Siento una particular debilidad por
aquellos pueblos pequeños, con calles empedradas, casas de adobe de paredes
blancas y balcones de madera que se inclinan sobre los transeúntes. Pueblos
donde no hay muchos vehículos, donde el placer radica en recorrer a pie las
diez o quince calles que se despliegan a partir de la plaza principal, donde
suele estar la alcaldía, la iglesia y la casa de la cultura.
Me gusta ver la perspectiva de las calles
empinadas, el patio lleno de flores que se adivina detrás de la puerta
entreabierta de una casa, una mecedora en el pasillo en sombra, una hamaca
entre dos pilares de madera, ventanas que parecen ojos, a veces abiertos y a
veces haciendo una siesta.
Hemos perdido muchos de esos pueblos
tradicionales en América Latina porque hemos aprendido a apreciar su valor
histórico y cultural demasiado tarde. O no aprendemos todavía. En Bolivia,
aparte de los pueblos de las misiones jesuitas, cuyas iglesias talladas en
madera han sido bellamente restauradas, no quedan otros que estén debidamente
conservados, restaurados y cuidados.
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con Miguel Fajardo, en Barichara |
Hay otros países que cuidan esos
pueblitos coloniales como joyas que son, y mantienen viva su historia y su
memoria con orgullo. En Ecuador he visitados algunos. Por supuesto en México abundan. Y Colombia no
se queda atrás.
En años recientes he podido disfrutar la
magia de Santa Cruz de Mompós sobre el río Magdalena, la luminosa Villa de
Leyva en Boyacá, y a mediados de noviembre pasado la empinada Barichara, en el
sur de Santander, otra de las pequeñas ciudades que son patrimonio cultural de
la nación. Queda apenas a unos minutos de San Gil, que recorrí en compañía de
Miguel Fajardo, conocedor de su región.
Simón Bolívar también pasó por aquí
(bueno, ya se sabe que, al igual que Hemingway, estuvo en todas partes), y en
su honor tiene un monumento (un zócalo con un busto pequeño), no muy
impresionante ni por su tamaño ni por su calidad, pero sí por su significado,
porque en los cinco bordes registra los lugares y las fechas de las jornadas
triunfantes de la empresa de los ejércitos del Libertador: Colombia, Boyacá
1819; Venezuela, Carabobo 1821; Ecuador, Pichincha 1822; Bolivia, Ayacucho
1824; además de Panamá, 1903, que aparece como “hija bolivariana”.
En Barichara pude constatar el orgullo de
sus habitantes por su cuidada ciudad. Estaba
fotografiando una casa cuando la dueña asomó por la ventana y me preguntó: “¿Le
está tomando fotos porque está fea o porque le gusta?” Sonrió cuando le dije
que me gustaba, que estaba muy bien cuidada y pintada.
Como esa casa fotografié muchas otras,
todas igualmente limpias, bien pintadas, exhibiendo lo mejor de sí mismas aún
cuando son casas sencillas, sin ningún aspaviento arquitectónico. A diferencia
de Mompós y Villa de Leyva, Barichara no era una ciudad de lujo, sino un lugar
de descanso para huir del calor de San Gil.
La parte más alta de Barichara exhibe un
parque de esculturas y plantas exóticas, con un teatro al aire libre para las
representaciones artísticas, pero lo más interesante allí es asomarse al balcón
natural que a 1.300 metros de altitud ofrece vistas panorámicas sobrecogedoras sobre
cañón del río Suárez, en las estribaciones de la cordillera.
En la plaza principal destaca la
catedral, el templo de la Inmaculada Concepción y San Lorenzo Mártir, con sus dos
torres de piedra a las que se añadió un reloj, en una, y en otra un megáfono
probablemente para amplificar el sonido de las campanas.
Las hormigas culonas son famosas en la región, consideradas una especialidad
culinaria local con propiedades afrodisiacas. Luego de sacarles las alas y las
patas, y de tostarlas como si fueran maní, las venden en bolsitas de plástico a
la salida de San Gil. Pura proteína para quienes se alimentan sin prejuicios. En
Barichara las hormigas culonas tienen su monumento en la Casa Municipal, con
unos versos picarescos: “Al mirarte caminar / a mis ojos se me asoma / el
caminar enervante / de la hormiga culona”, y junto a ellos una dedicatoria
bastante explícita sobre sus propiedades: “A la hormiga culona por su
contribución a la reciedumbre del pueblo santandereano”. Mi amiga Ivonne Arze me cuenta que también las hay en Bolivia, y que en Camiri las llamaban "cepe culón".
Otro atractivo son los fósiles. Es
curioso que en las alturas de Barichara se hayan encontrado tantos fósiles
marinos con más de cien millones de años de antigüedad, conchas y caracoles,
algunos gigantescos, restos de lo que alguna vez fue un repliegue de mar que
subió hasta los 1.300 metros sobre el nivel medio del mar, en las alturas de la
Cordillera Oriental.
Las fuentes hídricas son escasas en las
alturas de Barichara, pero sus habitantes han sabido darle solución al problema
organizándose. No olvidemos que San Gil es la cuna del cooperativismo. Desde el
año 1991 Barichara se abastece con agua de la represa “El Común” el acueducto
comunitario que beneficia además a las poblaciones de Villanueva y Cabrera,
administrado por un ente cooperativo denominado Acuascoop.
Con las últimas luces del atardecer se
apaga Barichara. La vida se envuelve en sombras, hacia adentro, salvo en
algunos restaurantes y hoteles abiertos para los turistas. Es la hora mágica.
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No quiero mi casa amurallada por todos lados
ni mis ventanas selladas.
Yo quiero que las culturas de todo el mundo
soplen sobre mi casa
tan libremente como sea posible.
Pero me niego a ser barrido por ninguna de
ellas.
—Mahatma Gandhi