Habría cumplido 65 años el 23 de
septiembre, pero falleció hace ocho años, el 16 de octubre de 2004. Su vida la
dedicó a la literatura, sobre todo a la poesía, y a la actividad académica. Blanca
Wiethüchter fue sin duda una de las más importantes voces en la poesía
boliviana contemporánea.
Hace un par de meses, caminando por la
Avenida Reforma en México, pasé delante de la librería de Conaculta y sentí que
desde la vitrina me miraban. Era Blanca, con una mirada un tanto melancólica, desde
la portada de una antología de su poesía, realizada por Rodolfo Häsler y
publicada por María Luisa Passarge en la editorial independiente La Cabra. En
la vitrina estaba junto a Dostoyevski y a San Agustín, bien acompañada. Además
de alegrarme de ver su poesía publicada en México, estuve regodeándome un rato
con la memoria de algunos encuentros, en La Paz y en Cochabamba, hace muchos años.
¿Cuantos años? Fácilmente 15 o 20. Tengo una foto a mano, del 13 de febrero de 1995
cuando nos reunimos en mi casa en Obrajes (¿sería la última vez?) y otras en
mis archivos en Bolivia, demasiado lejos como para estirar el brazo y buscarlas
ahora. Son fotos en las que aparecen también Alberto Villalpando, Carlos D. Mesa,
Ricardo Pérez Alcalá y otros amigos.
Alberto Villalpando y Blanca Wiethüchter, 1995 |
Por “razones técnicas”, como diría
Cortázar, no nos vimos mucho en los últimos años de su vida. Nuestro contacto
fue esporádico. Acabo de encontrar huellas de ello en un mensaje suyo enviado por
email el 8 de febrero de 1999, con una selección de poemas que yo le había
pedido para una sección del sitio electrónico Bolivia Web. En esa selección de
10 poetas, incluí a Blanca Wiethüchter, a Matilde Casazola, y a Yolanda
Bedregal. Escogí de Blanca varios fragmentos de Territorial, de Madera viva y
árbol difunto, de El rigor de la
llama, y de La lagarta.
Caminando también, suelo pisar en la
Avenida Camacho sus versos sobre La Paz escritos en bronce: “Estás hecha de luz y de montaña / de jirones
de piedra y ríos / que te trenzan al descender”.
En una entrevista de 1996, leí que Blanca
se quejaba que las poetisas (hay quienes no gustan de ese término, pero pienso
que hay que reivindicarlo) de Bolivia eran rara vez incluidas en las antologías
hechas por bolivianos, y que tanto Eduardo Mitre como Cachín Antezana las
habían ignorado en sus trabajos críticos. Cuando hice la selección para Bolivia
Web, ni siquiera lo pensé, simplemente puse poetas que me parecían buenos.
Hablando de entrevistas, encontré en estos días la grabación de una entrevista que le hice a Jaime Saenz en 1971, y hacia el final Jaime menciona a Blanca en términos muy afectuosos: "Blanca Wiethüchter está en París, ha llegado por un mes o dos no más; está escribiendo una tesis muy concienzuda sobre mi obra poética. Tiene mil o dos mil fichas, entonces se ha compenetrado mucho en mi poesía, y hemos tenido muchas charlas con ella".
Hablando de entrevistas, encontré en estos días la grabación de una entrevista que le hice a Jaime Saenz en 1971, y hacia el final Jaime menciona a Blanca en términos muy afectuosos: "Blanca Wiethüchter está en París, ha llegado por un mes o dos no más; está escribiendo una tesis muy concienzuda sobre mi obra poética. Tiene mil o dos mil fichas, entonces se ha compenetrado mucho en mi poesía, y hemos tenido muchas charlas con ella".
Esos recuerdos, así como la fecha de su nacimiento
y de su muerte, me sirven de excusa para referirme ahora al documental El rigor de la llama (2006, 91 minutos)
realizado por Leonardo García Pabón, cuyo eje son entrevistas, además de hermosas
fotografías del archivo personal de Blanca, lectura de sus poemas, música de
Alberto Villalpando y el extracto de una entrevista que le hace Carlos D. Mesa
en su emblemático programa “De Cerca”.
Blanca con su padre |
La conversación es reveladora gracias a
esa confianza que existía con Leonardo. Blanca narra su historia desde el
principio, una de cinco hermanos, de padre alemán llegado a Bolivia en
septiembre de 1938, y madre chilena de origen alemán. La presencia de su padre
“producía mucha tensión” en la casa porque era un “hombre violento”.
