30 agosto 2013

Ricardo, fragmentos

Escribir sobre la muerte de un amigo tan próximo me paraliza, me cuesta. Quiero hacerlo pero siento la tensión entre el dolor y el desasosiego, una forma de molestia, de sentimiento de abandono, de inutilidad, de rabia ante el tiempo injusto.

Ricardo en 1984 
Luego de casi 35 años de amistad y de haber seguido la evolución artística de Ricardo Pérez Alcalá, de haber registrado en audio, en cine y en video muchas horas de entrevistas con él, realizadas en Bolivia y en México, me parece superfluo hacer un resumen, una síntesis de lo que no se puede sintetizar, de lo que más bien merece mucho espacio y tiempo para desplegarse.

Por ello, en esta nota no hago sino repetir lo que dije en el Cementerio Jardín, en La Paz, a medio día del domingo 25 de agosto, cuando enterramos a Ricardo. Luego vendrá el libro y documental que tengo pendiente sobre él, en los que veníamos trabajando desde hace tantos años, como si la vida fuera interminable.

A mediados de los años 1970 entré en la calle Colón al Salón Municipal Cecilio Guzmán de Rojas y descubrí unas acuarelas que me impresionaron. Se trataba de vistas interiores de una iglesia, probablemente San Francisco, no lo recuerdo en este momento. Me sorprendió la profundidad de campo, los ángulos en picado y contrapicado, los colores pálidos de la penumbra. Ricardo era el autor.

Viajamos juntos a Potosí, fue una experiencia única tenerlo como guía de la ciudad donde nació y se hizo pintor. Muchas de las cosas que me había contado con ese su estilo de evocar la realidad en un tono mágico, se revelaron como exactas. Me llevó a ver el álbum de Don Fortunato Díaz de Oropeza, uno de sus  maestros, depositada en la caja fuerte de la Casa de la Moneda. Todo lo que me había contado era cierto: la postales pintadas en el álbum con un realismo extraordinario, los detalles de las estampillas, de un cerrillo quemado, un insecto atrapado entre las hojas, todo dibujado con maestría. Todo era tan bueno como Ricardo lo había descrito, incluso los helados de canela.

En México, 1982
Fue a partir de 1980 que tuve oportunidad de frecuentarlo más, cuando llegué exiliado a México. Allí se desarrolló nuestra amistad de más de tres décadas, que se fue tejiendo como si nunca pudiera llegar a un fin.

Para él no había sido fácil establecerse en México luego de un periplo por Perú, Ecuador y Venezuela. Me contaba con esa seriedad fingida que disimulaba su finísimo humor, que había tocado en su vida muchas puertas que nunca se abrieron: “Al final terminé pintándolas”. Todos recordamos los profundos zaguanes y las puertas viejas que pinto en acuarelas gigantes.

En México tenía dos talleres, el de acuarela y el de óleo, “porque agua y aceite no pueden mezclarse”, decía. Fuimos a buscarlo varias veces con Coco Manto, y como no estaba Coco escribió sobre la puerta de metal “andando nomás paras”. 

Venía a casa y yo le ponía al frente un cuaderno para que mientras conversábamos, se entretuviera dibujando a amigos y otros personajes de Bolivia. Así, se fueron sumando caricaturas de Oscar Cerruto, Jaime Sáenz, Augusto Céspedes, Enrique Arnal, René Bascopé, Coco Manto, Juan Carlos “Gato” Salazar, Norah Claros, Gíldaro Antezana, Cristina de Quiroga y varios dibujos míos, de los cuales usé uno en la contraportada de mi libro Sobras completas (1984). En 1990 me dejó usar en la portada de otro de mis poemarios, Sentímetros, uno de sus cuadros más hermosos, realizado con la técnica de acuarela sobre tabla que él llevó a la perfección. Él también escribía versos, clandestinamente, compartió algunos conmigo. Recuerdo que una vez dejó grabado en el teléfono de casa un breve poema que había escrito para su madre.

Ricardo con uno de los cuadros que tengo de él
Durante los años que estuve trabajando en África y el Caribe, nuestro contacto se redujo al teléfono y a las cartas. El regresó a Bolivia y yo lo visitaba cada vez que llegaba a La Paz, un par de veces cada año. Le traía chiles de México para sus deliciosos platillos o salíamos a comer a sus restaurantes favoritos.

Ricardo se compró un peñón de roca cerca de Aranjuez, al otro lado del río, y durante una época estuvo entusiasmado con una idea extraordinaria, muy propia de él: construir su casa dentro de ese peñón, a la que se podría acceder mediante un ascensor. Iba en serio, hizo los planos detallados de la construcción. Desde afuera se verían solamente las ventanas. Poco a poco esa idea se fue desvaneciendo a medida que crecía la casa que diseñó en Irpavi, y que apenas ocupó hace algunos meses, luego de quince años de construirla con todos sus detalles, como a él le gustaba pensar la casa “para morir”.

Cuando llegué a La Paz hace un par de meses lo llamé por teléfono: “Ya venimos para quedarnos”. Se alegró: “Qué bien, ¿y dónde van a vivir? Le respondí: “Vamos a irnos a tu casa…” Lo tomó literalmente: “Qué lindo, vengan cuando quieran”. Entonces le aclaré que habíamos alquilado una de las casas diseñadas y construidas por él, y se alegró aún más. Durante las semanas siguientes hablábamos casi todos los días de esa casa, me preguntaba si los ciruelos habían florecido, y comentaba todos los detalles que de esa casa excepcional.

En su casa de Irpavi, el 25 de julio 2013
Exactamente un mes antes de despedirlo en el cementerio, el 25 de julio tomé las últimas fotos en su casa de Irpavi, diseñada como un dibujo del holandés Escher. Me invitó una versión propia del ajiaco colombiano, delicioso, como todos los platos que preparaba con doña Marina y siempre en presencia de Rina Mamani, su discípula.

Su fino humor lo acercaba afectivamente a todos sus amigos. Le doy crédito que se merece cada vez que cuento a amigos de todo el mundo una de sus ocurrencias más divertidas: “Se ha muerto Picasso, se ha muerto Dalí… últimamente yo mismo no me estoy sintiendo muy bien”, me dijo hace 20 o 25 años.

A lo largo de su vida Ricardo pintó más de seis mil obras.  Nunca estuvo sin pintar, pintaba desde que abría los ojos cada mañana, pero en los meses recientes la vista le fallaba y había dejado de hacerlo. El martes 13 de agosto, dos semanas después de su cumpleaños, lo operaron de cataratas en un ojo. Lo acompañé a la clínica con su familia más cercana y con Rina. Estaba tranquilo cuando ingresó al quirófano. Tenía muchas ganas de volver a pintar.

Luego de su cirugía hablamos todos los días, yo lo llamaba para preguntarle si notaba una mejoría en su vista. El jueves 22 de agosto le conté que iba a viajar a México y me pidió que le trajera chile ancho, que se le había acabado. Al día siguiente lo llamé de nuevo en la mañana y ya no contestó. Se quedó dormido, todavía no sabe que está muerto.

Puebla de los Ángeles, 30 de agosto 2013