Calacala, en 1983 |
La vez anterior que fui a Oruro para visitar las pinturas
rupestres de Calacala (Cala-Cala, o Qala-Qala…), fue en mayo de 1983. También
estuve unos años antes, en octubre de 1978, según las fechas de las fotos que
tomé entonces. Mucho ha cambiado en estas tres décadas.
Recuerdo el largo y polvoriento camino
que había que recorrer para llegar a las formaciones rocosas cerca de
Sepulturas, a 21 kilómetros de la ciudad de Oruro y a 2.050 metros sobre el
nivel medio del mar. En cambio esta vez, recorrimos con Katherina una estupenda carretera
pavimentada, que nos llevó hasta el mismo pueblo de Calacala (“muchas piedras”)
aunque curiosamente no llega hasta las cuevas donde se encuentran las pinturas.
Los últimos dos kilómetros alejan por ahora a los buses
de turistas japoneses y contribuyen a conservar un paisaje agreste en el que
sobresalen los colores vivos de las plantas de quinua.
Dicen los arqueólogos que las pinturas
rupestres de Calacala tienen alrededor de 2400 años de antigüedad. Hoy es
difícil saber cuanto más había de valor en estas concavidades de piedra, pero
lo que queda es un hermoso mensaje del pasado. Aunque muchos de los dibujos,
particularmente los más pequeños, se confunden en la rugosidad de la roca y en
algunos casos son apenas visibles, el conjunto principal, de mayor tamaño,
en el que destaca una llama blanca bien proporcionada, deja una impresión
indeleble.
Calacala, en 2012 |
Además de las llamas, que suman más de
cincuenta entre pequeñas y medianas, hay figuras de pastores de rebaño y de cóndores. También se pueden ver depresiones artificiales redondas
("cúpulas", las llaman) que fueron talladas en la roca y son parte
esencial del conjunto; posiblemente se trata de oquedades para depositar algún
líquido como ofrenda.
En el sitio arqueológico, las autoridades
de la Sociedad de Investigación del Arte Rupestre de Bolivia (SIARB) -con apoyo y financiamiento de Holanda, Alemania y la Fundación Bradshaw- tuvieron el buen
criterio de armar en 2002 una pasarela de madera, sobria y sólida,
suficientemente cerca de las pinturas para admirarlas y fotografiarlas y prudentemente
lejos como para que a nadie se le ocurra tocarlas. Antes, había que trepar la
ladera y acercarse a duras penas para admirar los dibujos.
Pinturas rupestres que son espejo de la realidad |
Para el anecdotario memorioso anoto que cuando estuve
la primera vez en Calacala en 1978, no bien acababa de fotografiar el grupo principal en
el que aparece la llama blanca y junto a ella varias llamas más pequeñas de
color marrón, cuando me di la vuelta y en la explanada que está a los pies del
lugar arqueológico vi la misma escena, que también fotografié. Fue una hermosa casualidad.
El tiempo es implacable, sin embargo. El detalle de las fotos que tomé en 1978,
en 1983 y ahora en 2012, muestra que las pinturas han sufrido un deterioro perceptible
aunque no muy serio. La figura más grande, la llama blanca, cuya altura es
mayor a 50 cms, muestra desprendimientos que no eran
visibles en 1978. No parecen daños producidos ex profeso, sino producto del
paso del tiempo y de la exposición de las pinturas a la intemperie.
1978 |
2012 |
Tradicionalmente el lugar ha sido resguardado
por miembros de una familia campesina que vive en los alrededores. Antes, cuando no había cercas ni se
cobraba por el ingreso, ellos estaban pendientes de los visitantes, y aparecían
en el lugar en cuanto se aproximaba algún vehículo. Ahora, se turnan cada año para llevar un control estricto de las personas que visitan el lugar, así como del
dinero que recaudan por el ingreso. Me impresionó la honestidad de Faustino
Cruz Apaza, que está ahora a cargo del cuidado del lugar. Aunque podría
fácilmente burlar los controles, como hacen tantos, Faustino es muy responsable
y cuidadoso; en un cuaderno anota los nombres de los visitantes y el precio que
pagaron por ingresar, y además entrega los recibos correspondientes. Cada
cierto tiempo, deposita el dinero en un banco en Oruro.
Conversé con él porque me interesaba
conservar un testimonio suyo y compartirlo aquí. Nos explicó que las figuras
fueron pintadas con una mezcla de cebo y sangre de llama (las marrones) y con
polvo de piedra caliza (las blancas). Nos contó también que en las inmediaciones
aparecen a veces “huellas de tigre” (puma de montaña, en realidad) en la nieve,
aunque a él no le ha tocado ver a ninguno.
Calacala está, al parecer, bien
resguardado, pero en un país con un nivel de educación cívica tan bajo, ningún cuidado
es suficiente. La suerte, aquí, es que el sitio está en manos de
cuidadores responsables y al parecer bien supervisados. No sucede lo mismo en
un sitio arqueológico tan importante como Tiwanaku, donde la “comunidad” hace
lo que le viene en gana y sin supervisión, al extremo de haber permitido que el
sitio se deteriore.
El patrimonio debe cuidarse, y si se abre
al turismo debe hacerse con el mayor cuidado y supervisión, para evitar daños
irreversibles. El turismo descontrolado suele llegar con efectos devastadores a
este tipo de sitios cuya fragilidad salta a la vista. A veces los visitantes,
inconscientes, ignorantes y salvajes, escriben sus nombres cerca o encima de
las representaciones antiguas y dejan otros graffiti, destruyendo el carácter
documental de las figuras originales que tienen muchos años de antigüedad. Ya
lo sabemos con certeza, el hombre es el animal más depredador.
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Yapa: