27 junio 2017

Juan Pérez (Rulfo para el mundo)

¿Qué habría sucedido si el joven becario del Centro de Escritores hubiese firmado sus primeros textos literarios con el apellido de su padre? ¿Las palabras que componen un nombre definen de algún modo la percepción que se tiene de una persona?

No lo sé pero sí me parece que el nombre “Juan Rulfo” le va mejor al nombre “Pedro Páramo” que “Juan Pérez” a la extraordinaria novela del mexicano. Y es que Rulfo, como todos los conocemos ahora, escogió el segundo apellido de su padre y no el primero, y de no haber sido así los dos clásicos de la literatura contemporánea de México, Pedro Páramo (novela) y El llano en llamas (cuentos) se hubieran publicado como obras de quien en sus primeros resúmenes biográficos, escritos a mano con lápiz o mecanografiados por él mismo, se auto identificaba como Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, hijo de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo y de María Vizcaíno Arias.

La deliberada elección de llamarse Juan Rulfo, sin el primer apellido paterno y sin el apellido materno, no es casual. Nótese la contundencia de los títulos de sus dos libros emblemáticos, la sonoridad y el ritmo de Pedro Páramo donde la “p” explota en los labios dos veces, o el llanto sugerido por la “ll” reiterada en El llano en llamas.

El escritor era tan cuidadoso con cada palabra que labraba, que probablemente pensó detenidamente su nom de plume mientras escribía sus primeros relatos. Lo mismo podría decirse de su firma. He encontrado por lo menos siete firmas diferentes en documentos rubricados por él, pero no como si estuviera buscando una identidad sino más bien la que le convenía estéticamente. ¿Cómo hacía para cobrar los cheques de su beca?


Ahora que se cumple el centenario del nacimiento de Juan Rulfo su país se acuerda de él multiplicando homenajes y muestras de reconocimiento. De pronto, es como si los dos breves libros que publicó desplegaran alas en un alto vuelo o multiplicaran sus reflejos como los cristales de color en el interior de un caleidoscopio. A 31 años de su muerte (el 7 de enero de 1986) quizás estaría sorprendido de tanta alharaca post-mortem: 100 actividades de homenaje a lo largo del año.  

Se publican o reeditan biografías del escritor, como Noticias sobre Juan Rulfo de Alberto Vital o estudios sobre su obra como Ladridos, astros agonías de Víctor Jiménez, y se traducen sus libros a más idiomas, como por ejemplo al náhuatl.  Abundan las conferencias, los coloquios, los debates, los ciclos de cine con películas inspiradas en su obra o producciones en las que tuvo alguna participación. 

La Fundación Rulfo conserva los negativos de las seis mil fotografías que tomó, algunas de ellas exhibidas en una gran exposición en Puebla, mientras en una muestra en la Biblioteca Nacional en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) se exhiben los retratos que hizo de Rulfo su amigo Ricardo Salazar, muy poco difundidos. 

Rulfo con su hijo y con el escritor Emmanuel Carballo
Pocos días después de su inauguración el 17 de mayo, fui a visitar esta última exposición en la Biblioteca Nacional de la UNAM y me cautivó la belleza de los retratos de Ricardo Salazar, originario también de Jalisco, que ratifican esa expresión entre melancólica y aburrida que caracterizaba al escritor. La muestra incluye también otras fotografías con sus colegas del Centro Mexicano de Escritores entre ellos Alí Chumacero, Ricardo Garibay y Juan José Arreola.  

En las vitrinas colocadas a puertas de la silenciosa sala de lectura de la biblioteca se exhiben también documentos originales: cartas firmadas por Rulfo, los primeros esbozos de su biografía que él presentaba como becario o para acompañar la publicación de sus primeros relatos, y los primeros manuscritos y textos mecanografiados del relato Los murmullos, 330 páginas que luego se convertirían en las 130 de la novela Pedro Paramo. 

Tanto homenaje no está exento de controversia. Se han producido varios desacuerdos entre los herederos de Rulfo y las instituciones que le rinden homenaje. En algunos casos, con un celo propio de quienes heredan sin mérito propio lo que otro produjo, la Fundación Rulfo se ha negado a coauspiciar ciertas actividades.

Por supuesto que hay una historia detrás de todo esto. Rulfo consideraba que en México, su propio país, se lo “ninguneaba” (verbo típicamente mexicano, por algo será). Esto se lo dijo a René Zavaleta cuando coincidieron casualmente en el departamento que Rulfo alquilaba a Enrique Arnal y Nina Tamayo en la calle Saturnino Herrán, en la Colonia San José Insurgentes, un barrio cuyas calles casualmente llevaban nombres de pintores novohispanos: José María Velasco, Andrés de la Concha, Rodrigo de Cifuentes, Mateo Herrera, José Salomé Piña, Diego Becerra, entre otros.  

En esos días Quico Arnal estaba pintando el magnífico retrato de René que Alma Reyles, su viuda, atesora hoy en su casa. Nina Tamayo recuerda que conocieron a Juan Rulfo a través del escritor brasileño Eric Nepomuceno.  Rulfo les alquiló su departamento durante dos años y pasaba a recoger él mismo el alquiler cada fin de mes: “Enrique lo esperaba con gusto, y se iban a tomar un café a la librería El Ágora donde se quedaban un buen tiempo charlando sobre la historia y literatura de México”.  Aunque Nina no pudo compartir mucho con Rulfo, lo recuerda como un “hombre de voz suave y aire sencillo”.  

En ese mismo departamento conocí a Rulfo un día que fui a visitar a Nina y Quico, hacia 1982. Pasé a la sala y allí, sentado en un sillón de espaldas al ventanal con un cigarrillo entre los dedos, estaba alguien cuyo rostro era inconfundible: Juan Rulfo. Le estreché la mano y luego de unas pocas palabras quedé tan callado como él, por respeto a esa forma que tenía de estar por el mundo con una sencillez que apabullaba, como si quisiera ser invisible. Creo recordar que hablamos del Instituto Nacional Indigenista (INI) donde él trabajaba desde hace mucho tiempo. Casualmente yo estaba haciendo una consultoría para el Instituto Interamericano Indigenista (III) que dirigía Oscar Arze Quintanilla.

Rulfo estaba allí para recoger su alquiler, como solía hacerlo personalmente cada mes. Esa fue la única vez que estuve con él. Lo recuerdo como un hombre taciturno, de pocas palabras, no muy entusiasta a la hora de hablar con alguien, metido quizás en un mundo imaginario en el que se refugiaba para aislarse del mundo rudo que lo rodeaba.

Otros bolivianos como Mariano Baptista Gumucio y Pedro Shimose conocieron también personalmente a Rulfo en congresos internacionales y tuvieron conversaciones más extensas con él. Su temperamento me recordaba mucho al de Oscar Cerruto: la misma obsesión compulsiva por corregir una y otra vez los textos incluso después de publicados; la misma actitud perfeccionista frente a cada frase, cada palabra y cada signo ortográfico; la misma voluntad de síntesis para decir más con menos y conservar solo lo esencial sin acudir a otro recurso que no fuera la precisión y la belleza del lenguaje.

Ahora décadas más tarde, tuve la oportunidad de estar en Ciudad de México el martes 16 de mayo, cuando se cumplieron 100 años del nacimiento del gran escritor mexicano, que se hizo gigante parado sobre dos libros de escasas páginas, donde cada frase está labrada para que no le sobre ni le falte nada.
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Todo escritor que crea es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
—Juan Rulfo

  (Este artículo se publicó inicialmente en el suplemento Tendencias de La Razón, el domingo 4 de junio 2017)