24 marzo 2013

Entre los muertos


La pluma de Mariano Azuela

Ahora me voy a poner fúnebre, aunque no sea día de difuntos. No sé exactamente el porqué, pero siempre me han interesado los cementerios. Los hay propios y ajenos. Los propios son aquellos donde suelo visitar a mis seres queridos, los más próximos en el afecto. Los ajenos son los otros, que me interesan por su historia, su arte y su arquitectura. A lo largo de varias décadas he ido fotografiando aquello que me parece singular en ellos, con la idea de armar alguna vez una muestra. Mejor que sea antes de emprender ese camino.

Hay cementerios clásicos a los que he vuelto varias veces, como el de Père Lachaise en París, cerca del cual viví un año. Allí he paseado entre los mausoleos de Miguel Angel Asturias, Edith Piaf, Jim Morrison, Moliere, Balzac, Chopin, Delacroix y Oscar Wilde, uno de los más visitados, entre muchos otros. Cada mausoleo en Père Lachaise es una obra de arte monumental. En el de Montparnasse, en la misma ciudad, reposan a pocos pasos uno del otro César Vallejo y Julio Cortazar. Sus tumbas son muy sencillas. Años atrás escribí un cuento de humor negro sobre este cementerio: “Chez Papa”, que aparece en mi libro Cruentos.

Clásico es también el Cementerio Colón en La Habana (donde están Alejo Carpentier, José Lezama Lima), el de La Recoleta en Buenos Aires (Bioy Casares, Victoria y Silvina Ocampo), el de Araca en Sao Paulo, y los más antiguos de Boston, los primeros fundados por los ingleses del Mayflower en territorio norteamericano. El de Arlington, en Washington, figura en alguna lista entre los diez cementerios más “famosos” del mundo, pero eso de la fama es relativo, sobre todo cuando se trata de la muerte. A mi no me impresionó.

A fines del año 2012, sobrecogido por su leyenda, recorrí en el centro de Praga el viejo cementerio judío que le ha servido de inspiración a Umberto Eco en su novela más reciente, y también estuve en el cementerio judío de Olsany, en Zizkov, donde está enterrado Franz Kafka con sus padres.

He visitado cementerios remotos como el de Mompox, esa maravillosa ciudad extraviada en pleno Río Magdalena, en Colombia; y otros más cercanos pero no menos fascinantes como el señorial cementerio de Sucre, en Bolivia o el de Porto Alegre cuya arquitectura en varios pisos es esplendorosa.  

También me atraen los cementerios más pequeños, esos que uno encuentra en cualquier país a los lados del camino, humildes, con sus cruces torcidas y sus colores chillones, a veces aledaños a una vieja capilla de piedra o de adobe.


Las horas finales de la tarde son las mejores para fotografiar cementerios, porque la luz es cálida y las sombras envuelven las estatuas y los monumentos funerarios. En medio del blanco predominante los colores de las flores, aunque sean de plástico, resaltan.

Volví luego de muchos años al Panteón de Dolores, en pleno Bosque de Chapultepec en Ciudad de México, el tercer parque urbano más extenso del mundo, con 685 hectáreas, y el primero en una ciudad capital.

El lugar más importante del cementerio es la Rotonda de las Personas Ilustres (que antes se llamaba “de los hombres ilustres”) donde yacen los restos de 116 celebridades mexicanas (tiene capacidad para 145), de las que cito solamente algunas que me interesan: los artistas plásticos David Alfaro Siqueiros, Juan O’Gorman, José Clemente Orozco y Diego Rivera, los músicos Agustín Lara, Manuel M. Ponce, Juventino Rosas y Silvestre Revueltas; los escritores Mariano Azuela, Carlos Pellicer, Rosario Castellanos, Alfonso Reyes y Amado Nervo, en sándwich entre políticos, militares, científicos y de todo un poco.  
Alfonso Caso y Agustín Lara, contrastes más allá de la vida

En un amplio círculo están dispuestos en dos filas los mausoleos de estos grandes personajes de la historia contemporánea de México, pero no son todos los que están ni están todos los que son. Uno se pregunta cuales son los criterios para elegir a los que tendrán derecho a ser parte de ese selecto grupo, y quien fija esos criterios (probablemente el “dedazo” presidencial). Lo cierto es que entre los notables que allí están, hay “notables” ausencias, como las de Juan Rulfo, Salvador Novo y Octavio Paz, para citar solamente tres de los grandes de la literatura mexicana y latinoamericana.

