Invitado por el Espacio Patiño de La Paz, participé a fines
de octubre en un conversatorio sobre YvyMaraey, el largometraje más reciente de Juan Carlos Valdivia, esperado con gran
expectativa desde hace varios meses porque se trata de una nueva obra de quien
se ha convertido en el cineasta más novedoso de su generación. Juan Carlos
participó en el panel, al igual que el cineasta costarricense Jurgen Ureña y
Rafael Archondo como moderador.
No son muchos los estrenos anuales de largometrajes en
Bolivia, de ahí que una obra que ha estado en gestación siete años, sobre el
tema de la interculturalidad, en un contexto político y social pletórico de
contradicciones, despierte un interés tan marcado.
También estuve en la Cinemateca Boliviana la noche de la première
de Yvy Maraey. Volví a apreciar el
film luego de algunas semanas de haberlo visto en una sesión privada,
necesitaba una vez más introducirme en el discurso simbólico que propone
Valdivia para hacer una lectura menos anecdótica. Esta segunda valoración del
film me permitió escribir un comentario que se publicó en el quincenario Nueva Crónica y Buen Gobierno.
Recordemos el argumento: Andrés, cineasta de la pequeña
burguesía boliviana, enfrenta una crisis de identidad que pretende resolver a
través de un viaje físico y espiritual a una zona guaraní en el sur de Bolivia,
en busca de la “tierra sin mal” donde supuestamente sobreviven, aislados del
mundo, indígenas originarios. En ese trayecto de exploración y búsqueda es
acompañado por Yari, un evolucionado guaraní que, con un pie en el mundo de los
karai (blancos), ha aprendido a
desconfiar de ellos.
El contrapunto que ofrece el personaje de Yari a lo largo
del viaje ayuda a mostrar no solamente el pesado fardo de contradicciones que
trae consigo Andrés, sino las de aquellos guaraníes que están a medio camino de
una modernidad con la que mantienen una relación conflictiva de amor y odio,
pues aproximarse al mundo de los karai
los beneficia de alguna manera, pero los hace parecerse a ellos, perder parte
de su identidad.
Elio Ortiz (Yari) y Juan Carlos Valdivia (Andrés) |
La complejidad de la trama étnica y social no es el tema
principal de la película, de ahí que solamente veamos algunos guiños, como el
bloqueo de los ponchos rojos en el altiplano que aparecen con su whipala para impedir que pase el jeep de
Andrés. El breve y aparentemente cómico cruce de palabras entre los aymaras y
el acompañante guaraní no deja de tener una carga sombría: el diálogo entre
culturas no existe, solo se percibe una violencia contenida donde todos quieren
marcar sus territorios. Lo mismo sucede en la doble fiesta, la de los guaraníes
y la de los mestizos, donde la violencia está en el aire desde que comienza la
escena y estalla previsiblemente al final, afirmando así que la convivencia no
es posible. Algo más de afinidad quizás entre guaraníes y ayoreos, aunque en
todo momento ellos mismos se encargan de marcar diferencias. Nadie quiere ser
como el otro, salvo Andrés cuya identidad está en crisis, aunque no entiende
que también está en crisis la identidad de sus interlocutores indígenas.
“Es el acto de pensar un sentimiento o son solo palabras”,
se pregunta Andrés al comenzar el film. Su itinerario es un camino de
exploración sobre sí mismo, antes que una búsqueda de la improbable tierra sin
mal. Como su jeep, que se cubre de barro y cambia de color mientras penetra el
territorio guaraní, el personaje se va impregnando de un mundo que desafía sus
certezas sobre la vida, un mundo que a la vez lo fascina y le quiebra por dentro.
El texto de
Andrés, aquello que escribe, corta y pega como producto de sus reflexiones, no
hace sino subrayar lo que la imagen ya dice. Si bien esas imágenes de objetos
simbólicos decoran con mucha belleza plástica los pensamientos de Andrés,
insisten demasiado en el discurso verbal, y aunque Andrés se autoafirme como
hombre de letras que escribe para pensar mejor, desde el punto de vista del
espectador se percibe cierta redundancia.
“Ver con los oídos”, “hacerse palabra al hablar” y otras
sentencias pedagógicas son como bloques filosóficos a los que Andrés se aferra
en el esfuerzo de reconstruirse, de buscar un aplomo que perdió mucho antes de
emprender el camino. Porque queda claro que lo material, la casa con 16
habitaciones, el potente jeep o la pluma Montblanc, no han sido paliativo para
la soledad existencial del personaje, cuyo espíritu no es conformista.
Si la “tierra sin mal” existe más allá de la obsesión de
Andrés, es como un horizonte que no cesa de alejarse cuando ya parece estar al
alcance de las manos. “Sein”, el otro yo, no es el guaraní o el aymara sino
realmente el otro yo de sí mismo, el yo reprimido, el yo que no ha podido
mostrarse, el yo que podría aprender a vivir la diversidad sin sentir que al
hacerlo pierde su propio espacio simbólico. Por eso es tan importante la escena
final de Andrés perdido en la noche, caminando en medio de pantanos, solo
consigo mismo, finalmente.
