Esta semana los organizadores de “Buñuel
en México” me invitaron a decir unas palabras en el acto de inauguración del
ciclo de películas que el cineasta aragonés dirigió durante su estadía en
México. Seis películas producidas entre 1949 y 1961 han sido seleccionadas para
su exhibición en el Centro Cultural de España en La Paz y en Santa Cruz,
conmemorando los 30 años de la muerte de Luis Buñuel el 29 de julio de 1983.
Como la sala estaba repleta de gente que
quería ver El gran calavera (1949), me
limité a recordar brevemente algunas anécdotas de mis también breves encuentros
con Buñuel. Lo que sigue es una versión detallada rescatada en el baúl de la
memoria, porque no me es fácil olvidar la manera como lo conocí pocos meses
antes de su muerte.
Un día que regresaba de comprar víveres,
en la esquina de mi casa en la Colonia del Valle vi a un señor mayor, solo, caminando
con ayuda de un bastón por la calle Félix Cuevas. Su rostro de ojos saltones
era inconfundible, reconocí a Buñuel. Era la imagen austera de sí mismo,
enflaquecido en relación con las fotos que yo conocía, y con la piel cansada que
no permitía engañarse sobre su edad. Me acerqué para saludarlo y expresarle que
admiraba su obra, y lo primero que me dijo es que desde hacía dos años no había
salido de su casa, que esa era la primera vez para caminar hasta la oficina de
correos en la calle Parroquia, muy cerca de allí.
“Estoy cada vez más ciego y más sordo”,
me dijo, y añadió “tiene usted que gritar para que pueda escucharlo”. Le
comenté que su última película, Ese
oscuro objeto del deseo se había estrenado recién en México con mucho
retraso. “Ya me han contado esto, pero no sé nada, no me preocupa, hace cinco
años que no voy al cine, ya no se hacen películas buenas”.
Buñuel, por Salvador Dalí |
Cuando me presenté como cineasta de
Bolivia abrió aún más esos ojos saltones para decirme: “No he conocido a ningún boliviano desde que estuve exiliado en París
durante la guerra”, o algo parecido.
Durante la charla en la esquina me dijo
que no sabía que se hacía cine en Bolivia, y entonces le ofrecí la Historia del Cine Boliviano que se
acababa de publicar, y mi libro Bolivie
que había salido en Francia en la colección Petite Planete de la editorial Le
Seuil. Me dio su dirección: vivía muy cerca de allí, en la Cerrada de Félix
Cuevas, número 27. Al día siguiente le hice llegar los ejemplares prometidos y
una tarjeta con mi teléfono.
Unos días más tarde, el jueves 16 de
septiembre llamó su mujer para invitarnos a “tomar un té” con Luis. Jeanne, que
en la intimidad llamaba a Buñuel “moro” (interesante casualidad porque es el
apodo por el que me conocen los amigos), me hizo estrictas recomendaciones por
teléfono: que Luis que estaba muy cansado, que no le gustaba recibir, que
excepcionalmente quería verme durante media hora aunque ella había tratado de disuadirlo
(al menos eso entendí en el tono molesto de Jeanne en el teléfono).
Para mi suerte las cosas sucedieron de
otra manera, porque una vez en su casa nos embarcamos en una conversación que
duró más de una hora y no en torno a una taza de té sino de varios vasos de
whisky y de dry martini, su bebida
favorita. Le llevé un ejemplar de Les
cinémas d’Amérique Latine aunque supuse que no iba a leer ese ladrillo de 544 páginas. Mencionó que había leído unas 50 páginas de mi libro sobre Bolivia
con dificultades a pesar de las lupas que tenía a mano para poder leer. Estaba cansado de sentirse tan desvalido, sordo y ciego. Me dijo: “Antes de llegar a esto lo mejor que puede hacer uno es suicidarse”. Tuve la poca delicadeza de preguntarle cual
era la enfermedad que lo aquejaba, me dijo: “Una terrible enfermedad, la
vejez”.
La conversación era a gritos porque a
pesar del aparato que tenía en el oído, no escuchaba bien. A raíz de mi libro
sobre Bolivia había recordado cosas
“que nunca las he comentado con
nadie antes, porque usted es el primer boliviano que conozco”.
Buñuel me sorprendió cuando me dijo “Estamos aquí entre bolivianos”. Al ver
mi cara de perplejidad me contó
que cuando la guerra civil española comenzó, él se encontraba en París, quería
viajar a Alemania pero no tenía pasaporte. La única delegación diplomática que
lo ayudó proporcionándole un pasaporte con un nombre falso fue la de Bolivia.
