26 mayo 2015

Cine, buenos pulmones

Lo mejor que se ha hecho en el campo del cine en Bolivia ha sido “a puro pulmón”.  Se necesitan buenos pulmones en este país, no solamente para soportar el enrarecido aire de los cuatro mil metros de altitud en que se encuentra el altiplano y tres de las capitales de departamento (La Paz, Potosí y Oruro), sino también para llevar adelante proyectos que solo son posibles con el empeño, el esfuerzo y muchas veces la frustración al final del camino.

Nadie comienza esos ambiciosos proyectos con la seguridad de que el horizonte sonríe, todos los cineastas y gestores culturales saben que el camino estará lleno de escollos y problemas, muchos de ellos debido a la indolencia de las instituciones, a la falta de apoyo a la cultura y a un orden de prioridades que dice mucho de quienes gobiernan y han gobernado.

Desde pioneros como Velasco Maidana y Luis Castillo en los años de 1920, y esforzados patriotas como Luis Bazoberry, Mario Camacho, José Jiménez (y otros) que realizaron documentales durante la Guerra del Chaco, hasta la generación de cineastas profesionales que comenzó con Jorge Ruiz y Oscar Soria y continuó con Jorge Sanjinés, Antonio Eguino, Paolo Agazzi y los que vinieron en décadas más recientes (Marcos Loayza, Juan Carlos Valdivia y varios más) la mayoría (hay excepciones) ha hecho su cine “a pesar de…” y no “gracias a…” quienes deberían proteger y promocionar el cine como un bien patrimonial nacional.

Pero no solamente están los cineastas, están también los gestores de iniciativas que promocionan el buen cine, el cine con sentido ético y el cine comprometido con la realidad social, y que hacen posible que los espectadores se interesen en una producción cinematográfica que va más allá del espectáculo chabacano y de las palomitas de maíz con olor a mantequilla rancia.

Hoy quiero referirme a una iniciativa de extraordinario valor, el Festival de Cine de los Derechos Humanos que tiene lugar cada año en la ciudad de Sucre por obra y gracia de un activista de la cultura cinematográfica, Humberto Mancilla, una especie de hombre orquesta que no solamente ha creado ese festival en una ciudad improbable (en términos de sostener una actividad de esa envergadura), sino que ha demostrado a lo largo de diez años la capacidad de ser un gestor formidable, un relacionista público de nivel internacional y un buen conocedor del cine nacional y mundial.

Mancilla se inició como cineasta con el documental Dos yotaleños en Paris (2003), en el que combina entrevistas con Carlos y Julio Arguedas, los integrantes del grupo musical Bolivia Manta, y fiestas tradicionales de comunidades indígenas de la región latinoamericana. Posteriormente realizó otros dos reportajes que muestran su afinidad con el proceso político inaugurado con la llegada al poder del dirigente cocalero Evo Morales. Con El espíritu de Tupaj Katari (2006) y Pan con corazón de queso (2007) es quizás el primer cineasta boliviano que mostró su adhesión al proceso de cambio.

La actividad de realizador de Mancilla se vio relegada cuando decidió dedicarse de lleno a la creación y organización del Festival de Cine de los Derechos Humanos. No es nada sencillo mantener un festival internacional sobre un tema que a muchos incomoda, y en una ciudad cuya tradición cinéfila es escasa.

Tuve el privilegio de presidir el jurado del 4º Festival de Cine de los Derechos Humanos “El séptimo ojo es tuyo” el año 2008, y ello me permitió constatar cómo la actividad cinematográfica se convierte durante una semana en el eje de la vida misma de la capital de Chuquisaca. Las salas donde se exhiben películas de todo el mundo, que nunca se verían en Bolivia de otro modo, se llenan de ciudadanos ávidos de conocer un cine diferente, con una temática que toca lo más profundo de los valores éticos y sociales.

Los pulmones de Humberto Mancilla están en buen estado, como lo prueba no solamente el festival sino la creación y próxima construcción de una cineteca especializada en el tema. El temperamento conciliador de Mancilla lo hace un buen negociador, tanto dentro de Bolivia como en el ámbito internacional. El festival es parte de la red internacional Human Rights Film Network, lo que permite a su director participar en otros eventos internacionales afines. Humberto es un gestor de la cultura cinematográfica que contribuye a encarar uno de los problemas más álgidos de nuestro cine: el público le ha dado la espalda. Lejos están los tiempos en que una película como Chuquiago (1977) de Antonio Eguino (donde tuve participación en el guión de la cuarta historia), que consiguió medio millón de espectadores en su primer estreno.

En las décadas de 1960 a 1980 el interés de los bolivianos por su propio cine era palpable. Luego, la televisión, el video y la piratería se encargaron de recluir a los espectadores en sus casas, acabaron con el cine como espectáculo colectivo, a pesar de los esfuerzos que hace la Cinemateca Boliviana para ofrecer la posibilidad de ver buen cine todos los días. Hoy las películas bolivianas, incluso aquellas que cuestan cerca de un millón de dólares, no hacen más de diez mil espectadores, lo cual es dramático. Me ha tocado estar en salas donde se proyectan películas bolivianas para tres o cuatro espectadores, nada más, pero al parecer no falta público para las grandes porquerías en serie que nos envían desde Hollywood.

Por todo ello el trabajo de Humberto Mancilla en el Festival de Cine de los Derechos Humanos es imprescindible y encomiable. Mancilla está haciendo solo (con el apoyo de su familia y de un pequeño grupo de entusiastas) lo que no hacen otras instituciones del cine boliviano que tendrían la obligación de proteger y promover nuestra cinematografía, no solamente con el fomento a la producción sino también llevando adelante estrategias de distribución y de difusión que permitan formar públicos y devolver a las nuevas generaciones el amor por el buen cine. Educar al público debe ser una de las prioridades si queremos que el cine nacional sobreviva. Sin público propio, no resistirá mucho tiempo más.  
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Al inventarse el cine las nubes paradas en las fotografías comenzaron a andar.
—Ramón Gómez de la Serna