y rosados, se sentía cómoda con esa gama de colores. Y la suavidad de pétalo caracterizaba su trato, al menos conmigo. Nunca la vi crispada ni molesta por algo. Mantenía siempre ese aire risueño no exento de picardía.


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Si es absolutamente necesario que el arte o el teatro sirvan para algo,
será para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada
y que es indispensable que las haya.
—Ionesco

Rosa Ríos durante la filmación de Averno (foto de Alejandro Loayza)


12 agosto 2018

Memoria interesada

  Tengo la seguridad de haberlo escrito antes: hacer teatro en Bolivia es cosa de locos. Quizás no lo dije con esas mismas palabras, pero me parece que ensayar una obra 30 veces para representarla solo 5 o 6 veces, no es cuerdo. 


En esa ecuación se topan dos actitudes contrapuestas: por una parte el deseo (heroico) de expresarse que tienen los autores, directores y actores de teatro, y por otra la indiferencia lastimosa e hiriente de un público boliviano que se abalanza con entusiasmo para ver el último bodrio producido en Hollywood, pero no tiene siquiera la curiosidad de acercarse a una obra de teatro (o a una película nacional, ya que estamos). 

Nadie pretende que en un país donde el paladar cultural de la gente se empobrece cada día y donde reina cada vez más la chabacanería y el mal gusto en la arquitectura y en las artes en general, las obras de teatro alcancen cifras de espectadores astronómicas. No quiero siquiera comparar nuestras pobretonas ciudades con capitales de lujo como Buenos Aires que cuenta con 186 salas de teatro, o Ciudad de México que ofrece 170 museos y 43 galerías. Comparemos con otras ciudades de “nuestro tamaño” y veremos lo mal que estamos a pesar del esfuerzo de artistas y creadores, y gracias a la política “cultural” del “proceso de cambio” que privilegia el fútbol y el Dakar por encima de lo demás.  


Lo otro que escribí en otra ocasión, es que admiro el tesón de Marcos Loayza, creador compulsivo que si no está haciendo cine está haciendo teatro, y en medio de ambas actividades dibuja compulsivamente en cuadernos que son ejemplares únicos de arte-objeto, maravillosos reservorios de expresiones que desbordan de ingenio, humor y belleza. 

No hace mucho que Loayza estrenó Averno, su reciente largometraje de ficción y ya nos provoca nuevamente con Desmemoriados, una obra de teatro escrita por él, con las actuaciones de Antonio Eguino, Raúl Pitín Gómez, Antonio Peredo y Mariana Vargas. No es casual que en el primer párrafo mencioné que en Bolivia las obras de teatro se ensayan 30 veces y se representan 5 o 6 veces, porque es exactamente lo que sucede con la obra de Loayza. 


El punto de partida de Desmemoriados es sencillo: Héctor, un octogenario interpretado por Antonio Eguino, visita a Manuel (Gómez), amigo al que no ha visto en medio siglo, desde las movidas décadas de 1960 y 1970. Recibido por un hijo desconfiado (Peredo), Héctor no acierta a explicar el motivo de su visita luego de tanto tiempo. Un whisky de por medio hace que suelte un poco su lengua para alegar que ha pasado muchos años tratando de encontrar a su amigo de juventud y que quiere verlo para darle un abrazo y hablar de cosas que vivieron juntos. 

Pero Manuel, en silla de ruedas, amargado por la vida y cascarrabias, no tiene ningún interés: “Quién es ese viejo, dile que se vaya”, le ordena a su hijo, mientras Héctor lo mira con paciencia y de rato en rato trata de abrir un resquicio en la memoria de su amigo, recordándole los alias que usaban cuando militaban en la guerrilla, los nombres de compañeros y compañeras y las acciones violentas que ejecutaban convencidos de que la lucha armada era el único camino. 


El hijo de Manuel se va enterando de cosas que su padre nunca le había contado, no porque las hubiera olvidado sino porque quería olvidarlas. La memoria de Manuel construyó un muro, la de Héctor construyó una ventana. Esa ventana que Héctor quiere abrir en el muro de Manuel parece motivada por nobles sentimientos: la amistad entrañable y la memoria compartida.  Quizás también por la soledad: uno se pone viejo y va perdiendo amigos del alma hasta que mira a su alrededor y se da cuenta de que ya no queda ninguno, o quizás queda alguno al que vale la pena buscar para sentir que el mundo no ha desaparecido por completo. Refrendar la memoria propia en la memoria de otros es una tabla de de salvación. 