Añadió que nunca llegó a usarlo y lo devolvió más adelante, pero que se sintió
desde entonces agradecido hacia Bolivia.
Nunca pude verificar ese dato, pero el
hecho de que así lo recordara el propio Buñuel es significativo. Le dije: “Si
no hubiera usted devuelto ese pasaporte hoy podríamos decir que Buñuel es
boliviano”. Nunca fue a Bolivia pero tenía la imagen de un país “tremendamente
sacrificado, asediado por enemigos, no solamente el imperialismo de Estados
Unidos”.
Traté de evitar una conversación sobre
cine porque sabía que a Buñuel no le gustaba el tema, pero no resistí a la
tentación de decirle que mi película preferida era El ángel exterminador, a lo cual respondió con su silencio. En
cambio, me contó que comenzó a hacer cine porque no pudo ser escritor y que La edad de oro (1930) fue como poner una
bomba: “Ahora es una película que divierte, pero cuando la hice quise hacer un
acto similar al de poner una bomba”. Me dijo que nunca veía sus propias películas
una vez terminadas. Desde todo punto de vista era un ave rara en el cine
mundial.
Recordó que cuando recién llegó a México
lo atacaban en la prensa y lo llamaban “Buñuelo” para molestarlo. Al referirse
a su apellido reconoció que era muy raro y que durante mucho tiempo él era el
único Buñuel, pero que en años recientes habían aparecido otros en la guía
telefónica de España, “seguramente hijos de mis mujeres clandestinas”, dijo
medio en broma y medio en serio.
Para darme un ejemplar de su autobiografía
Mon dernier soupir (Mi último suspiro) escrita en
complicidad con Jean-Claude Carrière, su
coguionista y colaborador, me pidió que lo acompañara al segundo piso de la
casa, a su dormitorio. Me sorprendió el ambiente sencillo y austero; una estrecha
cama, nada de adornos, ningún otro objeto a la vista. Me hizo pensar en don
Juan Lechín, que vivía con esa misma sobriedad, como un monje de claustro.
La imagen del cuarto de Buñuel me ha
quedado grabada y su gesto de invitarme a su espacio íntimo lo he valorado aún
más desde que leí una entrevista con Carlos Fuentes donde recuerda que a pesar
de ser un cercano amigo de don Luis y de haberlo visitado regularmente cada semana
durante muchos años, nunca conoció su dormitorio.
Buñuel me dedicó el libro “muy
amistosamente, Luis Bunuel”, sin ponerle la virgulilla encima de la ene, quizás
porque así se acostumbró a escribir su apellido en Estados Unidos. Me contó que
acababan de llegarle los primeros ejemplares desde París; la edición en
castellano no se había aún publicado. El ejemplar que me regaló tuvo una vida
corta, me lo robaron en Morelia días más tarde, en un maletín con mi equipo
fotográfico. Probablemente haya pasado por alguna tienda de libros usados y
esté en manos de un coleccionista que reconoce su valor.
Tres días después de su fallecimiento, publiqué
el 1 de agosto en el diario Excelsior
de México algo sobre esa conversación que sostuvimos en su casa, pero no es
sino ahora que pude encontrar mis notas manuscritas, tomadas el mismo día que me
recibió.
Con Gabriel Figueroa, julio 1984 |
Un año más tarde, a fines de julio de
1984, visité al extraordinario director de fotografía Gabriel Figueroa, que
trabajó con Buñuel en siete de sus películas: El ángel exterminador, Los
olvidados, La vida criminal de
Archibaldo Cruz y Nazarín, entre
otras. Esta última, me dijo Figueroa, es la que él prefería. Me contó también
que entre los cineastas con los que había trabajado, Buñuel era el “más barato”
porque no hacía más de una o dos tomas de cada plano.
Con Jeanne Rucar Buñuel fue
tremendamente posesivo, según cuenta en sus “Memorias de una mujer sin piano”, pero ella lo aceptó como era y
cedió en todo para acompañarlo toda la vida desde que empezaron a enamorar en
1926.
La biografía de Buñuel, que muchos
autores han rescatado en sus mínimos detalles, es muy curiosa por su
accidentado itinerario cinematográfico. Su primer corto lo hizo famoso instantáneamente,
con el respaldo de los surrealistas que conoció en París y sobre los que en sus
memorias escribió que eran todos guapos: “Belleza
luminosa y leonada de André Breton, que saltaba a la vista. Belleza más sutil
la de Aragon, Eluard, Crevel y el mismo Dalí, y Max Ernst con su sorprendente
cara de pájaro de ojos claros, y Pierre Unik y todos los demás: un grupo
ardoroso, gallardo, inolvidable”.
