30 julio 2013

Solón con nosotros

Desde en una esquina en el salón principal de la Fundación Solón Romero, nos miran tranquilamente Walter y Gladys. Sus cenizas están al pie de la foto en dos pequeñas urnas talladas en madera. Ese espacio que tantos visitan respetuosamente, es suyo, está rodeado de un laberinto de ambientes más pequeños por los que se ha ampliado la muestra de sus obras, en la casa que fue suya y que Walter Solón Romero, el gran muralista boliviano, destinó aún en vida a la fundación que lleva su nombre. La obra del artista multiplica y amplía los espacios, los toma por asalto, destaca sobre los muros intensamente blancos con su mensaje social, con su color, con su diversidad.

Elizabeth Peredo, Javier Torres Goitia, Gil Imaná y Alfonso Gumucio
A fines de julio 2013 estuve nuevamente en la Fundación Solón, en La Paz, invitado por Elizabeth Peredo Beltrán, su directora, para participar en el acto recordatorio de los 14 años de la desaparición de Walter Solón Romero en Lima, el 27 de julio de 1999. Allí nos reunimos algunos de los amigos más cercanos, como el artista plástico Gil Imaná y el doctor Javier Torres Goitia, que también ofrecieron sus testimonios sobre uno de los artistas plásticos más importantes de Bolivia, cuya obra pública puede ser apreciada sobre todo en las ciudades de Sucre y La Paz.

Durante el homenaje que programó Elizabeth, antes que referirme a la obra inmensa de Walter Solón Romero y a su trayectoria combativa y solidaria que es ampliamente conocida, preferí recordar algunos episodios de nuestra amistad. Revisé fotografías y papeles para desenterrar las fechas de nuestros encuentros, y hablé de las cosas que el propio Walter me contaba.

Entre las anécdotas que recuerdo está la de sus siete vidas. Walter me contaba un tanto divertido —nunca en el tono dramático de víctima— las ocasiones en las que estuvo a punto de perder la vida en graves accidentes.

Quizás el accidente más grave fue el primero, del cual sobrevivió milagrosamente cuando un pequeño avión en el que viajaba a Chile en 1948 se estrelló al aterrizar en Santiago. Walter, que iba en la última fila, salvó la vida pero con heridas en los pulmones que lo mantuvieron convaleciente en Sucre durante diez meses, en el Hospital de Santa Bárbara.

"Muerte al invasor", de Siqueiros, en Chillán
En otra ocasión se encontraba en Chile como asistente del maestro David Alfaro Siqueiros en el mural “Muerte al invasor” realizado en 1941-1942 en la biblioteca de la Escuela México de la pequeña ciudad de Chillán, parcialmente destruida por un terremoto dos años antes. Walter trabajaba en la parte más alta del mural cuando el andamio cedió provocando su caída y algunos huesos rotos.

La muerte lo estuvo rondando otra vez, también en Chile, cuando un automóvil en el que estaba con otras tres personas tuvo un grave accidente. Los tres acompañantes fallecieron y Walter, sentado en el asiento de atrás, salvó la vida. En otra ocasión, en 1970, en el metro de Nueva York, el tren en el que iba chocó violentamente con otro causando la muerte de varios pasajeros que estaban en el mismo vagón. Los andamios le jugaron siempre malas pasadas: cayó de uno mientras pintaba “Historia del petróleo boliviano” el año 1958 y se fracturó una clavícula. 

Quizás yo hubiera podido asistirlo a tiempo en ocasión de su último accidente mortal, que ocurrió en La Paz cuando se encontraba sobre un andamio dispuesto a trabajar en un mural en su propia casa y taller. Ese día lo iba a visitar, en eso habíamos quedado, pero por algún motivo no pude llegar. Al día siguiente supe que había sufrido un grave accidente: perdió el equilibrio sobre el andamio y para evitar la caída dio un manotazo a una ventana cuyo cristal se quebró. Su antebrazo izquierdo quedó colgado de un vidrio roto que le cortó venas y tendones, produciendo una abundante hemorragia  En ese momento no había nadie para socorrerlo, estuvo más de una hora así hasta que lo llevaron a una clínica. “Menos mal que no fue mi brazo derecho, con el que pinto”, me dijo después.

