Para quienes no son colombianos, la abreviatura
Uniminuto suena rara, más aún si no se conoce la historia de la Universidad
Minuto de Dios, a la que la sigla se refiere. Una universidad con nombre
católico no es nada que sorprenda, abundan en América Latina entre las más
prestigiosas, pero lo del “minuto de dios” no deja de llamar la atención, a
menos que conozcamos su historia.
El origen de la universidad se remonta a “El
minuto de Dios”, programas de radio y posteriormente de televisión, que el
padre Rafael García Herreros, sacerdote eudista, comenzó a producir en 1946 y
mantuvo a lo largo de su vida, durante 46 años. Sus programas duraban un
minuto, en los que él condensaba mensajes de lo que podríamos llamar
“evangelización aplicada”. A tiempo de hablar de dios, este cura progresista
hablaba de la realidad social colombiana, y sobre la necesidad de terminar con
la violencia y alcanzar una paz definitiva. Para ello no dudó en llamar al
diálogo a personajes como el narcotraficante Pablo Escobar y al entonces jefe
de la guerrilla del ELN, el cura Manuel Pérez.
Su programa tuvo un éxito enorme a nivel
nacional y derivó en programas de desarrollo social que favorecían a los más
necesitados, como la construcción de barrios para familias de bajos recursos,
en Cali y en Bogotá. La iniciativa creció hasta convertirse en una enorme
corporación que conservó el nombre del programa original como emblema, pero que
se extendió para abarcar programas sociales muy ambiciosos, uno de ellos la
universidad.
Todo esto viene a cuento porque a fines
de abril tuve oportunidad, una vez más, de participar en las actividades de la
Universidad Minuto de Dios, en su campus central de Bogotá y en la sede de
Villavicencio, en el departamento del Meta. A invitación de la Facultad de
Comunicación, cuya decana es mi colega y amiga Amparo Cadavid, participé
durante tres apretados días en varias actividades académicas.
Como miembro que soy del comité técnico
curricular de la Maestría de Comunicación en Desarrollo y el Cambio Social
participé en la sesión que revisó el documento de justificación de la maestría,
que será aprobado según los mecanismos previstos, primero en la propia
universidad y luego por el Ministerio de Educación de Colombia. El
procedimiento es exigente pero no burocrático: se trata de que las maestrías
que se aprueban en Colombia pasen una serie de filtros académicos que
garantizan la excelencia y calidad de los estudios de posgrado. En Colombia
esto es una garantía porque una vez que el Estado certifica una maestría, es
porque esta tiene todas las condiciones para consolidarse.
Lo anterior es alentador porque Colombia
está ahora en la vanguardia de los estudios de posgrado con énfasis en
comunicación para el desarrollo y el cambio social. Uniminuto no es la única
universidad que ofrece a los estudiantes de Colombia y de América Latina la
posibilidad de especializarse en este campo tan importante como necesario,
también hay otras maestrías de similar contenido en la Universidad del Norte
(en Barranquilla) y en la Universidad Santo Tomás (Bogotá).
Y el interés es creciente, como pude
comprobar cuando me invitaron a pasar el día en la sede de Uniminuto en
Villavicencio (“Villavo”, para los amigos), donde tuve un conversatorio frente
a 200 estudiantes interesados en el tema.
Fue una oportunidad, además, para conocer
el departamento del Meta, que faltaba en mi mapa personal de Colombia. Esta es
una región muy rica en petróleo, agricultura y ganadería, situada en las
estribaciones de la montaña como una puerta hacia los extensos llanos que se
prolongan hasta la frontera venezolana. La carretera que baja a Villavo
serpentea entre montañas de vegetación y humedad abundante, atravesando cinco
túneles, uno de los cuales mide casi siete kilómetros de largo. A pesar de que
Villavicencio está a solamente 86 kilómetros de Bogotá, el viaje se hace largo
y pesado por la cantidad de camiones cisterna que avanzan lentamente por la
carretera con su cargamento de gasolina y otros derivados de petróleo.
Poco a poco el clima tropical del llano y
los colores de la naturaleza dejan atrás la sobriedad lluviosa de Bogotá, que a
veces parece una fotografía en blanco y negro, solamente surcada por las líneas
rojas del Transmilenio, el excelente sistema de transporte urbano que ahora han
adoptado tantas otras ciudades de la región. Ya en Villavicencio al calor del
ambiente se sumó la cordialidad de los anfitriones, más aún cuando la ciudad
estaba en plenas celebraciones de su 172 aniversario.
A los estudiantes y profesores de
Uniminuto en Villavicencio les dije lo mismo que he dicho a estudiantes y
profesores en otras oportunidades: que hagan la distinción entre información y
comunicación, entre periodistas y comunicadores, entre mensajes y procesos… Les
dije que el mundo de la comunicación es mucho más amplio y desafiante que el
mundo del periodismo, y que sin desmerecer el oficio de periodista, del que soy
parte desde que tenía 16 años de edad, deben considerar la posibilidad de
hacerse comunicadores para comprometerse en el desarrollo y los cambios
sociales tan necesarios en la región y en el mundo.
En Bolivia, con tantas necesidades de
desarrollo, no parece que los estudiantes de comunicación tengan mucho interés
en el tema. Es más, ni siquiera conocen el país. Hace poco pregunté a un grupo
de estudiantes de la cátedra de comunicación para el desarrollo de la
Universidad Católica Boliviana, cuantos habían estado en algún centro minero:
ninguno.
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Somos
nuestra memoria, somos ese quimérico museo
de
formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
—Jorge
Luis Borges