Lo mejor que se ha hecho en el campo del
cine en Bolivia ha sido “a puro pulmón”.
Se necesitan buenos pulmones en este país, no solamente para soportar el
enrarecido aire de los cuatro mil metros de altitud en que se encuentra el
altiplano y tres de las capitales de departamento (La Paz, Potosí y Oruro),
sino también para llevar adelante proyectos que solo son posibles con el
empeño, el esfuerzo y muchas veces la frustración al final del camino.
Nadie comienza esos ambiciosos proyectos
con la seguridad de que el horizonte sonríe, todos los cineastas y gestores
culturales saben que el camino estará lleno de escollos y problemas, muchos de
ellos debido a la indolencia de las instituciones, a la falta de apoyo a la
cultura y a un orden de prioridades que dice mucho de quienes gobiernan y han
gobernado.
Desde pioneros como Velasco Maidana y
Luis Castillo en los años de 1920, y esforzados patriotas como Luis Bazoberry,
Mario Camacho, José Jiménez (y otros) que realizaron documentales durante la
Guerra del Chaco, hasta la generación de cineastas profesionales que comenzó
con Jorge Ruiz y Oscar Soria y continuó con Jorge Sanjinés, Antonio Eguino,
Paolo Agazzi y los que vinieron en décadas más recientes (Marcos Loayza, Juan
Carlos Valdivia y varios más) la mayoría (hay excepciones) ha hecho su cine “a
pesar de…” y no “gracias a…” quienes deberían proteger y promocionar el cine
como un bien patrimonial nacional.
Pero no solamente están los cineastas,
están también los gestores de iniciativas que promocionan el buen cine, el cine
con sentido ético y el cine comprometido con la realidad social, y que hacen
posible que los espectadores se interesen en una producción cinematográfica que
va más allá del espectáculo chabacano y de las palomitas de maíz con olor a
mantequilla rancia.
Hoy quiero referirme a una iniciativa de
extraordinario valor, el Festival de Cine de los Derechos Humanos que tiene
lugar cada año en la ciudad de Sucre por obra y gracia de un activista de la
cultura cinematográfica, Humberto Mancilla, una especie de hombre orquesta que
no solamente ha creado ese festival en una ciudad improbable (en términos de
sostener una actividad de esa envergadura), sino que ha demostrado a lo largo
de diez años la capacidad de ser un gestor formidable, un relacionista público
de nivel internacional y un buen conocedor del cine nacional y mundial.
Mancilla se inició como cineasta con el
documental Dos yotaleños en Paris
(2003), en el que combina entrevistas con Carlos y Julio Arguedas, los
integrantes del grupo musical Bolivia Manta, y fiestas tradicionales de
comunidades indígenas de la región latinoamericana. Posteriormente realizó
otros dos reportajes que muestran su afinidad con el proceso político
inaugurado con la llegada al poder del dirigente cocalero Evo Morales. Con El espíritu de Tupaj Katari (2006) y Pan con corazón de queso (2007) es
quizás el primer cineasta boliviano que mostró su adhesión al proceso de
cambio.
La actividad de realizador de Mancilla se
vio relegada cuando decidió dedicarse de lleno a la creación y organización del
Festival de Cine de los Derechos Humanos. No es nada sencillo mantener un
festival internacional sobre un tema que a muchos incomoda, y en una ciudad
cuya tradición cinéfila es escasa.
Tuve el privilegio de presidir el jurado
del 4º Festival de Cine de los Derechos Humanos “El séptimo ojo es tuyo” el año
2008, y ello me permitió constatar cómo la actividad cinematográfica se
convierte durante una semana en el eje de la vida misma de la capital de
Chuquisaca. Las salas donde se exhiben películas de todo el mundo, que nunca se
verían en Bolivia de otro modo, se llenan de ciudadanos ávidos de conocer un
cine diferente, con una temática que toca lo más profundo de los valores éticos
y sociales.
Los pulmones de Humberto Mancilla están
en buen estado, como lo prueba no solamente el festival sino la creación y
próxima construcción de una cineteca especializada en el tema. El temperamento
conciliador de Mancilla lo hace un buen negociador, tanto dentro de Bolivia
como en el ámbito internacional. El festival es parte de la red internacional
Human Rights Film Network, lo que permite a su director participar en otros
eventos internacionales afines. Humberto es un gestor de la cultura
cinematográfica que contribuye a encarar uno de los problemas más álgidos de
nuestro cine: el público le ha dado la espalda. Lejos están los tiempos en que
una película como Chuquiago (1977) de
Antonio Eguino (donde tuve participación en el guión de la cuarta historia), que
consiguió medio millón de espectadores en su primer estreno.
En las décadas de 1960 a 1980 el interés
de los bolivianos por su propio cine era palpable. Luego, la televisión, el
video y la piratería se encargaron de recluir a los espectadores en sus casas,
acabaron con el cine como espectáculo colectivo, a pesar de los esfuerzos que
hace la Cinemateca Boliviana para ofrecer la posibilidad de ver buen cine todos
los días. Hoy las películas bolivianas, incluso aquellas que cuestan cerca de
un millón de dólares, no hacen más de diez mil espectadores, lo cual es
dramático. Me ha tocado estar en salas donde se proyectan películas bolivianas para
tres o cuatro espectadores, nada más, pero al parecer no falta público para las
grandes porquerías en serie que nos envían desde Hollywood.
Por todo ello el trabajo de Humberto
Mancilla en el Festival de Cine de los Derechos Humanos es imprescindible y
encomiable. Mancilla está haciendo solo (con el apoyo de su familia y de un
pequeño grupo de entusiastas) lo que no hacen otras instituciones del cine
boliviano que tendrían la obligación de proteger y promover nuestra
cinematografía, no solamente con el fomento a la producción sino también llevando
adelante estrategias de distribución y de difusión que permitan formar públicos
y devolver a las nuevas generaciones el amor por el buen cine. Educar al
público debe ser una de las prioridades si queremos que el cine nacional
sobreviva. Sin público propio, no resistirá mucho tiempo más.
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Al inventarse el cine
las nubes paradas en las fotografías comenzaron a andar.
—Ramón Gómez de la Serna