07 diciembre 2022

La interlegalidad negociada

(Publicado en el suplemento Ideas de Página Siete, el domingo 18 de septiembre de 2022)

 “En busca de la justicia. Historia del pluralismo jurídico e interlegalidades en Bolivia” (2021, 230 páginas) de Ramiro Molina Rivero, es una obra de investigación histórica y sociológica que revela mucho sobre la justicia indígena en Bolivia desde sus orígenes. Ha sido publicada por la Fundación Konrad Adenauer, que ha demostrado desde hace años su compromiso con la democracia y el pensamiento independiente en Bolivia.

 El título podría ser de una novela o serie policial de televisión, y en verdad, esta indagación es tan apasionante como una pesquisa de Sherlock Holmes o de NCIS. El libro está dividido en cuatro partes, correspondientes a periodos históricos bien diferenciados: el incario, la Colonia, la república temprana y la república del siglo XX. Luego de concluir su lectura uno siente que ha aprendido sobre el hilo conductor que existe entre esos periodos, y entiende que nunca hubo quiebres tajantes, como una historia sesgada o los discursos políticos podrían sugerir.

 Lo fascinante es descubrir que en los cuatro periodos hay una negociación permanente entre la justicia indígena y la occidental, sea esta última de la Corona española o de la república. Es más, también existió una negociación entre la justicia vertical y absolutista que implantaron los incas, y la justicia de las comunidades rurales (ayllus) que precedieron al establecimiento del imperio.

 Para neófitos como yo el libro abre los ojos y el espíritu y hace pensar en lo poco que conocen los gobernantes actuales sobre el tema con el que se llenan la boca demagógicamente. La ignorancia que los caracteriza da lástima.

 “La historia del pluralismo jurídico en Bolivia se escribe por primera vez y ese solo hecho es un mérito enorme. A partir de este aporte podrán hacerse otros, que lo amplíen, modifiquen refuten o contradigan; pero, es el primer paso, el primer ladrillo de una apasionante temática”, escribe Carlos Derpic en un prefacio conciso que introduce a la obra y al autor, quien reúne la condición de un académico serio, con experiencia probada de convivencia con las comunidades sobre las que escribe. Su investigación no es solo el resultado de una revisión de archivos.

 También nos informa Derpic que Molina “fue actor principal y coordinador en una investigación realizada en 1998 por el ministerio de Justicia, que concluyó con la publicación de diez tomos de ‘Justicia Comunitaria’; pionero en el intento de sistematización del pluralismo jurídico en Bolivia”.

 En cada uno de los periodos analizados, el autor analiza la coexistencia de dos sistemas jurídicos, con desventaja para el sistema indígena ancestral, del que no quedan documentos ni testimonios suficientes. “La historia se desarrolla en torno a una pluralidad jurídica, pero principalmente nos centramos en las relaciones de interlegalidad en la medida en que (...) evidenciamos la coexistencia de dos sistemas jurídicos muy distintos en un mismo espacio geopolítico”, escribe en el prólogo.

 Señala el desafío de reconciliar sistemas de valores diferentes, “ya que dependen del poder imperante de uno sobre el otro a lo largo de la historia”. Las relaciones asimétricas entre la justicia indígena y la justicia estatal ordinaria, son una suerte de leit motiv a lo largo de los cuatro capítulos del libro.

 La “interlegalidad” es un concepto lúcido y dominante en el análisis: los indígenas desarrollaron su propio sistema de justicia, pero nunca dejaron de negociar sus reivindicaciones usando los instrumentos de la justicia del Estado.

 El incario

 La abundante bibliografía y las referencias a autores de reconocida trayectoria académica, como Condarco Morales y John Murra, permiten en la primera parte, “El pluralismo jurídico en el incario”, desbaratar el mito del imperio incaico como un Estado socialista, bondadoso y de bienestar para todos. Aunque ese mito ha sido desmontado científicamente por varios autores, sigue siendo utilizado con fines ideológicos como argumento central del discurso del “buen vivir”, sin contenido real, en campañas demagógicas que se asientan en un poder tan vertical como el de los incas.

 Me pregunto si en aquella época los incas también usaban ese discurso para prolongarse en el poder indefinidamente.

