(Publicado en Página Siete y Los Tiempos el domingo 7 de agosto de 2022)
Mi nombre aparece en los agradecimientos de una película en la que nunca participé, que ahora hallé entre mis DVD. No recuerdo los detalles, pero estuve involucrado en la pre-producción de Powaqqatsi, segundo largometraje de la trilogía “qatsi” de Godfrey Reggio: Koyaanisqatsi (1982), Powaqqatsi (1988), y Naqoyqatsi (2002).
A través de mi amigo cineasta Fred Barney Taylor, conocí en New York a Bernardo Palombo, colega argentino que era asesor técnico de música latinoamericana del proyecto que preparaba Godfrey Reggio. Bernardo me presentó a Mel Lawrence, el productor, con quien me reuní varias veces en New York y una sola vez en Bolivia, para analizar los planes de producción en nuestro país. Yo debía cumplir funciones de productor local para unas pocas escenas que se filmarían en Bolivia, lo cual nunca sucedió. El equipo de filmación nunca atravesó la frontera de Perú a Bolivia como estaba previsto originalmente.
El mundo es así, un tejido de relaciones en el que estamos todos conectados por un máximo de “seis grados de separación”, el concepto que Frigyes Karinthy desarrolló en un cuento en 1929. Al cabo de la vida uno mira sorprendido esas relaciones que tejen una trama multicolor de encuentros marcados por el azar y la necesidad.
Powaqqatsi fue presentada por Francis Ford Coppola y George Lucas, al igual que otras dos películas de Godfrey Reggio. Ese espaldarazo, sin embargo, no ayudó para atraer al gran público. Powaqqatsi (que significa “vida en transición” en idioma hopi ) se filmó en diez países: Brasil, Egipto, Hong Kong, India, Israel, Kenya, Nepal, Perú, Alemania y Francia, y los créditos incluyen también a Bolivia. Las tomas en Europa no son muchas ni son las que más cuentan en este poema sinfónico que habla de los choques culturales, ambientales y socioeconómicos en un mundo donde los equilibrios se han roto. Godfrey Reggio se adelantó más de tres décadas en predecir el planeta caótico y a la deriva donde vivimos ahora.
Esta es una obra sin estructura convencional, un poema donde las imágenes se tejen con la música magnífica de Philip Glass, quizás lo más importante de la producción, sin desmerecer el trabajo de Reggio. Ambos creadores se entienden perfectamente y el resultado es una obra armónica, una sinfonía trágica porque muestra todo lo que la humanidad está perdiendo. Ni una sola imagen del filme está acompañada por su propio sonido, pero todas hablan por sí mismas. La edición de Iris Cahan y Alton Walpole es desconcertante y arbitraria, pues las imágenes de diferentes regiones se asocian sin aparente lógica, por eso la música de Philip Glass (que se inspira en sonoridades árabes, asiáticas y africanas) es tan importante, porque le otorga un sentido y una cadencia al poema visual.
Reggio ha plasmado su visión mística del mundo. Antes de ser cineasta, fue fraile en una orden muy estricta donde durante 14 años, desde su adolescencia, pasó largos periodos de silencio y ayuno. Eso desarrolló en él una capacidad de ver el mundo con otros ojos, para traducir en imágenes en movimiento sensaciones de una humanidad en crisis.
Si bien la película incluye imágenes celebratorias de fiestas y alegría en países del sur global, la mayor parte del tiempo se dedica a mostrar el dolor de la supervivencia humana, seres empobrecidos que resisten día a día en desiertos, montañas o sobre el agua. Las primeras (y últimas) imágenes de los mineros del oro en Serra Pelada (Brasil) cargando a un compañero exánime, simbolizan la carga enorme de la humanidad en un planeta exhausto.
Cada minuto de imagen está meticulosamente trabajado en la mesa de edición (con muchas menos ventajas tecnológicas que hoy), utilizando time lapse, cámara lenta, sobreimpresiones, sombras, detalles. Hay cierto pudor para acercarse a las personas: casi todas las secuencias están filmadas con teleobjetivo, salvo algunas donde aparecen niños, por quienes el realizador muestra consideración y simpatía. La fotografía de Graham Berry y de Leonidas Zourdoumis, realza la diversidad del planeta, aunque sumido en la pobreza y la desigualdad. Hay, a ratos un exceso esteticista por encima de la necesidad de mostrar la realidad.
De un continente a otro la humanidad se empeña en sobrevivir en circunstancias cada vez más adversas. Esparcidos sobre la costra de la tierra, arrancándole cada vez menos frutos, hombres y mujeres enfrentan un proceso de degradación social, económica y cultural que viene de la mano de una “modernidad” que beneficia a una minoría de países del hemisferio norte, y a sectores dominantes en las sociedades del hemisferio sur. Aunque el film no hace referencias concretas a la injusticia social, la desigualdad salta a la vista.
Peregrinos trashumantes, desplazados por las guerras o por la pobreza, millones se refugian en las ciudades que no ofrecen sino otra forma de marginalidad y discriminación. Las imágenes atiborradas de personas, los movimientos vertiginosos, los contrastes sociales en una misma imagen, preludian el mundo que estamos viviendo, el agotamiento de los recursos naturales, la saturación que lleva al colapso de los servicios, la alienación, la separación y el abandono, mientras la “caja boba” sigue mostrando imágenes de armonía y felicidad.
El título del film es un neologismo interpretado por el propio Godfrey Reggio: powaqqatsi (del idioma Hopi, powaq = hechicero + qatsi = vida) sería “una entidad, un modo de vida, que consume las fuerzas vitales de otros seres para favorecer su propia vida”.
Han pasado 34 años desde el estreno y más que nunca, Powaqqatsi muestra que la visión de Godfrey Reggio se ha ratificado. El mundo ha cambiado para peor, las ciudades han crecido desmesuradamente, las áreas rurales han sido abandonadas, la forma de vida trepidante, el consumo exacerbado, la contaminación, la basura y la destrucción de los bosques es la confirmación de una pesadilla que Reggio plasmó con una mirada visionaria.