17 febrero 2023

Sospecha

(Publicado en Letra Siete, suplemento de Página Siete, el domingo 16 de octubre de 2022)

 Conocí a Javier Marías en 1971, cuando no era lo que fue después, ni yo el que ahora soy. Es decir, no éramos sino dos jóvenes que empezaban a escribir. Javier tenía 20 años y yo un año más. Almorzamos en casa de su padre, el filósofo Julián Marías, para quien yo traía desde Venezuela una carta de presentación de mi tía Mercedes Albert, actriz española casada con Gonzalo, hermano menor de mi padre.

Julián Marías y su hijo Javier Marías

 En la mesa presidida por don Julián Marías estaban los otros hermanos: Fernando (que tenía entonces 22 años) y Miguel (de 24 años) que en ese momento era el que más me interesaba porque escribía crítica de cine, como yo. Javier estaba a punto de publicar su primera novela, “Los dominios del lobo”, a la que seguirían quince otras, pero de ese almuerzo solo recuerdo el respetuoso silencio de los hijos (y el mío), delante del patriarca. Yo acababa de aterrizar en Madrid con esas cartas de presentación que me permitieron también conocer brevemente a Jaime de Armiñán y a Paco Rabal, pero ninguna sirvió para mucho, en esa dura época final del franquismo.

 Me he acercado a la obra narrativa de Javier Marías con rodeos, eso me pasa con algunos escritores demasiado precedidos por la fama. He acometido la que es considerada su novela más importante, “Corazón tan blanco”, al menos la que más ediciones y traducciones ha tenido, debido a un concurso de circunstancias que suelen darse en el mercado de los libros. Desde su primera impresión en 1992 la novela se convirtió en un fenómeno literario. Sin embargo, el mayor éxito llegó con las traducciones, sobre todo a partir de un famoso programa de literatura en la televisión alemana, donde el respetado crítico Marcel Reich-Ranicki la definió como una obra maestra. Eso fue cuatro años después de su publicación en castellano.

 La edición que tengo (2010) comienza con un prólogo de Elide Pittarello que me salté para encarar sin ninguna influencia la obra de Javier Marías, y solo lo leí al final, al igual que los dos epílogos de esa edición. Considero que tanto los epílogos como el prólogo sobran, no le añaden nada a la obra. Peor aún el prólogo, que es un intento de “explicar” la novela, de reducir el margen creativo del lector. No entiendo esas decisiones editoriales para una obra que existe por sí misma y tiene una trayectoria tan sólida.

 Como toda buena novela, la primera página engancha al espectador y lo compromete. La imagen de la joven Teresa, la “niña” que entra al baño con el revólver de su padre y se dispara al pecho frente al espejo, es imborrable y poderosa. Y quizás el resto de la novela no está a la misma altura. Dicen que Javier Marías escribía sus novelas a partir de un párrafo o de una idea matriz (en este caso la cita de Macbeth que le da el título a la obra). En cualquier caso, ese primer capítulo sin separación de párrafos no deja respirar, es un comienzo que convierte al lector en cómplice de la pesquisa que constituye el resto de la obra, narrada en primera persona. 

 La tragedia familiar constituye un vago recuerdo prestado y heredado por el protagonista, Juan, un intérprete de idiomas que trabaja en organismos internacionales y que acaba de casarse con una colega que hace lo mismo. Su trabajo le hace pasar temporadas en diferentes capitales donde se producen reuniones diplomáticas del más alto nivel (de las que por lo general no sale gran cosa).

 El estilo circular y envolvente del relato, las descripciones maniáticamente minuciosas, las variaciones en torno a una idea o una palabra, van definiendo al personaje protagonista cuyo mundo interior es complejo y lleno de fantasmas e inseguridades. A la vez, esa forma de relato reflexivo le otorga unidad los capítulos, aunque los extiende innecesariamente (Rulfo hubiera tachado páginas enteras).

 Desde el inicio entendemos que el protagonista se encuentra atrapado en un destino prefigurado e inevitable, sellado por fuerzas ajenas a su propia voluntad, como parece ser el caso de su matrimonio con Luisa, que él mira como espectador ajeno (“como si ella se hubiera casado y yo no todavía”) y no duda en calificar muchas veces como un “artificio”. En la mente de Juan, todo está rodeado de sospechas e incertidumbre, todo es artificioso y falso.

 Las reflexiones sobre la memoria son constantes: nada existe hasta que no está dicho. “I did the deed” (“Hice el hecho”), repite con Shakespeare, varias veces a lo largo de la obra, mientras espera revelaciones y hace conjeturas. Su imaginación, que es como una coraza defensiva, lo lleva a establecer relaciones donde no existen, entre episodios que describe en La Habana, en Nueva York o en Madrid. Cualquier coincidencia o semejanza es motivo para desplegar una trama que en realidad solo le sirve al protagonista retrasar el momento ineludible en el que, por persona interpósita, enfrentará una verdad más grande que su propia vida, que transcurre sin grandes desafíos.

 “… para no seguir ocupando su propio lugar y ocupar el de otra persona, el mundo entero se mueve a menudo sólo para dejar de ocupar su lugar y usurpar el de otro, sólo por eso, para olvidarse de sí mismo y enterrar al que ha sido, todos nos cansamos indeciblemente de ser el que somos y el que hemos sido”. Es posible que estos devaneos de corte filosófico hayan sido en la traducción alemana disparadores de un interés internacional mayor.

 Luego de un par de capítulos innecesarios, el primero referido al trabajo profesional de intérpretes y traductores, y una digresión sobre Macbeth para explicar el título de la obra, la novela adquiere vuelo en la medida en que se convierte en una búsqueda de respuestas que son vitales para la salud sicológica del narrador y protagonista, que quisiera descubrir la verdad y al mismo tiempo parece preferir ignorarla.

Javier Marías, Vargas Llosa y Pérez Reverte 

 Los personajes que rodean a Juan se revelan en dimensiones insospechadas. Sucede con su amiga Berta, intérprete en Naciones Unidas que suele alojarlo en Nueva York, pero sobre todo sucede con Ranz, su propio padre, del que sabe muy poco, solo aquello que él ha querido compartir, pero esconde el secreto más horrendo.

 La novela parece ser un ejercicio de sucesivas variaciones literarias para llegar a un final que no es final, sino una suerte de prolongación de la agonía del protagonista.

  Javier Marías murió el 11 de septiembre de 2022, luego de un mes afectado por una neumonía bilateral agravada por Covid-19, de la que no se recuperó. Me hubiera gustado encontrarme de nuevo con él en estas cinco décadas para decirle que quizás él no se acordaba de que estuve en su casa, pero yo sí. 

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Contar deforma, contar los hechos deforma los hechos y los tergiversa y casi los niega, 
todo lo que se cuenta pasa a ser irreal y aproximativo aunque sea verídico…
—Javier Marías