Había pasado ya tanto tiempo, que olvidé
completamente el asunto hasta que un par de meses atrás, a fines de noviembre
de 2014, coincidí con Omar Rincón en un vuelo de Bogotá a Ciudad de México. Al
aterrizar, en cuanto nos entregaron las maletas abrió la suya y vació en la
mía, con la presteza de dos hábiles contrabandistas, una veintena de ejemplares
del libro Manifiestos incómodos, desobedientes, mutantes, donde aparece un texto mío. Eso me gusta de Omar,
anda por el mundo con la cabeza en ebullición, inventando a cada rato cosas
buenas y provocadoras (doblemente buenas).
Ya con los ejemplares en mano recordé que
a principios de septiembre de 2013 recibí una curiosa invitación de Omar Rincón
y de Jesús Martín Barbero para participar en el proyecto “Manifiestos: una
laica parábola de América Latina”.
La invitación, en pocas palabras, decía:
“Queremos hacer en el 2013 un texto con muchos autores escribiendo un
"manifiesto" sobre este mundo, y por eso le estamos invitando a
participar en el juego de las ideas como amigos, cómplices, conocidos y
referidos... Se trata de un proyecto con
dignidad y rabia en busca de que cada autor tenga voz propia y piense desde su propia
cabeza, escribiendo en brevedad lo que
le venga en gana”.
Jesús Martín añadió a la invitación un
texto suyo encabezado por citas de Cortázar, Octavio Paz y Foucault, y él mismo
empezaba diciendo cosas como éstas: “Manifiesto es el movimiento que hace
manifiesto algo, lo que implica dos cosas: hacerlo público y pasar al acto.
Pues siendo un acto discursivo, el manifiesto pertenece al muy especial ámbito
de la invitación a protestar o a festejar, lo que lo convierte en un habla que
actúa en el sentido performativo propuesto por Austin: un decir-que-hace,
produce/transforma la situación tanto de los hablantes como de los concernidos
por esa acción”.
Dicho y hecho: 26 cómplices respondimos a
la provocación, 14 hombres y 12 mujeres de once países, siendo yo el único
boliviano: “Nos sentimos incómodos con este mundo que nos tocó en destino; nos
afirmamos desobedientes frente a los expertos y los saberes que nos dominan;
nos asumimos mutantes perdidos en las sensibilidades de la sociedad que
habitamos”.
Jesus Martín Barbero y Alfonso Gumucio, en Bogotá |
Más tarde que temprano fuimos enviando
los textos, que no eran extensos pero había que madurarlos bien, intuyendo lo
que Jesús Martín Barbero diría después en el prólogo del libro: “¿Para qué nos
sirve hoy la cabeza? Antes sirvió para memorizar. En la modernidad sirvió para
ordenar. Hoy se le exige escuchar, mutar e inventar”.
Envié mi texto recién a fines de febrero
de 2014, dando largas por la tolerancia de Jesús y de Omar, hasta que éste último
empezó a escribirme con mayor regularidad: “No sé si recibiste mis mensajes
anteriores…” y terminó dándome la fecha definitiva en que el manuscrito se iba
a la imprenta.
Ver ahora el libro publicado es una satisfacción
no solamente porque constituye una apuesta diferente, sino porque reúne a una
pléyade de amigos y colegas. El área de comunicación (3C) que dirige Omar en la
Fundación Friedrich Ebert (FES) publicó Manifiestos incómodos, desobedientes, mutantes y como suele hacer con todos los textos
que publica, colgó inmediatamente el libro en la red, para que pudiera llegar a
más lectores (gratis, a un clic de distancia).
Mi contribución en el libro lleva por título “Manifiesto para atreverse”
y dice así:
Vivimos en un mundo donde lo material –el
vil metal- se ha convertido en la esencia de todas las motivaciones, mientras
lo sensible, aquello que agita las hormonas y eriza la piel, ha pasado a un
segundo plano.
La generación más joven parece haber
perdido la capacidad de mirar hacia adelante, pero también hacia atrás. El
abanico del tiempo se ha reducido a lo inmediato, se ha cerrado de golpe como
si los horizontes se hubieran abolido. La historia se ha hecho difusa y la
memoria no tiene vocación de futuro.
