01 septiembre 2014

Julio en agosto

París, diciembre 1973
Tuve la fortuna de conocer a Julio Cortázar y atesoro una carta que me envió con su generosa opinión sobre mi poemario Razones técnicas, nos encontramos varias veces de manera casual en París y pudimos conversar. Nunca he pretendido haber sido su amigo, ni cercano ni lejano pero como no son muchos los escritores bolivianos que lo conocieron personalmente, me ha tocado describir algunas veces esos encuentros que tuve con él. Quizás esta sea la última vez que lo hago, en ocasión del centenario de su nacimiento, el 26 de agosto.

Lo primero que tengo que decir, si recorro esas páginas cada vez más escondidas de la memoria, es la profunda admiración, casi reverencia, que sentí desde muy joven por la narrativa de Cortázar.  No era el único por supuesto, muchos escritores de mi generación fuimos influenciados por Cortázar y por otros narradores de la generación del “boom” de la literatura latinoamericana, pero yo sentía por la obra de Cortázar un cariño especial. No solamente lo leía con enorme placer, sino que adivinaba detrás de sus páginas a ese enorme niño de gran corazón que siempre encerró su cuerpo.

Me gusta la manera como lo describe Elena Poniatowska: “Si lo pienso bien, todo Julio es de leche, es alimenticio, es bueno, calienta el alma y se deja beber por cuantos se le acercan. No guarda una sola distancia, nada hay en él de vedette, jamás se burla de sus interlocutores ni siquiera del que insiste en Luis Sandrini. Asume nuestra ignorancia, nuestra debilidad. Abraza. Imposible sentirse mal con él”.

De muchas maneras, cuando llegué a París en 1972 estaba ingresando en la ciudad de Cortázar, llena de personajes de sus cuentos y novelas. Cada nueva calle que descubría intencionalmente o por accidente, me remitía a Rayuela, a Todos los fuegos el fuego, o a Bestiario. Tanto vivía yo esa atmósfera de los personajes en el París que a mi primera hija le puse el nombre de la Maga (Sybille, en la traducción francesa de Rayuela).  

Como sus personajes, Cortázar transitó por Saint-Michel, Saint Germain-des-Pres, Chatelet, rue Monsieur-le-Prince (donde vivió también César Vallejo), el Canal Saint-Martin y por supuesto los puentes sobre el rio Sena, huella de identidad de la ciudad luz: Pont des Arts, Pont au Change, Pont Saint-Michel, Pont Neuf, mencionados repetidas veces en la novela. 


París fue para Cortázar y para sus personajes -como para miles de latinoamericanos- el refugio ideal y la cura para el desarraigo. La ciudad se prestó para ser apropiada, caminada, acariciada y amada. Su latinidad estaba siempre en sintonía con el sur de manera que los latinoamericanos nunca se sintieron extranjeros, sino dueños de calles y parques; los meteques, los extranjeros, eran los otros.

Creo que el primer contacto con Cortázar se produjo gracias al axolotl, un pez con patas que es el tema de uno de los 18 cuentos de Final del juego. Hasta que lo descubrí detrás de un grueso vidrio en el acuario de Trocadero yo tenía la certeza de que Cortázar lo había inventado. Mi emoción fue tan grande de verme cara a cara con ese extraño pez que parece sonreír desde una boca apenas dibujada, que le tomé varias fotos y luego de pasarme la noche revelando el rollo y haciendo ampliaciones, le envié una a Cortázar a su domicilio en el número 9 de la rue l’Eperon, en el barrio latino. Seguramente yo pensaba que le estaba dando una noticia a Cortázar con esa foto del axolotl. Me imagino la paciencia con que se tomó el asunto y el esfuerzo que hizo semanas después para enviarme una nota de agradecimiento, que todavía debe sobrevivir en algún archivo.

Otro encuentro fortuito en St. Germain-des-Pres
Nunca busqué a Cortázar deliberadamente, pues una suerte de pudor me impedía hacerlo. ¿Por qué no toqué su puerta como hice con Robert Graves, con Romain Gary o con Max Ernst? No quería invadir su privacidad, sin embargo las ocasiones se presentaron sin buscarlas. Una de ellas fue en Saint Germain-des-Pres, en diciembre de 1973, en la puerta de una exposición colectiva de pintura chilena.  Estábamos afuera, aprovechando el sol de la mañana, bien protegidos por abrigos y chamarras. Filmé en super 8 algunas tomas (¿dónde estarán?), mi amigo Luis Minaya tomó algunas fotos, yo tomé otras. Hablamos de Chile, del golpe militar de Pinochet que se había producido apenas dos meses antes.