Esos sentimientos parecen animar el reencuentro de Héctor con Manuel, y a ratos percibimos que la terquedad de Manuel podría ceder, que su memoria podría abrirse para –en medio de tanto resentimiento y amargura, restablecer un puente caído, recuperar con la memoria un horizonte de vida antes de que sea demasiado tarde. 

Sin embargo, hay un súbito agotamiento en la exploración que hace la obra sobre dos andamios que podían construir una historia sólida: la amistad y la memoria.  Los dos ejes hubieran permitido a Loayza desarrollar una narración interesante, pero quizás con el ánimo de darle fin (aunque es una obra de apenas una hora), Marcos introduce un elemento que echa por tierra los valores humanos para reducirse a los monetarios: Héctor confiesa que su acercamiento a Manuel luego de varias décadas tiene un objetivo interesado: que Manuel recuerde qué pasó con una maleta llena de dólares, producto de una acción guerrillera. 


Esto, si bien ayuda a concluir la obra, hace desmoronar los andamios. Cuando el diálogo parecía ponerse interesante y cuando Manuel daba señales de recordar y un brillo de memoria parecía reanimarlo, la obra concluye de manera abrupta con el asunto de la maleta: la memoria de Héctor era una memoria interesada, no una memoria generosa. 

En conversaciones que he sostenido con Marcos a propósito del final de su película Averno, ha admitido que le cuesta en sus obras definir cómo terminan. Esto se aplica también a Desmemoriados, donde pierde la oportunidad de hacer un ensayo sobre la memoria y también sobre la amistad. 


Desde la primera parte vemos que el director busca un camino sin encontrarlo plenamente. Los diálogos en las visitas de Héctor son repetitivos y dejan la impresión de que la construcción dramática no progresa. Cada personaje se aferra al mismo discurso: Héctor sin explicar el motivo real de su visita, Manuel echando de su casa al amigo y el hijo de Manuel buscando comprender qué es lo que une a ambos.  Los diálogos giran en círculo, no avanzan. 

En mi propia reconstrucción de la obra como espectador, yo hubiera esperado que las palabras de Héctor abrieran pequeñas ventanas en el muro tapiado de Manuel, y que esas ventanas terminaran multiplicándose hasta que ambos amigos recuperaran algo más valioso que una maleta llena de dólares: la memoria de una complicidad política y de una amistad que sobrevive al paso del tiempo. 


Las actuaciones son buenas, aunque la dirección de actores impone a Pitín Gómez ese personaje que no cede un milímetro de su posición inicial y repite hasta el cansancio las mismas frases. Antonio Eguino interpreta a Antonio Eguino, lo cual fluye con mucha naturalidad hasta en su manera de pedir un whisky. Al final, el personaje secundario de Antonio Peredo es el que muestra mayor versatilidad, más evolución y un cierto espesor sociológico. 

(Publicado en Página Siete el domingo 5 de agosto de 2018)

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Cada uno tiene el máximo de memoria
para lo que le interesa
y el mínimo para lo que no le interesa.
— Arthur Schopenhauer


03 agosto 2018

La ascensión de Hans Ertl

 El personaje de Hans Ertl es uno de los más curiosos en la historia del cine en Bolivia. Los que trabajamos en cine lo sabemos, y los vinculados a la Guerrilla del Che también conocen el vínculo, pero el grueso de desmemoriados e ignaros de este país no tiene idea de quién era. 

El joven Ertl fue uno de los 47 camarógrafos de Leni Riefenstahl, la realizadora predilecta de Hitler, en Olympia, el documental sobre los Juegos Olímpicos de 1936. Aunque es difícil saberlo con certeza, habría aportado a esa obra con tomas subjetivas muy audaces y con algunas proezas técnicas y artísticas. Probablemente era el camarógrafo mimado de Riefenstahl por su habilidad técnica, pero también por su relación personal con la directora seis años mayor que él. “Leni fue el gran amor de su vida, mi padre lo contó hasta sus últimos días”, confesó al periodista Alfonso Daniels en 2008 su hija Beatriz. 

Con la misma cámara Arriflex (uno de los primeros modelos de la fábrica), con que Ertl filmó en Alemania, llegó a Bolivia hacia 1954 o 1955 para filmar con su hija Monika Hito-Hito (1958, 94 minutos) en la Amazonía boliviana y brasileña, y luego Vorstoß nach Paititi  (1962, 95 minutos) en castellano simplemente Paititi, un film de exploración.  