Omar Rincón |
Nuestra sociedad y sus antivalores de
consumo masivo y depredador de la naturaleza coloca a muchos jóvenes en la
posición de no ver más que el presente inmediato y de vivirlo de manera
oportunista, sin responsabilidad social. Detrás de la algarabía reluciente de
los gadget se esconde una inseguridad
creciente y una falta de referentes identitarios.
Las llamadas nuevas tecnologías (siempre
hubo una nueva tecnología, pero insistimos en olvidarlo) que como nunca antes
han puesto a disposición inmediata un océano de información e infinitas
posibilidades de intercambio, influyen día a día en una generación insegura de
nativos digitales que buscan reconocimiento e identidad acumulando miles de
“amigos” virtuales a los que no conocen y con los que casi no dialogan.
En las plataformas virtuales todos
quieren ser leídos pero nadie tiene tiempo de leer a los otros. Estar siempre
en contacto, en cualquier espacio y en cualquier momento, no es sino una
máscara de la soledad en la que gradualmente nos hemos refugiado. La ilusión de
ser parte de una red mundial escamotea lo relacional y promueve el aislamiento.
Las nuevas generaciones están
permanentemente conectadas a una nube etérea a través de modernas prótesis portátiles
-teléfonos inteligentes, tabletas y otras maravillas- pero su mirada abarca
cada vez menos en términos históricos y sociales. Un clic es la distancia que media entre la
culpa y la militancia virtual. Basta oprimir una tecla para apoyar las causas
nobles y con eso se compra algo de paz de conciencia, pero son cada vez menos
los que participan física y activamente en movimientos sociales de carne y
hueso.
Las redes virtuales, mal llamadas redes
sociales, son una forma de autismo colectivo que en lugar de desarrollar
afectos, complicidades y compromisos, aíslan a las personas detrás de una
catarata de pantallazos efectistas, imágenes sin tiempo para ser procesadas, y
palabras que son la apariencia de un “yo también existo”. Plataformas como
CaraLibro o PíoPío –y un centenar más- no son redes de relación sino apenas
canales que pueden, o no, facilitar la formación de esas redes, a veces con
consecuencias políticas importantes, pero las más de las veces como espacios de
catarsis.
Hay quienes usan las plataformas
electrónicas para promover causas justas pero también quienes se aprovechan de
ellas para declamar públicamente su obsecuencia política, su falta de sentido
crítico y su implícita intención de obtener favores de los poderosos.
Es tiempo de recuperar la comunicación
relacional que nos permite avanzar juntos fuera de las miradas mediadas por las
pantallas luminosas. Recobrar la juventud significaría mirar la vida como un
milagro cotidiano, con ojos vírgenes de condicionamientos e imposiciones.
Significa salir del rebaño de los gestos repetidos infinitas veces, de las
actitudes clonadas y de la pasividad contagiosa.
La rapidez y la superficialidad
sustituyen la observación y la profundidad. Ahora basta leer dos líneas y hacer
un clic para decir “estoy de acuerdo” con una pereza que bloquea cualquier
intento de reflexión verdadera.
Por esa vía no vamos a ninguna parte. Por
esa vía somos sujetos controlados y cada vez más aislados. Por esa vía hacemos
lo que el poder hegemónico quiere que hagamos: permanecer entre cuatro paredes
e ignorar lo que sucede en el mundo.
La comunicación pasa por un diálogo
fluido, con el tiempo necesario y la voluntad de compartir. Tenemos que
atrevernos a ocupar el espacio público físico y cultural, ese espacio donde el
verdadero diálogo es posible, donde nos vemos las caras y nos reconocemos en
nuestra acción colectiva. Ese espacio hoy por hoy copado por las empresas, por
la publicidad y por el miedo.
En los espacios de interacción cultural
las nuevas generaciones tienen que atreverse a pensar. El pensamiento es un
proceso de reflexión crítica y no un subproducto automático de la inercia
cerebral. El pensamiento crítico implica compromiso social y visión de futuro.
Hay que atreverse a levantar la cabeza y
mirar lejos. Es imprescindible construir colectivamente un horizonte más humano
y menos dependiente.
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El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas
o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio de lo cual se
lucha,
aquel poder del que quiere uno adueñarse.
--Michel Foucault