Un viento fresco de la memoria me invadió cuando visité el 1
de noviembre, fiesta de Todos Santos, los altares de muertos tradicionales que
se exhibieron en el interior del Memorial Marcelo Quiroga Santa Cruz, en
Laikakota. Cuatro altares o mesas para recordar y recibir a nuestros muertos
más combativos, a nuestros luchadores por la justicia social. Cuatro altares
con fotografías de todos ellos, rodeadas de t’anta
wawas, cruces y escaleras, dulces y bizcochos, pasanq’alla multicolor y fruta fresca, flores blancas y amarillas, velas
para encender al medio día, y otros símbolos de la tradición.
Apenas 48 horas, una nada en la eternidad, para visitar a
quienes fueron amigos, colegas y compañeros de camino. Apenas 48 horas para
rendirles homenaje con el recuerdo y para sentirnos en deuda con ellos. Y sin
embargo, a la hora que recorrí el lugar, poco antes del medio día soleado,
ningún visitante, nadie más que yo para ejercer de memorioso o por lo menos
para apreciar con curiosidad los altares que mantienen una tradición amenazada
por la estupidez importada, Halloween.
Los altares fueron instalados por organizaciones de derechos
humanos, como la Fundación para la Democracia, Familiares de Víctimas de las
Dictaduras, Colectivo Socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz, Plataforma de
Luchadores Sociales contra la Impunidad, por la Justicia y la Memoria Histórica
del Pueblo Boliviano, Víctimas de la Violencia Política, y el Gobierno Autónomo
de la Ciudad de La Paz, que organizó varios conciertos de música en estas
fechas.
Para mi, fue reencuentro emotivo, pues desde un altar me
miraban Benjo Cruz (muerto en la guerrilla de Teoponte, 1970) y José Carlos
Trujillo (desparecido durante la dictadura de Bánzer); desde otro Luis Espinal,
Gregorio Iriarte, Julio Tumiri, Luis Alegre, Mauricio Lefebvre (curas
progresistas queridos por el pueblo), desde otro altar Marcelo Quiroga Santa Cruz, y
más allá los que fueron masacrados por la dictadura de García Meza en la calle
Harrington, jóvenes para siempre.
Cada uno de ellos víctima de alguna dictadura, víctimas
todos de la intolerancia y de la prepotencia. Todos luchadores, empecinados
buscadores de la justicia social, por vías diferentes: las armas, la música, la
literatura, la fe, la política.
Los altares de difuntos se adornan con pan y fruta. Pan
recién horneado con formas que encierran símbolos: cruces de sacrificio,
escaleras para que suban y bajen las almas, y las tradicionales t’anta wawas, pan con rostro de
inocencia. Hoy ese pan envuelto representa muchas otras cosas, ya no solamente
a los bebés que entregan su vida al nacer (un crimen cotidiano en Bolivia),
sino también rostros de la interculturalidad.
Ojo, los que hablan quechua nos indican que la pronunciación
de t’anta (explosiva) significa
“pan”, mientras que tanta significa
“reunión” y thanta (aspirada) quiere
decir “viejo” o “gastado”. Cada vez una pronunciación diferente.
El lugar donde se armaron estos altares para convocar a los
espíritus de nuestros luchadores y mártires de la democracia no podía ser más
adecuado: el memorial de Marcelo Quiroga Santa Cruz, en Laikakota, donde en
agosto de 1971 Marcelo fue fotografiado con un fusil en la mano, preparado para
combatir contra el golpe militar del Coronel Hugo Bánzer.
El memorial es circular y oscuro por dentro. Sus paredes han
sido parcialmente cubiertas por fotografías de Marcelo en diferentes momentos
de su vida, reproducciones a mi juicio muy pequeñas y precarias. En el centro
hay dos grandes piedras de granito una de las cuales se eleva hasta el techo
dejando entre ambas un espacio ocupado por la lápida que cubrirá los restos de
Marcelo cuando sean entregados por el ejército, la institución militar responsable
de su tortura y asesinato, hoy protegida por el silencio y la indiferencia del
gobierno boliviano. Además de la fecha de su nacimiento y de su desaparición,
la lápida dice: “Aquí reposarán sus restos el día que sean devueltos”.
En su exterior, rodeado de jardines, el memorial tiene una
escalera que conduce al techo plano donde se ha ubicado una estatua de cuerpo
entero de Marcelo Quiroga Santa Cruz, muy bien representado en bronce por el artista
Pablo Eduardo, a excepción de los pies con unos zapatos gigantescos que
desmerecen el resto de la obra. La escultura muestra a Marcelo en una actitud
de movimiento, las ropas agitadas por el viento y el rostro firme en busca del
horizonte. Es una excelente manera de recordar a Marcelo, vivo y activo, en una
pose similar a la que muestra la famosa foto de Laikakota.
Desde arriba, la mirada de Marcelo parece recorrer la ciudad
de La Paz, que tanto ha cambiado desde su desaparición, hoy saturada de
edificios, paralelepípedos sin jardines, sin espacios entre sí, sin
arquitectura creativa y sin noción urbanística, construidos como negocios
verticales, nada más.
No solamente es una pena que los altares, de acuerdo a la
tradición, tengan una duración tan corta (dos días), sino que además es
lamentable que por quién sabe qué razones, el Memorial de Marcelo Quiroga Santa
Cruz solamente se abra en ocasiones especiales, a pesar de estar situado en el
Parque Urbano de La Paz, un espacio público.
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Pablo Zarzal
Por casualidad se llamó
Marcelo
y fue poeta
y fue hombre
y la vida no tuvo los metros
necesarios
para medir su estatura.
—René Bascopé