28 diciembre 2014

La mirada de Hilari

Una nueva generación de cineastas bolivianos enriquece nuestro panorama cultural con propuestas muy personales que se distancian de la narrativa a la que estamos acostumbrados, ya sea en el género de ficción o en el documental. Por la abundancia de las nuevas incursiones y aportes resulta difícil clasificar a estos nuevos cineastas en categorías etarias o temáticas, porque se multiplican como si no dependieran de una tradición, de una historia que marca, como sucedió con mi generación.

Hace más de un mes estuve en la Cinemateca Boliviana para asistir al estreno de El corral y el viento (2014, 55 min) de Miguel Hilari, y me quedé desde entonces con ganas de comentar este film construido con una mirada muy particular, muy personal. La película de Hilari es un retorno, un regreso a los orígenes del cineasta a la comunidad de Santiago de Okola el lago Titicaca, donde fue niño.

Sin embargo, ya no lo es. Hilari es ahora un adulto, un cineasta profesional formado en Europa, que ha incorporado otra cultura y otras miradas en su manera de ver el mundo. Y aunque ya ha adoptado un mundo muy diferente al suyo, su mirada no es europea, más  bien se aleja de las formas miserabilistas o conmiseradas de ver la realidad de los campesinos pobres como objetos de estudio antropológico, y también de las formas heroicas que convierten a cualquier comunidad indígena en una suerte de trinchera de resistencia de las culturas ancestrales contra el malevo mundo occidental.

La primera escena de la película capturó mi atención por esa su manera apacible, sin prisas, de recobrar el pasado. Sobre la cama de una humilde morada, un niño juega con su gato. Plano fijo. Largo. No es más que eso y es mucho más que eso, porque a pesar de que la cámara no se mueve, no interviene, no manipula, lo que sucede dentro del cuadro, el movimiento dentro de la composición, es fascinante. Ese plano, como varios otros en el film, transcurre sin prisas, no tiene apuro, lo cual probablemente aburre a quienes ya perdieron la costumbre de contemplar, es decir, a los espectadores que ahora ven cine como si vieran televisión, mientras comen, hablan por teléfono y se distraen con tonterías fuera de la pantalla.

Hay una manera de ver cine que tiene que ver con la capacidad de observación y de empatía que Hilari, de manera muy natural, desarrolla en El corral y el viento. Ese es uno de los grandes aportes de este documental, nos enseña a ver cine de nuevo, a dialogar con la imagen sin presiones, a comprometernos con la posición epistémica del realizador.

Miguel Hilari
En la manera de ver de Hilari hay un respeto profundo por los sujetos con los que interactúa y sobre los objetos que estudia con la cámara. No interviene sobre ellos para modificarlos, ni para dar testimonio de ellos. No puede clasificar la película como un documental, ni como un testimonio, ni como un estudio antropológico o etnográfico, pero es una mirada respetuosa, amiga, cercana y solidaria.

Resulta muy difícil encasillar en un género esta secuencia de planos largos y con muy poco comentario, que reconstruyen la relación entre el cineasta y la comunidad a la que regresa. Todo lo que sucede delante de la cámara es cotidiano y a la vez fundamental para la comunidad, para el cineasta y para el espectador que observa. El vuelo de un barrilete, el juego de los niños con los animales o el parto de una oveja en el corral. Arriba, en el cielo, la huella de un jet es suficiente para marcar con fuego la paradoja: un mismo planeta, dos mundos distintos, dos dimensiones de espacio y tiempo.

Una de las escenas que llama la atención transcurre frente a la escuela donde los niños declaman poemas que sus maestras les enseñan a recitar para estar a tono con los tiempos de cambio. “El imperio yanqui” se menciona como si los niños supieran de qué se trata. Contrastan el discurso ideologizado apegado a la versión oficial y el estilo de declamación que pertenece a un pasado que no se puede borrar tan fácilmente. Para esos niños de escuela, el contenido de lo que declaman con vehemencia forzada, con el puño en alto y un casco de minero, les es tan ajeno, como el mural a sus espaldas, que representa a Pitágoras y a Thales de Mileto. No necesita decirlo el director del film, cualquier espectador entiende.

Las intervenciones “en off” del realizador son poas y breves. Constituyen un contrapunto más que una explicación de la imagen, que no necesita de palabras para ser muy elocuente: “En otros tiempos, los primeros hombres salieron de las aguas del Lago Titicaca. Mucho después, mi abuelo fue encerrado en un corral de burros por querer aprender a leer y escribir. Hoy, mi tío vive solo, porque sus hijos se fueron a la ciudad”.


Hilari nos da con su voz la información básica sobre la que se funda su documental, a partir de la cual él desarrolla el diálogo visual –con un gran sentido plástico, con los personajes que son parte de su familia ampliada, la comunidad. Las descripciones visuales incluyen el horizonte del altiplano, las fachadas de las casas, las puertas y ventanas, todo aquello que el cineasta reconoce, es decir, re-conoce, conoce de nuevo, casi como si fuera la primera vez.

En El corral y el viento no hay una línea argumental en el sentido cinematográfico tradicional. Sin duda hubo un guión para poder filmar, pero este podría resumirse en una lista de intuiciones y sentimientos que solamente una persona podría haber filmado: Miguel Hilari.

No voy a decir que El corral y el viento es una gran película, pero es una manera reposada, fresca y sin prisas de mirar la realidad, sin otra pretensión que la de enseñarnos a ver cine de nuevo. 

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El cine es como un diario personal, un portátil o un monólogo
de alguien que intenta justificarse ante una cámara.
—Jean Luc Godard