Como ha sucedido con otros escritores
migrantes, el castellano de Blanca cuando niña “era de cuarta categoría”, pero con
acento “paceño y miraflorino”: “hasta ahora el abecedario sólo lo sé en alemán”.
Con los años se hizo un castellano límpido, preciso y poético. El esfuerzo de
adoptar un idioma que no es el propio suele resultar en un manejo excepcional del
idioma adquirido. Es el caso de Blanca en su lucha por gobernar el lenguaje. “No
hablaba bien ningún idioma”, recuerda, porque en la familia hablaba alemán y
con los amigos castellano. La impresión de vivir “un doble exilio” la acompañó
muchos años.
Sus lecturas empiezan a los 9 años con
Emilio Salgari, como muchos en nuestra generación, y sus vivencias se alimentan
de episodios históricos tan importantes como la Revolución de 1952, que vivió
en Miraflores, uno de los puntos álgidos. Esos fantasmas de la infancia son
ventilados a través de El jardín de Nora,
una novela autobiográfica que escribe con fines catárticos, “para limpiarme de
adentro”.
El compromiso social empieza en la
universidad, “donde me hice boliviana” porque era un “microcosmos de lo que
sucedía en grande”. Eran años muy agitados en la política boliviana: sucesión
de guerrillas, golpes militares y recuperación de espacios democráticos, a
fines de la década de 1960 y principios de 1970. Luego, el exilio en España, consecuencia
lógica de la militancia por la democracia.
Jaime Sáenz y Alberto Villalpando |
Su amistad con Jaime Sáenz, es uno de lo
hitos más importantes en su vida. (Blanca usa la expresión “para mi coleto”,
que Jaime solía usar). En adelante su literatura estará marcada por esa relación,
porque Jaime la apoya de manera decidida, cree en ella, comenta lo que Blanca
escribe, se entusiasma con aquellos versos que le gustan. Y más aún, Jaime hace
publicar el primer libro de poemas de Blanca. Esa relación “de padre a hija” que
se prolonga a lo largo de tres lustros, hasta la muerte de Sáenz y “sólo el
amor salva”, el mensaje que le deja a su discípula y amiga, porque “él no pudo
amar”.
El amor la hizo quedarse en Bolivia y
comprometerse en política, hizo que se casara y viviera 13 años con Ramiro
Molina, un proyecto de pareja que no funcionó, como tampoco el siguiente, hasta
que encontró a Alberto Villalpando, cómplice de muchas aventuras culturales
(libros, revistas, videos), con quien estuvo hasta el final de sus días, como
estaba escrito en la carta astrológica…
Su actividad literaria está imbricada con
la noción de conversación con los amigos, diálogo constructivo y creativo con aquellos
que tienen objetivos comunes de cambio social y de cambios personales,
conscientes de que no se puede “fundar otra cosa” si no es a partir de la
ruptura. Provocada por Leonardo García Pabón, Blanca habla -con un cigarrillo
siempre en la mano- de sus poemas, de sus libros, de esa continuidad coherente
que es su vida literaria, pero también de sus transfiguraciones personales, su
vivencia de la religión, sus personalidades contradictorias, y de su percepción
de lo indígena, para “llegar a ser otra”.
Para publicar su libro El verde no es un color, crea la
editorial artesanal El Hombrecito Sentado, hoy una de las más importantes entre
las independientes. Su trabajo de gestora cultural se prolonga en la revista
Piedra Imán. Todo ello desde su “casa abierta”, convertida en lugar de
encuentro de poetas, artistas y estudiosos de la cultura.
Hay mucho más en el video El rigor de la llama, donde Blanca se
adelanta a su muerte: “He despertado demasiado temprano a la posibilidad de
morirme”, “tengo miedo al modo de morir, no a la muerte misma”, reiterando algo
que había dicho cuando tenía 17 años en el colegio: “Yo quería vivir mi muerte”.
Documentales como este, que rescatan la
vida y memoria de quienes tanto contribuyen en la cultura de Bolivia, tienen un
valor excepcional, aunque pocas veces reconocido en un país que prefiere agotarse en cuestiones
efímeras y mezquinas.
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Me he muerto a mí misma
y eso me conmueve sobremanera.
Volver a preparar mi desaparición
me consuela y me desgasta.
—Blanca Wiethüchter