Nunca imaginó Nicolás Chauvin que su
apellido daría vida a un adjetivo tan preciso como necesario: chovinismo. El
solo hecho de que la palabra no existiera antes, prueba cuán necesario era
crearla. Merci, Monsieur Chauvin.
![]() |
Nicolas Chauvin |
Chauvin conoció muy poco fuera de Francia,
porque su visión del mundo estaba reducida a la mirada de un soldado en los
ejércitos de Bonaparte, un nacionalista que no dudó en ponerse una y otra vez
en la línea de combate para así acumular una cantidad impresionante de heridas -diez
y siete en total, que exhibía orgulloso porque eran la prueba de su devoción
sin límites por Napoleón.
De ahí que en el periodo político
siguiente, a la caída de Napoleón, Chauvin fuera objeto de burlas y críticas
por su fanatismo y nacionalismo exacerbado. Al principio, calificar a alguien
de chauvinista se relacionaba
directamente a la idolatría por Napoleón Bonaparte, pero con el correr de los
años el significado se amplió y la palabra atravesó fronteras e idiomas.
Según el diccionario de la Real Academia
de la lengua española el chovinismo es la "exaltación desmesurada de lo
nacional frente a lo extranjero". De eso conocemos bastante en todos los
países que compiten por ser etiquetados como extraordinarios, maravillosos,
únicos y mejores que los otros. Los países grandes de nuestra región llevan la
batuta: brasileños y mexicanos se consideran “lo mejor” o “mais grande” de esta parte del mundo, los matones del barrio. Oruro
también quiere sumarse a esa categoría.
Chauvin nunca conoció Bolivia, y
probablemente le importaba un comino este país perdido en el mapa mundial de su
época, pero aquí hay muchos que sin saber quién era ese francés, practican con
devoción esa desmesurada exaltación provinciana que a veces mueve a la risa y
otras a la vergüenza.
No se trata solamente de un nacionalismo nacional,
valga la redundancia, sino también de regionalismo y localismo. Desde Orinoca
cuna del Estado plurinacional hasta La Paz ciudad maravillosa (una de las siete
del planeta, según un promotor suizo), el sentimiento es exactamente el mismo.
Solo en un país con una autoestima tan
baja pueden darse los hechos de chovinismo de los que somos testigos con demasiada
frecuencia. Quisiéramos querernos de verdad, pero nos queremos de mentiritas,
porque así como nos inflamos de orgullo por cualquier cosa y defendemos a brazo
partido el “honor” de una ciudad o de una canción, no hacemos realmente nada
concreto para que las cosas mejoren.
A una periodista que afirmó que Oruro era
una ciudad sucia, le hicieron juicio, le dijeron que ya no tendría pisada en
esa ciudad. ¿Quiénes? Los chovinistas, claro, que en lugar de limpiar las
calles mugrosas van por lo alto con un juicio absurdo que obviamente no podía
prosperar, pues no hay ley que pueda sancionar a una persona por decir la
verdad.
El chovinismo tiene raíces históricas que
empapan nuestras reacciones. El hecho de haber perdido el Litoral en la Guerra
del Pacífico ha proporcionado desde entonces materia prima para expresiones
chovinistas de todo tipo.
Recuerdo que cuando estaba en colegio
llegó un chileno que cantaba “Yo quiero
un maaar, un mar azuuuul, paaara Boliiiiviaaa”, y todo el mundo lo adoraba
aunque era un pésimo cantante que usaba sus espectáculos para vender un jarabe
con propiedades medicinales.
![]() |
Territorio boliviano antes de los despojos |
Nuestra educación está marcada por el
destino trunco de la integración, por la pérdida de territorios con Paraguay,
Brasil, Perú y Chile. La única mala palabra legitimada en las escuelas es
“carajo”, la interjección atribuida a Eduardo Abaroa, el defensor del Topáter. Cuando
hice mi servicio militar, la manera característica de romper filas era: “Viva
Bolivia (media vuelta) muera Chile”. Probablemente Chile ni siquiera se resfriaba
con nuestras bravuconadas de cuartel. El patrioterismo chabacano, de escarapela
y estandarte, ha sido utilizado por numerosos gobiernos militares para
aferrarse al poder capturado de manera ilegítima.
Los resabios de esa disputa florecen cada
cierto tiempo, con mayor frecuencia que la Puya Raimondi. Hace poco en el
Festival de Viña del Mar participó el grupo boliviano Pasión Andina con una
canción que no tenía posibilidades de éxito, ni por su mediocre música ni por
su letra machista, pero cuando el músico Grillo Villegas escribió una crítica a
esa presentación, le llovieron palos de ciego en las redes virtuales. Ofendidos,
los del grupo folklórico dijeron a su regreso que de todas maneras “habían
puesto el nombre de Bolivia en alto”… ¿Cómo será eso, si regresaron sin premios?
También dijeron que viajaron preparados para jugar buen fútbol, pero era un
campeonato de básquet… ¿Y eso no lo sabían antes de ir a Chile?
Las fronteras, por muy artificiales que
sean, tienen un efecto embriagante entre los nacionalistas de pacotilla (y no
así, al parecer, en los contrabandistas que pasan de un lado a otro sin hacerse
ningún problema moral). No solo con
Chile vemos ese tipo de reacciones tan viscerales como ignorantes, también con
nuestro “hermano” país, el Perú, nuestro aliado en la guerra contra Chile.
Al grupo Llajtaymanta lo acusaron (chovinistas
de Oruro, otra vez), de haber compuesto un tema para una fraternidad peruana y
asestado un “duro golpe en las partes nobles al folklore boliviano”. Estupidez
tras estupidez y de nobleza, nada. Y las partes, parece que faltan. En lugar de
sentirnos orgullosos, denigramos a nuestros artistas.
Chovinismo e intolerancia van de la mano,
no puede existir el uno sin el otro porque ambos son de la misma estirpe y
tienen como padres la ignorancia y la altanería. En otras palabras, la
ignorancia es muy atrevida.
El problema de fondo es, sin duda, la
educación, o más bien la falta de ella. Los países menos chovinistas del mundo,
los que tienen más alta autoestima, son los más educados. Tal como están las
cosas en nuestro país, los brotes de chovinismo indican que nos quedan todavía dos
o tres generaciones por delante, para decirle adiós definitivamente al soldado
Chauvin.
______________________________
El nacionalismo es una
enfermedad infantil.
Es el sarampión de la
humanidad.
—Albert Einstein