 Retomando a Murra, Molina afirma que los sistemas de reciprocidad y de redistribución se desarrollaron en los ayllus precisamente contra el sistema “perverso” de los incas que pretendían consolidar el linaje imperial: “Los sistemas de reciprocidad y redistribución van más allá de una economía de bienestar o de una economía socialista, recayendo más bien en una estrategia de uso racional de los excedentes en almacenamientos para ser utilizados allí donde la autoridad creyera más conveniente” (Murra, 1975).

 La investigación teje las relaciones de la economía, la religión y el poder, con la justicia, que no emerge de principios sino de necesidades. Es fascinante análisis del “dualismo jurídico” como el punto de encuentro entre las prácticas del ayllu y la imposición del Estado inca. La ley estaba subordinada a quienes gobernaban por un supuesto derecho divino y no por representar a la ciudadanía, anota Molina siguiendo a Pease (1965). De hecho, un factor de unificación del imperio fue el mito del origen de la dinastía inca, que se enseña sin cuestionamiento en las escuelas y sirve por igual para los discursos populistas.

 Es difícil olvidar la imagen de Evo Morales disfrazado de rey sol para su entronización en Tiwanaku. Parece que estuviéramos leyendo las noticias de hoy. Eso es fascinante en el libro, es inevitable establecer la relación con el presente.

 Muy diferente era la estructura social del ayllu ancestral. “La palabra ayllu, de origen quechua y aymara, significa, entre otras cosas: comunidad, linaje, genealogía, casta, género y parentesco. Puede definirse como el conjunto de descendientes de un antepasado común, real o supuesto, que trabaja la tierra en forma colectiva y con un espíritu solidario”, nos dice Molina para explicar la estructura estamental del imperio, que supo aprovechar esa forma de organización social comunitaria, alrededor de la cual se desarrolló un sistema de justicia para regular el pago de tributos de quienes trabajaban la tierra, extraían minerales o fabricaban vestimenta.

 Los delitos contra el inca eran delitos contra dios. Aunque no había leyes escritas, la justicia de los incas reconocía delitos civiles y delitos penales. Los primeros eran pasibles de sanciones que podían resolverse con reparación, pero los segundos incluían castigos corporales y la pena máxima. Hablar “mal” del inca o mirar directamente su rostro se castigaba con la pena de muerte. En los procedimientos judiciales no existía apelación: las sentencias se ejecutaban sumariamente.

 El fin último de las leyes era el pago de tributos, de los que vivía el Estado y la clase dominante. Algunos castigos por incumplimiento podían derivar en la confiscación de bienes o el exilio, a veces de comunidades enteras.

 En el incario prevalecían dos sistemas complementarios: la justicia del inca centralizada y teocrática, y la comunitaria, tolerada como parte de las costumbres anteriores al establecimiento del imperio.

 El sistema colonial

 Fueron sagaces los españoles para obrar de manera similar a la de los incas: negociar un sistema de justicia tomando ventaja del que ya existía, puesto que era la base para el cobro de tributos.

 En el capítulo “El sistema jurídico plural colonial, siglos XV-XVIII”, Molina muestra cómo el sistema colonial español (de Castilla y Aragón), se sobrepuso sobre el incaico sin destruirlo, para garantizar la continuidad de la mano de obra en la explotación de recursos, el ordenamiento social estamental y el pago de tributos. El primer acto “judicial” de los conquistadores fue la lectura del “requerimiento” de sometimiento a la iglesia católica que hizo el cura Vicente Valverde en el histórico encuentro (o desencuentro) de Cajamarca en 1532 entre Francisco Pizarro y Atahuallpa. Al igual que los incas, los españoles se decían escogidos por un dios superior. A partir de allí, hay una historia de casi tres siglos de atropellos en los que la iglesia y el poderío militar de España fueron de la mano contra los nativos de América del Sur.

 Con su enorme influencia el virrey Toledo separó jurídicamente la república española del sistema comunitario de los indígenas, destinados a permanecer en áreas rurales. Hábilmente, el poder colonial se alió a la nobleza indígena que siguió gozando de privilegios, como la exención de impuestos. Los jatunruna, la mayoría de indígenas, siguieron sometidos al vasallaje que ya conocían de los incas “socialistas”.

 El mestizaje hizo cambiar algunas cosas progresivamente, ya que los mestizos (al igual que los mulatos) tenían derecho de vivir en las ciudades en lugar de quedar confinados en las “reducciones” para ser evangelizados. “Desde el punto de vista jurídico, la República de los indígenas mantuvo su gobierno local, permitiendo la subsistencia y reproducción de sus tradiciones legales en un contexto de derecho autónomo”, nos dice Molina, quien ve el pluralismo legal como un “pluralismo instrumental”. Curacas y caciques fueron la correa de transmisión entre el poder colonial y los indígenas del común.

 La negación actual del mestizaje con fines de cooptación política resulta absurda ya que desde el siglo XVII existía una política deliberada de contraer matrimonio entre españoles y mujeres de la nobleza inca, pues a ambos beneficiaba ese tipo de alianza para ocupar puestos estratégicos en la administración criolla.

 El “derecho indiano” en las leyes de Burgos (1512) es clave incluso antes de la llegada de los conquistadores a la región andina. Dichas leyes que se originaron por las denuncias del obispo Bartolomé de las Casas al emperador Carlos V, pretendían proteger a los indígenas del maltrato y acelerar el proceso de evangelización. Reconocían las leyes y costumbres mientras no entrasen en contradicción con los intereses de la Corona.

 La república temprana

 Vemos el mismo pragmatismo de los indígenas en el tercer capítulo que aborda la negociación entre la naciente república y la estructura jurídica mantenida durante siglos por las comunidades. De hecho, sublevaciones como la de Tomás Katari en el norte de Potosí, no eran contra la Corona sino contra los abusos y la corrupción de corregidores locales.

 Paradójicamente, a pesar de los antecedentes libertarios de la Revolución Francesa y de las primeras independencias americanas, la naciente república quiso torpemente erradicar el derecho indiano, pero la justicia indígena se dio formas para sobrevivir. Al no reconocer el pluralismo jurídico, el estado republicano fue más absolutista que la propia Corona española.

 Las independencias americanas se vieron favorecidas por el resquebrajamiento del poder de los borbones y la invasión napoleónica de España. La lucha entre realistas y patriotas independentistas en los Andes tenía una característica que hoy muchos prefieren olvidar por oportunismo político: el grueso de las tropas, tanto realistas como independentistas, estaba conformado por indígenas que no se plegaron en bloque a los vientos de liberación como quien hacernos creer. Los indígenas perseguían sus propios fines, desmarcándose de criollos y mestizos.

 El liberalismo europeo suponía que el ser humano individual y la propiedad privada estaban por encima de la colectividad. La “democracia representativa” no era tal, puesto que excluía a las grandes mayorías analfabetas y a las mujeres. Frente a leyes que no los representaban, los indígenas se replegaron al ámbito comunal donde las asambleas o los consejos de ancianos tomaban las decisiones.

 El capítulo final, “Interlegalidades y pluralismo jurídico en el siglo XX” tiene mayor densidad teórica porque es al mismo tiempo una revisión acumulativa de los capítulos anteriores. Aborda la construcción del sujeto jurídico desde el “reconocimiento” (Hegel) o la “interpelación” (Althusser) del sujeto social e histórico.

 Las medidas legales de “protección” del indio no dejaban de ser discriminatorias desde la perspectiva de la identidad, ya que colocaban a los indios “rústicos” y “miserables” como menores de edad, desvalidos y marginales. La solución de conflictos siguió viabilizada en el espacio movible de la interlegalidad. La “ciudadanía” era para el poder hegemónico, un espejismo conveniente.

 En un país donde la justicia ha retrocedido varias décadas en pocos años del gobierno del MAS, este libro llega en el momento preciso para ayudarnos a reflexionar sobre la justicia que queremos para todos los bolivianos, o quizás la justicia mínima a la que podemos aspirar cuando todo el sistema parece haberse desmoronado por el oportunismo y la corrupción.

 Me viene a la mente esta pregunta: ¿Cuánto aprendería el vicepresidente Choquehuanca si supiera leer?

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Ningún vencido tiene justicia si lo ha de juzgar su vencedor.
—Francisco de Quevedo