París, diciembre 1973 |
Tuve la fortuna de conocer a Julio
Cortázar y atesoro una carta que me envió con su generosa
opinión sobre mi poemario Razones
técnicas, nos encontramos varias veces de manera casual en París y pudimos
conversar. Nunca he pretendido haber sido su amigo, ni
cercano ni lejano pero como no son muchos los escritores bolivianos que lo
conocieron personalmente, me ha tocado describir algunas veces esos encuentros
que tuve con él. Quizás esta sea la última vez que lo hago, en ocasión del
centenario de su nacimiento, el 26 de agosto.
Lo primero que tengo que decir, si
recorro esas páginas cada vez más escondidas de la memoria, es la profunda
admiración, casi reverencia, que sentí desde muy joven por la narrativa de
Cortázar. No era el único por supuesto,
muchos escritores de mi generación fuimos influenciados por Cortázar y por
otros narradores de la generación del “boom” de la literatura latinoamericana,
pero yo sentía por la obra de Cortázar un cariño especial. No solamente lo leía
con enorme placer, sino que adivinaba detrás de sus páginas a ese enorme niño
de gran corazón que siempre encerró su cuerpo.
Me gusta la manera como lo describe Elena
Poniatowska: “Si lo pienso bien, todo Julio es de leche, es alimenticio, es
bueno, calienta el alma y se deja beber por cuantos se le acercan. No guarda
una sola distancia, nada hay en él de vedette, jamás se burla de sus
interlocutores ni siquiera del que insiste en Luis Sandrini. Asume nuestra
ignorancia, nuestra debilidad. Abraza. Imposible sentirse mal con él”.
De muchas maneras, cuando llegué a París
en 1972 estaba ingresando en la ciudad de Cortázar, llena de personajes de sus
cuentos y novelas. Cada nueva calle que descubría intencionalmente o por
accidente, me remitía a Rayuela, a Todos los fuegos el fuego, o a Bestiario. Tanto vivía yo esa atmósfera
de los personajes en el París que a mi primera hija le puse el nombre de la
Maga (Sybille, en la traducción francesa de Rayuela).
Como sus personajes, Cortázar transitó
por Saint-Michel, Saint Germain-des-Pres, Chatelet, rue Monsieur-le-Prince
(donde vivió también César Vallejo), el Canal Saint-Martin y por supuesto los
puentes sobre el rio Sena, huella de identidad de la ciudad luz: Pont des Arts,
Pont au Change, Pont Saint-Michel, Pont Neuf, mencionados repetidas veces en la
novela.
París fue para Cortázar y para sus
personajes -como para miles de latinoamericanos- el refugio ideal y la cura
para el desarraigo. La ciudad se prestó para ser apropiada, caminada,
acariciada y amada. Su latinidad estaba siempre en sintonía con el sur de
manera que los latinoamericanos nunca se sintieron extranjeros, sino dueños de
calles y parques; los meteques, los
extranjeros, eran los otros.
Creo que el primer contacto con Cortázar
se produjo gracias al axolotl, un pez con patas que es el tema de uno de los 18
cuentos de Final del juego. Hasta que
lo descubrí detrás de un grueso vidrio en el acuario de Trocadero yo tenía la
certeza de que Cortázar lo había inventado. Mi emoción fue tan grande de verme
cara a cara con ese extraño pez que parece sonreír desde una boca apenas
dibujada, que le tomé varias fotos y luego de pasarme la noche revelando el
rollo y haciendo ampliaciones, le envié una a Cortázar a su domicilio en el
número 9 de la rue l’Eperon, en el barrio latino. Seguramente yo pensaba que le
estaba dando una noticia a Cortázar con esa foto del axolotl. Me imagino la
paciencia con que se tomó el asunto y el esfuerzo que hizo semanas después para
enviarme una nota de agradecimiento, que todavía debe sobrevivir en algún
archivo.
Otro encuentro fortuito en St. Germain-des-Pres |
Nunca busqué a Cortázar deliberadamente, pues
una suerte de pudor me impedía hacerlo. ¿Por qué no toqué su puerta como hice
con Robert Graves, con Romain Gary o con Max Ernst? No quería invadir su
privacidad, sin embargo las ocasiones se presentaron sin buscarlas. Una de
ellas fue en Saint Germain-des-Pres, en diciembre de 1973, en la puerta de una
exposición colectiva de pintura chilena.
