Una nueva generación de cineastas
bolivianos enriquece nuestro panorama cultural con propuestas muy personales
que se distancian de la narrativa a la que estamos acostumbrados, ya sea en el
género de ficción o en el documental. Por la abundancia de las nuevas
incursiones y aportes resulta difícil clasificar a estos nuevos cineastas en
categorías etarias o temáticas, porque se multiplican como si no dependieran de
una tradición, de una historia que marca, como sucedió con mi generación.
Hace más de un mes estuve en la
Cinemateca Boliviana para asistir al estreno de El corral y el viento (2014, 55 min) de Miguel Hilari, y me quedé
desde entonces con ganas de comentar este film construido con una mirada muy
particular, muy personal. La película de Hilari es un retorno, un regreso a los
orígenes del cineasta a la comunidad de Santiago de Okola el lago Titicaca,
donde fue niño.
Sin embargo, ya no lo es. Hilari es ahora
un adulto, un cineasta profesional formado en Europa, que ha incorporado otra
cultura y otras miradas en su manera de ver el mundo. Y aunque ya ha adoptado
un mundo muy diferente al suyo, su mirada no es europea, más bien se aleja de las formas miserabilistas o
conmiseradas de ver la realidad de los campesinos pobres como objetos de
estudio antropológico, y también de las formas heroicas que convierten a
cualquier comunidad indígena en una suerte de trinchera de resistencia de las
culturas ancestrales contra el malevo mundo occidental.
La primera escena de la película capturó
mi atención por esa su manera apacible, sin prisas, de recobrar el pasado. Sobre
la cama de una humilde morada, un niño juega con su gato. Plano fijo. Largo. No
es más que eso y es mucho más que eso, porque a pesar de que la cámara no se
mueve, no interviene, no manipula, lo que sucede dentro del cuadro, el
movimiento dentro de la composición, es fascinante. Ese plano, como varios otros en el film,
transcurre sin prisas, no tiene apuro, lo cual probablemente aburre a quienes
ya perdieron la costumbre de contemplar, es decir, a los espectadores que ahora
ven cine como si vieran televisión, mientras comen, hablan por teléfono y se
distraen con tonterías fuera de la pantalla.
Hay una manera de ver cine que tiene que
ver con la capacidad de observación y de empatía que Hilari, de manera muy
natural, desarrolla en El corral y el
viento. Ese es uno de los grandes aportes de este documental, nos enseña a
ver cine de nuevo, a dialogar con la imagen sin presiones, a comprometernos con
la posición epistémica del realizador.
Miguel Hilari |
En la manera de ver de Hilari hay un
respeto profundo por los sujetos con los que interactúa y sobre los objetos que
estudia con la cámara. No interviene sobre ellos para modificarlos, ni para dar
testimonio de ellos. No puede clasificar la película como un documental, ni
como un testimonio, ni como un estudio antropológico o etnográfico, pero es una
mirada respetuosa, amiga, cercana y solidaria.
Resulta muy difícil encasillar en un
género esta secuencia de planos largos y con muy poco comentario, que
reconstruyen la relación entre el cineasta y la comunidad a la que regresa. Todo
lo que sucede delante de la cámara es cotidiano y a la vez fundamental para la
comunidad, para el cineasta y para el espectador que observa. El vuelo de un
barrilete, el juego de los niños con los animales o el parto de una oveja en el
corral. Arriba, en el cielo, la huella de un jet es suficiente para marcar con
fuego la paradoja: un mismo planeta, dos mundos distintos, dos dimensiones de
espacio y tiempo.
Una de las escenas que llama la atención transcurre
frente a la escuela donde los niños declaman poemas que sus maestras les enseñan
a recitar para estar a tono con los tiempos de cambio. “El imperio yanqui” se
menciona como si los niños supieran de qué se trata. Contrastan el discurso ideologizado
apegado a la versión oficial y el estilo de declamación que pertenece a un
pasado que no se puede borrar tan fácilmente. Para esos niños de escuela, el
contenido de lo que declaman con vehemencia forzada, con el puño en alto y un
casco de minero, les es tan ajeno, como el mural a sus espaldas, que representa
a Pitágoras y a Thales de Mileto. No necesita decirlo el director del film,
cualquier espectador entiende.
Las intervenciones “en off” del
realizador son poas y breves. Constituyen un contrapunto más que una explicación
de la imagen, que no necesita de palabras para ser muy elocuente: “En otros
tiempos, los primeros hombres salieron de las aguas del Lago Titicaca. Mucho
después, mi abuelo fue encerrado en un corral de burros por querer aprender a
leer y escribir. Hoy, mi tío vive solo, porque sus hijos se fueron a la ciudad”.
Hilari nos da con su voz la información
básica sobre la que se funda su documental, a partir de la cual él desarrolla
el diálogo visual –con un gran sentido plástico, con los personajes que son parte
de su familia ampliada, la comunidad. Las descripciones visuales incluyen el
horizonte del altiplano, las fachadas de las casas, las puertas y ventanas,
todo aquello que el cineasta reconoce, es decir, re-conoce, conoce de nuevo,
casi como si fuera la primera vez.
En El
corral y el viento no hay una línea argumental en el sentido cinematográfico
tradicional. Sin duda hubo un guión para poder filmar, pero este podría
resumirse en una lista de intuiciones y sentimientos que solamente una persona
podría haber filmado: Miguel Hilari.
No voy a decir que El corral y el viento es una gran película, pero es una manera reposada,
fresca y sin prisas de mirar la realidad, sin otra pretensión que la de
enseñarnos a ver cine de nuevo.
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El cine es como un
diario personal, un portátil o un monólogo
de alguien que intenta
justificarse ante una cámara.
—Jean Luc Godard