Hans y Mónica Ertl
Tengo en algún lado un libro que publicó Hans Ertl con fotografías sobre Bolivia, titulado “Arriba Abajo”, una edición cuyos textos están en castellano, alemán e inglés. En la introducción Ertl se dice maravillado por los contrastes geográficos y las bellezas naturales.  “Mi anhelo –dice- fue buscar maravillas y retenerlas en mis fotografías. Pero ni siquiera la selección más escogida puede dar una imagen justa de esa naturaleza grandiosa en la cual se hace patente la Creación”. Junto a una fotografía de sí mismo escribe: “Radiantes de optimismo brillan los ojos de ese joven que ha encontrado una nueva patria en esta tierra hospitalaria”.  Otra foto lo muestra barbudo, surcando las aguas de algún río del oriente de un pequeño bote sobre el que ha instalado su famosa Arriflex. 

Ertl decidió quedarse en Bolivia, compró una hacienda en Concepción en el norte de Santa Cruz, dejó el cine y entregó su cámara Arriflex a su hija Mónica, quien la vendió a Jorge Ruiz y a Nicolás Smolij cuando éstos formaban parte del Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB) y tenían planes para fundar la empresa “Socine”. La cámara fue vendida más tarde a cineastas peruanos. 

Mónica Ertl era militante del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y ajustició al cónsul de Bolivia en Hamburgo, el Coronel Roberto Quintanilla, responsable de haber ordenado que le corten las manos al cadáver del Che. El 12 de mayo de 1973 Mónica murió en un enfrentamiento con las fuerzas de represión del gobierno del General Banzer. 

Todo lo anterior lo sabíamos, o lo saben quienes se interesan en estos temas.  Sin embargo, es menos conocida la aventura de Hans Ertl en el Himalaya. 


Contrariamente a lo que conocíamos, Hans Ertl no vino directamente de Alemania para quedarse en Bolivia a la caída del nazismo, sino que realizó en 1953 en el Himalaya un largometraje documental sobre el Nanga Parbat la novena montaña más alta del mundo (8 125 metros) acompañando la expedición austriaco-alemana integrada por varios científicos y alpinistas, entre ellos Peter Aschenbrenner, Karl Maria Herrligkoffer, Walter Frauenberger, Fritz Aumann, Albert Bitterling, Otto Kempter, Kuno Rainer y Hermann Buhl. 

Este film es importante por varias razones. Es la primera obra dirigida por Hans Ertl, quien asumió además la fotografía, el montaje, el diseño general y todo lo demás, menos la música que fue compuesta por Albert Fischer. La banda sonora es muy rica, porque incluye sonido de ambiente y sonido sincrónico en los diálogos de los expedicionarios, en las escenas de convivencia en los campamentos, las comunicaciones por radio, y otros momentos en cada etapa del ascenso. Muchas son escenas dramatizadas, que implican dirección de actores y puesta en escena que contribuye a subrayar el dramatismo. 


Hasta entonces Hans Ertl había trabajado en medio de grandes equipos de producción, junto a decenas de técnicos, pero esta vez enfrentaría un doble desafío: ser el único técnico y responsable artístico del documental, y por otra parte filmar en condiciones extremas de frío y de altitud con un equipo muy reducido, cargando las latas de película (con ayuda de los sherpas hasta cierto punto) a través de un empinado y difícil ascenso. 

Me atrevo a pensar que después de semejante experiencia, Ertl decidió vivir en una zona calurosa por el resto de sus días: el norte de Santa Cruz. 


Nanga Parbat (90 minutos) comienza con un homenaje a las expediciones de 1895, 1934, 1937 y 1950 que intentaron alcanzar, sin haberlo conseguido, la cima de la montaña. En esos intentos murieron 31 alpinistas. Los expedicionarios de 1953, presentados al principio del film con su nombre, foto y función, se embarcan en el “Victoria Roma” con destino a Karachi. A partir de allí el relato transcurre según la cronología del viaje, pues no había mejor manera de hacerlo para convertir al espectador en un cómplice de la aventura. 