Estábamos afuera, aprovechando el sol de la mañana, bien protegidos por
abrigos y chamarras. Filmé en super 8 algunas tomas (¿dónde estarán?), mi amigo
Luis Minaya tomó algunas fotos, yo tomé otras. Hablamos de Chile, del golpe
militar de Pinochet que se había producido apenas dos meses antes.
Una de las conversaciones más largas que
sostuve con él tuvo lugar mientras ambos hacíamos una larga fila entre
africanos, árabes y latinoamericanos, para renovar nuestro permiso de
residencia (carte de séjour) en la
Prefectura de Paris, en la isla de la Cité. El escritor, ya famoso en esos
años, hacía la misma fila que cualquier hijo de vecino. Mientras tanto en su
país, Argentina algunos de sus críticos afirmaban que Cortázar había optado por
la nacionalidad francesa y que era por lo tanto una suerte de traidor a su
bandera. Me consta que a pesar de todos los años que ya había vivido en París
estaba haciendo la misma fila que cualquier otro inmigrante con permiso
temporal de residencia. Recuerdo bien su resignación y su impaciencia apenas
disimulada: “Esto es peor que el noveno círculo del infierno de Dante”, me dijo
cuando ya llevábamos más de una hora esperando.
Por todo lado se me aparecía Cortázar, no
siempre físicamente. Me lo encontré
cuando vi Blow up (1966) de Antonioni,
basando su guión en el relato “Las babas del diablo”, y también cuando leí los
cuentos completos de Edgar Alan Poe que tradujo para Alianza Editorial o
Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
Un par de años antes, durante el periodo
que pasé en Madrid, cuando descubrí que Cortázar era además poeta, toda su obra
me supo aún mejor, como un manjar. Una pequeña editorial de Barcelona, Ocnos,
había publicado su poemario Pameos y
meopas (1971). Sobre ese libro escribí un comentario para la revista
española Reseña. Hoy no encuentro entre mis cosas ni el libro, ni la reseña.
El 5 de mayo de 1980 le hice llegar a rue
l’Eperon mi segundo poemario, Razones
técnicas, que acababa de publicarse en La Paz. No podía hacer menos, ya que
tomé el título del libro de un poema de Cortázar que cito en su integridad en
las primeras páginas de mi libro. Mi dedicatoria en el ejemplar que le envié decía
probablemente “A Julio Cortázar, a quien este libro debe tanto”. Tardó un par
de años en acusar recibo, pero lo hizo de la manera más generosa comentando el
libro. No solamente lo había leído, sino que le gustaba. El 6 de enero de 1982
me explicaba en una carta que mi libro había quedado enterrado entre muchos
otros papeles, pero que al descubrirlo y leerlo le había gustado: “lo
encuentro, lo leo y lo quiero”. Esa carta manuscrita sí la conservo, a
diferencia de otras que están extraviadas.
Y luego vino el disco de poemas sobre el
Ché Guevara, otra oportunidad de cruzar nuestras voces, de tejerlas más bien
junto a las de otros poetas. Casa de las Américas (La Habana) preparaba un
disco en homenaje al décimo aniversario de la muerte del Ché en Bolivia.
Aparentemente conocían los poemas sobre el Ché publicados en mi primer
poemario, Antología del asco. Me
pidieron que les enviara uno de esos poemas grabado con mi voz, y eso hice. Cual
sería mi sorpresa y alegría cuando recibí meses después el disco y vi que
Cortázar era otro de los poetas seleccionados.
No lo he hecho desde hace años, pero
solía visitar cada vez que iba a París la tumba de Julio Cortázar en el
Cementerio de Montparnasse. Una lápida sencilla, junto a la de Carol Dunlop, me
recuerda cada vez cómo la vida y la muerte de ambos está tan contaminada,
revuelta.
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Amigo Alfonso:
En esta máquina escribió Rayuela |
Julio Cortázar