La experiencia del monte en los Bañados del Izozog podría
ser tan traumática o reveladora para Andrés, como la selva de cemento, La Paz,
para un guaraní que llega por primera vez. La noche oscura que lo rodea no es
muy diferente a la que lo consume por dentro; en realidad no es la oscuridad lo
que le da miedo al personaje, sino la luz que podría nacer en medio de esa
oscuridad. Miedo a descubrirse, en otras
palabras. Del miedo a lo desconocido que hay en sí mismo nace la reafirmación
de la identidad, esa misma identidad que simbólicamente ha sido desmontada en
partes sueltas, como el jeep.
No interesa entonces si vio realmente aquello que vino a
buscar, o si fue una ilusión. Su mundo ha sido desarmado en la búsqueda del otro,
porque la mirada del otro cuestiona sus certezas. “Cómo sabes cómo veo yo las
cosas” le dice a Andrés una niña guaraní, al abrirse y al cerrarse el film, y
aquí no se trata de idealizar la mirada de ella sino de hacerse una pregunta
filosófica que vale para cualquiera: ¿vemos lo mismo que los otros ven? En
realidad, no es superior o inferior la mirada guaraní sino simplemente
diferente.
Desde el punto de vista de la producción esta es un película
muy ambiciosa, rodada en 35 mm en condiciones difíciles con un equipo de más de
40 personas. Alguna vez escuché a Paolo Agazzi decir que el cine era un pañuelo
y el video un kleenex. Quizás eso
estaba en la cabeza de Valdivia al darle la jerarquía de “cine” a su película,
en lugar de recurrir a la facilidad de los formatos digitales. Un cineasta
sobresale también por su talento cuando las dificultades de producción no se
notan en el pantalla. La madurez de Valdivia y de sus productores, técnicos y
actores está convalidada no solamente por una historia y un guión
meticulosamente desarrollados sino por una ejecución colectiva impecable, cuyo
profesionalismo deja definitivamente en el pasado frases condescendientes como
“no tenía recursos suficientes”, “el lugar de filmación era muy difícil” y
otras de la misma índole. No cabe duda de que tanto los actores (el propio
Valdivia, Elio Ortiz y todos los demás), y los técnicos-artistas (hermosa fotografía
de Paul Lumen, ambientación de Joaquín Sánchez, sonido de Ramiro Fierro y
música de Cergio Prudencio), contribuyen a darle unidad a esta obra.
Hay cosas que nos pueden complacer menos que otras, eso
depende del gusto de los espectadores y está muy bien que así sea. Así como me
pareció estupenda la fotografía por sus audaces movimientos de cámara, sus
encuadres y su apuesta plástica, no dejaron de hacerme “ruido” (para usar un término
de moda) el uso excesivo del plano secuencia en cámara envolvente y algunos
encuadres en los que (como en Zona Sur)
se privilegian primerísimos planos propios de un estilo de televisión y poco
necesarios en una gran pantalla. Pero como apunté antes, es tanto cuestión de
opciones creativas como de gustos.
Este es un film sobre las arenas movedizas de la
interculturalidad. En situaciones fuera del contexto cotidiano las personas se
enfrentan a sí mismas con un espejo que les brinda una realidad diferente, y
que no es el espejo complaciente del baño, el de todos los días. Valdivia lleva
su reflexión más allá de donde la detuvo en Zona
sur y para él, ambas películas, una urbana y la otra rural, son parte del
mismo díptico. Incluso afirma que existe “una continuidad estética de lenguaje”, lo cual me atrevo a descartar,
porque cada una de sus películas responde a una estética propia, adecuada a la
temática y a la atmósfera recreada.
La película más personal de Juan Carlos Valdivia, en la que
actúa representando al personaje principal para que no quede dudas de ello, se
proyecta no solamente como resultado de una etapa de madurez, sino quizás
también como el anuncio de una crisis. “He muerto y he vuelto a nacer”, dice el
realizador. Nada es simple en ese planteamiento. No se puede salir incólume de
una experiencia de realización como esta, donde quedan preguntas por resolver
que no tienen que ver solamente con la interculturalidad del ser y del sentir
boliviano, sino sobre todo con el papel de un artista y de un intelectual en un
país cuya diversidad vive una era de conflicto e incertidumbre, bajo un
aparente barniz de afirmación identitaria.
Cuando finalmente en medio de la noche Andrés cae desde un
árbol en el pantano, cae sin remedio en la profundidad del espejo de su vida,
un espejo oscuro en el que se ha estado mirando a lo largo de la narración,
pero siempre evitando con una sonrisa sardónica que el espejo lo atrape, se lo
lleve al otro lado donde están las respuestas que estaba buscando.
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De por sí toda obra
de arte busca la identidad consigo misma, esa identidad que en la realidad empírica,
al ser el producto violento de una identificación impuesta por el sujeto, no se
llega a conseguir. La identidad estética viene en auxilio de lo no idéntico, de
lo oprimido en la realidad por nuestra presión identificadora.
—Theodor Adorno