Algunas personalidades manifestaron en vida su deseo de no integrar la Rotonda de las Personas Ilustres, como es el caso del pintor Rufino Tamayo, de el compositor José Alfredo Jiménez, y el gran impulsor de la cultura mexicana José Vasconcelos.

Es difícil saber si los mausoleos de la Rotonda de Personas Ilustres fueron diseñados de antemano por los propios ocupantes, o si fue la familia o el Estado quien decidió sus características. Sea como fuere, es interesante comparar la sencillez de algunos con la opulencia de otros.

David Alfaro Siqueiros
Quizás el más sorprendente por su grandilocuencia, colorido y tamaño (unos 3 metros de altura) es el mausoleo de David Alfaro Siqueiros, una obra suya. A los músicos Manuel M. Ponce y Agustín Lara los enterraron debajo de esculturas bañadas en pintura dorada que refulge con el sol de la tarde, una idea estridente. Y a la actriz Dolores del Río, memorable por sus interpretaciones en la época de oro del cine mexicano y en importantes películas de Hollywood, la castigaron con un monumento extraño, por no decir feo, una escultura de conos de metal que no está bien claro lo que representan.

Contrastan con estos estrambóticos monumentos funerarios, otros de extrema sencillez como el de José Clemente Orozco, un simple muro de lava volcánica rojiza, y los del músico Carlos Chávez, el pintor Juan O’Gorman y el arqueólogo Alfonso Caso, sencillos bloques de piedra rústica sin ningún adorno.  

María Izquierdo, pintora
Entre la opulencia y la sencillez, están aquellos mausoleos que se alejan de la solemnidad y le ponen un toque de arte a la muerte, y a veces algo de humor, algunos intencionalmente y otros involuntariamente. Me gustó el de la pintora María Izquierdo, con figuras graciosas salidas de sus cuadros, el del escritor Mariano Azuela, una gran pluma de piedra y el de Alfonso Reyes, con su firma y su cabezota. Al líder de luchas sociales Heberto Castillo, lo cubrieron de una enorme caja de vidrio verdoso, como una pecera, con la que quizás pretendían simbolizar la transparencia e incorruptibilidad que caracterizó su accionar político.

Uno de los mausoleos más interesantes es el de Diego Rivera, que muestra la réplica de la mascarilla mortuoria del pintor, y la de sus manos; mientras que la mascarilla mortuoria de Amado Nervo, y toda su tumba, está protegida debajo de una curiosa carpa de vitrales de color.

Más allá del espacio circular dedicado a los personajes ilustres, el Panteón de Dolores está dilapidado, en ruinas. Su mantenimiento es a todas luces inexistente.  Para evitar la profanación de los mausoleos, algunos han sido completamente cubiertos de rejas. Las tumbas están rotas y la basura se acumula por todas partes. Casi todas las placas de metal han sido robadas, incluso algunas de la Rotonda de Personas Ilustres, que ahora carecen de identidad y donde ni siquiera arde la llama de fuego “eterna” que se supone debería estar encendida todo el tiempo. Salta a la vista que solamente cuando se hace algún acto pomposo, a los que son tan afectos los mexicanos, se limpia el lugar.
Diego Rivera

José Clemente Orozco
Y de todo esto, los muertos, ilustres o ignorados, no saben nada ni les importa. Sus huesos, en algunos casos, han desaparecido, como sucedió con el grabador José Guadalupe Posada, cuyo centenario se celebra este año.

Hace tiempo que me hago la pregunta: en este mundo ¿son más los vivos o los muertos? Y encuentro la respuesta en una investigación del Population Reference Bureau, que revela que por cada habitante vivo en el planeta, hay 15 muertos, aunque sean polvo y ceniza.  Multipliquemos los 7 mil millones por 15… y siempre serán más los muertos que los vivos.



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polvo de estrellas
sobre la fosa común
que habitamos

—Adriana Almada