Un
libro es un objeto de papel, generalmente rectangular, que entre dos
tapas de cartón o de cartulina contiene una cantidad determinada de hojas
numeradas, cada hoja está impresa de ambos lados y cada lado recibe el nombre
de página. Las hojas están cosidas o pegadas a la izquierda, de modo que el
libro se abre por el lado derecho. La portada del libro contiene el título, el
nombre del autor y el sello editorial, mientras que la contraportada suele
exhibir una nota de presentación del libro o del autor, o ambas.
En las páginas de un libro hay textos,
párrafos, líneas, palabras que pueden ser narraciones, poemas o ensayos. Lo apropiado,
cuando uno tiene un libro en la mano, es leerlo, sin embargo algunas personas,
sin abrirlo, lo colocan alineado verticalmente junto a otros sobre una
estantería, llamada biblioteca, que a veces puede constar de cientos o miles de
volúmenes, más o menos abandonados al polvo.
Cuando se usa, un libro es un objeto
lúdico, porque además del placer que produce leer su contenido, está el goce incomparable
de tenerlo en las manos, de admirar el diseño de la tapa, de abrirlo y oler sus
páginas, de sentir el peso de su cuerpo y en las yemas de los dedos la textura
del papel.
La descripción anterior es casi
imprescindible porque para muchos jóvenes el libro es un objeto en desuso y en
vías de extinción, casi no lo conocen ni tienen en sus casas algo que se
parezca a una biblioteca. En un mundo tan plástico, el papel y la noble tinta
ya no están de moda, incluso las envolturas para regalo son de plástico
brilloso.
Muchos jóvenes han reemplazado los libros
por una serie de dispositivos electrónicos táctiles, llamados tabletas, pads o pods (en inglés), que pueden contener una cantidad casi ilimitada
de información, miles de libros, muchas bibliotecas en la palma de la mano.
Esos jóvenes que tienen a su disposición
la memoria del mundo, dicen que en sus tabletas almacenan miles de libros
electrónicos, y que no necesitan libros de papel. Ojalá, porque lo
que me ha tocado comprobar muchas veces es que ni siquiera teniendo a la mano o
en el bolsillo tanta información la pueden procesar en la vida cotidiana.
Viven pegados a prótesis electrónicas de impresionante capacidad y velocidad, y
son muy duchos para hacer que esos objetos hablen varios idiomas, tomen
fotografías y video, suenen con timbres y músicas de infinita variedad, se
comuniquen con el otro lado del mundo instantáneamente y realicen complejas
operaciones comerciales, pero a juzgar por lo poco que retienen en la memoria y
lo poco que saben de lo que pasa en el país y en el mundo, parecería que los
jóvenes usan sus prótesis electrónicas para todo, menos para leer.
Por eso es tan estimulante una feria de autores como la que organizó Elías Blanco Mamani en Villa San Antonio, el 16 de
julio de 2013, en la que participé junto a otros colegas escritores. Villa San
Antonio es lo que a veces llamamos un “barrio popular”, como si el pueblo no
viviera en todas partes. Lo que cabe destacar es que esta comunidad de
pobladores de Villa san Antonio ha sido capaz de muchas cosas en meses
recientes, y quizás la más importante de todas ha sido la de conocerse y
reconocerse como vecinos, y actuar colectivamente por el bien de todos.
La feria de autores no es sino uno de los
resultados intermedios de un proceso de organización que comenzó cuando los
vecinos se opusieron a que el único parque del barrio, aledaño a la Casa de la
Cultura Jaime Sáenz, fuera arrasado para construir allí un hospital. Un
hospital es una buena cosa pero un parque es mejor porque es un espacio público
de encuentro, un pulmón de árboles, un centro de gravedad de la comunidad. Los
vecinos supieron distinguir la prioridad: un hospital puede salvar vidas, pero
un parque público es un espacio de articulación comunitaria. Al hospital le
buscarán otro espacio, pero nadie tocará los árboles de su parque.
“Antes, los vecinos ni siquiera nos
conocíamos” dice Elías Blanco Mamani, creador del Museo del Aparapita y del
Diccionario Cultural Boliviano que ya cuenta con 2.250 entradas de “forjadores de la cultura boliviana” (nadie
sabía que éramos tantos), y casi medio millón de visitas. Elías es uno de esos activistas
de la cultura capaces de movilizar a personas e instituciones sin ofrecerles
nada más que su amistad y su entusiasmo.
