Mientras en La Paz (Bolivia) se daban un alegrón de
burro con la designación (mediante plebiscito maniqueo y poco transparente) de la sede de gobierno como una de las siete “ciudades maravilla” del mundo (una lista
bastante arbitraria a la que se accede pagando), yo estaba con mis amigos Mónica Carles y
Jorge González en la otra La Paz, capital del Estado de Baja California Sur, en
el extremo sur de la enorme península que parece flotar entre las agitadas
aguas del Océano Pacífico y las del Mar de Cortés, preparando el ánimo para
varias exploraciones terrestres y acuáticas de esas que le ponen color, sabor y
humor a la vida: recorrer cientos de kilómetros en el desierto, descender a la
profundidad de cañones donde junto a oasis y humedales se hallan pinturas
rupestres que son Patrimonio de la Humanidad, nadar en mar picado entre
tiburones ballena bebé que miden 4 o 5 metros de largo, y tostarme como camarón
en playas de arena fina y blanca.
Los conquistadores españoles tardaron
cien años en reconocer la península, pues su extensión les hizo pensar que se
trataba de una isla separada del continente. En su segmento más ancho, que
corresponde a la reserva de la biósfera El Vizcaíno, la península mide apenas
230 kilómetros, y en su punto más angosto mide menos de 50 kilómetros.
Para tener una idea de la dimensión de la
península de Baja California podemos superponerla sobre el mapa de Italia. Hay que recorrer 1628
kilómetros de distancia por carretera entre Tijuana (en el extremo norte) y
Cabo San Lucas (en el extremo sur), más que desde la frontera de Italia con Suiza
hasta el extremo sur de la bota. De Milán a Palermo (Sicilia), cruzando toda Italia
por carretera, hay 1470 kilómetros de distancia.
Comparemos su longitud con Bolivia: si trazamos una línea recta entre Cobija, la capital de Pando que es el punto
fronterizo más al norte de Bolivia, y el punto más alejado en el extremo sur,
Yacuiba, en la frontera con Argentina, tendríamos 1336 kilómetros de distancia, algo menos que la longitud de Baja
California.
Estuve una semana recorriendo el sur de la
península y una semana en La Paz, donde pocos paceños peninsulares habían
conversado antes con un paceño altiplánico. Cerca de 300 mil habitantes tiene
esta ciudad que fue azotada, al igual que todo el sur de la península, por el
huracán Odile precisamente en los días en que los mexicanos celebraban sus
fiestas patrias, el 14, 15 y 16 de septiembre. El diámetro del ojo del ciclón
tenía 30 kilómetros y la masa de agua superaba los 200 kilómetros, cubriendo
completamente el sur de la península y el Mar de Cortés.
Cerca del Hotel La Posada donde nos alojamos, acababan de terminar la
construcción del edificio más alto de la ciudad, a punto de ser inaugurado
cuando las ráfagas de vientos sostenidos con velocidad de 195 km por hora lo
dejaron desnudo hasta el esqueleto. Por
suerte no había sido aún ocupado, pues volaron todas las ventanas y parte de
los muros.
Otras ciudades peninsulares fueron castigadas
por el huracán, que se llevó árboles, torres de electricidad, carreteras y
playas. Y también turistas que ahora tienen miedo de regresar, por lo que la
temporada alta se ha retrasado como si la cola de Odile siguiera escarmentando
la economía de la región. En la ciudad más visitada por turistas, Los Cabos, 26
mil extranjeros y 4 mil mexicanos fueron albergados en 164 refugios temporales.
Pero a apenas tres meses del evento meteorológico, no quedan muchas cicatrices
porque el proceso de reconstrucción se inició al día siguiente.
Malecón de La Paz |
Uno camina ahora sobre el extenso malecón
de La Paz como si nada hubiese pasado. Con sus tres kilómetros de largo, es el
lugar más agradable de esa bahía. La ciudad entera parece confluir sobre él y
los restaurantes, cafés y bares que se llenan de día y de noche. Sobre la
rambla del malecón hay esculturas alusivas al mar, pequeñas plazas y kioscos, y
un carril especial para bicicletas. En un extremo, el Hotel El Moro hizo,
por unos minutos, que me sintiera lugareño.
Agua por todas partes, agua que se mira
en el cielo con tonos turquesa, azules profundos o verdosos. Agua que destella
con olas plateadas y se deja golpear por pelícanos en busca de la pesca del
día. Mientras me clavaba varias agujas en la barriga y en las piernas, el
doctor Oliver Chung, connotado médico acupunturista, me decía que era esa visión
del agua que lo había retenido en La Paz durante 35 años.
Punta Balandra |
Cerca de La Paz hay numerosas caletas de
piedra o de arena blanca y fina, las preferidas por los visitantes. Pasamos una
tarde agradable en Punta Balandra, una extensa bahía que uno puede recorrer en
cualquier dirección sin que el agua pase de la altura de las rodillas. En la
desembocadura de la bahía hay formaciones rocosas, una de ellas emblemática: el
honguito, que al final de la tarde cuando cae el sol ofrece vistas
espectaculares.
No todo es armonía en Baja California
Sur, pues además de los huracanes se ciernen otras amenazas sobre lugares
paradisíacos que durante décadas solamente eran habitados por pescadores
locales. En años recientes la voracidad de inversionistas ajenos al lugar, en
complicidad con autoridades mexicanas, ha penetrado en espacios hasta entonces
vírgenes con gigantescos proyectos inmobiliarios que suelen empezar con la
privatización de las playas y la expulsión de la población local, como se denuncia
el excelente documental Baja all-exclusive (2011) realizado por Carmina Valiente, a quien conocimos
durante la estadía en La Paz.
con Micheline Cariño y Mario Monteforte Sánchez |
Otros encuentros van tejiendo el mapa
transfronterizo de relaciones. El más inesperado tuvo lugar la noche que
Micheline Cariño, profesora de la Universidad de Baja California Sur, nos
invitó a su casa para celebrar la primera posada de Navidad. Hacia el final de
la velada nos llevó a su estudio para mostrarnos su obra Oasis sudcalifornianos y otros libros, uno de los cuales había
publicado en coautoría con Mario Monteforte Sánchez. Cuando le preguntamos si
tenía alguna relación con mi amigo el escritor guatemalteco Mario Monteforte
Toledo nos dijo que sí, que era su hijo y además marido de ella. Una increíble
casualidad puesto que estábamos en la propia casa y yo no lo había reconocido. No
tenía yo idea (o no lo recordaba) que el hijo de Mario vivía en Baja
California, pero sí recordaba que él y sus hermanos habían estado en mi casa,
en Ciudad de Guatemala, en enero del 2004, cuatro meses después de la muerte de
Mario. Es más, Micheline había estado también allí y ni ella no yo lo
recordábamos.
Los itinerarios entre las personas se
cruzan y se tejen de maneras que escapan a cualquier razonamiento lógico,
aunque hay teorías como “seis grados de separación” que explican el fenómeno
mediante fórmulas matemáticas. En cualquier caso, no terminó allí el recorrido por Baja California Sur.
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El mar también elige
puertos donde morir.
Como los marineros.
Como los marineros.
—Miguel Hernández