Con Walter en abril 1989
Tuve el privilegio de ser testigo de la creación del mural “El retrato de un pueblo”, que pintó en el Salón de Honor del Consejo Universitario en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), durante la gestión de Pablo Ramos. Es sin duda su obra mayor, Walter pintó más de 400 figuras sobre una superficie de 208 metros cuadrados. Tomé una serie de fotos en junio de 1985 cuando el mural estaba ya enteramente dibujado con carboncillo pero aún sin una gota de color, y el 22 de abril de 1989, delante de su obra ya terminada, le hice una serie de retratos entre los que escogí uno para mi exposición  “Retrato Hablado”, que se exhibió en La Paz y Cochabamba a principios del año 1990.

Walter me pidió que escribiera el texto para el catálogo de la inauguración del mural de la UMSA, y allí señalé que el artista había librado “una lucha cuerpo a cuerpo con cada uno de los personajes”. Eso, además de la lucha burocrática cotidiana para obtener latas de pintura y focos para iluminar el espacio de trabajo. Esa tarea monumental la realizó solo con la ayuda de sus dos hijos y de un estudiante de pintura. En otro país una obra mural de esa magnitud le hubiera permitido al artista vivir 20 años sin trabajar.

Estuve de nuevo rodeado por el mural de Walter el 23 de febrero de 1990 cuando la edición boliviana de mi libro La máscara del gorila, que había sido premiado en México ocho años antes, fue presentada en el Salón de Honor de la UMSA por el rector Pablo Ramos y el agregado cultural de México, Lázaro Cárdenas Batel.

Otra memoria amable que conservo es cuando pasamos unos días juntos en Sucre, el 16, 17 y 18 de octubre de 1989, para visitar el vitral y todos los murales que había creado entre 1949 y 1955 en Sucre, en la Escuela Junín, en la Escuela Normal y en la Universidad de San Francisco Xavier. Me contó que en vano les pedía a los cuidadores de la universidad que mojaran con manguera los murales al fresco para asegurar su permanencia en el tiempo, ellos tenían miedo de que se despintaran.

De noche nos quedábamos hasta muy tarde en mi habitación del hostal Cruz de Popayán, para seguir conversando. Me contaba sobre los orígenes del Grupo Anteo, con los hermanos Gil y Jorge Imaná, y Lorgio Vaca. Me contó que sus primeros cuadros los firmaba con el seudónimo “Nadie” y que en su casa tenía un letrero que decía “Nadie vive aquí”. Más tarde adoptó el nombre de Solón en homenaje a Solón de Atenas, uno de los siete sabios de Grecia, el que propuso reformas para aliviar la situación de los campesinos más pobres. Es interesante cómo ese nombre adoptado se convirtió en su apellido y el de sus hijos.

Walter Solón Romero con  Rolando Costa Arduz, Julio de la Vega y
Alfonso Gumucio, en La Paz,  el 28 de julio de 1993
Además de vernos en su taller de la Avenida Ecuador, en La Paz, solíamos coincidir en la imprenta universitaria de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) que dirigía nuestro querido Pepe Ballón, ese gran promotor de la cultura, y alguna vez en mi casa en el barrio de Obrajes. 

De una de estas veladas en casa, hace exactamente 20 años el 28 de julio de 1993, conservo fotos en las que Walter parece junto a Rolando Costa Arduz y Julio de la Vega. Quince años antes en 1978, también en el mes de julio (tantas casualidades) pasó algún tiempo en París. Estaba alojado en un departamento sobre el Boulevard de Montparnasse, y allí, en el balcón de un tercer o cuarto piso, le tomé una serie de retratos en los que posó junto a los dibujos de su serie “El quijote y los perros”.

Bartolina Sisa
Solón Romero era un artista capaz de experimentar con todas las técnicas y materiales. Todo hizo: dibujo con tinta, acuarela, pastel, pintura de caballete, hierro forjado, murales al fresco y a la piroxilina, tapices, grabados con matrices de muchos materiales, cerámica, pintura sobre papel de amate, y toda la gama de las artes plásticas. Me contó cómo se las había ingeniado para crear un material en base a cemento y aceite de tung, un producto vegetal que había descubierto en China, que le permitía hacer muchas copias de sus grabados sin perder calidad. Así realizó la serie “Pueblo al viento”, en 5 mil ejemplares.

Al igual que otros diez artistas amigos míos, en 1990 tuvo la generosidad de hacer algunos dibujos para mi poemario “Sentímetros”.  Escogió nueve poemas de ese libro para ilustrarlos: uno sobre México, otro sobre Bangladesh, otro sobre la India y otro sobre Nueva York, que eran lugares donde él también había estado; además de un poema sobre los militares, dos sobre el exilio, uno sobre la arcilla y uno sobre el amor.

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A los doce años sabía dibujar como Rafael
pero necesité toda una vida para
aprender a pintar como un niño. 
                                                                    —Picasso