Una de las conversaciones más largas que sostuve con él tuvo lugar mientras ambos hacíamos una larga fila entre africanos, árabes y latinoamericanos, para renovar nuestro permiso de residencia (carte de séjour) en la Prefectura de Paris, en la isla de la Cité. El escritor, ya famoso en esos años, hacía la misma fila que cualquier hijo de vecino. Mientras tanto en su país, Argentina algunos de sus críticos afirmaban que Cortázar había optado por la nacionalidad francesa y que era por lo tanto una suerte de traidor a su bandera. Me consta que a pesar de todos los años que ya había vivido en París estaba haciendo la misma fila que cualquier otro inmigrante con permiso temporal de residencia. Recuerdo bien su resignación y su impaciencia apenas disimulada: “Esto es peor que el noveno círculo del infierno de Dante”, me dijo cuando ya llevábamos más de una hora esperando.

Por todo lado se me aparecía Cortázar, no siempre físicamente. Me lo encontré  cuando vi Blow up (1966) de Antonioni, basando su guión en el relato “Las babas del diablo”, y también cuando leí los cuentos completos de Edgar Alan Poe que tradujo para Alianza Editorial o Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.

Un par de años antes, durante el periodo que pasé en Madrid, cuando descubrí que Cortázar era además poeta, toda su obra me supo aún mejor, como un manjar. Una pequeña editorial de Barcelona, Ocnos, había publicado su poemario Pameos y meopas (1971). Sobre ese libro escribí un comentario para la revista española Reseña. Hoy no encuentro entre mis cosas ni el libro, ni la reseña.  

El 5 de mayo de 1980 le hice llegar a rue l’Eperon mi segundo poemario, Razones técnicas, que acababa de publicarse en La Paz. No podía hacer menos, ya que tomé el título del libro de un poema de Cortázar que cito en su integridad en las primeras páginas de mi libro. Mi dedicatoria en el ejemplar que le envié decía probablemente “A Julio Cortázar, a quien este libro debe tanto”. Tardó un par de años en acusar recibo, pero lo hizo de la manera más generosa comentando el libro. No solamente lo había leído, sino que le gustaba. El 6 de enero de 1982 me explicaba en una carta que mi libro había quedado enterrado entre muchos otros papeles, pero que al descubrirlo y leerlo le había gustado: “lo encuentro, lo leo y lo quiero”. Esa carta manuscrita sí la conservo, a diferencia de otras que están extraviadas.

Y luego vino el disco de poemas sobre el Ché Guevara, otra oportunidad de cruzar nuestras voces, de tejerlas más bien junto a las de otros poetas. Casa de las Américas (La Habana) preparaba un disco en homenaje al décimo aniversario de la muerte del Ché en Bolivia. Aparentemente conocían los poemas sobre el Ché publicados en mi primer poemario, Antología del asco. Me pidieron que les enviara uno de esos poemas grabado con mi voz, y eso hice. Cual sería mi sorpresa y alegría cuando recibí meses después el disco y vi que Cortázar era otro de los poetas seleccionados.

No lo he hecho desde hace años, pero solía visitar cada vez que iba a París la tumba de Julio Cortázar en el Cementerio de Montparnasse. Una lápida sencilla, junto a la de Carol Dunlop, me recuerda cada vez cómo la vida y la muerte de ambos está tan contaminada, revuelta.

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Amigo Alfonso:

En esta máquina escribió Rayuela
Contestar el 6 de enero de 1982 una carta fechada el 5 de mayo de 1980 es cosa de locos o de cronopios. Pongámoslo en la segunda categoría; el hecho es que Razones Técnicas quedó mucho tiempo en una mesa, rodeado y tapado por decenas de otros envíos, y sólo ahora lo encuentro, lo leo y lo quiero. El tono, la música y mucho del contenido de sus poemas me son familiares. Usted, el primero, dirá lo que me decía en la dedicatoria, o sea que me debe algo. Pero no creo que sea ese algo que me acerca a su poesía, sino simplemente una afinidad entre poetas. Como tan bien lo vio John Keats, el poeta es poroso, es una esponja que absorbe y devuelve, pero entre las dos cosas se instala siempre la voz personal, la experiencia irremplazable e intransferible. Y además sus poemas me gustan porque son ceñidos, sin nada que sobre, y eso no es frecuente entre nosotros. Perdóneme este largo silencio y también esta brevedad. He estado muy enfermo y todavía me cansa escribir. Un abrazo fuerte de su amigo,

Julio Cortázar