05 agosto 2013

Autores en feria

Un  libro es un objeto de papel, generalmente rectangular, que entre dos tapas de cartón o de cartulina contiene una cantidad determinada de hojas numeradas, cada hoja está impresa de ambos lados y cada lado recibe el nombre de página. Las hojas están cosidas o pegadas a la izquierda, de modo que el libro se abre por el lado derecho. La portada del libro contiene el título, el nombre del autor y el sello editorial, mientras que la contraportada suele exhibir una nota de presentación del libro o del autor, o ambas.

En las páginas de un libro hay textos, párrafos, líneas, palabras que pueden ser narraciones, poemas o ensayos. Lo apropiado, cuando uno tiene un libro en la mano, es leerlo, sin embargo algunas personas, sin abrirlo, lo colocan alineado verticalmente junto a otros sobre una estantería, llamada biblioteca, que a veces puede constar de cientos o miles de volúmenes, más o menos abandonados al polvo.

Cuando se usa, un libro es un objeto lúdico, porque además del placer que produce leer su contenido, está el goce incomparable de tenerlo en las manos, de admirar el diseño de la tapa, de abrirlo y oler sus páginas, de sentir el peso de su cuerpo y en las yemas de los dedos la textura del papel.

La descripción anterior es casi imprescindible porque para muchos jóvenes el libro es un objeto en desuso y en vías de extinción, casi no lo conocen ni tienen en sus casas algo que se parezca a una biblioteca. En un mundo tan plástico, el papel y la noble tinta ya no están de moda, incluso las envolturas para regalo son de plástico brilloso.

Muchos jóvenes han reemplazado los libros por una serie de dispositivos electrónicos táctiles, llamados tabletas, pads o pods (en inglés), que pueden contener una cantidad casi ilimitada de información, miles de libros, muchas bibliotecas en la palma de la mano.

Esos jóvenes que tienen a su disposición la memoria del mundo, dicen que en sus tabletas almacenan miles de libros electrónicos, y que no necesitan libros de papel. Ojalá, porque lo que me ha tocado comprobar muchas veces es que ni siquiera teniendo a la mano o en el bolsillo tanta información la pueden procesar en la vida cotidiana. Viven pegados a prótesis electrónicas de impresionante capacidad y velocidad, y son muy duchos para hacer que esos objetos hablen varios idiomas, tomen fotografías y video, suenen con timbres y músicas de infinita variedad, se comuniquen con el otro lado del mundo instantáneamente y realicen complejas operaciones comerciales, pero a juzgar por lo poco que retienen en la memoria y lo poco que saben de lo que pasa en el país y en el mundo, parecería que los jóvenes usan sus prótesis electrónicas para todo, menos para leer.

Por eso es tan estimulante una feria de autores como la que organizó Elías Blanco Mamani en Villa San Antonio, el 16 de julio de 2013, en la que participé junto a otros colegas escritores. Villa San Antonio es lo que a veces llamamos un “barrio popular”, como si el pueblo no viviera en todas partes. Lo que cabe destacar es que esta comunidad de pobladores de Villa san Antonio ha sido capaz de muchas cosas en meses recientes, y quizás la más importante de todas ha sido la de conocerse y reconocerse como vecinos, y actuar colectivamente por el bien de todos.

La feria de autores no es sino uno de los resultados intermedios de un proceso de organización que comenzó cuando los vecinos se opusieron a que el único parque del barrio, aledaño a la Casa de la Cultura Jaime Sáenz, fuera arrasado para construir allí un hospital. Un hospital es una buena cosa pero un parque es mejor porque es un espacio público de encuentro, un pulmón de árboles, un centro de gravedad de la comunidad. Los vecinos supieron distinguir la prioridad: un hospital puede salvar vidas, pero un parque público es un espacio de articulación comunitaria. Al hospital le buscarán otro espacio, pero nadie tocará los árboles de su parque.

“Antes, los vecinos ni siquiera nos conocíamos” dice Elías Blanco Mamani, creador del Museo del Aparapita y del Diccionario Cultural Boliviano que ya cuenta con 2.250 entradas de “forjadores de la cultura boliviana” (nadie sabía que éramos tantos), y casi medio millón de visitas. Elías es uno de esos activistas de la cultura capaces de movilizar a personas e instituciones sin ofrecerles nada más que su amistad y su entusiasmo.

