20 julio 2013

La sonrisa inerte de la muerte

Reconocida en 2010 con el Premio Nacional de Novela “Marcelo Quiroga Santa Cruz”, El charanguista de Boquerón de Adolfo Cáceres Romero ha sido hasta ahora una víctima más de la guerra silenciosa del ninguneo que se practica en Bolivia, aunque no solamente en nuestro país. A pesar del premio y a pesar de que alcanza ya una segunda edición, esta novela histórica no ha merecido ni elogios ni ataques y menos aún comentarios serios escritos por los estudiosos de la literatura nacional. Es una paradoja que Cáceres Romero sea precisamente uno de esos estudiosos, cuyo aporte enciclopédico sobre la literatura boliviana ha permitido actualizar los de sus predecesores para dar a conocer nuevos valores. 

Atribuyo la falta de interés de la crítica literaria a varios factores. Por una parte en Bolivia se publica más de lo que se lee, ya pocos cultivan bibliotecas en sus casas y menos aún el hábito de la lectura. Con gran esfuerzo y sin estímulo institucional los escritores bolivianos escriben y las editoriales independientes publican numerosas obras cada año, que quizás los críticos literarios —muy pocos al parecer— no se dan el tiempo de leer. Son raras las columnas de crítica literaria en los diarios y revistas del país, a diferencia de la crítica cinematográfica que es vigorosa menos complaciente.

Quizás la apatía se debe también al temor que sienten los críticos literarios de escribir libre y creativamente, sin más compromiso que con su propia exigencia de calidad. Hacerlo supone a veces enemistades gratuitas y reclamos dolidos de autores que no admiten otra cosa que el elogio.

Dicho esto, nos adentramos en las páginas de esta novela histórica que constituye desde la literatura más que desde la historia un ataque frontal a la guerra, y no solamente a la del Chaco que Bolivia perdió frente a Paraguay, sino a todas las guerras por inútiles, estúpidas e innecesarias. Para Cáceres Romero la guerra es un absurdo monumental que desmenuza con pasión, mientras rescata a los personajes que llevados a esa situación se comportan con un alto sentido de la ética y del honor, como los 448 soldados, cadetes y oficiales que combatieron en Boquerón, resistiendo durante 21 interminables días el ataque de más de diez mil soldados paraguayos bien pertrechados.

Del mismo modo que el autor revela el coraje y la dignidad de los combatientes bolivianos y paraguayos, no escatima palabras para calificar a los “estrategas del fracaso”, los altos mandos militares de la retaguardia cuyos fracasos son “contados como virtudes” y los civiles “emboscados” que fueron al final de cuentas quienes llevaron al país al desastre que significó la pérdida de 50 mil vidas y una porción de territorio que duplica el que Paraguay tenía cuando nació como república.

Pero este no es un ensayo histórico sino una novela y por más que Cáceres Romero haya hecho el esfuerzo de ser fiel a los hechos hasta en el mínimo detalle, al final no importa tanto la precisión de fechas y lugares, ni la inclusión de nombres que realmente existieron. Lo que importa es esa capacidad que tiene la novela para narrar el horror de la guerra con mucha más fuerza que un libro de historia. La ventaja de la novela es que puede rescatar los relatos cotidianos y las narrativas individuales, aquellas que dicen su verdad desde abajo pero que rara vez quedan plasmadas en los libros de historia con gran hache.

Las historias son más eficientes que la Historia. Lo cualitativo versus lo cuantitativo, la memoria vivida (y vívida) versus aquello que se escribe en base a documentos desde la penumbra de una biblioteca.

Las imágenes que siembra Cáceres Romero son devastadoras y cargadas de simbolismo, sobre todo en la primera parte del libro. La denuncia de las arbitrariedades de la guerra es elocuente: “Nuestra bajas aumentaron con los camaradas fusilados. (…) en casi todos los fortines y destacamentos bolivianos no había un día en que no se fusilara a alguien, sobre todo si tenía una herida en la mano o en el pie izquierdo…” Antes de fusilar a un estafeta le cuelgan el letrero “Soy un cobarde izquierdista” y el coronel en mando instruye, haciendo gala de crueldad, que el pelotón de fusilamiento esté integrado por ocho amigos de la víctima.

