16 marzo 2016

La batalla de Guadalcázar

Podría ser el título de una película sobre la conquista del oeste norteamericano o sobre la Segunda Guerra Mundial. De hecho, Guadalcázar se presta para un relato épico sobre la lucha de un pueblo que logra sacar de su territorio a empresas que vienen a llevarse minerales o a enterrar depósitos de residuos tóxicos.

Estuve en Guadalcázar a mediados de diciembre del 2015 para conocer un proceso de lucha que se remonta 27 años atrás. Es una pequeña y tranquila ciudad en el altiplano del estado de San Luis Potosí (México), donde no llega siquiera la señal de telefonía celular.  “Mejor así  -me dice socarrón el abogado Ernesto Rodríguez de Ávila, que estuvo a la cabeza de la lucha contra las empresas depredadoras- porque si hubiera señal esto estaría lleno de narcos”.

San Luis Potosí, Charcas, el altiplano potosino… son lugares de mucho simbolismo para un boliviano que conoce un poco la historia de esos nombres emblemáticos y de la minería en ambos países. Guadalcázar es una especie de oasis en ese altiplano, y sus habitantes se sienten orgullosos de haber mantenido a raya a las empresas mineras que quisieron invadirlos consiguiendo permisos “oficiales” de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales de México (SEMARNAP). 

La primera lucha se dio entre 1989 y 1994 cuando la empresa Metalclad realizó confinamientos de residuos peligrosos causando daños irreversibles en los manantiales de la región. Cerca de 20 mil toneladas fueron enterradas en La Pedrera, un predio de Amoles. Entre 1991 y 1997 los vecinos del municipio tomaron la carretera, cerraron el ingreso a los camiones, organizaron manifestaciones en la capital del Estado mientras en paralelo llevaban adelante acciones legales que culminaron con un amparo el año 2000.

Esa fue la primera batalla… En agosto de 2006 los dinamitazos y explosiones de una empresa minera de Texas que pretendía ocupar en Ábrego 1.200 hectáreas para una explotación a cielo abierto de oro, plata y uranio despertaron nuevamente la lucha en Guadalcázar. La empresa canadiense Majestic tomó el relevo en 2009 y trató de convencer a la comunidad enviando casa por casa sicólogos que lograron persuadir a unos pocos y lograr con engaños una autorización municipal.

La empresa contaba con guardias privados armados para mantener a raya a la comunidad, pero no pudo. Con machetes y piedras la población arrancó los cercos, demolió el polvorín y retomó la lucha legal hasta desalojar a los invasores. Y así sucedió años más tarde con una cementera que trató de comprar a la gente repartiendo dinero y corrompiendo autoridades.

Esa historia está retratada en Guadalcázar, un documental de Víctor Méndez Villanueva, de la Universidad Nacional Autónoma de México UNAM), que muestra no solamente la lucha sino la voluntad de la población de apostarle al turismo y a la naturaleza privilegiada del municipio.

El ejemplo de la lucha de Guadalcázar cundido en el altiplano potosino, como pude ver en Santo Domingo, donde la población se ha organizado para dar una batalla similar e impedir el confinamiento de residuos tóxicos en su municipio. Esa misma batalla se está dando en muchos otros lugares de México, como también en Ecuador, en Perú y en Bolivia, entre otros países. 

Allí conocí al periodista Alfredo Valadez Rodríguez, cuyo libro Minería, cinco siglos de saqueo muestra casos similares en el Estado de Zacatecas. Toda una historia de “atraco al patrimonio nacional”. Las maniobras de ocupar territorios para actividades mineras o para enterrar depósitos contaminantes fracasan cuando la población se une en acciones colectivas. La lucha de todo un pueblo hace que sea imposible corromper o asesinar a los líderes.

La minería depredadora no solo existe en México, sino también en Bolivia, donde tenemos un gobierno que alienta políticas extractivistas. Y es importante tomarlo en cuenta como lo hace Julia Vargas en su largometraje más reciente: Carga sellada, cuyo tema de fondo son los residuos tóxicos.

Las empresas que siembran residuos tóxicos en África o América Latina suelen esgrimir el argumento de que son “seguros” y que no presentan riesgos. La respuesta de quienes los rechazan es simple: “Si es así, ¿por qué no los entierran entonces en sus propios jardines?”

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El peligro radica en que nuestro poder para dañar o destruir el medio ambiente, o al prójimo, aumenta a mucha mayor velocidad que nuestra sabiduría en el uso de ese poder. 
--Stephen Hawking