Así consiguió que la feria de autores pudiera contar con la música de una banda del ejército y de la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN). Además, pases de magia, relatos de cuentacuentos, y los Títeres El Waky, así llamados en memoria de Waki Cajías, gestor cultural desaparecido prematuramente. La escritora cruceña Dolly Peña Pedraza sorprendió con la edición de su libro Mojada, cuyo papel especial elaborado con polvo de piedra no se moja aunque uno lo sumerja largo tiempo en una cubeta de agua. Ideal para leer en la tina de baño, solo o acompañado.

Villa San Antonio acogió a diez escritores, lo que permitió  coincidir a colegas y amigos como Manuel Vargas, Humberto Quino, Gaby Vallejo, Ariel Pérez, Lupe Cajías y Luis Oporto Ordoñez, entre otros. Cada quien con sus libros, publicados con esfuerzo propio o por editoriales nacionales. Los vecinos de Villa san Antonio pidieron a los escritores apadrinar los árboles del parque y escribir un poema sobre aquel que eligiéramos, como si nuestros versos pudieran armar una coraza para protegerlos.

Ocasiones similares a esta regresan a la memoria con ecos amistosos o a veces como fantasmas. Recordé la feria de libros de autores que urdimos en 1980, apenas 3 días antes del golpe de García Meza, y las que organizamos con el retorno de la democracia, hace más de tres décadas. La regla era la misma que ahora: cada autor con sus propios libros, no se admiten ni libreros ni editoriales.  

Hace treinta años, los escritores disfrutábamos la idea de vender nuestros libros directamente a los lectores. Solíamos pararnos codo a codo en El Prado de La Paz o en la Plaza 25 de Mayo de Sucre. En una mañana vendíamos más ejemplares que durante un año en una librería. Los lectores de entonces estaban ávidos de conversar con los autores, no solamente de conseguir una firma.

Conservo la convocatoria que hicimos para una “Caza de autores” que tuvo lugar el domingo 4 de mayo de 1986. Varios de aquellos colegas y amigos ya no están con nosotros: René Bascopé, Antonio Paredes Candia, Jorge Catalano, Alcira Cardona, Fernando Baptista, Blanca Wiethuchter, Marcelo Urioste, Silvia Mercedes Ávila, Julio de la Vega… y otros viven más allá de nuestras fronteras: Oscar Rivera Rodas, Pedro Shimose, Leonardo García Pabón… Conservo aún una lista con sus teléfonos de seis cifras, no habían celulares, ni radio taxis, ni pid-pad-pods.

Nos reunimos también en Sucre en la Cuarta Feria del Libro de Autores Bolivianos el 8 de julio de 1986 y se nos ocurrió elaborar un documento titulado un tanto pomposamente “Declaración de Chuquisaca” en el que en ocho puntos: (1) reclamábamos por la postergación cultural; (2) denunciábamos las restricciones presupuestarias del Estado hacia la cultura y la educación; (3) urgíamos la organización de un Congreso Nacional de Cultura; (4) mostrábamos nuestra extrañeza porque Sucre, la capital del país, no contara con un diario; (5) deplorábamos la inexistencia de una Casa de la Cultura en Chuquisaca; (6) manifestábamos nuestro apoyo al juicio a García Meza y sus secuaces que se llevaba a cabo entonces; (7) solicitábamos el apoyo de las autoridades para continuar con las ferias de autores; y (8) agradecíamos la hospitalidad de la población de Sucre.

No recuerdo cuantos escritores participamos en esa feria de autores en Sucre, pero el documento que aún conservo en una fotocopia de alcohol con tinta morada, está firmado por Néstor Taboada Terán, Antonio Paredes Candia, Luis Ríos Quiroga, Alcira Cardona Torrico, Humberto Quino, Hernán Ludueña, Hugo Molina Viaña, Alfonso Gumucio Dagron y Máximo Pacheco Balanza.

Quizás si los jóvenes recuperan el hábito de la lectura y el amor por los libros, podamos seguir organizando las ferias de autores. Pero me temo que los chicos y las chicas plásticas ya están atrapados sin salida en sus prótesis electrónicas y en esa forma de autismo colectivo que los hace estar al mismo tiempo maravillosamente conectados con el espacio cibernético y tristemente aislados del mundo real.


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Teme al hombre de un solo libro.
—Santo Tomás de Aquino