Luego de desembarcar en Karachi los expedicionarios atraviesan en tren una parte de Pakistán, hasta Rawalpindi, donde toman un avión que los llevará hasta Gilgit, a los pies del coloso.  Son interesantes las tomas que hace Hans Ertl de la arquitectura milenaria y de la población, a la que filma con admiración y respeto, muy lejos de aquellos preceptos de la raza aria “pura” que promovía el nazismo pocos años antes. 

Por el peso que significaba llevar los rollos de película y el material de filmación, Hans Ertl fue muy cuidadoso con todo lo que filmaba.  Cada plano fue meticulosamente pensado y preparado. El montaje hacía en cámara a medida que filmaba el recorrido. Como se sabe, es el trayecto el que importa y no solamente la llegada a la meta. 


El documental incluye escenas del recibimiento caluroso del presidente y otras autoridades de Pakistán que apoyan con una caravana de jeeps para llevar la carga (711 cajas de madera) hasta Talichi y luego en mulas hasta el primer campamento al pie del Nanga Parbat, que se convertirá en la base de operaciones. 

A partir de allí todo es esfuerzo humano, tanto de los expedicionarios como de los sherpas que los acompañan y que conocen el camino, aunque no haya propiamente camino sino un pesado manto de nieve que lo cubre todo y refulge con tanta intensidad que quema la vista y también las tomas de la película. La habilidad técnica de Ertl sale bien librada en todo momento con el uso de filtros especiales que a veces cambia en el curso de una misma toma. 


A medida que la expedición sortea obstáculos topográficos, Ertl muestra en una gráfica la altitud de cada etapa y la distancia hasta el siguiente campamento (cinco en total, el último a 6 900 metros), y en algunos descansos aprovecha para describir la cultura de los sherpas (su música, sus bailes) y la convivencia cotidiana con ellos, aunque a partir de cierto momento los sherpas ya no aparecen y solo quedan frente al coloso del Himalaya los expedicionarios alemanes y austriacos.  Ertl aparece poco, pero gracias a esas apariciones podemos deducir que llevaba dos cámaras Arriflex 35mm y varios lentes especiales. 

Es a partir del minuto 30 que el grupo se adentra en la parte más desafiante de la expedición, y cada metro que avanza multiplica los riesgos y el esfuerzo. En esa inmensidad blanca los hombres aparecen como pequeños puntos oscuros y frágiles. No son menores las proezas del propio Ertl para filmar desde lugares de difícil acceso y en ángulos que muestran la peligrosidad del trayecto. Hay planos magníficos que es difícil de explicar cómo los logró. Incluso hay escenas con montaje en paralelo, perfectamente coordinadas. 


Paso a paso, hundiéndose hasta las rodillas en la nieve, la expedición asienta etapas de avance en los campamentos en el camino de subida. Cuando las avalanchas de nieve se precipitan sobre ellos, Ertl no deja de filmar, se expone. De alguna manera organiza su propia expedición individual, para lograr tomas del grupo desde lejos. Logra transmitir así con la composición de primeros planos y de planos abiertos del paisaje, la sensación de inmensidad sobrecogedora. 

La última etapa es dramática y está ficcionalizada en un estilo expresionista. Exhaustos y afectados severamente por el frio y la altitud, los expedicionarios desisten de llegar a la meta que tienen al frente, a 1 300 metros de distancia, aparentemente muy cerca, pero en realidad todavía muy lejos en el esfuerzo necesario para coronarla. Mientras todos regresan a los campamentos más seguros, solo Hermann Buhl persiste hasta el final y logra llegar a la cima a las 7 de la noche, sin oxígeno pero ayudado por metanfetaminas y mate de coca (que Hans Ertl había traído de una primera visita a Bolivia), grabando así su nombre en la historia como el único hombre en coronar un pico de 8 mil metros en solitario, y sin oxígeno. Tardaría luego 24 horas en regresar al campamento, con los dedos de los pies necrosados. Perdió dos dedos para culminar su hazaña. 


Hans Ertl narra de manera magistral esta aventura del hombre frente a la naturaleza. Encuentro un gran paralelo entre esa actitud frente al cine y a la vida, con Werner Herzog, que suele encarar desafíos similares. Ambos cineastas alemanes hubieran tenido mucho que hablar. 

Dato curioso: en 1986 se hizo The Climb un largometraje de ficción dirigido por Donald Shebib, donde se reconstruye la expedición de 1953. El personaje de Hans Ertl fue interpretado por Guy Bannerman, actor canadiense de televisión.


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La cima es la mitad del camino.
—Ed Visteurs