(Publicado en Letra Siete, suplemento de Página Siete, el
domingo 16 de octubre de 2022)
Conocí a Javier Marías en 1971, cuando no era
lo que fue después, ni yo el que ahora soy. Es decir, no éramos sino dos
jóvenes que empezaban a escribir. Javier tenía 20 años y yo un año más.
Almorzamos en casa de su padre, el filósofo Julián Marías, para quien yo traía desde
Venezuela una carta de presentación de mi tía Mercedes Albert, actriz española
casada con Gonzalo, hermano menor de mi padre.
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Julián Marías y su hijo Javier Marías |
En la mesa presidida por don Julián Marías
estaban los otros hermanos: Fernando (que tenía entonces 22 años) y Miguel (de
24 años) que en ese momento era el que más me interesaba porque escribía
crítica de cine, como yo. Javier estaba a punto de publicar su primera novela, “Los
dominios del lobo”, a la que seguirían quince otras, pero de ese almuerzo solo
recuerdo el respetuoso silencio de los hijos (y el mío), delante del patriarca.
Yo acababa de aterrizar en Madrid con esas cartas de presentación que me
permitieron también conocer brevemente a Jaime de Armiñán y a Paco Rabal, pero
ninguna sirvió para mucho, en esa dura época final del franquismo.
Me he acercado a la obra narrativa de Javier
Marías con rodeos, eso me pasa con algunos escritores demasiado precedidos por
la fama. He acometido la que es considerada su novela más importante, “Corazón
tan blanco”, al menos la que más ediciones y traducciones ha tenido, debido a
un concurso de circunstancias que suelen darse en el mercado de los libros. Desde
su primera impresión en 1992 la novela se convirtió en un fenómeno literario. Sin
embargo, el mayor éxito llegó con las traducciones, sobre todo a partir de un
famoso programa de literatura en la televisión alemana, donde el respetado
crítico Marcel Reich-Ranicki la definió como una obra maestra. Eso fue cuatro
años después de su publicación en castellano.

La edición que tengo (2010) comienza con un
prólogo de Elide Pittarello que me salté para encarar sin ninguna influencia la
obra de Javier Marías, y solo lo leí al final, al igual que los dos epílogos de
esa edición. Considero que tanto los epílogos como el prólogo sobran, no le
añaden nada a la obra. Peor aún el prólogo, que es un intento de “explicar” la
novela, de reducir el margen creativo del lector. No entiendo esas decisiones
editoriales para una obra que existe por sí misma y tiene una trayectoria tan
sólida.
Como toda buena novela, la primera página
engancha al espectador y lo compromete. La imagen de la joven Teresa, la “niña”
que entra al baño con el revólver de su padre y se dispara al pecho frente al
espejo, es imborrable y poderosa. Y quizás el resto de la novela no está a la
misma altura. Dicen que Javier Marías escribía sus novelas a partir de un
párrafo o de una idea matriz (en este caso la cita de Macbeth que le da el
título a la obra). En cualquier caso, ese primer capítulo sin separación de párrafos
no deja respirar, es un comienzo que convierte al lector en cómplice de la
pesquisa que constituye el resto de la obra, narrada en primera persona.

La tragedia familiar constituye un vago
recuerdo prestado y heredado por el protagonista, Juan, un intérprete de
idiomas que trabaja en organismos internacionales y que acaba de casarse con
una colega que hace lo mismo. Su trabajo le hace pasar temporadas en diferentes
capitales donde se producen reuniones diplomáticas del más alto nivel (de las
que por lo general no sale gran cosa).
El estilo circular y envolvente del relato,
las descripciones maniáticamente minuciosas, las variaciones en torno a una
idea o una palabra, van definiendo al personaje protagonista cuyo mundo
interior es complejo y lleno de fantasmas e inseguridades. A la vez, esa forma
de relato reflexivo le otorga unidad los capítulos, aunque los extiende
innecesariamente (Rulfo hubiera tachado páginas enteras).
Desde el inicio entendemos que el protagonista
se encuentra atrapado en un destino prefigurado e inevitable, sellado por
fuerzas ajenas a su propia voluntad, como parece ser el caso de su matrimonio
con Luisa, que él mira como espectador ajeno (“como si ella se hubiera casado y
yo no todavía”) y no duda en calificar muchas veces como un “artificio”. En la
mente de Juan, todo está rodeado de sospechas e incertidumbre, todo es
artificioso y falso.

Las reflexiones sobre la memoria son
constantes: nada existe hasta que no está dicho. “I did the deed” (“Hice el
hecho”), repite con Shakespeare, varias veces a lo largo de la obra, mientras
espera revelaciones y hace conjeturas. Su imaginación, que es como una coraza
defensiva, lo lleva a establecer relaciones donde no existen, entre episodios
que describe en La Habana, en Nueva York o en Madrid. Cualquier coincidencia o
semejanza es motivo para desplegar una trama que en realidad solo le sirve al
protagonista retrasar el momento ineludible en el que, por persona interpósita,
enfrentará una verdad más grande que su propia vida, que transcurre sin grandes
desafíos.
“… para no seguir ocupando su propio lugar y
ocupar el de otra persona, el mundo entero se mueve a menudo sólo para dejar de
ocupar su lugar y usurpar el de otro, sólo por eso, para olvidarse de sí mismo
y enterrar al que ha sido, todos nos cansamos indeciblemente de ser el que
somos y el que hemos sido”. Es posible que estos devaneos de corte filosófico
hayan sido en la traducción alemana disparadores de un interés internacional mayor.
Luego de un par de capítulos innecesarios, el
primero referido al trabajo profesional de intérpretes y traductores, y una
digresión sobre Macbeth para explicar el título de la obra, la novela adquiere
vuelo en la medida en que se convierte en una búsqueda de respuestas que son
vitales para la salud sicológica del narrador y protagonista, que quisiera
descubrir la verdad y al mismo tiempo parece preferir ignorarla.
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Javier Marías, Vargas Llosa y Pérez Reverte |
Los personajes que rodean a Juan se revelan en
dimensiones insospechadas. Sucede con su amiga Berta, intérprete en Naciones
Unidas que suele alojarlo en Nueva York, pero sobre todo sucede con Ranz, su
propio padre, del que sabe muy poco, solo aquello que él ha querido compartir,
pero esconde el secreto más horrendo.
La novela parece ser un ejercicio de sucesivas
variaciones literarias para llegar a un final que no es final, sino una suerte
de prolongación de la agonía del protagonista.
Javier Marías murió el 11 de septiembre de
2022, luego de un mes afectado por una neumonía bilateral agravada por Covid-19,
de la que no se recuperó. Me hubiera gustado encontrarme de nuevo con él en
estas cinco décadas para decirle que quizás él no se acordaba de que estuve en
su casa, pero yo sí.
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Contar deforma, contar los hechos deforma los hechos y los
tergiversa y casi los niega,
todo lo que se cuenta pasa a ser irreal y
aproximativo aunque sea verídico…
—Javier Marías