Fue un privilegio estar en la Cinemateca
Boliviana durante el pre-estreno mundial del largometraje más reciente de
Ermanno Olmi, Volverán los prados
(2014), un acontecimiento único y sin precedentes porque esta première no comercial del film tuvo lugar simultáneamente, el 4 de
noviembre, en más de cien ciudades del planeta, 45 de ellas en el continente
americano.
El pre-estreno se hizo en embajadas,
consulados e institutos de cultura italiana, pero en Bolivia, de manera
excepcional, tuvo lugar en la Cinemateca Boliviana, repleta de espectadores,
confirmando que cuando se trata de buenas películas y de eventos cinematográficos
la Cinemateca es el referente más importante en Bolivia.
Por esas paradojas de la vida, el
director Ermanno Olmi, que en principio tenía que estar en el pre-estreno
mundial junto al presidente de Italia, Giorgio Napolitano, para conmemorar los
100 años de la Primera Guerra Mundial, fue hospitalizado días antes y se limitó
a enviar a los periodistas un video de 5 minutos en el que afirma que millones
de jóvenes fueron traicionados y que “la celebración debe ser razón para que
nosotros pidamos disculpas a aquellos jóvenes que murieron sin saber por qué”.
Con 83 años de edad, el autor nacido en
Bérgamo en 1931 en una familia pobre, ha dirigido durante su trayectoria
algunas de las películas más bellas del cine italiano. Autodidacta, abandonó lo estudios a sus 15
años para trabajar como obrero en la empresa de electricidad Edison. Allí mismo
se estrenó como cineasta realizando cortos documentales sobre temas técnicos y
abrazó la carrera cinematográfica para siempre. Su película más famosa, El árbol de los zuecos obtuvo la Palma
de Oro en el Festivales de Cannes en 1978 y marcó la cúspide de un cine
profundamente anclado en valores cristianos. Diez años más tarde Olmi se llevó
el León de Oro en Venecia con su Leyenda
del santo bebedor. Dos grandes reconocimientos entre muchos otros.
Dedicado a su padre que le contaba de
niño las historias que había vivido como soldado en la Gran Guerra, Torneranno i prati (el título original
del film) transcurre en su totalidad en el frente nororiental de la guerra, en
un fortín de avanzada en los Alpes, en las montañas de Asiago, donde un
destacamento de oficiales y soldados italianos resiste en condiciones precarias
los embates de tres enemigos mortales: un enemigo invisible que dispara desde
la frontera austríaca, un segundo enemigo, los generales en la retaguardia, que
envían por radio ordenes tan absurdas como terminantes, y un tercer enemigo
cuyo peso se hace sentir minuto a minuto: el crudo invierno.
La nieve ha enterrado casi por completo
al fortín, del que los soldados no pueden salir porque son blanco perfecto de
francotiradores, sobre todo en las noches de luna llena en las que transcurre
la historia. A pesar de esa adversidad, reciben regularmente dos cosas que
garantizan su sobrevivencia: el rancho que les permite alimentar su cuerpo y
las cartas de los seres queridos, con las que alimentan su esperanza.
El arriero de la mula que carga el rancho
y la correspondencia despierta admiración en los enemigos austriacos cuando
entona en el silencio de la noche la canción napolitana Tu, Ca Nun Chiagne (1915, compuesta por Ernesto de Curtis) una
síntesis del profundo sentimiento que embarga a los personajes. En esa bella
escena la música (el sentido de humanidad) se sobrepone a la muerte por unos
minutos. Para quienes no recuerdan la canción, aquí va una versión cantada por
los tres tenores (Carreras, Domingo y Pavarotti) frente a la Torre Eiffel y a
una multitud asombrosa y asombrada.
Las obras de los grandes autores se
reconocen desde los primeros segundos, como los compases de una sinfonía. Los
cuatro o cinco planos iniciales de este film ya nos dicen que estamos frente a
una gran película por la fotografía y los movimientos de cámara, por el ritmo
de su montaje, por la banda sonora y por la ambientación. Hasta la sensación de
los olores parece emanar de la imagen cuando se habla de la peste que “viene
del norte”. Luego, cuando vemos la expresividad de los rostros de los soldados
parece que las palabras sobraran, pero el texto es hermoso, tanto en los
diálogos como en la voz en off del narrador. No hay nada que sobre.
Volverán
los prados no es una celebración de la Gran
Guerra donde murieron nueve millones de combatientes sino un film
poético-ideológico contra todas las guerras. En todas las guerras se dan
situaciones como estas, donde jóvenes soldados que tenían derecho a una vida
sin violencia, se ven obligados a usar las armas para defender intereses
geopolíticos absurdos. Mientras ellos arriesgan el futuro con su hambre y su
soledad, otros dan las órdenes tajantes cómodamente instalados en “comandos
superiores” donde no llegan balas furtivas ni caen bombas.
Para los soldados la trinchera es el mundo,
ya no tienen noción del tiempo ni de lo que es una vida normal. Una guerra que
es todas las guerras, más allá de la política. “Nuestro sueño no era la muerte”
dice uno de esos soldados, y otro, desesperado, un minuto antes de suicidarse
delante de los demás: “Cuando las bestias sienten el olor de la sangre cagan y
mean antes de ir al matadero… ¿Nosotros también somos bestias?”
No se regodea el director en usar el
efectismo fácil del rojo intenso de la sangre sobre la nieve blanquísima que
envuelve la historia, más bien opta por una fotografía oscura, casi en blanco y
negro, que representa lo que los soldados sienten mientras sueñan con los
prados que volverán con la primavera. Si estos soldados sobreviven, “volverán
con la muerte que han conocido y ésta no los abandonará jamás. Y lo más difícil
será perdonar”.
Aunque incluye hacia el final algunas
imágenes documentales de la Gran Guerra, Olmi no quiere hablarnos de las
acciones, de las batallas, de la geopolítica o del honor, sino del horror y de
la miseria que significan todas las guerras, las de hace cien años como las de
ahora, donde mueren todos los días miles de jóvenes sobre los que no habrá
testimonio ni película en muchos años.
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La derrota
tiene algo positivo, nunca es definitiva.
En cambio la
victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva.
—José
Saramago