Apenas ha pasado un año desde que, en una
firma de libros en la Librería Gandhi, en México, le extendí a Carlos Fuentes
un ejemplar de Todas las familias felices
(2006). Me preguntó “¿para quién?”.
“Para Bolivia” le dije. A su lado una representante de la Editorial Santillana
comentó: “¿Para todo el país?” mientras Fuentes dibujaba un mapa de América
del Sur para ubicar exactamente a Bolivia en el corazón del continente. “¿Le
gusta mi mapa?”, me dijo al devolverme el libro.
Le pregunté si su amor por el cine,
compartido con García Márquez, había influenciado su narrativa. “Me gusta mucho
el cine, conozco bien la época de la década de 1930 a 1950, pero pienso que la
literatura se basta a sí misma; la imagen literaria es más poderosa que la del
cine, porque le permite al lector imaginar, en tanto que en el cine el
espectador está condenado a ver lo que está en la pantalla”, respondió.
Fuentes acaba de morir a los 83 años,
luego de toda una vida como escritor. Desde 1954, cuando tenía 26 años, publicó
25 novelas, 15 ensayos, 11 libros de cuentos, 5 obras de teatro y 2 guiones. En
otras palabras, un promedio de un libro por año. No cesó nunca de escribir y de
sorprendernos con un plan de obras que fueron componiendo el rompecabezas de la
sociedad mexicana, y también latinoamericana.
Debo confesar que cuando le dieron el
Premio Nóbel de Literatura a Mario Vargas Llosa, tuve sentimientos encontrados.
Me alegré, porque el premio reconoció a uno de los grandes escritores
latinoamericanos, y me entristecí porque pensé que Carlos Fuentes –mayor que
Vargas Llosa- tendría que esperar unos 8 o 10 años a que el premio completara
otro circuito por el planeta, antes de caer nuevamente en nuestra región.
Ha sucedido tal cual. Ahora no podremos sumar
el nombre de Carlos Fuentes al Nóbel de literatura, aunque se lo tenía más que
merecido. Su nombre honraría al premio sueco, que algunas veces ha mostrado
miopía y un precario sentido de las prioridades.
Se equivocan quienes dicen que Fuentes
tuvo un “periodo revolucionario” y que luego se hizo conservador. En realidad
mantuvo en su posición política una gran coherencia a lo largo de su vida,
coherencia basada en su profundo respeto por la democracia, por las libertades
individuales y colectivas y marcada por un sentido profundo de la ética. No se
dejó encandilar por dirigentes que ofrecían más de lo que podían dar, y no dudó
en criticar a quienes, a su parecer, actuaban de manera demagógica o
irresponsable.
Cuando lo vi en la firma de libros, hace
un año, estaba en forma, con toda su energía y lucidez. Fuentes siguió
trabajando todos los días hasta el final. En una entrevista reciente con Francisco
Peregil, de El País, realizada durante la Feria del Libro de Buenos Aires, anunció
que había entregado a su editor su novela más reciente Federico en su balcón, donde el personaje es Nietzsche resucitado,
y que se aprestaba a continuar con El
baile del centenario, otra vez sobre la historia de México de principios
del siglo XX, de la que ya tenía “muchos capítulos, notas y personajes”.
En la librería Gandhi le pregunté algo
que hoy tiene una resonancia dramática: “Hay escritores que escriben libros y
los publican, y otros escritores que escriben con un plan para desarrollar una
obra completa. Usted es de estos últimos. ¿Cuándo concluye ese plan?”
No dudó un segundo: “En la muerte. Espero
escribir hasta el final, no tengo otra cosa que hacer. Una obra no se completa
nunca. Balzac no completó la suya, por qué la voy a completar yo. Siempre se
quedan cosas en el tintero”.
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La
muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al
más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni
siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte.
Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es. —Carlos Fuentes