Las voces de varios personajes se alternan en la novela: Abel, cuyo relato en primera persona ocupa la mitad de la obra, es “la voz de la conciencia moral colectiva”, como afirma el poeta Antonio Terán Cabero en su breve comentario en la contratapa de la novela. Luego está Víctor, el charanguista, humanista y solidario, cuya habilidad en el instrumento es inversamente proporcional a su pericia en el uso de las armas, y Félix un joven estafeta voluntarioso y ajeno a la muerte. Es importante señalar que los tres personajes son reales y que estuvieron vinculados por amistad o por lazos familiares al autor de la novela.

Sin duda el primer personaje, cadete del contingente de voluntarios Tres Pasos al Frente, es quien cautiva al lector porque habla desde una condición particular, está muerto: “Estoy aquí, sin cara ni cuerpo. Con la memoria que poco a poco deja de ser terrenal”.  Ya no tiene nada que perder porque ha visto “la sonrisa inerte de la muerte cabalgando en ambos frentes”.

“Pero sigamos, antes de que me pudra del todo”, continúa Abel. Su relato es más importante para el lector que los detalles sobre las batallas que solamente los historiadores apreciarán. Cáceres Romero es minucioso y todo lo que narra corresponde a la verdad histórica pero el dato que realmente importa es la resistencia de los fortines en Boquerón, porque simboliza todo lo cruel de la guerra y al mismo tiempo todo lo esperanzador de los seres humanos.

Adolfo Cáceres en 2001
Quizás la escena más emblemática, en torno a la que se teje la novela, es aquella en la que Víctor en plena línea del frente y a pocos pasos del enemigo, toca el charango y provoca con su música unas horas de confraternización entre los soldados y oficiales paraguayos y bolivianos. Esa sola escena en la mitad de la novela encapsula la filosofía que sostiene toda la obra: “¡Ah!, lo que sucedió después es que disparábamos a cualquier parte, sin intención de hacernos daño”.

Más que descripciones de hechos, la novela logra contagiar sensaciones que el lector vive como si estuviera inmerso en la situación que relata Abel: “… ya ni saliva tenían para remojar la coca que mascaban”, “sentía en la piel el olor de la carroña y de la pólvora”, “agradecían y parpadeaban una lágrima porfiada”… El lector siente los olores, los ruidos, la respiración de los personajes. La primera mitad de la novela transpira la muerte en todas sus páginas, se siente como un pantano de sangre del que los personajes no pueden salir, aunque se desplacen en diferentes direcciones. El relato fluye como una película, como un guión listo para filmar.

Por momentos la narración parece debilitarse cuando interviene la voz del narrador omnipresente sustituyendo el relato en primera persona. Las descripciones se hacen más objetivas y por lo tanto más distantes, menos vivenciales. La intención de proporcionar información sobre los hechos históricos opaca el tono testimonial del relato. La segunda mitad del libro que describe la situación vivida por Víctor como prisionero de guerra, tiene menos fuerza que la primera. Boquerón pasa a un segundo plano, la guerra se aleja para dar espacio a las vivencias amorosas y aventuras musicales del personaje, a veces con concesiones grandilocuentes al sentimentalismo.

En la Feria del Libro de Cochabamba (foto José Rocha)
Los títulos que encabezan los capítulos me parecen prescindibles aunque se entiende la intención del autor de establecer un contrapunto simbólico entre Abel y “Caín”, el hermano fratricida. Un par de escenas se repiten de manera parecida en diferentes páginas, como la del coronel Marzana, prisionero de guerra, acogido calurosamente por la población de Asunción (páginas 97 y 108).

Lo anterior, así como la llegada de Abel al cielo y alguno que otro momento de precaria verosimilitud no desmerecen el nivel general de la novela, pero es cierto que la intensidad baja a medida que se aproxima de manera apresurada al final y que el narrador omnipresente se hace dominante porque siente la necesidad de explicar las consecuencias de la guerra del Chaco o el destino de los personajes, cerrando de manera un tanto abrupta la trayectoria de Víctor, el charanguista de Boquerón.

(publicado originalmente en Nueva Crónica, N° 123)

_______________________________ 

Para los historiadores, los príncipes y los generales son genios;
para los soldados siempre son unos cobardes.  —Leon Tolstoi