Cerrada Félix Cuevas, No. 27 |
Los surrealistas lo cautivaron porque “luchaban contra la sociedad a la que
detestaban, utilizando como arma principal el escándalo”. Buñuel sentía el
mismo rechazo por “las desigualdades
sociales, la explotación del hombre por el hombre, la influencia embrutecedora
de la religión, el militarismo burdo y materialista”.
Varias veces durante mis largas estadías
en México encaminé mis pasos hacia la Cerrada Félix Cuevas para ver siquiera desde
afuera la casa de Buñuel, donde vivió con Jeanne 31 años, desde 1952 hasta su
muerte en 1983, pero me topé siempre con una puerta cerrada y un gran silencio.
Sin embargo, a principios del 2012 volví a encontrar la casa abierta, casi tres
décadas más tarde, sólo que esta vez no me abrió Jeanne, ni él me invitó a un
trago para brindar. Jeanne había fallecido allí mismo en noviembre de 1994, a
los 86 años.
Luego de casi dos décadas de abandono y
gracias a la inversión de la cooperación española (y no del gobierno mexicano
como tendría que haber sido ya que el cineasta realizó en México 20 de sus 37
películas, de 1947 a 1965), la casa de Luis Buñuel volvió a abrir sus puertas,
convertida en lugar de exposiciones y encuentros.
El día de la inauguración los
funcionarios de la cultura mexicana estuvieron en primera fila para celebrar la
ocasión con sendos discursos, aunque el mérito les era ajeno. No deja de
sorprender la indiferencia en el trato que da México a quienes no han nacido en
su territorio, aunque hayan vivido toda su vida en el país y hayan hecho
aportes magníficos. Desde el presidente Lázaro Cárdenas, México ha sido tierra
de asilo para republicanos españoles, indígenas mayas que huían del genocidio
en Guatemala, o intelectuales que escaparon de las dictaduras del cono sur de
América Latina, pero lo cierto es que el chauvinismo aparece siempre entre
líneas en esos grandes gestos solidarios.
Buñuel se naturalizó en 1949, pero no fue
asumido como mexicano “completo”, de la misma manera que no lo fue el más
importante historiador del cine mexicano, Emilio García Riera, también nacido
en España. A mediados de esa misma década de 1980, Emilio solía contarme cuando
nos tomábamos un café en Coyoacán, que a pesar de haber vivido desde niño en
México, lo seguían considerando español.
No queda nada del mobiliario original en
la casa, pero para la primera muestra con que se inauguró se hizo el esfuerzo
de reunir documentos sobre Viridiana,
al cumplirse 50 años de ese extraordinario film: correspondencia sobre la
prohibición de la película en España, el revuelo en la prensa internacional, el
guión original con las anotaciones de Buñuel, abundantes fotografías y algunos
objetos como el abrigo que utilizó en la película Paco Rabal y la Palma de Oro
que obtuvo en el Festival de Cannes 1961, donde Jean Giono fue Presidente del
Jurado, lo cual no es un dato menor.
Buñuel, Carlos Saura y Luis García Berlanga |
En el jardín, a lo largo del muro
perimetral de la casa, más de 20 grandes paneles con fotos y datos biográficos
resumen la vida de Buñuel desde su nacimiento hasta su muerte. Hay fotografías
poco conocidas tomadas de los archivos personales de Jean Claude Carrière y de otros amigos. En ese jardín se reunía Buñuel los viernes
con Carlos Fuentes, quien recordaba los “buñueloni”, un cocktail de Martini que
don Luis solía preparar y que “te emborrachaba en cinco minutos”. Las fotos lo
muestran con André Breton, García Lorca, Salvador Dalí, Gabriel Figueroa,
Carlos Saura, Hitchcock, y otros grandes de su época.
Buñuel murió hace treinta años cuando ya
había hecho lo que quería hacer, no le faltó nada. Dejó una obra completa,
terminada, sólida, original y sin precedentes. Se fue, pero está cada vez más con
nosotros.
___________________________________
Una película debe defender y
comunicar indirectamente
la idea de que vivimos en un
mundo brutal, hipócrita e injusto…
Debe producir tal impresión en
el espectador que éste,
al salir del cine, diga que no
vivimos en el mejor de los mundos.
—Luis Buñuel