(Publicado en Nueva Crónica el 3 de abril de 2009)
En la Plaza de San Pedro en La Paz, frente al penal, hace vigilia desde hace varias semanas un grupo de “ponchos rojos”. Vigilia, según dicen los del MAS, para que no se escape el Prefecto de Pando, el “neoliberal” Leopoldo Fernández. Uno hubiera pensado que estos ponchos rojos -que matan perros y los exhiben colgados para infundir temor- llegaron de las comunidades de Achacachi imbuidos de un fervor revolucionario que los hace abandonar durante meses sus sembradíos (o dejar esa carga a sus mujeres e hijos). Pero no, estos ponchos rojos son más urbanos que rurales, se trata de gente contratada por el gobierno, algunos del mismo barrio de San Pedro.
El uso de fondos públicos para aparentar un masivo y espontáneo apoyo popular hacia el MAS en el gobierno, se ha vuelto el pan de cada día. Ningún gobierno anterior ha sido tan astuto para enmarcar a grupos sociales a su guisa, acarreándolos de un lado a otro para ejercer presiones (como el cerco a la Asamblea Constituyente, el cerco al Parlamento, o las provocaciones en Pando) o para manifestar su entusiasta apoyo al gobierno de la “refundación” de Bolivia. Las turbas han entrado en acción, como es el caso en El Alto, pero los verdaderos movimientos sociales organizados han sido marginados. Los mineros sindicalizados, que fueron la vanguardia durante décadas, han sido desplazados por los cooperativistas que chantajean al gobierno para obtener concesiones.
El ejército entrena a los campesinos que van a participar en las celebraciones públicas que organiza el MAS. Los hace ejercitar marchas, los encuadra. Se trata de una reedición curiosa del pacto militar-campesino de las épocas dictatoriales, ahora con el sombrero de pacto militar-indígena. No es pues casual que el vice-presidente, nuestro Robespierre de alasitas, le diga al pueblo boliviano que tiene que “acostumbrarse a ver militares” por todas partes. Habría que rescatar las declaraciones de su época de “chofer-guerrillero” para contrastarlas con las actuales.
Los ataques a dirigentes de la oposición no son hechos ni aislados ni fortuitos, sino perfectamente coordinados desde altas esferas del gobierno. Hay ministros que juegan a esta política sucia para sentirse más dueños del poder. Nada menos que el Ministro de Hacienda es un “aficionado” a las escuchas telefónicas, “pincha” los teléfonos de quien le da la gana para escuchar conversaciones privadas y envía matones para golpear a la gente que no le cae bien.
Los grupos de choque alentados desde esferas gubernamentales son lo más ajeno que puede existir a los procesos democráticos. Está claro que este proceso no es democrático en lo cotidiano, solamente aparenta serlo en los lances electorales, que no dicen mucho del comportamiento de la democracia en tiempos normales. Las elecciones, como bien se sabe, son apenas una manifestación precaria de la democracia. Pero para este régimen el voto es la manera de legitimar los comportamientos menos democráticos. Por eso el país vive en una permanente fiebre electoral, que no es lo mismo la que participación democrática en la construcción de la nación.
El estado permanente de campaña electoral nos envuelve desde hace tres años. El gobierno del MAS invierte enormes cantidades de fondos públicos para propaganda en la calle y en los medios, superando con creces el malgasto que cualquier gobierno anterior hubiera hecho. Ni siquiera los gobiernos más inseguros y con menor apoyo popular se han volcado con tanto ahínco en la publicidad, trasladando el costo a la ciudadanía y sin rendir cuentas claras. Las gigantografías en las carreteras principales abundan, ya sea promoviendo algún voto (siempre hay algún referéndum en el horizonte) o propagandizando algún logro gubernamental.
Este es el régimen de las apariencias y del doble discurso. Baste un ejemplo: el gobierno utiliza el término “neoliberal” para descalificar a la oposición de derecha y de izquierda por igual, pero no ha sido coherente como para desaparecer el decreto 21060 (que es un decreto, ni siquiera una ley) sobre el que se funda el neoliberalismo en Bolivia. Lo mismo sucede con la “nacionalización del gas”, “la revolución agraria mecanizada” y otros cuentos. La realidad es muy diferente.