La pluma de Mariano Azuela |
Ahora me voy a poner fúnebre, aunque no
sea día de difuntos. No sé exactamente el porqué, pero siempre me han
interesado los cementerios. Los hay propios y ajenos. Los propios son aquellos
donde suelo visitar a mis seres queridos, los más próximos en el afecto. Los
ajenos son los otros, que me interesan por su historia, su arte y su arquitectura.
A lo largo de varias décadas he ido fotografiando aquello que me parece singular
en ellos, con la idea de armar alguna vez una muestra. Mejor que sea antes de
emprender ese camino.
Hay cementerios clásicos a los que he
vuelto varias veces, como el de Père Lachaise en París, cerca del cual viví un año.
Allí he paseado entre los mausoleos de Miguel Angel Asturias, Edith Piaf, Jim
Morrison, Moliere, Balzac, Chopin, Delacroix y Oscar Wilde, uno de los más
visitados, entre muchos otros. Cada mausoleo en Père Lachaise es una obra de
arte monumental. En el de Montparnasse, en la misma ciudad, reposan a pocos
pasos uno del otro César Vallejo y Julio Cortazar. Sus tumbas son muy
sencillas. Años atrás escribí un cuento de humor negro sobre este cementerio:
“Chez Papa”, que aparece en mi libro Cruentos.
Clásico es también el Cementerio Colón en
La Habana (donde están Alejo Carpentier, José Lezama Lima), el de La Recoleta
en Buenos Aires (Bioy Casares, Victoria y Silvina Ocampo), el de Araca en Sao
Paulo, y los más antiguos de Boston, los primeros fundados por los ingleses del
Mayflower en territorio norteamericano. El de Arlington, en Washington, figura
en alguna lista entre los diez cementerios más “famosos” del mundo, pero eso de
la fama es relativo, sobre todo cuando se trata de la muerte. A mi no me
impresionó.
A fines del año 2012, sobrecogido por su leyenda,
recorrí en el centro de Praga el viejo cementerio judío que le ha servido de
inspiración a Umberto Eco en su novela más reciente, y también estuve en el
cementerio judío de Olsany, en Zizkov, donde está enterrado Franz Kafka con sus
padres.
He visitado cementerios remotos como el
de Mompox, esa maravillosa ciudad extraviada en pleno Río Magdalena, en
Colombia; y otros más cercanos pero no menos fascinantes como el señorial cementerio
de Sucre, en Bolivia o el de Porto Alegre cuya arquitectura en varios pisos es
esplendorosa.
También me atraen los cementerios más
pequeños, esos que uno encuentra en cualquier país a los lados del camino,
humildes, con sus cruces torcidas y sus colores chillones, a veces aledaños a
una vieja capilla de piedra o de adobe.
Las horas finales de la tarde son las
mejores para fotografiar cementerios, porque la luz es cálida y las sombras
envuelven las estatuas y los monumentos funerarios. En medio del blanco
predominante los colores de las flores, aunque sean de plástico, resaltan.
Volví luego de muchos años al Panteón de Dolores, en pleno Bosque de Chapultepec en Ciudad de México, el tercer parque
urbano más extenso del mundo, con 685 hectáreas, y el primero en una ciudad
capital.
El lugar más importante del
cementerio es la Rotonda de las Personas Ilustres (que antes se llamaba “de los
hombres ilustres”) donde yacen los restos de 116 celebridades mexicanas (tiene
capacidad para 145), de las que cito solamente algunas que me interesan: los
artistas plásticos David Alfaro Siqueiros, Juan O’Gorman, José Clemente Orozco
y Diego Rivera, los músicos Agustín Lara, Manuel M. Ponce, Juventino Rosas y
Silvestre Revueltas; los escritores Mariano Azuela, Carlos Pellicer, Rosario
Castellanos, Alfonso Reyes y Amado Nervo, en sándwich entre políticos,
militares, científicos y de todo un poco.
Alfonso Caso y Agustín Lara, contrastes más allá de la vida |
En un amplio círculo están dispuestos en
dos filas los mausoleos de estos grandes personajes de la historia
contemporánea de México, pero no son todos los que están ni están todos los que
son. Uno se pregunta cuales son los criterios para elegir a los que tendrán
derecho a ser parte de ese selecto grupo, y quien fija esos criterios
(probablemente el “dedazo” presidencial). Lo cierto es que entre los notables
que allí están, hay “notables” ausencias, como las de Juan Rulfo, Salvador Novo
y Octavio Paz, para citar solamente tres de los grandes de la literatura mexicana
y latinoamericana.
Algunas personalidades manifestaron en
vida su deseo de no integrar la Rotonda de las Personas Ilustres, como es el
caso del pintor Rufino Tamayo, de el compositor José Alfredo Jiménez, y el gran
impulsor de la cultura mexicana José Vasconcelos.
Es difícil saber si los mausoleos de la
Rotonda de Personas Ilustres fueron diseñados de antemano por los propios
ocupantes, o si fue la familia o el Estado quien decidió sus características.
Sea como fuere, es interesante comparar la sencillez de algunos con la opulencia
de otros.
David Alfaro Siqueiros |
Quizás el más sorprendente por su grandilocuencia,
colorido y tamaño (unos 3 metros de altura) es el mausoleo de David Alfaro Siqueiros,
una obra suya. A los músicos Manuel M. Ponce y Agustín Lara los enterraron
debajo de esculturas bañadas en pintura dorada que refulge con el sol de la tarde,
una idea estridente. Y a la actriz Dolores del Río, memorable por sus
interpretaciones en la época de oro del cine mexicano y en importantes
películas de Hollywood, la castigaron con un monumento extraño, por no decir
feo, una escultura de conos de metal que no está bien claro lo que representan.
Contrastan con estos estrambóticos
monumentos funerarios, otros de extrema sencillez como el de José Clemente
Orozco, un simple muro de lava volcánica rojiza, y los del músico Carlos Chávez,
el pintor Juan O’Gorman y el arqueólogo Alfonso Caso, sencillos bloques de
piedra rústica sin ningún adorno.
María Izquierdo, pintora |
Entre la opulencia y la sencillez, están
aquellos mausoleos que se alejan de la solemnidad y le ponen un toque de arte a
la muerte, y a veces algo de humor, algunos intencionalmente y otros
involuntariamente. Me gustó el de la pintora María Izquierdo, con figuras
graciosas salidas de sus cuadros, el del escritor Mariano Azuela, una gran
pluma de piedra y el de Alfonso Reyes, con su firma y su cabezota. Al líder
de luchas sociales Heberto Castillo, lo cubrieron de una enorme caja de vidrio
verdoso, como una pecera, con la que quizás pretendían simbolizar la
transparencia e incorruptibilidad que caracterizó su accionar político.
Uno de los mausoleos más interesantes es
el de Diego Rivera, que muestra la réplica de la mascarilla mortuoria del
pintor, y la de sus manos; mientras que la mascarilla mortuoria de Amado Nervo,
y toda su tumba, está protegida debajo de una curiosa carpa de vitrales de
color.
Más allá del espacio circular dedicado a
los personajes ilustres, el Panteón de Dolores está dilapidado, en ruinas. Su
mantenimiento es a todas luces inexistente. Para evitar la profanación de los mausoleos, algunos han
sido completamente cubiertos de rejas. Las tumbas están rotas y la basura se
acumula por todas partes. Casi todas las placas de metal han sido robadas,
incluso algunas de la Rotonda de Personas Ilustres, que ahora carecen de
identidad y donde ni siquiera arde la llama de fuego “eterna” que se supone
debería estar encendida todo el tiempo. Salta a la vista que solamente cuando
se hace algún acto pomposo, a los que son tan afectos los mexicanos, se limpia
el lugar.
Diego Rivera |
José Clemente Orozco |
Y de todo esto, los muertos, ilustres o
ignorados, no saben nada ni les importa. Sus huesos, en algunos casos, han
desaparecido, como sucedió con el grabador José Guadalupe Posada, cuyo
centenario se celebra este año.
Hace tiempo que me hago la pregunta: en
este mundo ¿son más los vivos o los muertos? Y encuentro la respuesta en una
investigación del Population Reference Bureau, que revela que por cada
habitante vivo en el planeta, hay 15 muertos, aunque sean polvo y ceniza. Multipliquemos los 7 mil millones por
15… y siempre serán más los muertos que los vivos.
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polvo
de estrellas
sobre
la fosa común
que
habitamos
—Adriana
Almada