Así consiguió que la feria de autores
pudiera contar con la música de una banda del ejército y de la Orquesta
Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN). Además, pases de magia, relatos de
cuentacuentos, y los Títeres El Waky, así llamados en memoria de Waki Cajías,
gestor cultural desaparecido prematuramente. La escritora cruceña Dolly Peña
Pedraza sorprendió con la edición de su libro Mojada, cuyo papel especial elaborado con polvo de piedra no se
moja aunque uno lo sumerja largo tiempo en una cubeta de agua. Ideal para leer
en la tina de baño, solo o acompañado.
Villa San Antonio acogió a diez
escritores, lo que permitió
coincidir a colegas y amigos como Manuel Vargas, Humberto Quino, Gaby
Vallejo, Ariel Pérez, Lupe Cajías y Luis Oporto Ordoñez, entre otros. Cada
quien con sus libros, publicados con esfuerzo propio o por editoriales
nacionales. Los vecinos de Villa san Antonio pidieron a los escritores apadrinar
los árboles del parque y escribir un poema sobre aquel que eligiéramos, como si
nuestros versos pudieran armar una coraza para protegerlos.
Ocasiones similares a esta regresan a la
memoria con ecos amistosos o a veces como fantasmas. Recordé la feria de libros
de autores que urdimos en 1980, apenas 3 días antes del golpe de García Meza, y
las que organizamos con el retorno de la democracia, hace más de tres décadas. La
regla era la misma que ahora: cada autor con sus propios libros, no se admiten
ni libreros ni editoriales.
Hace treinta años, los escritores
disfrutábamos la idea de vender nuestros libros directamente a los lectores. Solíamos
pararnos codo a codo en El Prado de La Paz o en la Plaza 25 de Mayo de Sucre. En
una mañana vendíamos más ejemplares que durante un año en una librería. Los lectores
de entonces estaban ávidos de conversar con los autores, no solamente de
conseguir una firma.
Conservo la convocatoria que hicimos para
una “Caza de autores” que tuvo lugar el domingo 4 de mayo de 1986. Varios de
aquellos colegas y amigos ya no están con nosotros: René Bascopé, Antonio
Paredes Candia, Jorge Catalano, Alcira Cardona, Fernando Baptista, Blanca
Wiethuchter, Marcelo Urioste, Silvia Mercedes Ávila, Julio de la Vega… y otros
viven más allá de nuestras fronteras: Oscar Rivera Rodas, Pedro Shimose, Leonardo
García Pabón… Conservo aún una lista con sus teléfonos de seis cifras, no
habían celulares, ni radio taxis, ni pid-pad-pods.
Nos reunimos también en Sucre en la
Cuarta Feria del Libro de Autores Bolivianos el 8 de julio de 1986 y se nos
ocurrió elaborar un documento titulado un tanto pomposamente “Declaración de
Chuquisaca” en el que en ocho puntos: (1) reclamábamos por la postergación
cultural; (2) denunciábamos las restricciones presupuestarias del Estado hacia
la cultura y la educación; (3) urgíamos la organización de un Congreso Nacional
de Cultura; (4) mostrábamos nuestra extrañeza porque Sucre, la capital del
país, no contara con un diario; (5) deplorábamos la inexistencia de una Casa de
la Cultura en Chuquisaca; (6) manifestábamos nuestro apoyo al juicio a García
Meza y sus secuaces que se llevaba a cabo entonces; (7) solicitábamos el apoyo
de las autoridades para continuar con las ferias de autores; y (8) agradecíamos
la hospitalidad de la población de Sucre.
No recuerdo cuantos escritores
participamos en esa feria de autores en Sucre, pero el documento que aún
conservo en una fotocopia de alcohol con tinta morada, está firmado por Néstor
Taboada Terán, Antonio Paredes Candia, Luis Ríos Quiroga, Alcira Cardona Torrico,
Humberto Quino, Hernán Ludueña, Hugo Molina Viaña, Alfonso Gumucio Dagron y
Máximo Pacheco Balanza.
Quizás si los jóvenes recuperan el hábito
de la lectura y el amor por los libros, podamos seguir organizando las ferias
de autores. Pero me temo que los chicos y las chicas plásticas ya están
atrapados sin salida en sus prótesis electrónicas y en esa forma de autismo
colectivo que los hace estar al mismo tiempo maravillosamente conectados con el
espacio cibernético y tristemente aislados del mundo real.
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Teme al hombre de un solo libro.
—Santo Tomás de Aquino